—Todo al 14 rojo—un hombre con sombrero negro, cabello largo y castaño, lentes oscuros y bigote prominente colocó todas sus fichas encima del número en cuestión. Ya no eran ni la cuarta parte de las fichas que tenía en un inicio, por lo que los demás jugadores consideraron aquella decisión como un intento desesperado y patético de recuperar lo perdido.
Ellos sabían que seguramente el hombre lo perdería todo en la siguiente jugada, y era una verdadera lástima, pero casos como el suyo eran tan comunes en cualquier casino que nadie se sentía mal por ellos.
Lo que ellos no sabían, sin embargo, era la identidad de este hombre: Ringo Jones (aunque sus amigos lo llamaban Swindle Jones, y por eso él nunca mezclaba amistad con negocios), por lo que podemos asumir que su decisión no fue desesperada ni patética.
—No más apuestas —dijo el croupier y giró la ruleta. Acto seguido, dejó caer una bola dentro de la ruleta, y esta comenzó a girar y a rebotar en las diferentes casillas.
¡TAC, TAC, TAC, TAC!
Todos los jugadores guardaron silencio y siguieron la bola con la mirada; esta se movía con tal rapidez que era imposible predecir en cuál casilla caería.
¡TAC, TAC, TAC, TAC!
La ruleta comenzó a girar a una velocidad cada vez menor.
¡TAC, TAC, TAC, TAC!
La bola seguía rebotando con la misma fuerza, pero todos los jugadores sabían que cualquiera de esos rebotes podía ser el último, así que la miraban detenidamente.
La bola dio un par de rebotes más y por fin se detuvo. La casilla donde cayó era…
¡El 14 rojo!
Swindle Jones levantó los brazos al aire y lanzó un grito de victoria. Algunos de los jugadores y testigos permanecían boquiabiertos; muchos otros gritaron y celebraron como si la victoria hubiera sido suya, y unos cuantos observaron la escena haciendo todo lo posible para reprimir su envidia.
El croupier tomó las fichas de los jugadores que había perdido y colocó las fichas que les correspondían a los ganadores a un lado de las que habían apostado.
Debido a que las apuestas a un solo número se pagaban 35 a 1, el montón de fichas de Swindle creció, bueno, 35 veces.
Swindle, entonces, trató de llevarse sus ganancias, pero eran tantas fichas que ni siquiera podía cargarlas con ambas manos. A su alrededor, los demás jugadores y testigos del evento le aplaudían y lo elogiaban por aquella improbable victoria. Swindle, en respuesta, les agradeció los cumplidos, y repartió algunas de sus fichas a todos los presentes. Después, se levantó y le pidió su bandeja a uno de los meseros que había ahí. El mesero se la entregó y le ayudó a colocar todas sus ganancias ahí. Swindle lo recompensó con unas cuantas fichas, tomó su bandeja y se fue.
Los demás jugadores siguieron apostando.
Swindle caminó hacia la recepción. Ahí le entregó todas las fichas a las recepcionistas.
—Y estas son para ustedes —Swindle le entregó un puñado de fichas a las recepcionistas. Ellas las recibieron con una sonrisa en el rostro y se encargaron de guardar todas las demás poco a poco.
—¡Eso fue increíble, Pete! —dijo Eve, una de las inversionistas principales del casino en donde se encontraban (y ella llamó a Swindle "Pete" porque Swindle le había dicho que así se llamaba él)—. La gente comenzó a apostar mucho más después de verte ganar.
—Claro que lo hicieron, My Eve —en realidad, Swindle la llamaba Naïve, pero esto es lo que ella escuchaba—, es extremadamente fácil apostar y perder fichas gratis, pero antes de que se den cuenta ya habrán apostado todo su dinero. Además, lo único que yo hice fue mostrarles qué tan fácil se puede ganar aquí.
—Eso solo lo dices porque es tu casino —dijo Naïve con cierta incredulidad.
—¿Piensas que hice trampa? —preguntó Swindle con cierta burla en su tono de voz—. No hace falta, Naïve. Y si no me crees —Swindle tomó unas cuantas fichas y se las entregó— pruébalo tú misma.
—Gracias —Naïve tomó las fichas—. Oye, sé que ganaste y todo eso, pero ¿por qué regalarle fichas a medio mundo? ¿Eso no afecta nuestras ganancias?
—Ven conmigo —Swindle abrió la puerta de la recepción, y ambos entraron. Al fondo había una puerta con un teclado de control de acceso. Swindle se acercó a él, tecleó la contraseña, y la puerta se abrió. Ambos entraron a una habitación donde había un librero y varias maletas en un rincón.
—¿Qué es eso? —preguntó Naïve.
—Las ganancias —respondió Swindle—. Pero quiero que te fijes en esto —Swindle señaló una pared llena de pantallas encendidas; cada una de ellas mostraba una de las mesas donde los juegos se llevaban a cabo.
—Muchos creen que el negocio del casino está allá, en las mesas de juegos, pero en realidad está en la recepción, en el cambio de fichas. Ellos nos dan todo su dinero a cambio pedazos de plástico que, son sí solos, no tienen ningún valor.
—Pero lo pueden cambiar a dinero otra vez.
—Eso si no lo pierden.
—Entonces sí haces trampa.
—Naïve, Naïve, Naïve —Swindle puso su mano sobre el hombro de Naïve —, si ellos pierden es porque no conocen el juego suficiente para ganar. Verás: ellos están jugando contra los otros jugadores, sino contra croupier.
—Pero el croupier solo reparte las cartas y eso, ¿no?
—El croupier está en la mesa: es un jugador más. Sus funciones y las reglas alrededor de él son un poco diferentes a las de los demás, pero sigue siendo un jugador, y uno muy bueno.
De repente, una de las pantallas mostró cómo un grupo de policías armados se abrían paso en el casino, y Swindle sabía que esto podía pasar en cualquier momento; después de todo, el casino donde se encontraban era clandestino.
—Y ¿ahora qué hacemos? —preguntó Naïve a punto de entrar en pánico.
—Irnos —dijo Swindle con toda naturalidad (pues él sabía que una de las reglas más importantes en cualquier negocio es: "siempre ten una ruta de escape"). Acto seguido, se dirigió hacia el librero, tomó un candado que estaba en uno de los estantes y comenzó a empujar el librero hacia un lado; este se movió con facilidad y relevó una puerta que había detrás de él. La abrió, y esta daba hacia la calle. En frente había una furgoneta convenientemente estacionada.
Swindle sacó las llaves de la furgoneta y, con solo presionar un botón, le quitó los seguros.
—Toma unas de las maletas y mételas en la furgoneta —le ordenó Swindle a Naïve, y ella obedeció.
Swindle le ayudó con el resto de las maletas y después movió el librero a donde estaba antes. Tras esto, Swindle cerró la puerta y le puso el candado que había tomado hace un momento.
Esto les daría un poco más de tiempo para escapar.
Swindle, entonces, cerró las puertas de la furgoneta y se dirigió al asiento del conductor.
—Y ahora ¿a dónde vamos? —preguntó Naïve.
—Bueno, lo que más nos conviene ahora es mantener un perfil bajo, así que será mejor separarnos hasta que las cosas se enfríen ��respondió Swindle—. Pero no te preocupes: yo me comunicaré contigo cuando sea el momento.
—¿En serio? — Naïve miraba a Swindle con recelo.
—¿Qué? ¿No me crees? —Swindle preguntó con una pizca de indignación—, tienes mi número de celular, has visto mi cara, has estado en mi casa. ¿Qué más quieres?
Naïve no supo qué contestar.
—Está bien, estaremos en contacto. Adiós, Naïve —Swindle entonces entró a la furgoneta, la encendió y escapó a una velocidad moderada (no demasiado rápido para levantar sospechas, pero no demasiado lento para dejar que lo atraparan si algo salía mal). En el semáforo giró en dirección a la casa de su madre (un lugar que Naïve no conocía), y en el camino se quitó el sombrero, los lentes oscuros, la peluca y el bigote falso.
Su celular comenzó a sonar.
Y sí, era Naïve quien lo llamaba.
Swindle abrió la ventana y tiró su celular.