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88.98% Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 210: Capítulo 5

Bab 210: Capítulo 5

Para: imo%testadmin@MinCol.gob De: hgraff%MinCol@heg.gob Asunto: ¿Qué buscamos?

Estimado Imo:

He estado reflexionando profundamente sobre nuestra conversación y creo que puede que tengas razón. Se me ocurrió la estúpida idea de que deberías buscar rasgos deseables y útiles para formar equipos ideales y equilibrados para las colonias. Pero la verdad es que no estamos recibiendo tal volumen de voluntarios como para permitirnos ser excesivamente quisquillosos. Y tal y como nos demuestra la historia, cuando la colonización es voluntaria la gente se autoselecciona mejor que por medio de cualquier sistema de pruebas.

Es como aquellos absurdos intentos de controlar la inmigración a América según las características que se consideraban más deseables, cuando históricamente la única característica que define a los americanos es ser «descendiente de alguien que renunció a todo para venirse a vivir aquí». ¡Y ya no hablemos de cómo seleccionaron a los colonos australianos!

El deseo de ir es la única prueba importante, como dijiste. Pero eso significa que todas las demás pruebas son... ¿qué?

No son tan inútiles como dabas a entender. Al contrario, creo que los resultados de las pruebas son un recurso valioso. Incluso si los colonos están todos locos, ¿no debería tener el gobernador un buen informe sobre la versión particular de locura que anida en cada individuo?

Lo sé, no vas a dejar pasar a nadie que requiera medicación para mantenerse funcionalmente cuerdo. Ni a adictos, alcohólicos y sociópatas conocidos, ni a personas con enfermedades genéticas, etcétera. En eso siempre hemos estado de acuerdo, para evitar sobrecargar las colonias. De todas formas, en unas pocas generaciones desarrollarán sus propias particularidades genéticas y cerebrales; por ahora, sin embargo, vamos a dejarles un buen margen de maniobra.

En lo que respecta a la familia por la que preguntaste, la que planea casar una hija con el gobernador: bien, estoy seguro de que admitirás que en la larga lista de motivos históricos

para unirse a una colonia lejana el matrimonio era uno de los socialmente más nobles y más productivos.

HYRUM

—¿Sabes qué he hecho hoy, Alessandra?

—No, madre. —Alessandra, de catorce años, dejó la bolsa de los libros en el suelo, frente a la puerta, y pasó junto a su madre para llegar al fregadero, donde se sirvió un vaso de agua.

—¡Adivina!

—¿Has conseguido que vuelva la electricidad?

—Los duendes no hablan conmigo —dijo madre. En su momento había tenido gracia esa idea de que la electricidad era cosa de duendes. Pero ya no tenía demasiada gracia en medio del sofocante verano adriático, sin refrigeración para la comida, sin aire acondicionado y sin vídeos para distraerse del calor.

—En ese caso, no sé qué has hecho, madre.

—He cambiado nuestras vidas —dijo madre—. He creado un futuro para nosotras.

Alessandra se quedó completamente inmóvil y rezó una oración mentalmente. Hacía tiempo que había renunciado a cualquier esperanza de recibir respuesta a sus oraciones, pero se consolaba pensando que cualquier oración sin respuesta engrosaría la lista de agravios que le presentaría a Dios si se daba la ocasión.

—¿Qué futuro es ése, madre? Madre apenas podía contenerse.

—Vamos a ser colonos.

Alessandra suspiró aliviada. En la escuela les habían dado todos los detalles sobre el Proyecto de Dispersión. Ahora que los insectores no existían, la idea era que los humanos colonizasen sus antiguos mundos, de forma que el destino de la humanidad no estuviese ligado a un único planeta. Pero los requerimientos para los colonos eran muy estrictos. No había ninguna posibilidad de que aceptasen a una persona inestable e irresponsable (no, perdón, quería decir «alegre de cascos y algo loca») como madre.

—Bien, madre, es maravilloso.

—No pareces muy emocionada.

—Lleva mucho tiempo que aprueben una solicitud. ¿Por qué iban a aceptarnos a nosotras? ¿Qué sabemos hacer?

—Qué pesimista, Alessandra. No tendrás futuro si frunces el ceño ante cualquier opción nueva. —Madre bailó a su alrededor, sosteniendo frente a ella un papel que

agitaba—. Presenté la solicitud hace meses, querida Alessandra. ¡Hoy he recibido la confirmación de que nos aceptan!

—¿Me lo has ocultado durante todo este tiempo?

—Sé guardar secretos —dijo madre—. Tengo un montón de secretos. Pero eso no es un secreto. Este trozo de papel dice que viajaremos a un nuevo mundo, y en ese nuevo mundo no formarás parte de un excedente perseguido, serás necesaria, y notarán y admirarán todos tus talentos y encantos.

Todos sus talentos y encantos. En el colegio nadie parecía verlos. No era más que otra chica desgarbada, todo brazos y piernas, que se sentaba al fondo, hacía lo que le decían y no causaba problemas. Sólo madre consideraba a Alessandra una especie de criatura mágica y extraordinaria.

—Madre, ¿puedo leer ese papel? —preguntó Alessandra.

—¿Por qué, dudas de mí? —Madre se alejó bailando con la carta.

Alessandra tenía demasiado calor y estaba demasiado cansada para ponerse a jugar. No la persiguió.

—Claro que dudo de ti.

—Hoy no eres nada divertida, Alessandra.

—Incluso aunque fuese cierto, es una idea terrible. Deberías haberme consultado.

¿Sabes cómo será la vida de los colonos? Se la pasarán sudando en el campo como granjeros.

—No seas tonta —dijo madre—. Para eso tienen máquinas.

—Y no están seguros de que podamos comer la vegetación autóctona. Cuando los insectores atacaron la Tierra por primera vez, se limitaron a destruir toda la vegetación que crecía en esa parte de China. No tenían intención de comer nada de lo que allí crecía de forma natural. No sabemos si nuestras plantas pueden crecer en sus planetas. Todos los colonos podrían morir.

—Para cuando lleguemos, los supervivientes de la flota que derrotó a los insectores ya habrán resuelto esos problemas.

—Madre —dijo Alessandra con paciencia—. No quiero ir.

—Eso es porque las almas muertas de la escuela te han convencido de que eres una chica normal. Pero no es así. Eres mágica. Debes alejarte de este mundo de polvo y tristeza y llegar a una tierra verde y rebosante de poderes antiguos. ¡Viviremos en las cuevas de los ogros muertos y saldremos a cosechar los campos que una vez fueron suyos! ¡Y en las tardes frías, con una brisa dulce y verde agitándote la falda, bailarás con jóvenes que se quedarán boquiabiertos ante tu belleza y gracia!

—¿Y dónde encontrarás a esos jóvenes?

—Ya verás —dijo madre. Luego cantó—: ¡Ya verás! ¡Ya verás! Un buen joven con futuro te entregará su corazón.

Al fin el papel estuvo lo suficientemente cerca para que Alessandra pudiese robarlo de las manos a su madre. Lo leyó, con su madre inclinada hacia la hoja, con su sonrisa de hada. Era real. Dorabella Toscano (29) y su hija, Alessandra Toscano (14), aceptadas para la Colonia 1.

—Evidentemente no hacen ningún tipo de prueba psicológica —dijo Alessandra.

—Intentas hacerme daño pero no lo lograrás. Madre sabe lo que te conviene. No cometerás los errores que cometí yo.

—No, pero los pagaré —dijo Alessandra.

—Piensa, mi querida, hermosa, inteligente, grácil, buena, generosa y avinagrada niña, piensa en esto: ¿Qué te espera aquí en Monopoli, Italia, viviendo en un piso en el extremo menos elegante de Via Luigi Indelli?

—No hay ningún extremo elegante de Luigi Indelli.

—Mejor me lo pones.

—Madre, no sueño con casarme con un príncipe y cabalgar hacia la puesta de sol.

—Eso está bien, querida, porque no existen los príncipes... sólo hombres y animales que fingen ser hombres. Me casé con uno de los segundos, pero al menos te dio los genes de esas mejillas asombrosas, esa sonrisa devastadora. Tu padre tenía muy buena dentadura.

—Si al menos hubiese sido un ciclista más atento.

—No fue culpa suya, querida.

—Los tranvías van sobre raíles, madre. No te pillan si no te metes entre las vías.

—Tu padre no era ningún genio. Pero, por suerte, yo sí que lo soy, y por tanto por ti fluye la sangre de las hadas.

—Nadie diría que las hadas sudan tanto. —Alessandra apartó de la cara de su madre uno de sus rizos empapados—. Oh, madre, no nos irá bien en una colonia. Por favor, no lo hagas. —El viaje dura cuarenta años... fui a casa del vecino y lo miré en la red.

—¿Esta vez le pediste permiso?

—Claro que sí, ahora atrancan las ventanas. Se alegraron mucho de saber que nos íbamos a las colonias.

—De eso estoy segura.

—Pero por efecto de la magia, para nosotras sólo pasarán dos años.

—Debido al efecto relativista de viajar a velocidades cercanas a la de la luz.

—Mi hija es un genio. E incluso durante esos dos años podemos dormir, por lo que no envejeceremos.

—No mucho.

—Será como si nuestros cuerpos durmiesen una semana y nos despertásemos cuarenta años después.

—Y todos nuestros conocidos en la Tierra serán cuarenta años mayores que nosotros.

—Y en su mayoría habrán muerto —cantó madre—. Incluida la bruja odiosa de mi madre, que me repudió cuando me casé con el hombre al que amaba, y que por tanto jamás pondrá sus manos sobre mi querida hija. —La melodía de ese estribillo siempre sonaba alegre. Alessandra no conocía a su abuela. Pero entonces se le ocurrió que quizás una abuela podría impedirle unirse a una colonia.

—No voy a ir, madre.

—Eres menor de edad e irás a donde yo vaya, toma.

—Eres una loca y pediré la emancipación legal antes que ir, toma tú.

—Te lo pensarás antes porque voy a irme contigo o sin ti, y si crees que tu vida es dura entonces deberías probar cómo será sin mí.

—Sí, debería —dijo Alessandra—. Déjame conocer a la abuela.

La mirada de furia de madre fue inmediata, pero Alessandra insistió.

—Déjame vivir con ella. Tú vete a la colonia.

—Pero yo no tengo ninguna razón para ir a la colonia, querida. Lo hago por ti. Así que sin ti, no iré.

—Entonces no iremos. Díselo.

—Vamos a ir, y estaremos encantadas de hacerlo.

Bien podía bajarse del tiovivo; a madre no le importaba dar vueltas una y otra vez a lo mismo, pero a Alessandra le aburría.

—¿Qué mentiras contaste para que te aceptasen?

—No conté ninguna mentira —dijo madre, fingiéndose indignada por la acusación—. Sólo me identifiqué. Ellos se encargan de la investigación, por lo que, si tienen información falsa, es culpa suya. ¿Sabes por qué nos quieren?

—¿Lo sabes tú? —preguntó Alessandra—. ¿De verdad te lo dijeron?

—No hace falta ser un genio para darse cuenta, ni siquiera hace falta ser un hada

—dijo madre—. Nos quieren porque las dos podemos tener hijos.

Alessandra gimió asqueada, pero madre se acicalaba delante de un espejo de cuerpo entero imaginario.

—Sigo siendo joven —dijo madre—, y tú te estás haciendo mujer. Allí tienen a hombres de la flota, jóvenes que jamás se han casado. Esperarán ansiosos nuestra llegada. Así que yo me uniré a un muy ansioso viejo de sesenta años, le daré bebés y luego él se morirá. Ya estoy acostumbrada. Pero tú... tú serás un premio para cualquier joven. Serás un tesoro.

—Te refieres a mi útero —dijo Alessandra—. Tienes razón, eso es exactamente lo que piensan. Apuesto a que han aceptado a todas las mujeres sanas que se ofrecieron a ir.

—Las hadas siempre estamos sanas.

Era muy cierto... Alessandra no recordaba haber estado enferma, excepto por la intoxicación sufrida aquella vez que madre insistió, después de un largo día de mucho calor, en que probasen la comida de un vendedor callejero.

—Así que envían un rebaño de mujeres, como vacas.

—Sólo eres una vaca si así lo decides tú —dijo madre—. Ahora lo único que me queda por decidir es si queremos dormir durante el viaje y despertar justo antes de aterrizar o quedarnos despiertas durante dos años, recibiendo instrucción y adquiriendo habilidades para estar listas y ser productivas durante la primera oleada de colonización.

Alessandra estaba impresionada.

—¿En serio has leído la documentación?

—Es la decisión más importante de nuestra vida, mi querida Alessandra. Estoy siendo extremadamente cuidadosa.

—Si hubieses leído las facturas de la compañía eléctrica...

—No eran interesantes. Sólo describían nuestra pobreza. Ahora comprendo que Dios nos preparaba para un mundo sin aire acondicionado, sin vídeos y sin redes. Un mundo de naturaleza. Nosotros los elfos nacimos para la naturaleza. Tú irás al baile y con tu gracia de hada deslumbrarás al hijo del rey, y el hijo del rey bailará contigo hasta que se enamore tanto que su corazón se rompa por ti. A continuación, tú serás quien decida si él es el adecuado para ti.

—Dudo que haya un rey.

—Pero hay un gobernador. Y otros altos cargos. Y jóvenes con futuro. Yo te ayudaré a elegir.

—No me ayudarás a elegir, eso te lo aseguro.

—Es igual de fácil enamorarse de un rico que de un pobre.

—Como si tú lo supieses.

—Lo sé mejor que tú, porque en una ocasión lo hice muy mal. El flujo de sangre caliente al corazón es la magia más oscura, y debe ser controlada. No debes permitir

que suceda hasta que no hayas escogido a un hombre que merezca tu amor. Te ayudaré a elegir.

No tenía sentido discutir. Mucho tiempo atrás Alessandra había aprendido que discutir con su madre no conducía a nada, mientras que pasar de ella resultaba muy efectivo.

Excepto por aquello. Una colonia. Era claramente el momento de buscar a la abuela. Vivía en Polignano a Mare, la siguiente ciudad un poco grande de la costa del Adriático. Eso era todo lo que sabía de ella. Y la madre de madre no se apellidaría Toscano. Alessandra tendría que investigar en serio.

* * *

Una semana más tarde, madre todavía intentaba decidirse entre si dormir durante el viaje o no, mientras Alessandra descubría que había mucha información a la que no permitían acceder a una menor. Rebuscando por casa encontró su certificado de nacimiento, pero no le sirvió de mucho porque sólo indicaba el nombre de sus padres. Necesitaba el certificado de su madre y no iba a encontrarlo en el apartamento.

La gente del gobierno apenas reconocía su existencia, y cuando escuchaban lo que quería la enviaba de vuelta a casa. Sólo cuando pensó en la Iglesia católica avanzó algo. Lo cierto era que no habían ido a misa desde que Alessandra era muy pequeña, pero el párroco la ayudó a buscar para dar con su fe de bautismo. Tenían constancia de los padres y padrinos del bebé Alessandra Toscano, y Alessandra supuso que los padrinos eran sus abuelos o sabrían quiénes eran sus abuelos.

En la escuela buscó en la red y descubrió que Leopoldo e Isabella Santangelo vivían en Polignano a Mare, lo que era buena señal, porque allí vivía la abuela.

En lugar de volver a casa, hizo uso de su bono de estudiante y se subió al tren que iba a Polignano. Se pasó cuarenta y cinco minutos recorriendo la ciudad en busca de la dirección. Para su disgusto, acabó al final de un callejón que daba a Via Antonio Ardito, frente a un edificio de apartamentos de aspecto lamentable que daba la espalda a las vías del tren. No había timbre. Alessandra subió al cuarto piso y llamó.

—¡Si quieres golpear algo, golpéate la cabeza! —gritó una mujer desde el interior.

—¿Es usted Isabella Santangelo?

—Soy la Virgen María y estoy ocupada respondiendo a las plegarias. ¡Vete!

La primera cosa que se le ocurrió a Alessandra fue: así que madre mintió sobre lo de ser hija de las hadas. Realmente es la hermana menor de Jesucristo.

Pero decidió que el humor no sería la mejor forma de encarar la cuestión. Ya estaba en un lío por abandonar Monopoli sin permiso, y tenía que descubrir si la Virgen María era o no su abuela.

—Lamento molestarla, pero soy la hija de Dorabella Toscano y yo...

La mujer debía de estar detrás de la puerta, esperando, porque la abrió antes de que Alessandra pudiese terminar la frase.

—¡Dorabella Toscano está muerta! ¡Las muertas no pueden tener hijas!

—Mi madre no está muerta —dijo Alessandra, conmocionada—. Usted aparece como mi madrina en el registro de la parroquia.

—Fue el peor error de mi vida. Se casó con ese cerdo de chico, mensajero en bicicleta, cuando apenas tenía quince años. ¿Y por qué? Porque se le hinchaba la barriga contigo, ¡por eso! ¡Cree que una boda lo limpia y lo purifica todo! Y el idiota de su marido se deja matar. Se lo dije, ¡eso demuestra que Dios existe! ¡Ahora vete a la mierda!

Le cerró la puerta en las narices a Alessandra.

Había llegado muy lejos. No era posible que su abuela pretendiese deshacerse de ella de esa forma. Apenas habían tenido tiempo de verse.

—Pero soy tu nieta —dijo Alessandra.

—¿Cómo podría tener una nieta si no tengo hija? Dile a tu madre que antes de enviar a su medio bastarda a pedir a mi puerta, mejor será que venga ella misma para disculparse en serio.

—Se va a una colonia —dijo Alessandra. La puerta volvió a abrirse.

—Está más loca que nunca —dijo la abuela—. Pasa. Siéntate. Dime qué estupidez se le ha ocurrido hacer.

El apartamento estaba impecable. Todo era increíblemente barato, de la peor calidad, pero había muchas cosas: cerámicas, pequeñas obras artísticas enmarcadas... y todo estaba limpio y reluciente. El sofá y los sillones estaban tan llenos de mantas, fundas y pequeños cojines bordados que no había dónde sentarse. La abuela Isabella no movió nada, y al final Alessandra se sentó encima de un montón de cojines.

Sintiéndose de repente bastante desleal e infantil al hablar de su madre como si estuviese en el patio del recreo, Alessandra intentó suavizar la situación.

—Tiene sus razones, lo sé, y supongo que cree que lo hace realmente por mi bien...

—¿Qué es eso que hace por ti que tú no quieres que haga? ¡No tengo todo el día! La mujer que ha bordado todos estos cojines dispone de todo el día todos los días.

Pero Alessandra se guardó el comentario.

—Nos ha apuntado para ir en una nave colonial y nos han aceptado.

—¿Una nave colonial? Ya no hay colonias. Ahora esos lugares son países. No es que Italia tuviese verdaderas colonias, no desde los tiempos del Imperio romano. Después de esa época perdieron las pelotas... me refiero a los hombres. Desde entonces los italianos son unos inútiles. Tu abuelo, que Dios lo mantenga bajo tierra, era bastante inútil, nunca le plantó cara a nadie, dejó que todos le manejasen de cualquier manera, pero al menos trabajó duro y me dio sustento hasta que mi desagradecida hija me escupió en la cara y se casó con el chico de la bici. Ese padre inútil tuyo nunca ganó ni un céntimo.

—Bien, al menos no desde que se murió —dijo Alessandra, algo más que un poco indignada.

—¡Me refiero a cuando estaba vivo! Trabajaba tan pocas horas como podía. Creo que se drogaba. Probablemente tú fuiste un bebé de la cocaína.

—No lo creo.

—¿Cómo puedes saberlo? —dijo la abuela—. ¡Entonces ni siquiera sabías hablar! Alessandra se quedó sentada y esperó.

—¿Bien? Cuéntamelo.

—Ya te lo he contado, pero no me has creído.

—¿Qué es lo que me has dicho?

—Te he hablado de una nave colonial. Una nave espacial para uno de los planetas insectores, para cultivarlos y explorarlos.

—¿Los insectores no se quejarán?

—Ya no hay insectores, abuela. Murieron todos.

—Un asunto muy desagradable, pero inevitable. Si ese chico Ender Wiggin está disponible, tengo una lista de otra mucha gente que precisa una buena destrucción. En todo caso, ¿qué quieres?

—No quiero ir al espacio con madre. Pero todavía soy menor de edad. Si firmases como mi tutora, podría emanciparme y quedarme en casa. Es la ley.

—¿Como tu tutora?

—Sí. Para supervisarme y mantenerme. Viviría aquí.

—Fuera.

—¿Qué?

—Levántate y sal de aquí. ¿Te crees que esto es un hotel? ¿Dónde crees que ibas a dormir? ¿En el suelo, para que me tropiece contigo por la noche y se me rompa la cadera? Aquí no hay sitio para ti. Tendría que haber supuesto que vendrías con exigencias. ¡Fuera!

No había posibilidad de discusión. Al cabo de un momento Alessandra bajaba a toda prisa las escaleras, furiosa y humillada. Esa mujer estaba todavía más loca que madre.

No tengo dónde ir, pensó Aíessandra. Seguro que la ley no permite que mi madre me obligue a ir al espacio, ¿verdad? No soy un bebé, no soy una niña, tengo catorce años, puedo leer, escribir y tomar decisiones racionales.

Cuando el tren llegó a Monopoli, Aíessandra no se fue directamente a casa. Tenía que ocurrírsele una buena mentira sobre dónde había estado, así que bien podía inventarse una que explicase una ausencia más prolongada. Quizá la oficina del Proyecto Dispersión siguiese abierta.

Pero no lo estaba. Ni siquiera podía conseguir un folleto. ¿Y qué sentido hubiera tenido? Cualquier detalle interesante estaría en la red. Hubiera podido quedarse después de la escuela y descubrir todo lo que quería saber. En lugar de eso, había ido a visitar a su abuela.

Eso demuestra lo buenas que son las decisiones que tomo.

Madre estaba sentada a la mesa, con una taza de chocolote delante. Alzó la vista y miró a Alessandra cerrar la puerta y dejar la bolsa de libros, pero no dijo nada.

—Madre, lo siento, yo...

—Antes de que me mientas... —dijo madre en voz baja—. La bruja me ha llamado y me ha gritado por haberte enviado. Le he colgado, que es lo que hago habitualmente, y luego he desconectado el teléfono de la pared.

—Lo siento —dijo Alessandra.

—¿No se te ocurrió que yo tenía una razón para mantenerla alejada de tu vida?

Por algún motivo, ese comentario desató algo en el interior de Alessandra y, en lugar de ceder, estalló:

—No me importa si tenías una razón —dijo—. Hubieras podido tener diez millones de razones, ¡pero no me contaste ni una! Esperabas que te obedeciese ciegamente. Pero a tu madre no la obedeces ciegamente.

—Tu madre no es un monstruo —dijo madre.

—Hay muchos tipos de monstruos —dijo Alessandra—. Tú eres del tipo que revolotea como una mariposa pero jamás se posa el tiempo suficiente para saber siquiera quién soy.

—¡Todo lo que hago es por ti!

—Nada es por mí. Todo es para la niña que imaginas que tuviste, la que no existe, la niña perfecta y feliz que habría sido el resultado de que tú hubieras sido lo opuesto a tu madre en todo, hasta el más mínimo detalle. Bien, yo no soy esa niña. Y en casa de tu madre, ¡hay electricidad!

—¡Entonces vete a vivir allí!

—¡No me deja!

—Acabarías odiando vivir allí. Nunca podrías tocar nada. Siempre tendrías que hacer las cosas a su modo.

—¿Como partir en una nave de colonización?

—Lo hice por ti.

—Que fue como comprarme un sujetador de gran tamaño. ¿Por qué no miras quién soy antes de decidir qué necesito?

—Te diré quién eres. Eres una chica demasiado joven e inexperta para saber qué necesita una mujer. Por ese camino yo te llevo diez kilómetros de ventaja, sé lo que está por venir, intento darte lo que precisas para que ese camino te resulte llano y fácil, y ¿sabes qué ? A pesar de ti, lo he hecho. Te me has resistido a cada paso del camino, pero contigo he hecho un gran trabajo. Tú ni siquiera sabes hasta qué punto es bueno el trabajo que he hecho contigo, porque ni siquiera sabes lo que podrías haber sido.

—¿Quién podría haber sido, madre? ¿Tú?

—Tú nunca podrías haber sido yo —dijo madre.

—¿Qué quieres decir? ¿Que podría haber sido ella?

—Nunca sabremos lo que habrías sido, ¿verdad? Porque ya eres aquello en lo que yo te he convertido.

—Falso. Parezco lo que sea que debo parecer para sobrevivir en tu hogar. En lo más hondo, realmente soy una extraña para ti. Una extraña a la que pretendes arrastrar al espacio sin ni siquiera preguntarle si quiere ir. Antes había una palabra para las personas a las que trataban de esa forma. Las llamaban «esclavos».

Más que nunca en su vida, Alessandra quería correr a su dormitorio y dar un portazo. Pero no tenía dormitorio. Dormía en un sofá, en el mismo cuarto de la cocina y la mesa de la cocina.

—Comprendo —dijo madre—. Iré al dormitorio y podrás cerrarme la puerta de golpe.

El hecho de que madre supiese realmente lo que pensaba era lo que la ponía más furiosa. Pero Alessandra no gritó, no arañó a su madre, no se tiró al suelo con una rabieta y ni siquiera se lanzó al sofá y hundió la cara en el cojín. Se sentó a la mesa, frente a su madre, y dijo:

—¿Qué hay de cenar?

—Vaya. ¿Así se acaba la discusión?

—Discutamos mientras cocinamos. Tengo hambre.

—No hay nada para comer, porque no he presentado el consentimiento final, porque todavía no he decidido si dormiremos o estaremos despiertas durante el viaje, y por tanto no hemos recibido la bonificación por el consentimiento, y por tanto no tenemos dinero para comprar comida.

—Entonces, ¿qué pasa con la cena? Madre se limitó a apartar la vista.

—Ya lo sé —dijo Alessandra, animada—. ¡Vamos a casa de la abuela! Madre se volvió y la miró furiosa.

—Madre —dijo Alessandra—, ¿cómo es posible que nos quedemos sin dinero cuando vivimos del subsidio? Otras personas que viven del subsidio se las arreglan para comprar comida y pagar la electricidad.

—¿En qué crees tu? —dijo madre—. Mira a tu alrededor. ¿En qué me he gastado todo el dinero del gobierno? ¿Dónde están las extravagancias? Mira en mi armario y cuenta cuántos vestidos tengo.

Alessandra pensó un momento.

—Nunca se me había ocurrido. ¿Le debes dinero a la mafia? ¿Se lo debía padre antes de morir?

—No —dijo madre desdeñosa—. Posees toda la información necesaria para comprenderlo perfectamente, y aun así todavía no te has enterado, tan inteligente y adulta como eres.

Alessandra no tenía ni idea de qué hablaba madre. Alessandra no poseía ningún dato nuevo. Tampoco tenía nada que comer.

Se levantó y fue abriendo armarios. Encontró una caja de radiatori secos y un frasco de pimienta negra. De debajo del fregadero sacó una cazuela, la llenó de agua, la puso sobre el fogón y encendió el fuego.

—No hay salsa para la pasta —dijo madre.

—Hay pimienta. Hay aceite.

—No se pueden comer los radiatori sólo con aceite y pimienta. Es como meterse en la boca un puñado de harina húmeda.

—No es problema mío —dijo Alessandra—. Dada la situación, es pasta o suela de zapato, así que será mejor que cierres tu armario.

Madre intentó adoptar de nuevo un tono jocoso.

—Por supuesto, como una buena hija, te comerías mis zapatos.

—Date por satisfecha si paro antes de llegar al pie. Madre fingió que seguía bromeando cuando dijo:

—Los hijos se comen vivos a sus padres, eso hacen.

—Entonces, ¿qué hace esa criatura odiosa viviendo todavía en ese piso de Polignano a Mare?

—¡Se me rompieron los dientes al morderla! —Aquél fue el último intento de bromear de madre.

—Me hablas de las cosas espantosas que hacen las hijas, pero tú también eres hija.

¿Las hiciste?

—Me casé con el primer hombre que me ofreció un atisbo de lo que podían ser la dulzura y el placer. Me casé como una estúpida.

—Yo tengo la mitad de los genes del hombre con el que te casaste —dijo Alessandra—. ¿Es por eso que soy demasiado estúpida como para decidir en qué planeta quiero vivir?

—Es evidente que quieres vivir en cualquier planeta donde yo no esté.

—¡Fue a ti a la que se le ocurrió la idea de la colonia, no a mí! Pero ahora creo que has expresado tu propia motivación. ¡Sí! ¡Quieres colonizar otro planeta porque tu madre no está allí!

Madre se hundió en su silla.

—Sí, en parte. No voy a pretender que no lo consideraba una de las mejores consecuencias de irnos.

—Así que admites que no lo hacías únicamente por mí.

—No admitiré tal mentira. Es todo por ti.

—Alejarte de tu madre, eso es por ti —dijo Alessandra.

—Es por ti.

—¿Cómo podría ser por mí? Hasta hoy ni siquiera conocía la cara de mi abuela.

Nunca la había visto. Ni siquiera sabía cómo se llamaba.

—¿Y sabes cuánto me costó? —preguntó madre.

—¿A qué te refieres? Madre apartó la vista.

—El agua hierve.

—No, lo que oyes es mi enfado. Dime lo que quieres decir. ¿Cuánto te costó impedir que conociese a mi abuela?

Madre se puso en pie, fue al dormitorio y cerró la puerta.

—¡Se te ha olvidado dar un portazo, madre! En todo caso, ¿quién es la adulta en esta casa? ¿Quién demuestra tener sentido de la responsabilidad? ¿Quién prepara la cena?

El agua tardó otros tres minutos en hervir. Alessandra le echó dos puñados de radiatori. Luego sacó los libros y se puso a estudiar sentada a la mesa. Acabó cociendo la pasta en exceso y era tan barata que se le apelotonó y el aceite no logró despegarla. Se amazacotó en el plato y la pimienta apenas lograba que la masa fuera comestible. Mientras comía, mantuvo la vista fija en el libro y en los deberes, y tragó, mecánicamente hasta que el contenido de su boca le dio arcadas. Se levantó, escupió en el fregadero y luego se bebió un vaso de agua y casi vomitó todo lo que había comido. Tuvo arcadas dos veces en el fregadero antes de poder controlar el vómito.

—Mm, delicioso —murmuró. Luego regresó a la mesa.

Allí estaba sentada madre, recogiendo con los dedos un único trozo de pasta. Se la metió en la boca.

—Qué buena madre soy —dijo en voz muy baja.

—Estoy haciendo los deberes, madre. Ya hemos agotado el tiempo de pelea.

—Sé sincera, cariño. Casi nunca nos peleamos.

—Eso es cierto. Tú revoloteas pasando de lo que yo diga, repleta de felicidad. Pero créeme, no dejo de dar vueltas mentalmente a mi parte de la discusión.

—Voy a contarte algo, porque tienes razón: eres lo suficientemente mayor para comprender las cosas.

Alessandra se sentó.

—Vale, cuéntame. —Miró a su madre a los ojos. Madre apartó la vista.

—Así que no me lo vas a contar. Haré los deberes.

—Te lo voy a contar —dijo madre—. Simplemente, no te miraré mientras lo hago.

—Y yo tampoco te miraré a ti. —Regresó a los deberes.

—Alrededor del día diez de cada mes, mi madre me llama. Contesto al teléfono porque sé que si no lo hago se subirá a un tren y vendrá aquí, y luego tendré problemas para sacarla de casa antes de que tú vuelvas del colegio. Así que contesto y ella me dice que no la quiero, que soy una hija desagradecida, porque allí está ella sola en su casa, y no tiene dinero, no puede tener nada bonito en su vida. Múdate a mi casa, dice, tráete contigo a tu hermosa hija, podemos vivir en mi apartamento y compartir nuestro dinero, y así tendremos suficiente. No, mamá, le digo. No me mudaré a tu casa. Y ella llora y grita y me dice que soy una hija odiosa que arranca de su vida toda alegría y toda belleza porque la dejo sola y sin un céntimo, así que le prometo que le enviaré algo. Ella dice que no lo envíe, que eso es gastar dinero en sellos. Yo iré a buscarlo, dice, y yo digo, no, no estaré aquí, cuesta más dinero ir en tren que enviarlo, así que lo enviaré. Y de alguna forma consigo que cuelgue antes de que tú vuelvas a casa. A continuación me siento durante un rato sin cortarme las venas y luego meto algo de dinero en un sobre y lo llevo a Correos, donde lo envío, y

luego ella coge el dinero y compra algún trozo odioso de basura y lo cuelga de una pared o lo coloca en un estante, hasta que la casa está repleta de cosas que yo he pagado con el dinero que debería haber dedicado a la crianza de mi hija, y yo pago por todo eso de forma que todos los meses me quedo sin dinero a pesar de que recibo el mismo subsidio que ella. Porque vale la pena. Vale la pena pasar hambre. Vale la pena que te enfades conmigo, porque así no tienes que conocer a esa mujer, no tienes que tenerla en tu vida. Así que sí, Alessandra, lo hice todo por ti. Y si puedo sacarnos de este planeta, no tendré que mandarle más dinero, y no me llamará más, porque para cuando lleguemos al otro mundo ya habrá muerto. Sólo desearía que hubieses confiado en mí lo suficiente para haber llegado a este punto sin tener que ver su rostro malvado y oír su voz malvada.

Madre se levantó y regresó a su cuarto.

Alessandra terminó los deberes, los devolvió a la mochila y luego se fue a sentar al sofá y a mirar el televisor que no funcionaba. Recordó haber vuelto a casa cada día, de la escuela, durante años, y allí estaba madre, siempre, revoloteando por la casa, diciendo tonterías sobre hadas, magia y todo lo bonito que hacía durante el día y, mientras tanto, lo que hacía durante el día era luchar contra el monstruo para evitar que entrase en casa, evitar que atrapase a la pequeña Alessandra.

Explicaba el hambre. Explicaba la electricidad. Lo explicaba todo.

No significaba que madre no estuviese loca. Pero ahora su locura tenía una especie de sentido. Y la colonia significaba que al fin madre sería libre. No era Alessandra la que tenía que emanciparse.

Se puso de pie, fue hacia la puerta y llamó.

—Yo digo que durmamos durante el viaje. Una larga espera. Luego, desde el otro lado:

—Eso creo yo también. —Al cabo de un momento, madre añadió—: En esa colonia habrá un joven para ti. Un buen joven con futuro.

—Creo que lo habrá —dijo Alessandra—. Y sé que adorará a mi madre feliz y loca.

Y mi maravillosa madre también lo adorará a él.

Y luego silencio.

El calor en el piso era insoportable. El aire no se movía a pesar de que las ventanas estaban abiertas. Alessandra se tendió en el sofá en ropa interior, deseando que el tapizado no fuese tan pegajoso y viscoso. Se tendió en el suelo, pensando que quizás allí el aire fuese un pelín más fresco, porque el aire caliente sube. Sólo que el aire caliente del piso de abajo también debía estar subiendo y calentaba el suelo, por lo que no servía de nada. Y encima el suelo estaba duro.

O quizá no estuviese tan duro, porque a la mañana siguiente se despertó en el suelo, había algo de brisa que llegaba del Adriático y madre freía algo.

—¿De dónde has sacado los huevos? —preguntó Alessandra cuando salió del baño.

—Los he pedido —dijo madre.

—¿A uno de los vecinos?

—A un par de gallinas de los vecinos —dijo madre.

—¿Nadie te ha visto?

—Nadie me ha detenido, me viese o no.

Alessandra rio y la abrazó. Fue a la escuela y, en esa ocasión, no fue tan orgullosa como para no comerse el almuerzo de caridad, porque pensó: mi madre pagó esta comida para mí.

Esa noche había comida en la mesa, pero no cualquier comida, sino pescado, salsa y verduras frescas. Así que madre debía haber presentado el último documento y había recibido la bonificación por el consentimiento. Se iban.

Madre fue escrupulosa. Llevó consigo a Alessandra cuando fue a casa de los dos vecinos que criaban gallinas y les dio las gracias por no llamar a la policía y luego pagó los huevos que había cogido. Intentaron negarse, pero ella insistió en que no podía irse dejando esas deudas, que su generosidad contaría a su favor en los cielos, y hubo besos y lágrimas, y madre no caminó con su estilo fingido de hada, sino con el paso ligero de una mujer que se ha quitado un peso de encima.

Dos semanas más tarde, Alessandra estaba en la red, en la escuela, y descubrió algo que la hizo jadear con fuerza, allí mismo, en la biblioteca, de forma que varias personas se le acercaron corriendo y tuvo que pasar a otra pantalla y todos estuvieron seguros de que miraba pornografía; pero no le importó, porque no veía el momento de llegar a casa y contárselo a su madre.

—¿Sabes quién va a ser el gobernador de nuestra colonia? Madre no lo sabía.

—¿Importa? Será un viejo gordo. O un aventurero atrevido.

—¿Y si no fuese un hombre? ¿Y si fuese un chico, un chico de trece o catorce años, un chico tan absolutamente inteligente y bueno que salvó a la especie humana?

—¿ A qué te refieres ?

—Han anunciado la tripulación de nuestra nave colonial. El piloto será Mazer Rackham y el gobernador de la colonia será Ender Wiggin.

Ahora le tocó jadear a madre.

—¿Un niño? ¿Un niño será el gobernador?

—Comandó la flota durante la guerra, así que puede gobernar una colonia —dijo Alessandra.

—Un niño. Un niño pequeño.

—No tan pequeño. De mi edad. Madre la miró.

—¿Qué, tan mayor eres?

—Soy lo suficientemente mayor. Como dijiste... ¡puedo quedarme embarazada! Madre adoptó una expresión reflexiva.

—Y de la misma edad que Ender Wiggin. Alessandra notó que se ruborizaba.

—¡Madre! ¡No creas que no sé qué piensas!

—¿Y por qué no pensarlo? En ese mundo distante y solitario tendrá que casarse con alguien. ¿Por qué no contigo? —Luego el rostro de madre también se puso rojo y se llevó las manos a las mejillas—. ¡Oh, oh, Alessandra! Temía contártelo... ¡y ahora me alegro, y tú también te alegrarás!

—¿Contarme qué?

—¿Recuerdas que decidimos dormir durante el viaje? Bien, fui a la oficina a presentar el formulario, pero vi que accidentalmente había marcado la otra casilla, la de estar despiertas, estudiar y participar en la primera oleada de colonos. Y pensé, ¿y si no me lo dejan cambiar? Y decidí, ¡los obligaré a cambiarlo! Pero al sentarme con la funcionaría me entró miedo y ni siquiera lo comenté, y me limité a presentarlo como una cobarde. Pero ahora comprendo que no fue cobardía, fue Dios guiando mi mano, sí que lo fue. Porque ahora estarás despierta durante todo el viaje. ¿Cuántos chicos de catorce años habrá en la nave, despiertos? Ender y tú, eso creo. Los dos.

—No va a enamorarse de una niña estúpida como yo.

—Sacas muy buenas notas, y además, un chico listo no busca una chica todavía más lista, busca una chica que le ame. Él es un soldado que después de la guerra nunca regresará a casa. Tú te convertirás en su amiga. Una buena amiga. Pasarán años antes de que llegue el momento adecuado para casaros. Pero cuando llegue ese momento, él te conocerá.

—Quizá tú te cases con Mazer Rackham.

—Si él tiene suerte —dijo madre—. Pero me contentaré con cualquier viejo que me lo pida, siempre que pueda verte feliz.

—No me casaré con Ender Wiggin, madre. No esperes lo imposible.

—No te atrevas a decirme lo que debo esperar. Pero me contentaré con el simple hecho de que os hagáis amigos.

—Yo me contentaré con verle y no mearme en los pantalones. Es el ser humano más famoso del mundo, el mayor héroe de toda la historia.

—No mojarse los pantalones es un buen primer paso. Los pantalones mojados no dan una buena impresión.

Acabó el año escolar. Recibieron las instrucciones y los billetes. Tomarían el tren a Nápoles y luego volarían a Kenia, donde los colonos de Europa y África se reunían para tomar el transbordador al espacio. Los últimos días los invirtieron en hacer todas las cosas que adoraban hacer en Monopoli: ir al puerto, a los parquecitos donde Alessandra había jugado de niña, a la biblioteca, a despedirse de todo lo que había sido agradable en su vida en la ciudad. A la tumba de su padre, para depositar las últimas flores.

—Me gustaría que hubieses podido venir con nosotras:—susurró madre. Alessandra se preguntó si en caso de no haber muerto tendrían que haber ido al espacio para encontrar la felicidad.

Esa última noche en Monopoli volvieron tarde a casa y, cuando llegaron al piso, ahí estaba la abuela, en el escalón delantero del edificio. Se puso de pie en cuanto las vio y rompió a gritar incluso antes de que pudiesen oír lo que decía.

—Es mejor que no volvamos al piso —dijo Alessandra—. Allí no hay nada que necesitemos.

—Necesitamos ropa para el viaje a Kenia —dijo madre—. Y además, no le tengo miedo.

Así que recorrieron la calle mientras los vecinos se asomaban para ver qué pasaba.

La voz de la abuela se fue haciendo más comprensible.

—¡Hija desagradecida! ¡Planeas robarme a mi querida nieta y llevártela al espacio!

¡No la volveré a ver y ni siquiera me lo contaste, para que no pudiese despedirme!

¿Qué monstruo hace algo así? ¡Nunca te has preocupado por mí! Me dejas sola en mi vejez... ¿qué devoción es ésa? Los vecinos, ¿qué pensáis de una hija así? ¡Qué monstruo ha estado viviendo entre vosotros! ¡Un monstruo de ingratitud! —Y así siguió sin parar.

Pero Alessandra no estaba avergonzada. Al día siguiente no serían sus vecinos. No tenía de qué preocuparse. Además, cualquiera de ellos con un mínimo de sentido común lo comprendería. Pensaría: no es de extrañar que Dorabella Toscano se lleve a su hija lejos de esta bruja vil. El espacio es apenas lo suficientemente grande para apartarse de esta arpía.

La abuela se situó directamente frente a su madre y le gritó a la cara. Madre no habló, se limitó a apartarse e ir hacia la puerta del edificio. Pero no la abrió. Se volvió y alzó la mano para hacer callar a la abuela.

La abuela no se calló.

Pero madre se limitó a sostener la mano en alto. Al final, la abuela terminó su retahíla diciendo:

—¡Así que ahora quiere hablar conmigo! ¡No quiso hablar conmigo durante todas estas semanas que ha estado planeando ir al espacio! ¡Sólo ahora que vengo aquí con el corazón roto y el rostro desencajado se molesta en hablar conmigo, sólo ahora!

¡Habla entonces! ¿Qué esperas? ¡Habla! ¡Te escucho! ¿Qué te lo impide?

Finalmente, Alessandra se colocó entre las dos y le gritó a la cara a su abuela:

—¡Nadie podrá hablar hasta que no te calles!

La abuela le dio una bofetada. Fue un golpe duro, y Alessandra se tambaleó. Entonces madre le ofreció un sobre a la abuela.

—Aquí tienes todo el dinero que queda de nuestra bonificación por el consentimiento. Todo lo que tengo en el mundo, excepto la ropa que nos llevaremos a Kenia, te lo doy. Y ahora he terminado contigo. Te llevas lo último que me sacarás. Aparte de esto.

Le cruzó la cara con una tremenda bofetada.

La abuela se tambaleó y estaba a punto de gritar cuando madre, la alegre Dorabella Toscano nacida de las hadas, pegó su rostro al suyo y le gritó:

—¡Nadie, nunca, jamás, pega a mi niña! —Luego metió el sobre dentro de la blusa de la abuela, la agarró por los hombros, le dio la vuelta y la empujó calle abajo.

Alessandra rodeó a su madre con los brazos y sollozó.

—Mamá, nunca lo había comprendido hasta ahora. No lo sabía.

Madre la agarró con fuerza y miró por encima de su hombro a los vecinos que miraban conmocionados.

—Sí—dijo—, soy una hija horrible. ¡Pero soy muy, muy buena madre!

Varios vecinos aplaudieron y rieron, aunque otros chasquearon la lengua y se fueron. A Alessandra no le importó.

—Deja que te mire —dijo madre.

Alessandra dio un paso atrás. Madre le examinó la cara.

—Un cardenal, creo, pero no muy grande. Sanará con rapidez. Creo que no quedará ni rastro cuando conozcas a ese buen joven con futuro.


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