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99.64% EL Mundo del Río / Chapter 278: El fantasma de las cloacas (6)

Bab 278: El fantasma de las cloacas (6)

El Departamento de Obras Públicas ordenó que ningún trabajador de las cloacas se quedara solo mientras estuviera trabajando. Siempre debía tener a un compañero a la vista. Si no religiosamente, Red y Ringo observaron la regla devotamente, al menos. Pero transcurridas dos semanas, comenzaron a quedarse solos en alguna que otra ocasión. A diferencia de lo que ocurre con la ropa vieja, no se desprende uno con tanta facilidad de los viejos hábitos. No obstante, tan pronto como uno notaba que el otro se había adelantado a doblar un recodo o había quedado atrás, comenzaba a llamarlo y no callaba hasta verlo de nuevo. Durante aquella temporada, Red tenía pesadillas en las que siempre soñaba con las ratas. Las veía llegar de todas partes y, cuando se daba cuenta de que no podía escapar, observaba que comenzaban a avanzar hacia él. A los pocos instantes, notaba que una le subía por la pierna, se detenía justo debajo de sus nalgas, y comenzaba a olisquear. Entonces, sabiendo lo que la rata iba a hacer, él tensaba las nalgas pero sin lograr impedir que aquellos agudos dientes royeran y royeran.

Siempre se despertaba en aquel momento y, a pesar de que las ratas ya no estaban, el terror tardaba en derretirse, como un supositorio que acabara de salir de la nevera.

Mordisquitos, mordisquitos le decía a Bleek. No hay por qué morir de grandes dentelladas.

Ni tampoco de sueños.

Los sueños han matado a mucha más gente que los automóviles. Napoleón y Hitler fueron grandes soñadores. Piénsalo por un momento y verás que fueron los soñadores quienes inventaron los automóviles.

¿Y quién inventó los sueños? preguntó Bleek.

Aquello sorprendió a Red de tal manera que olvidó lo que iba a decir después. Bleek parecía un tipo despreocupado, lo bastante listo como para hacer su trabajo pero sin posibilidades de negociar en el mercado del intelecto, y sin embargo, de vez en cuando, saltaba con un comentario de esta clase. Había unas pocas truchas entre sus carpas mentales.

Bleek miró su reloj.

Sí, ya sé. Tenemos que ir yendo.

Ringo había comenzado a bajar por la boca de acceso. Mientras esperaba, Red miró a su alrededor. El cielo estaba, o parecía estar, del azul más obscuro que había visto nunca. Los altos edificios parecían montañas alineadas a lo largo de la calle, manteniéndola en sombría expectación. No obstante, la boca de acceso quedaba iluminada por un rayo de sol que entraba entre dos edificios, como indios a través de un desfiladero, pensó Red, o como la Horda Dorada invadiendo el país de las sombras. La pátina de irrealidad que la luz del sol extendía sobre la ciudad del

Golden Gate era más espesa que nunca. Las sombras luchaban contra ella, batallando para defender su baluarte de realidad, pero se estaban retirando.

Bleek estaba junto a él y evidentemente estaba tratando de encontrar algo que decir antes de meterse en el coche e irse. Un coche pasó junto a ellos con una pareja en su interior y la chica, una criatura adorable, señaló a Red y le dijo algo al conductor, un tipo atractivo. Él dirigió una rápida mirada hacia Red y luego hacia Bleek, y sus labios formaron las palabras «¡Oh, Dios mío!».

«Fealdad por partida doble», se leyó en los de la chica.

Red les hizo un corte de mangas. La chica, con la cabeza vuelta hacia atrás, se quedó un poco parada al principio, pero luego se echó a reír y se volvió hacia el muchacho para decirle algo. Red creyó durante unos instantes que el chico haría marcha atrás y saldría del coche buscando guerra, pero tras haber reducido un poco la velocidad, el automóvil aceleró de nuevo y a ellos se les vio echar la cabeza hacia atrás como si estuvieran riendo.

Red se alzó de hombros. Había visto muchas veces aquella reacción. La gente siempre se impresionaba al descubrir la conspiración que sus genes habían llevado a cabo para descomponer un rostro humano, pero después se reían.

Comenzó a descender por la escalerilla de la boca de acceso.

¿Cómo va tu poema? inquirió Bleek. Red se preguntó a qué vendría aquello.

He abandonado a La Reina de la Obscuridad. No, no es cierto. Ella me ha abandonado a mí. De todas formas, nunca me tomó en serio ni tuvo otra intención que coquetear. No pensaba besarme, como hace con los verdaderos poetas.

¿Sabes que eres un poco raro? dijo Bleek. Claro que tengo bastantes tipos raros entre mis muchachos. Parece ser que esto de trabajar en las cloacas les atrae, pero, naturalmente, estamos en California. ¿Así que no vas a seguir escribiendo poesía?

Se acabó dijo Red. Durante los últimos dos años no he deseado más que escribir cuatro versos perfectos. Al diablo con la épica, sobre todo con la épica sobre las cloacas. Todo lo que quería era escribir cuatro versos que me hicieran pasar a la posteridad, y también me habría conformado con dos. Dos versos que brillaran a los ojos del mundo para que no pudiera ver la cara del hombre que había tras ellos. No era pedir mucho, pero fue demasiado. Ella se ha despedido de mí para siempre, ya no viene a visitarme en sueños. Ahora sólo vienen las ratas.

Bleek parecía apesadumbrado, aunque muchas veces parecía estarlo. Los planos de su cara se disponían de tal forma que formaban un mapa de aflicción.

¿Quieres decir que has llegado al final del camino?

Como poeta, sí. Y aunque malo, como soy medio poeta, no sobrevivirá más que medio hombre.

Bleek parecía no saber qué decir.

Hasta luego dijo Red, y descendió por la escalerilla.

Ringo y él cogieron sus herramientas y sus fiambreras y se encaminaron hacia su trabajo. Algo había obstruido la corriente más adelante de donde ellos estaban; tenían que encontrarlo y sacarlo de allí.

Atravesaron zonas permanentemente iluminadas y luego trechos obscuros donde la única luz era la de las linternas de sus cascos. Como un tablero de ajedrez donde sólo jugaban los peones.

Sus linternas enfocaron un montón formado por algo indeterminable. La masa era como un dique que sobresalía por lo menos treinta centímetros por encima del agua.

Ringo, que se había adelantado a Red, se detuvo y miró hacia aquel extraño montón. Red comenzó a decir algo, y entonces Ringo gritó.

La masa había cobrado vida. Estaba saliendo fuera del agua, y dos seudópodos habían rodeado los pies y la cintura de Ringo.

Red estaba paralizado. El túnel se había convertido en un cañón por cuyo interior una bala de irrealidad lo arrollaba todo a su paso.

Ringo forcejeó con los tentáculos, logrando arrancar varios trozos de una materia blanda y de color marrón que al caer sobre el cemento de la pasarela dejaron ver unos huesos unidos entre sí por alambres, pero de la masa surgieron otros seudópodos que le asieron por las piernas y la garganta. Los nuevos seudópodos se extendieron y envolvieron a Ringo mientras Red contemplaba la escena horrorizado. Su linterna iluminó la boca abierta de su compañero, los dientes blancos, el blanco de los ojos, y se reflejó en aquel prominente y único ojo que se veía en el extremo de una protuberancia, alzándose junto a Ringo.

De pronto, la mandíbula de Ringo cayó y sus ojos se tornaron vidriosos, como el del monstruo. Tanto podía haberse desmayado como haber sufrido un ataque al corazón. Fuera como fuese, había caído sobre la masa, a poca distancia del ojo, y se estaba hundiendo de cara en ella.

Red quiso huir, pero no podía dejar que aquella nauseabunda criatura arrastrase a Ringo. De repente, como si en su interior hubieran accionado un interruptor de un manotazo, saltó hacia adelante. Desde el borde de la pasarela, se agachó y agarró el tobillo izquierdo de Ringo. Un tentáculo blando, viscoso, hediondo, se alzó por encima del borde de la pasarela y se enroscó alrededor de su pierna. Gritó pero no soltó el tobillo de Ringo, al que lentamente lograba atraer hacia sí. Red sabía que si se aferraba a él, probablemente conseguiría sacarle. Pero tenía que darse prisa porque si no estaba muerto ya, no tardaría en asfixiarse.

Antes de que pudiera soltar el tobillo y huir ya estaba metido hasta la cintura en la masa que, extendiéndose sobre la pasarela, le había envuelto y lo estaba succionando hacia su interior.

Frente a su cara, en el extremo de la protuberancia que lo sostenía, el ojo se balanceaba adelante y atrás.

Sin dejar de gritar, Red se quitó el casco y comenzó a golpearlo hasta que logró arrancárselo, pero en aquel momento se quedó a obscuras. El casco le había sido arrebatado de las manos y se estaba hundiendo en aquel vasto cuerpo.

Se olvidó de Ringo. Comenzó a forcejear y patalear y de pronto se vio libre. Sollozando, se arrastró hasta la pared. Estaba totalmente desorientado, pero esperaba estar avanzando en la dirección que había escogido. Aquella criatura no podría avanzar contra corriente, puesto que al encaramar parte de su cuerpo a la pasarela, había dejado paso a las aguas que ahora bajaban con la fuerza suficiente como para no permitirle avanzar con rapidez.

Además, había perdido el ojo; estaba tan ciega como él. ¿Olía? ¿Olfateaba?

«A lo mejor me he vuelto loco», se dijo Red. «Esa criatura no puede existir. Debo estar delirando, debo haberla imaginado. Tal vez estoy en una celda, sujeto con una camisa de fuerza. Espero que puedan darme algo, una droga milagrosa o un tratamiento de shock, para salir de esta pesadilla. ¿Y si estoy encerrado en ella para siempre?».

Oyó un grito tras de sí, una voz humana. Dejó de gatear y se dio vuelta. El haz de una linterna brillaba a unos cincuenta metros de él. No lograba ver a la figura que llevaba el casco, pero debía medir como mínimo un metro noventa de altura.

¿Alguien que conocía?

El haz bailoteó a su alrededor, le iluminó una vez y luego enfocó arriba y abajo de la corriente. Aunque seguía siendo más alto que lo habitual, el nivel del agua había descendido. La criatura, con Ringo en su interior, había desaparecido.

El haz dejó de enfocar al canal y jugueteó sobre la pasarela a medida que el hombre avanzaba hacia él. Red se sentó y se apoyó en la pared, incapaz de oír los pasos que se acercaban debido a su agitada respiración y a los atronadores latidos que resonaban en sus tímpanos. El hombre se detuvo frente a él, enfocándole a los ojos para que no pudiera verle la cara.

Oiga dijo Red.

Algo le golpeó en la cabeza. Se despertó a obscuras y sintiendo un agudo dolor en la cabeza, pero no tenía tiempo de pensar en ello. Le habían quitado la ropa y estaba tendido de espaldas, con los brazos atados bajo su cuerpo y las piernas atadas por los tobillos. Gimió y dijo:

¿Qué está haciendo? ¿Quién es usted?

Oyó un sonido como de una aspiración repentina.

Por el amor de Dios insistió, suélteme. ¿No sabe lo que ha ocurrido? Ringo ha muerto. Es cierto, Dios me ayude, se lo tragó una criatura que no se la creería, aunque la viera. Debe andar rondando por ahí, esperándonos. Un hombre solo no tiene nada que hacer, pero si vamos juntos tal vez logremos pasar.

Dio un respingo al notar que una mano le tocaba el tobillo, por encima de las cintas que lo sujetaban. Tembló cuando la mano comenzó a subir por su pierna, y volvió a saltar cuando algo frío y duro le tocó la otra pierna por un instante.

¿Quién es usted? gritó. ¿Quién es usted?

No oía más que una pesada respiración. La mano y el cuchillo se habían detenido, pero ahora volvían a deslizarse sobre su carne, subiéndole por el cuerpo.

¿Quién es usted?

La mano y el cuchillo se detuvieron.

No me preocupa esa criatura. Somos amigos dijo una voz densa y pastosa como la miel.

¿Bleek?

Ahí arriba soy Bleek. En más de un sentido. Aquí abajo soy el fantasma de la cloaca, cariño.

Red sabía que no servía de nada gritar. Pero gritó.

FIN


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