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52.68% EL Mundo del Río / Chapter 147: EL LABERINTO MÁGICO SECCIÓN 4 - En el «No Se Alquila»: nuevos reclutas y pesadillas de Clemens (14)

Bab 147: EL LABERINTO MÁGICO SECCIÓN 4 - En el «No Se Alquila»: nuevos reclutas y pesadillas de Clemens (14)

En el «No Se Alquila»: nuevos reclutas y pesadillas de Clemens (14)

Un hombre y una mujer estaban tendidos en la cama. Sus cuerpos se tocaban; sus sueños estaban a años luz de distancia.

Sam Clemens estaba soñando de nuevo en el día que había matado a Erik Hachasangrienta. Mejor dicho, cuando él había puesto en movimiento a otros hombres, uno de los cuales había clavado una lanza en el vientre del escandinavo.

Sam deseaba el meteorito enterrado por su ferroníquel. Sin él, no podía construir el gran barco a paletas con el que tan a menudo soñara. Ahora, en este sueño, hablaba con Lothar von Richthofen de lo que había que hacer. Joe Miller no estaba presente, pues había sido traidoramente capturado por el hombre que en su tiempo había sido rey de

Inglaterra. Una flota invasora estaba avanzando desde Río abajo para apoderarse de la tumba de la estrella caída. El rey Juan estaba Río arriba, disponiendo una flota para descender el curso de la corriente y apoderarse del lugar donde estaba enterrado el tesoro de ferroníquel. El ejército de Sam estaba entre los dos y era más débil que cualquiera de ellos. Iban a quedar atrapados como carne entre ruedas de molino. No había ninguna posibilidad de victoria excepto aliándose con Juan. Además, si quería que Joe Miller siguiera con vida, Sam tendría que hacer un trato con su captor, el rey Juan.

Pero Erik Hachasangrienta, el socio de Sam, se había negado a considerar la alianza. Además, Erik odiaba a Joe Miller, que era el único ser humano al que temía... si uno podía llamar a Joe un ser humano. Hachasangrienta decía que sus hombres y los de Sam podían resistir el ataque y aplastar a los dos invasores y lograr una gloriosa victoria. Era una estúpida jactancia, aunque era posible que el escandinavo creyera realmente lo que decía.

Erik Hachasangrienta era el hijo de Harald Haarfager (Haraldo de la Hermosa Cabellera), el noruego que había unido por primera vez toda Noruega y cuyas conquistas habían originado las migraciones en masa a Inglaterra e Islandia. Cuando Harald murió, alrededor del año 918 después de Cristo, Erik se convirtió en rey. Pero Erik no era popular. Incluso en unos tiempos de monarcas crueles y duros, él estaba a la cabeza de todos. Su medio hermano, Haakon, que tenía por aquel entonces quince años, había sido educado en la corte del rey Athelstan de Inglaterra desde que tenía un año. Apoyado por las tropas inglesas, alzó un ejército noruego contra su hermano. Erik huyó a Northumbria en Inglaterra, donde recibió su dignidad real de parte de Athelstan, aunque no duró mucho tiempo. Según las crónicas escandinavas, murió el 954 d.C. al sur de Inglaterra mientras efectuaba una gran incursión allí. La antigua tradición inglesa dice que fue expulsado de Northumbria y resultó muerto durante una batalla en Stainmore.

Erik le había dicho a Clemens que el primer relato era el auténtico.

Clemens se había unido al escandinavo porque Erik era el propietario de una rarísima hacha de acero y estaba buscando la fuente de la cual había sido fabricada el hacha. Clemens esperaba que quedara suficiente mineral como para construir un gran barco de vapor a paletas con el cual pudiera navegar hasta las fuentes del Río. Erik no creía mucho en los sueños de Sam, pero lo aceptó como miembro de su tripulación a causa de Joe Miller. A Erik no le gustaba Joe, pero sabía que el titántropo era un elemento muy valioso en una batalla. Y luego Joe se había convertido en un rehén del rey Juan. Desesperado, temeroso de que Joe pudiera resultar muerto a manos del rey Juan y de perder el meteorito, Sam había discutido la situación con Lothar, el hermano menor del «Barón Rojo». Le había hecho su proposición. Debía matar a Hachasangrienta y sus guardaespaldas vikingos. Después de eso, podían parlamentar con Juan, que vería las ventajas de unir sus fuerzas a las de Clemens. Juntos, podían enfrentarse a las fuerzas de von Radowitz que estaban subiendo por el Río.

Sam fortaleció su racionalización del asunto con el pensamiento de que probablemente Hachasangrienta tenía la intención de matarle a él después de que sus enemigos hubieran sido derrotados. Era inevitable una confrontación.

Lothar von Richthofen se mostró de acuerdo. No era traición si atacabas a un traidor. Además, era la única cosa lógica que podían hacer. Si Hachasangrienta fuera un auténtico amigo, entonces el caso sería distinto. Pero el escandinavo era tan de fiar como una serpiente de cascabel con dolor de muelas.

Y así la horrible acción se había llevado a cabo.

Porque, aunque estuviera justificada desde todos los ángulos, la acción era horrible. Sam nunca había conseguido superar su sentimiento de culpabilidad. Después de todo, siempre hubiera podido alejarse del meteorito, olvidando su sueño.

Con Lothar y algunos hombres escogidos, se había aproximado a la cabaña en la cual estaban retozando Hachasangrienta y una mujer. La lucha duró un minuto, puesto que los

guardias del escandinavo fueron tomados por sorpresa por un número superior de hombres. El rey vikingo, desnudo, agitando su enorme hacha, salió de la cabaña. Lothar lo clavó a la pared de la cabaña con una lanza.

Sam había estado a punto de vomitar, pero pensó que al menos todo había terminado. Luego una mano se había aferrado a su tobillo, y estuvo a punto de desmayarse por el terror. Había bajado la vista, y allí estaba el agonizante Hachasangrienta, sujetándole con una férrea presa.

¡Bikkjal había dicho el escandinavo, débil pero claramente.

Aquello quería decir perra, una palabra que utilizaba a menudo para indicar su desprecio hacia Clemens, al que consideraba afeminado.

Mierda de Ratatosk prosiguió. En otras palabras, los excrementos de la ardilla gigante, Ratatosk, que corría por las ramas del árbol del mundo, Yggdrasill, las cenizas que mantenían juntas la tierra, la residencia de los dioses, y el infierno.

Y luego Hachasangrienta había hecho una profecía, diciendo que Clemens construiría su gran barco. Lo pilotaría Río Arriba. Pero su construcción y su viaje serían dolor y lamentos para Clemens, sin casi nada de la alegría que había anticipado. Y cuando Clemens se acercara finalmente a las fuentes del Río, encontraría a Hachasangrienta esperándole allí.

Sam recordaba claramente las palabras del hombre moribundo. Ahora volvían a él brotando de la imprecisa figura que sujetaba su pie desde un profundo y pequeño agujero en el suelo. Unos ojos en la imprecisa masa negra en la tierra estaban ardientemente clavados en los de Clemens.

¡Te encontraré! Estaré aguardándote, y te mataré. ¡Y nunca alcanzarás el final del

Río ni cruzarás las puertas del Valhalla!

Incluso cuando la mano había relajado su presa, Sam se había sentido demasiado helado por el terror como para apartarse. La muerte jadeaba en la garganta de la siniestra sombra, y Sam seguía helado exteriormente, aunque vibraba interiormente.

¡Esperaré!

Aquellas fueron las últimas palabras de Erik Hachasangrienta, resonando en todos sus sueños a lo largo de los años.

Sam se había burlado de la profecía... más tarde. Nadie podía ver el futuro. Eran puras supersticiones. Hachasangrienta podía hallarse Río arriba, pero, si estaba allí, era debido únicamente a la casualidad. Había unas posibilidades de un cincuenta por ciento de que estuviera Río abajo. Además, aunque el escandinavo estuviera aguardándole en busca de su venganza, no era probable que tuviera alguna oportunidad de llevarla a cabo. El barco hacía únicamente tres paradas al día, excepto algunas ocasionales pausas en la orilla de una semana o así. Muy probablemente Hachasangrienta estaría de pie en la orilla mientras el barco fluvial cruzaba ante él sin detenerse. Aunque corriera o remara o navegara a vela en su persecución, Erik nunca podría alcanzar la rápida embarcación.

Creer esto, sin embargo, no mantenía a Hachasangrienta fuera de las pesadillas de Sam. Quizá fuera debido a que, muy profundamente en su interior, Sam sabía que era culpable de asesinato. En consecuencia, debía ser castigado.

En uno de esos repentinos cambios de escena que el Supervisor de los Sueños efectúa tan rápidamente, Sam se halló de pronto en una cabaña. Era de noche, y la lluvia y los truenos y los relámpagos eran como un látigo de nueve colas contra el fondo de oscuridad. Los destellos en el cielo iluminaban débilmente el interior de la cabaña. Una figura hecha de sombras estaba acuclillada cerca de él. La figura estaba embozada en una capa; un enorme domo apoyado sobre sus hombros cubría su cabeza.

¿Cuál es el motivo de esta inesperada visita? dijo Sam, repitiendo la pregunta que había formulado durante la segunda visita del Misterioso Extraño.

La Esfinge y yo estamos jugando al poker cerrado dijo el Extraño. ¿Te gustaría entrar?

Sam se despertó. Los dígitos luminosos del cronómetro en la pared al otro lado de la cabina señalaban las 03:33. Lo que diga tres veces es cierto. Gwenafra, a su lado, gruñó. Murmuró algo acerca de «Richard». ¿Estaba soñando en Richard Burton? Aunque sólo tenía siete años cuando lo había conocido, y había estado con él únicamente un año, siempre estaba hablando de él. Su amor infantil hacia él había sobrevivido.

No había ahora ningún sonido excepto la respiración de Gwenafra y el lejano chuff- chuff de las grandes ruedas de paletas. Su girar enviaba ligeras vibraciones a través de la nave. Cuando apoyaba su mano en la mampara de duraluminio a la cabecera de la cama, podía sentir el débil oleaje. Las cuatro ruedas giraban impulsadas por los colosales motores eléctricos empujando la nave hacia su destino.

Ahí afuera, en ambas orillas, la gente estaba durmiendo. La noche se extendía sobre aquel hemisferio, y unos estimados ocho mil setecientos cincuenta millones de personas estaban acostadas, soñando. ¿Cuáles eran sus visiones llenas de sombras? Algunas debían ser de la Tierra; algunas, de este mundo.

¿Estaba el ex hombre de las cavernas dando incansables vueltas en su sueño, gimiendo, soñando en el tigre dientes de sable rondando al otro lado del fuego de la entrada? Joe Miller soñaba a menudo con mamuts, aquellos peludos leviatanes de curvados colmillos de su época, comida suficiente para llenar su enorme barriga y piel para construir tiendas y marfil para hacer puntales para las tiendas y dientes para hacer enormes collares. También soñaba en su tótem, su antepasado, el gigantesco oso de las cavernas; por la noche la enorme e hirsuta figura avanzaba hacia él y le aconsejaba sobre los problemas que lo atormentaban. Y a veces soñaba que era apaleado con varas en las plantas de los pies por sus enemigos. Los trescientos kilos de peso de Joe más su postura bípeda hacían que tuviera los pies planos. No podía andar durante todo el día como los pigmeos Homo sapiens; tenía que sentarse y dejar descansar sus doloridos pies.

Joe sufría también poluciones nocturnas cuando soñaba con mujeres de su especie. Joe estaba durmiendo con su actual compañera, una belleza de metro noventa y ocho, una kassubiana de habla eslava del siglo tercero después de Cristo. Le encantaba lo masivo de Joe y lo peludo que era y su grotesca nariz y su pene gargantuesco y sobre todo lo demás su alma esencialmente gentil. Y puede que obtuviera un perverso placer haciendo el amor con un ser completamente inhumano. Joe también la amaba a ella, pero eso no le impedía soñar amorosamente en su esposa terrestre y en un cierto número de otras hembras de su tribu. O, como los humanos en cualquier lugar, en una compañera construida por el Maestro de los Sueños, un ideal que vive tan sólo en el subconsciente.

«Todo hombre es una luna y posee un lado oscuro que nunca muestra a nadie».

Así había escrito Sam Clemens. Completamente cierto. Pero el Maestro de los Sueños, ese maestro de ceremonias de extraños circos, sacaba a sus bestias enjauladas y artistas del trapecio y alambristas y fenómenos cada noche.

En el último sueño de la noche, Samuel Langhorne Clemens se había hallado encerrado en una habitación con una enorme máquina en cuyo lomo cabalgaba su alter ego, Mark Twain. La máquina era una monstruosa y extraña criatura, achaparrada, de lomo redondeado, una cucaracha con un millar de patas y un millar de dientes. Los dientes en la oblonga boca eran botellas de medicina ambulante, «aceite de serpiente». Las patas eran varillas metálicas con pies redondos en cuya parte inferior había letras del alfabeto. Avanzaba hacia él, haciendo chasquear los dientes mientras las patas chirriaban y crujían por falta de aceite. Mark Twain, sentado en una especie de castillete chapado en oro e incrustado con diamantes en su lomo, accionaba palancas para dirigirla. Mark Twain era un viejo con un denso pelo blanco y un denso bigote blanco. Llevaba un traje completamente blanco. Sonrió y luego miró fijamente a Sam y tiró de las palancas y orientó la máquina hacia él, intentando cortar todos los intentos de Sam de escapar.

Sam tenía tan sólo dieciocho años, su famoso bigote aún no había crecido. En una mano aferraba el asa de una maleta.

Sam huyó dando vueltas y vueltas por la habitación, mientras la máquina chasqueaba y chirriaba y giraba en su persecución y corría hacia él y luego retrocedía. Mark Twain no dejaba de gritarle cosas a Sam, tales como: «¡He aquí una página de tu propio libro, Sam!» y «¡Tu editor te envía sus saludos, Sam, y pide más dinero!»

Sam, chillando como la máquina, era un ratón atrapado por un gato mecánico. No importaba cuan aprisa corriera, cómo girara, hiciera fintas, y saltara, iba a ser atrapado inevitablemente.

De pronto, el caparazón metálico del monstruo se estremeció. Se detuvo, y gruñó. De su boca surgió un cliqueteo; sus patas se combaron, y se agazapó. De un orificio en su parte posterior brotó un chorro de papeles verdes. Eran billetes de mil dólares, y se apilaron contra la pared y luego empezaron a oscilar hacia la máquina. La pila creció y creció y finalmente cayó sobre el castillete, donde Mark Twain estaba gritándole a la máquina que todo aquello era demente, demente, demente.

Fascinado, Sam se arrastró hacia adelante, manteniendo un cauteloso ojo fijo en la máquina. Tomó uno de los billetes.

«Finalmente», pensó, «lo he conseguido».

El papel en su mano se convirtió en excrementos humanos.

Entonces vio que todos los billetes se habían convertido de pronto en excrementos. Pero una puerta se había abierto en la hasta entonces lisa pared de la habitación.

H. H. Rogers asomó por ella su cabeza. Era el hombre neo que había ayudado a Sam durante sus problemas, incluso cuando Sam había criticado feroz y mordazmente los grandes trusts petrolíferos. Sam corrió hacia él, gritando:

¡Ayuda! ¡Ayuda!

Rogers entró en la habitación. Llevaba únicamente unos calzoncillos largos de lana rojos, con la parte trasera desabotonada. En su pecho, en letras doradas, había la frase: EN LA STANDARD OIL CREEMOS; TODO LO DEMÁS, DIOS.

¡Me ha salvado usted, Henry! jadeó Sam.

Rogers se volvió de espaldas por un minuto, exhibiendo la frase que llevaba en sus posaderas: DEPOSITE UN DOLAR Y TIRE DE LA PALANCA.

Frunciendo el ceño, Rogers dijo:

Espera un minuto. Rebuscó detrás de él, y extrajo un documento. Firma aquí, y te dejaré salir.

¡No tengo ninguna pluma! dijo Sam. Tras él, la máquina estaba empezando a avanzar de nuevo. No podía verla, pero sabía que estaba arrastrándose hacia él. Más allá de Rogers, a través de la puerta, Sam podía ver un hermoso jardín. Un león y un cordero estaban sentados el uno al lado del otro, y Livy estaba de pie justo detrás de ellos. Le sonrió a Sam. Iba desnuda, y sostenía un enorme parasol sobre su cabeza. Había rostros atisbando entre las flores y los arbustos detrás.

Uno de ellos era el de Susy, su hija favorita, ¿Pero qué estaba haciendo? Algo que él sabía que no iba a gustarle. ¿Era el pie desnudo de un hombre que surgía del arbusto que tenía detrás lo que Susy estaba ocultándole?

No tengo ninguna pluma dijo Sam de nuevo.

Tomaré tu sombra como garantía dijo Rogers.

Ya la he vendido dijo Sam. Gruñó cuando la puerta se cerró de golpe detrás de

Rogers.

Y aquel había sido el final de aquella pesadilla. ¿Dónde estaban ahora su esposa Livy, y Clara, Jean y Susy, sus hijas? ¿Qué sueños estaban soñando ellas? ¿Figuraba él en ellos? Y si era así, ¿cómo? ¿Dónde estaba Orion, su hermano? Inepto y torpe y bueno para nada y optimista Orion. Sam lo había amado. ¿Y dónde estaba su hermano Henry, el pobre Henry, que había resultado tan horriblemente quemado cuando el barco de paletas

Pensilvania estalló, enviándolo por seis horribles dolorosos días al hospital provisional de Memphis? Sam había estado con él, había sufrido con él, y luego lo había visto ser sacado de la habitación cuando se había hecho evidente que se estaba muriendo.

La resurrección había restaurado la quemada carne de Orion, pero nunca podría curar sus heridas internas. Como no había podido curar tampoco las heridas internas de Sam.

¿Y dónde estaba el pobre viejo trampero saturado de whisky que había muerto cuando la cárcel de Hannibal se incendió? Sam tenía diez años por aquel entonces, y había sido despertado por las campanas que avisaban del incendio. Había corrido hacia la cárcel y había visto al hombre, aferrado a los barrotes, chillando, silueteado en negro contra las brillantes llamas rojas. El sheriff de la ciudad no pudo ser hallado, y sólo él tenía las llaves de la puerta de la celda. Un grupo había intentado derribar las puertas de roble y había fracasado.

Algunas horas antes el sheriff había encerrado al vagabundo. Sam le había proporcionado al hombre algunas cerillas para encender su pipa. Era una de esas cerillas lo que debía haber prendido el fuego en la paja del camastro de la celda. Sam sabía que él era el responsable de la terrible muerte del trampero. Si no hubiera sentido lástima por él y no hubiera ido a casa a buscarle unas cuantas cerillas, el hombre no hubiera muerto. Un acto de caridad, un momento de simpatía, había ocasionado el que resultara quemado vivo.

¿Y dónde estaba Nina, su nieta? Había nacido después de que él hubiera muerto, pero había sabido de ella por un hombre que había leído la noticia de su muerte en el Los Angeles Times del 18 de enero de 1966.

FUNERALES EN MEMORIA DE NINA CLEMENS ULTIMO DESCENDIENTE DE MARK TWAIN

El tipo tenía una buena memoria, pero su interés en Mark Twain le había ayudado a que el titular quedara grabado en su mente.

Tenía cincuenta y cinco años y fue encontrada muerta a última hora del domingo en una habitación de un motel en el veintipico de la North Highland Avenue. Su habitación estaba repleta de frascos de píldoras y botellas de licor. No había ninguna nota, y fue ordenada la autopsia para descubrir la causa exacta de su muerte. Nunca vi el informe.

»Murió al otro lado de la calle de su lujoso ático de tres habitaciones en las Highland Towers. Sus amigos dijeron que a menudo se iba allí el fin de semana cuando se sentía cansada de estar sola. El periódico dijo que había estado sola durante la mayor parte de su vida. Utilizaba el nombre de Clemens tras haberse divorciado de un artista de nombre Rutgers. Se había casado por un período corto de tiempo con él en, esto, 1935, creo. El periódico dijo que era la hija de Clara Grabrilowitsch, la única hija de usted. Supongo que quería dar a entender que era su única hija sobreviviente. Clara se casó con un tal Jacques Samoussoud después de que su primer esposo muriera. En 1935, creo. Era una devota de la Ciencia Cristiana, ya sabe usted.

¡No, no lo sé! había dicho Sam.

Su informante, sabiendo que Sam detestaba la Ciencia Cristiana, que en una ocasión había escrito un libro difamatorio sobre Mary Baker Eddy, había sonreído.

¿Supone que ella le estaba volviendo la espalda a usted?

Ahórreme sus análisis psicológicos había dicho Sam. Clara me adoraba. Todos mis hijos me adoraban.

Fuera como fuese, Clara murió en 1962, no mucho después de que autorizara la publicación de su libro Cartas a la Tierra, impublicado hasta entonces.

¿Eso fue editado? había dicho Sam. ¿Cuál fue la reacción?

Se vendió bien. Pero tampoco era tan fuerte como eso, usted ya lo sabe. Nadie se sintió ultrajado o pensó que era blasfemo. Oh, sí, su 1601, sin censurar, fue impreso también. Cuando yo era joven, podía conseguirse únicamente a través de ediciones

clandestinas. Pero a finales de los mil novecientos sesenta, fue lanzado al gran público. Sam había agitado la cabeza.

¿Quiere decir que los chicos podían comprarlo?

No, pero un montón de ellos lo leyeron.

¡Cómo debían haber cambiado las cosas!

Sí, todo, bueno, casi todo, había cambiado. Déjeme recordar. El artículo decía que su nieta era una artista aficionada, cantante y actriz. Era también una fotógrafa aficionada, una persona a la que le gustaba hacer fotografías... tomaba docenas de fotos cada semana de sus amigos, dueños de bares y camareros. Incluso de desconocidos en la calle.

»Estaba escribiendo una autobiografía, Una vida sola, cuyo título le dirá mucho acerca de ella. No era muy buena. Sus amigos dijeron que el libro era «en general confuso», pero que partes de él mostraban un atisbo del genio de usted.

Yo siempre dije que Livy y yo éramos demasiado sensibles y nerviosos como para tener hijos.

Bueno, ella no sufría de falta de dinero. Heredó algunos fondos fiduciarios de su madre, unos ochocientos mil dólares, creo. Dinero de la venta de los libros de usted. Cuando murió, tenía una fortuna de un millón y medio de dólares. Sin embargo, era infeliz y se sentía sola.

»Oh, sí. Su cuerpo fue llevado a Elmira, Nueva York... para ser enterrado en un panteón familiar cerca del de su famoso abuelo cuyo nombre llevaba.

No puede echárseme a mí la culpa de su carácter había dicho Sam. Clara y

Ossip pueden atestiguarlo.

El informante se había alzado de hombros y había dicho:

Usted y su esposa formaron el carácter de sus hijos, incluida Clara.

Sí, pero mi carácter fue formado por mis padres. Y el suyo por los de ellos había dicho Sam. ¿Tenemos que retroceder hasta Adán y Eva para fijar las responsabilidades? No, porque Dios formó sus temperamentos cuando los creó. En consecuencia, sólo existe un ser al que pueda achacársele la responsabilidad definitiva.

Yo soy un partidario del libre albedrío había dicho el hombre.

Escuche había dicho Sam. Cuando el primer átomo vivo se descubrió a sí mismo fletando en el gran mar laurentino, la primera acción de ese primer átomo condujo a la segunda acción de ese primer átomo, y así sucesivamente a través de las eras posteriores de toda la vida que, si los distintos pasos pudieran ser rastreados, podría demostrarse que la primera acción de ese primer átomo ha conducido inevitablemente a la acción de que yo esté ahora de pie aquí en este instante con mi faldellín, hablando con usted. Eso es de mi ¿Qué es el hombre?, ligeramente refraseado. ¿Qué piensa usted de ello?

Mierda de vaca.

Usted dice eso porque está predeterminado a decir eso. No podría decir otra cosa distinta.

Es usted un caso lamentable, señor Clemens, si no le importa que se lo diga.

Me importa. Pero usted no puede impedir el decirlo. Escuche, ¿cuál era su profesión?

El hombre se había mostrado sorprendido.

¿Qué tiene que ver con esto? Era corredor de fincas. También estuve en la junta de educación durante varios años.

Deje que me cite de nuevo a mí mismo había dicho Sam. En primer lugar, Dios hizo a los idiotas. Eso fue para practicar. Luego hizo las juntas de educación.

Sam se echó a reír ahora, ante el recuerdo de la expresión del hombre.

Se sentó en la cama. Gwen seguía durmiendo. Se volvió a la luz nocturna y vio que ella estaba sonriendo ligeramente. Se la veía inocente, infantil, aunque sus gruesos labios y

las llenas curvas de sus pechos, casi enteramente descubiertos, le excitaban. Adelantó una mano para despertarla pero cambió de opinión. En vez de ello, se puso su faldellín y un trozo de tela como capa y su gorra alta con visera de piel de pez. Tomó un cigarro y abandonó la habitación, cerrando suavemente la puerta. El corredor estaba cálido y bien iluminado. Al otro extremo, la puerta estaba cerrada; dos guardias armados estaban de pie junto a ella. Otros dos estaban en el otro extremo, junto a las puertas del ascensor. Encendió el cigarro y caminó hacia el ascensor. Charló durante un minuto con los guardias y luego entró en la cabina.

Pulsó el botón T. Las puertas se cerraron, pero no antes de que viera a un guardia empezar a telefonear a la timonera de que La Bosso (El Jefe) estaba subiendo. La cabina ascendió desde D, o la cubierta de hangares, donde estaban las cabinas de los oficiales, a través de las dos pequeñas estancias circulares debajo de la timonera, y luego hasta la habitación superior. Allí hubo una breve pausa mientras el tercer hombre de guardia comprobaba la cabina a través de un circuito cerrado de televisión. Luego las puertas se abrieron, y Sam entró en la habitación de control de la timonera.

Todo va bien, muchachos dijo. Sólo soy yo, gozando de mi insomnio.

Había otras tres personas allí. El piloto de noche, fumando un gran puro, contemplando indolentemente los indicadores. Era Akande Erin, un masivo dahomeyano que había pasado treinta años manejando un barco fluvial en la jungla. El más extravagante mentiroso que Sam hubiera conocido nunca, y había conocido a los mejores del mundo. El tercer oficial Calvin Cregar, un escocés que se había pasado cuarenta años en un vapor costero australiano. El alférez de los marines Diego Santiago, un venezolano del siglo xvii.

Sólo he venido a echar un vistazo dijo Sam. Sigan con lo suyo.

El cielo estaba sin nubes, resplandeciendo como si aquel gran pirómano, Dios, le hubiera prendido fuego. El Valle era amplio allí, y la luz caía suavemente, revelando de forma imprecisa los edificios y los barcos en ambas orillas. Más allá de ellos había una oscuridad aún más oscura. Unos pocos fuegos de centinela ponían ojos a la noche. Excepto eso, el mundo parecía dormido. Las colinas se alzaban oscuras, con los gigantescos árboles de hierro, de trescientos metros de altura, dominando a todos los demás. Más allá, las montañas gravitaban negras. El débil brillo de las estrellas chispeaba en el oleaje.

Sam cruzó la puerta para detenerse en la pasarela de babor que rodeaba el exterior de la timonera. El viento era fresco pero aún no frío. Deslizaba sus dedos por su alborotado cabello. De pie en la cubierta, se sintió como una parte viva, un órgano, del barco. Este avanzaba imperturbablemente, las ruedas de paletas girando, sus estandartes ondeando, bravo como un tigre, enorme y brillante como un cachalote, hermoso como una mujer, avanzando siempre contra la corriente, su destino el Axis Mundi, el Ombligo del Mundo, la Torre Oscura. Sentía que las raíces crecían en sus pies, zarcillos que se extendían a través del casco, que se extendían desde el casco, hundiéndose hacia las negras aguas, rozaban los monstruos de las profundidades, se hundían en el limo a cinco kilómetros más abajo, crecían lateralmente a través de la tierra, se extendían, con la velocidad del pensamiento, trenzando zarcillos que brotaban de la tierra, se clavaban en la carne de cada ser vivo humano de aquel mundo, se enroscaban hacia arriba atravesando los techo de las cabañas, se lanzaban hacia los cielos, cubrían el espacio de venillas que se enroscaban en torno a cada uno de los planetas en los que había vida animal y sentiente, la rodeaban y la penetraban, y luego seguían enviando tentáculos exploradores hacia la oscuridad donde no existía materia, donde sólo Dios existía.

En aquel momento, Sam Clemens era, si no uno con el universo, al menos parte integrante de él. Y por un momento creyó en Dios.

Y en ese momento Samuel Clemens y Mark Twain habitaron en la misma carne, se mezclaron, se convirtieron en uno solo.

Luego la sorprendente visión estalló, se contrajo, se consumió, regresó a él.

Se echó a reír. Durante varios segundos había conocido un éxtasis que superaba incluso la relación sexual, hasta alcanzar un momento de suprema creencia en su propio destino y en el destino de la humanidad, por decepcionante que fuera a menudo.

Luego estaba de nuevo dentro de él, y el universo estaba afuera.

Regresó a la sala de control. Erin, el piloto negro, alzando la vista hacia él, dijo:

Ha sido visitado usted por los espíritus.

¿Tengo un aspecto tan peculiar? dijo Sam. Sí, debo tenerlo.

¿Qué es lo que le dijeron?

Que no tengo nada y lo tengo todo. Una vez oí al idiota del pueblo decir lo mismo.


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