A: Demóstenes%Tecumseh@freeamerica.org
De: Nopreparado%cincinnatus@anon.set
Asunto: Infosat
Informes por satélite de la muerte de la familia Delphiki: nueve vehículos partieron simultáneamente de enclave en norte de Rusia, latitud 64. Lista codificada de destino adjunta. ¿Dispersión de genios? ¿Estratagema? ¿Cuál será nuestra mejor estrategia, amigo mío? ¿Eliminar o rescatar? ¿Son niños o armas de destrucción masiva? Es difícil de saber. ¿Por qué hizo ese hijo de puta de Locke que se llevaran a Ender? Creo que ahora podríamos utilizarlo. En cuanto a por qué nueve y no diez vehículos: tal vez uno está muerto o enfermo. Tal vez uno se ha cambiado de chaqueta. Tal vez lo han hecho dos y han partido juntos. Todo suposiciones. Sólo veo datos satélite sin pulir, no informes de la red de comunicación. Si tienes otras fuentes al respecto, ¿me informarás de algo?
Custer
Petra sabía que la soledad era el arma que estaban utilizando contra ella. No dejemos que la ni��a hable con nadie, y cuando por fin aparezca alguien, se sentirá tan agradecida que confesará de plano, creerá mentiras, se hará amiga de su peor enemigo.
Resultaba extraño saber exactamente lo que le estaba haciendo el enemigo y no poder hacer nada para evitar que se salieran con la suya. Como una obra a la que la llevaron sus padres la segunda semana después de su regreso a casa tras la guerra. En el escenario aparecía una niña de cuatro años
que preguntaba a su madre por qué su padre no había vuelto a casa todavía. La madre trata de
encontrar un modo de decirle que el padre ha muerto en un atentado terrorista azerbaijano: una bomba secundaria contra el personal que trataba de rescatar a los supervivientes de la primera explosión. El padre ha muerto como un héroe, tratando de salvar a un niño atrapado entre los escombros, incluso después de que la policía le gritara que se apartase, que probablemente iba a haber una segunda explosión. La madre se lo cuenta por fin a la niña.
La niña da una furiosa patada contra el suelo y protesta:
—¡Es mi papá! ¡No el papá de ese otro niño!
—Los papás de ese otro niño no estaban allí para ayudarlo —contesta la madre—. Tu padre hizo lo que esperaba que alguien hiciera por ti, si él no pudiera estar allí para ayudarte.
Y la niña empieza a llorar.
—Ahora ya no estará nunca más —dice—. Y no quiero a nadie más. Quiero a mi papá.
Petra vio aquella obra, sabiendo exactamente lo cínica que era. Utilizar a una niña, aprovecharse del anhelo familiar, unirlo a la nobleza y el heroísmo, hacer que los villanos fueran el enemigo ancestral, y
que la niña dijera tonterías infantiles e inocentes mientras lloraba... Un ordenador podría haberlo escrito,
pero seguía siendo efectivo. Petra lloró a lágrima viva, igual que el resto del público.
Eso era lo que le estaba haciendo el aislamiento, y lo sabía. Fuera lo que fuese que esperaban, probablemente funcionaría. Porque los seres humanos son sólo máquinas, Petra lo sabía, máquinas que hacen lo que tú quieres, si sabes qué hilos hay que mover. Y no importaba lo compleja que pudieran parecer las personas, si las aíslas de la red de relaciones que configuran su personalidad, las comunidades que forman su identidad se verán reducidas a ese conjunto de palancas. No importa
cuánto resistan, ni que sepan que están siendo manipuladas. Tarde o temprano, con un poco de tiempo, es posible conseguir que suenen como un piano, cada nota justo donde se espera.
Incluso yo, pensó Petra.
Completamente sola, un día tras otro. Trabajaba con el ordenador, recibía encargos por correo de gente que no daba ningún atisbo de su personalidad. Enviaba mensajes a los otros miembros del grupo de Ender, aunque sabía que también en sus cartas se censuraba todo tipo de referencias personales. Sólo se transmitían datos de un lado a otro. Ahora no había investigaciones en la red. Tenía que enviar sus solicitudes y esperar que la gente que la controlaba filtrara las respuestas. Se sentía muy sola.
Trató de dormir más de lo preciso, pero al parecer le introducían algún tipo de droga en el agua: la mantenían tan excitada que no podía pegar ojo. Así que trató de dejar de jugar a la resistencia pasiva. Siguió la corriente, para convertirse en la máquina que querían que fuese, pretendiendo ante sí misma que sólo fingía ser una máquina, que no acabaría por convertirse en una, aunque por otra parte sabía que se convertiría en aquello que quisieran que fuese.
Y de pronto llegó el día en que la puerta se abrió y entró alguien. Vlad.
Pertenecía a la Escuadra Dragón. Era más joven que Petra, y un buen tipo, aunque ella no lo conocía a fondo. El vínculo que los unía, sin embargo, era estrecho: Vlad había sido el otro único miembro del grupo de Ender que se vino abajo como Petra y tuvo que retirarse de las batallas durante todo un día.
Todo el mundo se mostraba amable con ellos pero los dos lo sabían: eran los débiles, personas que
merecían la compasión de los demás. Todos recibieron las mismas medallas y alabanzas, pero Petra sabía que sus medallas significaban menos que las otras, sus alabanzas eran vanas, porque ellos habían desfallecido mientras los otros resistían. Aunque Petra nunca había hablado del tema con Vlad, era consciente de que ambos compartían el mismo conocimiento, porque habían recorrido el mismo túnel largo y oscuro.
Y allí estaba.
—Hola, Petra.
—Hola, Vlad —respondió ella. Le gustó comprobar que aún podía hablar. También le gustó oír la voz de otra persona.
—Supongo que soy el nuevo instrumento de tortura que utilizan contra ti —dijo Vlad con una sonrisa. Petra comprendió que quería que pareciese un chiste, de lo cual dedujo que no lo era en absoluto.
—¿De veras? Para seguir la tradición, se supone que deberías limitarte a besarme y dejar que otro se
encargara de la tortura.
—En realidad no se trata de tortura, sino de la salida.
—¿Salida de qué?
—De la prisión. No es lo que piensas, Petra. La Hegemonía se viene abajo, va a haber una guerra. La cuestión es si la confrontación llevará al mundo al caos o si una nación se alzará sobre las otras. Y si es una nación, ¿cuál debería ser?
—Déjame adivinar. ¿Paraguay?
—Casi —dijo Vlad. Sonrió—. Lo sé, es más fácil para mí. Soy de Belarus, presumimos de ser un país independiente, pero en nuestros corazones no nos importa la idea de que Rusia acabe venciendo. A nadie fuera de Belarus le importa un rábano que no seamos auténticos rusos. Por eso, no fue difícil
convencerme. Y tú eres de Armenia, un país que estuvo un montón de años oprimido por Rusia durante
la época comunista. Pero Petra, ¿hasta qué punto eres armenia? ¿Qué es bueno para Armenia de todas formas? Éste es el propósito de mi visita, Petra: hacerte comprender que Armenia saldrá beneficiada si Rusia vence. No más sabotajes. Ayúdanos de verdad a prepararnos para la guerra real. Coopera, y Armenia tendrá un lugar especial en el nuevo orden. Trae contigo a todo tu país. Eso no es poca cosa, Petra. Además, si no colaboras, eso tampoco le servirá a nadie, ni a ti ni a Armenia. Nadie se enterará de que fuiste una heroína.
—Parece una amenaza de muerte.
—Parece una amenaza de soledad y oscuridad. No naciste para ser nadie, Petra, sino para brillar. Ésta es una oportunidad para volver a ser una heroína. Sé que piensas que no te importa, pero debes admitir que fue magnífico pertenecer al jeesh de Ender.
—Y ahora somos el jeesh de cómo-se-llame. Él compartirá la gloria con nosotros.
—¿Por qué no? Sigue siendo el jefe, no le importa tener héroes que le sirvan.
—Vlad, se asegurará de que nadie sepa que ninguno de nosotros ha existido, y nos matará cuando acabe con nosotros. —No pretendía expresarse tan sinceramente. Sabía que Aquiles acabaría
enterándose y que eso garantizaría que su profecía se cumpliese. Pero allí estaba: la palanca funcionó. Se sentía tan agradecida por tener un amigo allí, aunque se hubiese cambiado de bando, que no podía evitar charlar por los codos.
—Bueno, Petra, ¿qué puedo decir? Les aseguré que eras la dura y ya te he explicado cuál es la oferta. Piénsatelo, no hay prisa. Tienes tiempo de sobra para decidir.
—¿Te marchas?
—Ésa es la regla —dijo Vlad al tiempo que se levantaba—. Si dices que no, tengo que irme. Lo siento.
Ella lo vio salir por la puerta. Quiso decir algo descarado y valiente. Quiso insultarlo de algún modo para hacer que se sintiera culpable por echarse en brazos de Aquiles. Sin embargo, sabía que cualquier
cosa que dijera sería utilizada en su contra de un modo u otro. Cualquier cosa que dijera revelaría otro
hilo a los que tiraban de ellos. Lo que ya había dicho era bastante malo.
Así que guardó silencio mientras la puerta se cerraba. Permaneció tendida en la cama hasta que su ordenador trinó y se acercó hasta él y encontró otro encargo y se puso a trabajar y lo resolvió y lo saboteó como de costumbre y pensó: esto va bastante bien después de todo, no me he desmoronado ni
nada por el estilo.
Entonces se acostó y lloró hasta quedarse dormida. Sin embargo, durante unos minutos, justo antes de conciliar el sueño, sintió que Vlad era su mejor amigo y habría hecho cualquier cosa por él, sólo por disfrutar de su compañía.
Rápidamente esa sensación pasó y la asaltó un último y veloz pensamiento: si de verdad fueran tan listos, sabrían cómo me he sentido hace un momento; y Vlad habría entrado y yo habría saltado de la cama para arrojarme en sus brazos y le habría dicho sí, lo haré, colaboraré contigo, gracias por venir a verme, Vlad, gracias.
Habían perdido su oportunidad.
En una ocasión Ender dijo que la mayoría de las victorias se obtienen cuando se sabe aprovechar los errores estúpidos del enemigo, y no por la particular brillantez de un determinado plan. Aquiles era muy listo, pero no perfecto. No lo sabía todo. Tal vez no venciera. Puede que incluso salga de aquí sin
morirme.
Por fin en paz, se quedó dormida.
La despertaron en la oscuridad.
—Levántate.
No hubo ningún saludo. Ni siquiera vio quién era. Oyó pasos tras la puerta. Botas. ¿Soldados? Recordó que había hablado con Vlad y que había rechazado su oferta. Él dijo que no había prisa, que
tenía tiempo de sobra para decidir. Sin embargo, allí estaban, despertándola en mitad de la noche. ¿Con qué propósito?
Nadie le puso una mano encima. Se vistió en la oscu ridad: no la agobiaron. Si aquello fuese una especie de sesión de tortura o un interrogatorio no habrían esperado a que se vistiera, se habrían
asegurado de que se sintiese incómoda, lo más insegura posible.
No quería preguntar nada para no dar muestras dé debilidad. Aunque, por otra parte, no hacer ninguna pregunta equivalía a mostrarse demasiado pasivo.
—¿Adonde vamos?
No hubo respuesta. Eso era mala señal. ¿O no? Todo lo que sabía sobre estas situaciones era gracias a los pocos vids de guerra ficticia que había visto en la Escuela de Batalla y unas cuantas películas de espías en Armenia. Ninguna le pareció creíble, sin embargo allí estaba, en una situación real propia de espías, y su única fuente de información sobre lo que cabía esperar eran aquellos estúpidos vids y películas ficticios. ¿Qué pasaba con su superior capacidad para razonar? ¿El talento que le había permitido asistir a la Escuela de Batalla? Al parecer sólo se manifestaba cuando pensaba que estaba jugando en la escuela. En el mundo real, el miedo se asentaba y al final se acaba creyendo en estúpidas historias escritas por personas que no tenían ni idea de cómo funcionaban en realidad esas cosas.
Excepto que la gente que le hacía esto también había visto las mismas tontas películas y vids. Entonces, ¿cómo sabía ella que no estaban modelando sus acciones, actitudes e incluso palabras siguiendo lo que habían visto en las películas? Nadie recibía un curso de formación sobre cómo parecer duro y despiadado al despertar a una adolescente en plena noche. Trató de imaginar el manual de instrucciones. Si hay que transportarla a otro lugar, díganle que se apresure, que está haciendo esperar
a todo el mundo. Si van a torturarla, hagan comentarios sarcásticos diciendo que esperan que haya descansado lo suficiente. Si van a drogaría, díganle que no le dolerá nada, pero ríanse entre dientes para que piense que están mintiendo. Si van a ejecutarla, no digan nada.
¡Ah, se trata de eso!, se dijo. Ahora sólo te queda esperar lo peor. Asegúrate de que estás lo más cerca posible de dejarte llevar por el pánico.
—Tengo que mear —anunció. No hubo respuesta.
—Puedo hacerlo aquí. Puedo hacérmelo encima. Puedo hacerlo desnuda. Puedo hacérmelo encima
o desnuda allá donde vayamos. Puedo ir goteando por todo el camino. Puedo escribir mi nombre en la nieve. Es más difícil para las chicas, requiere mucha más habilidad atlética, pero también podemos hacerlo.
Siguieron en silencio.
—O pueden dejarme ir al cuarto de baño.
—Está bien.
—¿Qué?
—El cuarto de baño.
El hombre se dirigió a la puerta y ella lo siguió. En efecto, fuera había varios soldados, diez para ser exactos. Se detuvo delante de un fornido soldado y lo miró a la cara.
—Menos mal que te han traído a ti. Si hubieran sido los otros, me habría enfrentado a muerte, pero contigo no tengo más remedio que rendirme. Buen trabajo, soldado.
Se dio la vuelta y se encaminó hacia el cuarto de baño, preguntándose si acababa de ver un leve atisbo de sonrisa en el rostro del soldado. Eso no figuraba en el guión, ¿no? Vaya, un momento. Se
suponía que el héroe tenía que ser descarado. Ella estaba siguiendo al pie de la letra el guión. En ese momento comprendió que los comentarios irónicos de los héroes eran una forma de ocultar el miedo.
Los héroes parlanchines no son valientes ni están relajados. Intentan no ponerse en ridículo momentos
antes de morir.
Llegó al cuarto de baño y, naturalmente, el soldado entró con ella. Pero Petra había estado en la Escuela de Batalla y si hubiera sido tímida habría muerto de infección de orina hacía años. Se bajó las bragas, se sentó en la taza y orinó. El tipo salió por la puerta mucho antes de que terminara.
Había una ventana. Había conductos de aire en el techo. Pero se encontraba en mitad de ninguna parte y no creía que hubiera ningún sitio al que huir. ¿Cómo lo hacían en los vids? Oh, sí. Un amigo colocaba un arma en algún lugar oculto y el héroe la encontraba, la montaba y salía pegando tiros a mansalva. Ése era el problema de su situación. No había amigos.
Tiró de la cadena, se arregló las ropas, se lavó las manos y regresó junto a sus cordiales escoltas. Salieron al encuentro de una especie de convoy formado por dos limusinas negras y cuatro vehículos
de escolta. Vio que dos niñas de su edad y de su mismo color de pelo entraban en cada una de las limusinas. Petra, en cambio, permaneció pegada al edificio, bajo los aleros, hasta que llegó una furgoneta de una panadería. Se montó en la parte de atrás. Ninguno de los guardias la acompañó. En la
parte trasera de la furgoneta, había dos hombres vestidos de paisano.
—¿Qué soy, una barra de pan? —preguntó ella.
—Comprendemos que sientes la necesidad de controlar la situación mediante el sarcasmo —dijo uno de los hombres.
—¿Qué, un psiquiatra? Esto es peor que la tortura. ¿Qué ha pasado con la convención de Ginebra? El psiquiatra sonrió.
—Vuelves a casa, Petra.
—¿Con Dios? ¿O a Armenia?
—En este momento, con ninguno. La situación es todavía... flexible.
—Ya lo creo que ha de ser flexible, si voy a casa a un lugar que no he visto nunca antes.
—Las lealtades todavía no están claras. La rama del gobierno que os secuestró actuaba sin conocimiento del ejército ni del gobierno elegido...
—Al menos eso es lo que dicen.
—Comprendes mi situación perfectamente.
—¿A quiénes son ustedes leales?
—A Rusia.
—¿No es lo que dicen todos?
—Los que entregaron nuestra política exterior y nuestra estrategia militar a un niño maníaco homicida
no afirmaban eso.
—¿Son tres acusaciones iguales? —preguntó Petra—. Porque soy culpable de ser una niña. Y
homicida también, en opinión de algunos.
—Matar insectores no es homicidio.
—Supongo que fue insecticidio.
El psiquiatra parecía desconcertado. Al parecer no tenía suficiente dominio del Común para comprender un juego de palabras que los niños de nueve años consideraban divertidísimo en la Escuela de Batalla.
La furgoneta arrancó.
—¿Adonde vamos, puesto que no es a casa?
-—Vamos a esconderte para librarte de ese niño monstruoso hasta que el alcance de esta conspiración y los responsables sean arrestados.
—O viceversa.
El psiquiatra pareció desconcertado de nuevo. De pronto comprendió a qué se refería.
—Supongo que es posible. Pero claro, yo no soy un hombre importante. ¿Cómo sabrían dónde buscarme?
—Es lo bastante importante para tener hombres a sus órdenes.
—No están a mis órdenes. Todos obedecemos a otra persona.
—¿Y quién es?
—Si, por desgracia, volvieras a caer en manos de Aquiles y sus patrocinadores, no podrás responder a esa pregunta.
—Ya, aunque de todas formas todos estarían muertos antes de que lograran atraparme, así que sus nombres poco importarían, ¿no?
El la miró de arriba abajo.
—Pareces muy cínica. Estamos arriesgando nuestras vidas para salvarte.
—También están arriesgando la mía. Él asintió lentamente.
—¿Quieres regresar a tu prisión?
—Sólo quiero señalar que ser secuestrada por segunda vez no es exactamente lo mismo que ser puesta en libertad. Están seguros de que son ustedes lo bastante inteligentes y su gente lo bastante leal para que esto salga bien. Pero si se equivocan, yo podría perder la vida. Así que ya ve: ustedes corren riesgos, pero yo también, y nadie me ha consultado al respecto.
—Lo estoy diciendo ahora.
���Déjeme salir de la furgoneta aquí mismo —dijo Petra—. Correré mis riesgos yo sola.
—No —respondió el psiquiatra.
—Ya veo. Es evidente que sigo siendo una prisionera.
—Estás en custodia preventiva.
—No obstante, ya se ha demostrado que como estratega soy un genio —dijo Petra—. En cambio, usted no. ¿ Entonces por qué está a cargo de mí?
Él no supo qué responder.
—Le diré por qué —continuó Petra—. Porque no se trata de salvar a los niños pequeños que fueron robados por el perverso niño malo. Se trata de salvar a la Madre Rusia del oprobio, por eso no basta con que yo esté a salvo: tienen que devolverme a Armenia en las circunstancias adecuadas, con el impulso adecuado, para que la facción del gobierno ruso al que sirven sea exonerada de toda culpa.
—No somos culpables.
—No digo que esté mintiendo, sino que para usted esa cuestión es prioritaria. Porque le aseguro que, viajando en esta furgoneta, espero ser capturada de nuevo por Aquiles y su... ¿cómo los ha llamado? Patrocinadores.
—¿Y por qué supones que eso va a pasar?
—¿Importa por qué?
—Tú eres la experta —señaló el psiquiatra—. Al parecer ya has detectado algún defecto en nuestro plan.
—El defecto salta a la vista. Demasiada gente está al corriente. Las limusinas como señuelo, y los
soldados, los escoltas. ¿Está seguro de que ninguno de ellos es un infiltrado? Porque si alguno informa a los patrocinadores de Aquiles, entonces ya saben en qué vehículo estoy de verdad, y adonde nos dirigimos.
—No saben adonde vamos.
—Lo sabrán si el conductor es el infiltrado.
—El conductor no sabe adonde vamos.
—¿Acaso está conduciendo en círculos?
—Conoce el primer punto de encuentro, eso es todo. Petra sacudió la cabeza.
—Sabía que era estúpido, porque se convirtió en un psiquiatra charlatán, que es como ser ministro de una religión en la que llegas a ser Dios.
El psiquiatra se ruborizó, lo cual complació a Petra. Aunque en efecto era estúpido no le gustó oírlo, pero definitivamente necesitaba que se lo dijeran porque había construido su vida alrededor de la idea de
que era listo, y ahora estaba jugando con munición viva. Si se sobreestimaba, acabaría muerto.
—Supongamos que tienes razón, que el conductor sabe adonde vamos en primer lugar, aunque ignore adonde nos dirigimos a partir del primer punto de encuentro. —El psiquiatra se encogió de hombros—. Pero eso no se puede evitar. Hay que confiar en alguien.
—¿Y decidió confiar en este conductor porque...? El psiquiatra desvió la mirada.
Petra miró al otro hombre.
—Es usted charlatán.
—Estoy pensando —dijo el hombre en su defectuoso Común—, tú volviste locos a los maestros de la
Escuela de Batalla con tu charla.
—Ah —dijo Petra—. Es usted el cerebro del chanchullo.
El hombre pareció aturdido, pero también ofendido: no estaba seguro de en qué consistía el insulto, porque probablemente no entendía la palabra «chanchullo», pero sabía que la intención de Petra había sido oféndelo.
—Petra Arkanian —dijo el psiquiatra—, puesto que tienes razón y en realidad no conozco a fondo al
conductor, dime qué debería haber hecho. ¿Tienes un plan mejor que confiar en él?
—Por supuesto —asintió Petra—. Le comunica el punto de encuentro y planea cuidadosamente con él cómo llegar hasta allí.
—Es lo que hice.
—Lo sé. Luego, en el último momento, cuando yo ya estuviera subiendo a la furgoneta, usted toma el volante e indica al conductor que viaje en otra de las limusinas. Y entonces usted se dirige a un lugar completamente diferente. O mejor aún, me lleva al pueblo más cercano y me deja allí para que me las arregle por mí misma.
Una vez más, el psiquiatra desvió la mirada. A Petra le divirtió advertir lo transparente que era su lenguaje corporal. Había supuesto que un psiquiatra sabría disimular sus propias señales.
—Esa gente que te secuestró son una minoría muy reducida —objetó el psiquiatra—, incluso dentro de las organizaciones de inteligencia para las que trabajan. No pueden estar en todas partes.
Petra sacudió la cabeza.
—¿Es usted ruso, le enseñaron la historia de Rusia, y cree que el servicio de inteligencia no puede estar en todas partes y enterarse de todo? ¿Se pasó toda la infancia viendo vids americanos, o qué?
El psiquiatra ya estaba harto. Adoptando su mejor aire profesional, soltó una carga de profundidad.
—Y tú eres una niña que nunca llegó a aprender lo que es el respeto. Puede que seas brillante en tus habilidades innatas, pero eso no significa que comprendas una situación política de la que no sabes nada.
—Ah —dijo Petra—. El famoso argumento de sólo-eres-una-niña, no-tienes-mucha-experiencia.
—Aunque le pongas un nombre eso no significa que no sea cierto.
—Estoy segura de que comprende usted los matices de los discursos políticos y sus maniobras. Pero esto es una operación militar.
—Es una operación política —la corrigió el psiquiatra—. No se ha producido ni un solo disparo. Una vez más Petra se sorprendió ante la ignorancia del hombre.
—Los disparos se producen cuando las operaciones militares no consiguen sus propósitos a través
de maniobras. Toda operación que pretende privar físicamente al enemigo de un elemento valioso es militar.
—Esta operación se planeó para liberar a una niña desagradecida y enviarla a casa con sus papas —
replicó el psiquiatra.
—¿Quiere que sea agradecida? Abra la puerta y déjeme salir.
—La discusión se ha acabado. Ahora cállate un rato.
—¿Así es como termina las sesiones con sus pacientes?
—Nunca he dicho que fuera psiquiatra —objetó el psiquiatra.
—Usted tiene formación académica en psiquiatría y ejerció como tal durante un tiempo, porque la gente normal no habla como los psiquiatras cuando intentan tranquilizar a un niño asustado. El hecho de que se metiera en política y cambiara de carrera no significa que no siga siendo el tipo de ingenuo que asiste a la escuela de los médicos brujos y se imagina que es un científico.
El hombre tuvo que esforzarse por contener la ira. Petra disfrutó del momentáneo escalofrío de temor que la recorrió. ¿La abofetearía? No era probable. Como psiquiatra, probablemente echaría mano de su único recurso ilimitado: la arrogancia profesional.
—Los profanos suelen despreciar las ciencias que no comprenden —señaló el psiquiatra.
—Ése es precisamente mi argumento —asintió Petra—. Cuando se trata de operaciones militares, es usted un completo ignorante. Un profano. Un novato. Y yo soy la experta. Y es usted demasiado estúpido para escucharme, ni siquiera ahora.
—Todo está saliendo según lo previsto —dijo el psiquiatra—. Cuando subas al avión de regreso a
Armenia te sentirás como una idiota, me pedirás disculpas y me darás las gracias.
Petra esbozó una sonrisa despectiva.
—Ni siquiera ha mirado en la cabina para comprobar que fuese el mismo conductor.
—Si hubieran cambiado al conductor alguien más se habría dado cuenta —adujo el psiquiatra. Pero
Petra advirtió que por fin lo había inquietado.
—Ah, sí, se me olvidaba. Confiamos plenamente en que sus amigos conspiradores lo vean todo y no pasen nada por alto, porque, después de todo, ellos no son psiquiatras.
—Yo soy psicólogo.
—Vaya —suspiró Petra—. Eso de admitir que su formación quedó incompleta tiene que haber dolido. El psicólogo apartó la mirada. ¿ Cuál era el término que los psiquiatras de la Escuela de Tierra
usaban para esa conducta? ¿Evitación? ¿Negativa? Casi estuvo a punto de Peguntárselo, pero decidió dejarlo correr. Y eso que la gente pensaba que no era capaz de mantener la boca cerrada.
Viajaron durante un rato en silencio. Pero las palabras de Petra debieron de afectar al hombre,
porque al cabo de un rato se levantó, se dirigió a la cabina y abrió la puerta que comunicaba la zona de carga con la cabina.
Un disparo ensordecedor resonó en el interior del vehículo, y el psiquiatra cayó hacia atrás. Petra sintió los sesos calientes y las punzantes esquirlas de hueso salpicarle la cara y los brazos. El hombre
que estaba sentado frente a ella intentó sacar la pistola que llevaba bajo la chaqueta, pero recibió dos
tiros y se desmoronó sin llegar a tocarla.
La puerta de la cabina se abrió del todo y allí apareció Aquiles, con una pistola en la mano, diciéndole algo.
—No te oigo —anunció Petra—. Ni siquiera oigo mi propia voz.
Aquiles se encogió de hombros. Hablando más fuerte y pronunciando las palabras con énfasis, lo intentó de nuevo. Ella se negó a mirarlo.
—No pienso esforzarme para escucharte —dijo—, al menos mientras siga toda manchada de sangre. Aquiles soltó la pistola (colocándola bien lejos del alcance de Petra) y se quitó la camisa. Con el torso
desnudo, se la tendió, y como ella se negó a aceptarla, empezó a limpiarle la cara con la prenda hasta
que Petra se la arrancó de las manos y se ocupó ella misma.
El zumbido de sus oídos empezó a remitir.
—Me sorprende que no hayas esperado a matarlos hasta después de haber tenido la oportunidad de decirles lo listo que eres —comentó Petra.
—No era necesario. Tú ya les dijiste lo tontos que fueron —respondió Aquiles.
—Vaya, ¿estabas escuchando?
—Por supuesto: el compartimiento tiene colocados micrófonos. Y también vídeo.
—No tenías por qué matarlos.
—Ese tipo iba a coger su arma.
—Sólo cuando vio que matabas a su colega.
.—Vamos, vamos —dijo Aquiles—. Creía que el método de Ender se basaba en el uso preventivo de la fuerza. Me he limitado a seguir las enseñanzas de tu héroe.
—Me sorprende que te encargaras de éste tú mismo —-dijo Petra.
—¿A qué te refieres con «éste»?
—Supuse que ibas a impedir los otros rescates.
—Ten en cuenta que llevo meses evaluándoos. ¿Por qué quedarme con los otros, cuando puedo tener a la mejor?
—¿Estás flirteando conmigo? —dijo con todo el desdén que fue capaz de acumular. Esas palabras solían parar los pies a los chicos que se las daban de listos, pero él se limitó a reír.
—Yo no flirteo —aseguró.
—Lo olvidaba. Tú disparas primero, así que luego flirtear no es necesario.
Eso pareció afectarle un poco: lo hizo detenerse un instante y acelerar levísimamente la respiración. Petra pensó que, en efecto, su bocaza iba a ser su perdición. Nunca había visto matar a nadie antes, excepto en las películas y vids. Sólo porque se considerara la protagonista de este vid biográfico en el
que estaba atrapada no significaba que estuviera a salvo. Por lo que sabía, Aquiles pretendía matarla a
ella también.
¿O no? ¿Podría haber dicho en serio que era la única del grupo con la que iba a quedarse? Vlad se sentiría muy decepcionado.
—¿Por qué me has elegido a mí? —preguntó, cambiando de tema.
—Como te dec��a, eres la mejor.
—Chorradas. Los ejercicios que hice para ti no eran mejores que los demás.
—Oh, esos planes de batalla sólo servían para manteneros ocupados mientras se realizaban las pruebas de verdad. O, más bien, para que pensarais que nos estabais manteniendo ocupados.
—¿Cuál era la prueba de verdad, ya que al parecer lo he hecho mejor que nadie?
—Tu dibujito del dragón —respondió Aquiles.
Petra fue consciente de que palidecía. El se dio cuenta y se echó a reír.
—No te preocupes —dijo Aquiles—. No te castigaré. Esa era la prueba: ver cuál de vosotros conseguía enviar un mensaje al exterior.
—¿Y el premio es tener que quedarme contigo? —replicó con todo el desprecio posible.
—Tu premio es seguir viva.
Ella sintió que el corazón le daba un vuelco.
—Ni siquiera tú matarías a los demás sin ningún motivo.
—Si los matan, hay un motivo. Si hay un motivo, los matarán. No, sospechamos que tu dibujo del dragón tendría significado para alguien. Pero no logramos identificar ningún código en su interior.
—No había ninguno.
—Oh, claro que lo había —dijo Aquiles—. De algún modo introdujiste un código para que alguien lo reconociera y lo descifrara. Lo sé porque las noticias que de pronto han aparecido, provocando toda esta crisis, tenían información específica que era más o menos correcta. Uno de los mensajes que intentasteis enviar logró pasar. Así que volvimos a repasar todos los emails enviados por todos y cada uno de vosotros, y lo único que no pudimos explicar fue tu dibujito del dragón adjunto.
—Si puedes leer un mensaje en eso —dijo Petra—, entonces eres más listo que yo.
—Al contrario. Tú eres más lista que yo, al menos en estrategia y tácticas, como evitar al enemigo mientras te mantienes en contacto cercano con los aliados. Bueno, no tan cercano, ya que tardaron bastante en publicar la información que enviaste.
—Estás apostando al caballo equivocado. No era un mensaje, y por tanto la noticia debieron de obtenerla de alguno de los demás.
Aquiles se echó a reír.
—Eres tan mentirosa como obstinada, ¿eh?
—No miento cuando te digo que si he de seguir viajando con estos cadáveres, voy a vomitar. El sonrió.
—Pues vomita.
—Así que tu patología incluye una extraña necesidad de rodearte de muertos —observó Petra—. Será mejor que te andes con cuidado: ya sabes adonde conduce eso. Primero empezarás a citarte con ellos, y un día llevarás un cadáver a casa para presentarlo a tus padres. Ay, que despiste el mío: me
olvidaba de que eres huérfano.
—Así que los traigo para presentártelos a ti.
—¿Por qué esperaste tanto para matarlos?
—Quería hacerlo bien, poder disparar a uno mientras estaba en la puerta. Así su cuerpo bloquearía los disparos de respuesta de su compañero. Además, me encantaba ver corno los destrozabas. Ya sabes, discutir con ellos de la forma en que lo hiciste. Parecía que odiabas a los psiquiatras casi tanto
como yo, y eso que ni siquiera has estado nunca en una institución mental. Habría aplaudido de buena gana algunas de tus respuestas, pero entonces me habrían oído.
—¿Quién conduce esta furgoneta? —preguntó Petra, ignorando sus halagos.
—Yo no —dijo Aquiles—. ¿Y tú?
—¿Cuánto tiempo piensas tenerme prisionera?
—El que sea necesario.
—¿El que sea necesario para hacer qué?
—Conquistar el mundo juntos, tú y yo. ¿No te parece romántico? Oh, bueno, será romántico cuando suceda.
—Nunca será romántico —objetó Petra—. No te ayudaré a solucionar tu problema con la caspa, mucho menos a conquistar el mundo.
—Oh, ya verás como acabas cooperando —aseguró Aquiles—. Mataré a todos los miembros del grupo de Ender, uno a uno, hasta que cedas.
—No los tienes. Y no sabes dónde se encuentran. Están a salvo de ti. Aquiles le dirigió una sonrisa burlona.
—No se puede engañar a la Chica Genio, ¿eh? Pero verás, tendrán que salir a la superficie tarde o
temprano, y cuando lo hagan, morirán. Yo no olvido.
—Ésa es una forma de conquistar el mundo —dijo Petra—. Mata a todo el mundo hasta que s��lo quedes tu.
—Tu primera misión es descifrar ese mensaje que enviaste.
—¿Qué mensaje?
Aquiles tomó la pistola y le apuntó.
—Si me matas siempre te quedará la duda de si realmente envié un mensaje —dijo Petra.
—Pero al menos no tendré que escuchar tu voz pre suntuosa mintiéndome. Eso casi sería un consuelo.
—Pareces olvidar que no participo de forma voluntaria en esta expedición. Si no te gusta escucharme, déjame ir.
—Estás muy segura de ti —señaló Aquiles—. Pero te conozco mejor de lo que tú misma te conoces.
—¿Y qué es lo que crees saber sobre mí?
—Sé que tarde o temprano cederás y me ayudarás.
—Bueno, yo también te conozco mejor de lo que tú mismo te conoces —dijo Petra.
—¿Ah, sí?
—Sé que tarde o temprano acabarás matándome porque siempre lo haces. Así que saltémonos todo este rollo. Mátame ahora y pon fin al suspense.
—No —dijo Aquiles—. Las cosas así son mucho mejor cuando llegan por sorpresa. ¿No te parece ? Al menos, es así como lo hace Dios siempre.
—¿Por qué me molesto en hablar contigo?
—Porque te sientes tan sola después de estar confinada todos estos meses que harías cualquier cosa por disfrutar de compañía humana. Incluso hablar conmigo.
Ella odió el hecho de que probablemente Aquiles tuviera razón.
—Compañía humana... por lo visto consideras que encajas con esta descripción.
—Oh, qué dura eres —se burló Aquiles—. Ay, como toe duele la herida.
—Tienes sangre en las manos, desde luego.
-—Y tú por toda la cara —observó Aquiles—. Vamos, será divertido.
—Y yo que pensaba que no podía haber nada más aburrido que estar confinada en solitario.
—Eres la mejor, Petra. Sólo hay uno que te supere.
—Bean.
—Ender —rectificó Aquiles—. Bean no es nada. Bean está muerto. Petra guardó silencio mientras Aquiles la estudiaba.
—¿No hay ninguna réplica sarcástica?
—Bean está muerto y tú vivo. No hay justicia en el mundo —replicó Petra. La furgoneta se detuvo.
—Ya ves —dijo Aquiles—. Gracias a nuestra animada conversación el tiempo ha pasado volando.
Volar. Ella oyó un avión en las alturas. ¿Aterrizaba o despegaba?
—¿Adonde vamos a volar? —preguntó.
—¿Quién dice que vamos a volar a ninguna parte?
—Creo que vamos a salir del país —dijo Petra, expresando las ideas a medida que se le iban ocurriendo—. Creo que te diste cuenta de que ibas a perder tu cómodo trabajo en Rusia, y te largas del país.
—Eres muy lista. Sigues colocando el listón de la inteligencia cada vez más alto.
—Y tú sigues poniendo cada vez más alto el nivel del fracaso.
Él vaciló un instante y luego continuó como si Petra no hubiera dicho nada.
—Van a lanzar a los otros niños contra mí —dijo—. Tú ya los conoces. Sabes cuáles son sus debilidades. Me asesorarás contra ellos.
—Ni hablar.
—Estamos juntos en esto. Soy un buen tipo, ya veras como acabo cayéndote bien.
—Oh, por supuesto. ¿Cómo no ibas a caerme bien?
—Tu mensaje —dijo Aquiles—. Se lo enviaste a Bean, ¿verdad?
—¿Qué mensaje?
—Por eso no crees que esté muerto.
—Creo que está muerto —dijo Petra. Pero sabía que su anterior vacilación la había descubierto.
—O tal vez te preguntas... si recibió el mensaje antes de que yo lo mandara matar, ¿por qué las noticias tardaron tanto tiempo después de su muerte en llegar? Y ésta es la respuesta obvia, Pet: alguien más lo ha descubierto. Alguien más lo ha descifrado. Y eso me fastidia. Así que no me cuentes qué
decía el mensaje: pienso descifrarlo yo solo. No ha de ser tan difícil.
—Pan comido —dijo Petra—. Después de todo, soy lo bastante tonta como para terminar siendo prisionera tuya. Tan tonta que nunca le envié a nadie ningún mensaje.
—Pero cuando lo descifre espero no descubrir que has estado contando cosas feas de mí, porque en ese caso tendré que arrancarte la piel a tiras.
—Tienes razón —dijo Petra—. Eres un encanto.
Quince minutos más tarde, estaban en un pequeño jet privado, volando con rumbo sur-sureste. Era un aparato lujoso para su tamaño, y Petra se preguntó si pertenecía a alguno de los servicios de inteligencia o a alguna facción del ejército o quizás a algún señor del crimen. O tal vez a los tres a la vez.
Quería estudiar a Aquiles, observar su rostro, su lenguaje corporal. Pero no quería que él se diera
cuenta de que mostraba interés en él, así que miró por la ventanilla, Preguntándose si no estaba adoptando la misma actitud que el psicólogo muerto: desviar la mirada para no enfrentarse a la amarga verdad.
Cuando el timbre indicó que podían desabrocharse los cinturones, Petra se levantó y se dirigió al cuarto de baño. Era pequeño, pero comparado con los aseos de los aviones comerciales resultaba comodísimo. Además tenía toallas de algodón y jabón de verdad.
Con una toalla húmeda intentó limpiarse la sangre y los restos orgánicos de la ropa. Tendría que seguir vestida con la misma ropa, pero al menos podría librarse de las manchas visibles. Cuando terminó, la toalla estaba tan sucia que decidió tirarla y buscar otra nueva para lavarse la cara y las manos. Se frotó hasta que la piel de la cara le quedó enrojecida e irritada, pero logró limpiarlo todo. Incluso se enjabonó el pelo y se lo lavó lo mejor que pudo en el diminuto lavabo. Lo más difícil fue enjuagárselo, ya que tuvo que ir echándose vasitos de agua sobre la cabeza.
Durante ese tiempo, no paró de pensar en el hecho de que el psiquiatra había pasado sus últimos quince minutos de vida escuchándola decirle lo estúpido que era y recalcándole lo poco que valía el trabajo que había llevado a cabo. Y, sí, ella tenía razón, como demostró su muerte, pero eso no cambiaba el hecho de que por tendenciosos que fuesen sus motivos, su propósito era salvarla de Aquiles. Había dado la vida en el intento, por mal planeado que pudiera haber estado. Todos los otros rescates salieron bien, y probablemente habían estado tan mal planeados como el suyo. Muchas cuestiones dependían del azar. Todo el mundo era estúpido respecto a algunas cosas. Petra era estúpida en lo referente a lo que le decía a la gente que tenía poder sobre ella: los pinchaba, los retaba a castigarla, y ello a pesar de saber que era una estupidez. ¿Y no era aún más estúpido hacer algo estúpido a conciencia?
¿Cómo la había llamado? Niñita desagradecida. Me caló bien, desde luego.
Por mal que se sintiera respecto a su muerte, por horrorizada que estuviera por lo que había visto, por
asustada que se hallara por encontrarse bajo el control de Aquiles, por solitaria que hubiese estado en las últimas semanas, seguía sin poder llorar. Porque a un nivel más profundo que todos esos sentimientos había algo aún más fuerte. Su mente seguía pensando en formas de comunicar al mundo
dónde estaba. Si lo había hecho una vez, lo conseguiría de nuevo, ¿no? Podía sentirse mal, podía ser un miserable espécimen de ser humano, podía estar viviendo una traumática experiencia infantil, pero no pensaba someterse a Aquiles un instante más de lo estrictamente necesario.
El avión dio una brusca sacudida que la lanzó contra el lavabo. Casi cayó encima (no había espacio para caer de bruces), pero no pudo levantarse porque el avión se zambulló en un profundo picado, y durante unos instantes se encontró jadeando porque el aire rico en oxígeno había sido sustituido por el aire frío de los niveles atmosféricos superiores, que la mareaba.
El fuselaje estaba roto. Los habían alcanzado.
A pesar de toda su indomable voluntad de supervivencia, no pudo dejar de pensar: os felicito. Matad a Aquiles ahora, y no importa quién más vaya en el avión, será un gran día para la humanidad.
Pero el avión no tardó en nivelarse, y el aire volvió a ser respirable antes de que pudiera desmayarse. No debían estar a mucha altitud.
Abrió la puerta del cuarto de baño y volvió a la cabina principal.
La puerta lateral estaba parcialmente abierta. A un par de metros se hallaba Aquiles, con el viento azotándole el cabello y las ropas. Posaba, como si supiera la hermosa imagen que ofrecía, allí de pie al borde de la muerte.
Ella se acercó a él sin perder de vista la puerta para asegurarse de que se mantenía bien apartada, y para ver a qué altura estaban. No mucha, comparada con la altitud de crucero, pero más alto que ningún edificio o puente o presa. Si caían del avión, morirían sin ninguna duda.
¿Podría colocarse detrás de él y empujarlo? Aquiles sonrió ampliamente cuando se acercó.
—¿Qué ha pasado? —gritó Petra por encima del ruido del viento.
—Se me ocurrió pensar que cometí un error al traerte conmigo —respondió él a gritos. Había abierto la puerta a propósito. La había abierto para ella.
Cuando Petra empezaba a retroceder, Aquiles extendió la mano y la agarró por la muñeca.
La intensidad de su mirada era sobrecogedora. No parecía loco, sino más bien fascinado, casi como si la encontrara sorprendentemente hermosa. Pero por supuesto no era ella. Era el poder que ejercía sobre ella lo que le fascinaba. Era a sí mismo a quien amaba con tanta intensidad.
Petra no trató de zafarse. En cambio, retorció la muñeca para poder agarrarlo también a él.
—Venga, saltemos juntos —gritó—. Sería lo más romántico que podríamos hacer. Él se inclinó.
—¿Y perdernos toda la historia que vamos a hacer juntos? —dijo. Entonces se echó a reír—. Oh, ya veo, temías que te arrojara del avión. No, Pet, te he agarrado para sujetarte mientras cierras la puerta.
No querrás que el viento te lleve volando, ¿no?
—Tengo una idea mejor. Yo te agarro y tú cierras la puerta.
—Pero el que sujeta al otro ha de ser el más fuerte, el más pesado —respondió Aquiles—. Y ése soy
yo.
—Entonces dejémosla abierta.
—No podremos volar hasta Kabul con la puerta abierta.
¿Qué significaba el hecho de que le dijera su destino? ¿Que confiaba un poquito en ella? ¿O que no
importaba lo que supiera, ya que había decidido que iba a morir?
Entonces se le ocurrió que si él la quería muerta, moriría. Así de sencillo. ¿Entonces por qué preocuparse? Si quería matarla empujándola por la puerta, ¿en qué se diferenciaba de una bala en el cerebro? La muerte era la muerte. Y si no planeaba matarla, la puerta tenía que estar cerrada, y permitir
que él la sujetara era el segundo mejor plan.
—¿Hay alguien en la tripulación que pueda hacer esto? —preguntó.
—Sólo está el piloto. ¿Sabes pilotar?
—No pretendo ser quisquillosa, pero abrir la puerta ha sido una auténtica estupidez. El le sonrió.
Agarrándose fuerte a su muñeca, Petra se deslizó por la pared hacia la puerta. Sólo estaba parcialmente abierta, pues era de las que funcionan por deslizamiento vertical, así que no tuvo que
extender demasiado la mano hacia fuera. Con todo, el frío viento le sacudió el brazo y le dificultaba agarrarse a la manivela de la puerta para colocarla en su sitio. Y mientras lo hacía, simplemente no tuvo
fuerzas para superar la resistencia del viento y tirar.
Aquiles se percató de ello, y ahora que la puerta no estaba abierta lo suficiente para que ninguno de los dos cayera arrastrado por el viento, la soltó y la ayudó a tirar de la manivela.
Si empujo en vez de tirar, pensó Petra, el viento me ayudará, y tal vez los dos caigamos.
Hazlo, se dijo. Hazlo. Mátalo. Aunque mueras en el empeño, merece la pena. Es Hitler, Stalin, Genghis Khan, Atila, todos en uno.
Pero tal vez no sirviera de nada. Tal vez el viento no lo absorbiera. Ella podría morir sola, inútilmente. No, tendría que encontrar un modo de destruirlo más tarde, asegurándose de que saldría bien.
Por otra parte, sabía que no estaba preparada para morir. No importaba lo conveniente que pudiera ser para el resto de la humanidad, no importaba cuánto mereciera Aquiles la muerte: ella no sería su
verdugo si tenía que dar su propia vida a cambio. Si eso la convertía en una cobarde egoísta, que así
fuera.
Tras muchos esfuerzos por fin la puerta superó el umbral de la resistencia del viento y quedó encajada en su sitio. Aquiles tiró de la palanca que la cerraba.
—Viajar contigo es siempre una aventura —dijo Petra.
—No es necesario que grites. Te oigo perfectamente.
—¿Por qué no puedes correr delante de los toros en Pamplona, como cualquier persona autodestructiva?
Él ignoró la pulla.
—Al parecer te valoro más de lo que creía —dijo, como si esta idea lo pillara por sorpresa.
—¿Quieres decir que aún tienes una chispa de humildad? ¿Que tal vez necesites de verdad a otra persona?
De nuevo Aquiles prescindió de sus palabras.
—Estás mejor sin toda esa sangre en la cara.
—Pero nunca seré tan guapa como tú.
—Ésta es mi regla respecto a las armas —dijo Aquiles—. Cuando disparen a alguien, colócate detrás del que dispara. Es mucho menos asqueroso.
—A menos que respondan a los disparos. Aquiles se echó a reír.
—Pet, yo nunca uso una pistola cuando alguien puede responder.
—Y tienes tan buenos modales que siempre abres la puerta a las señoras. La sonrisa de Aquiles se desvaneció.
—A veces siento estos impulsos —admitió—, pero no son irresistibles.
—Lástima. Ahí tenías una buena defensa: sólo tenías que alegar locura. Sus ojos destellaron por un momento. Luego regresó a su asiento.
Ella se maldijo a sí misma. Pincharlo de esta forma, ¿en qué se diferencia de saltar del avión?
Pero claro, tal vez era el hecho de que le hablara sin temor lo que la hacía valiosa.
Tonta, se dijo. No estás preparada para comprender a este niño: no estás lo bastante loca. No trates de adivinar por qué hace lo que hace, o qué siente hacia ti o hacia nadie o hacia nada. Estúdialo para aprender cómo elabora sus planes, sus movimientos más probables; así podrás derrotarlo algún día. Pero no trates de comprender. Si ni siquiera logras comprenderte a ti misma, ¿qué esperanza tienes de comprender a una personalidad tan alterada como la de Aquiles?
No aterrizaron en Kabul, sino en Tashkent, donde repostaron antes de dirigirse a Nueva Delhi.
Así que Aquiles había mentido respecto a su destino. Después de todo no había confiado en ella. Pero mientras no la matara, Petra podía soportar un poco de desconfianza.