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50% Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 118: LA SOMBRA DE ENDER .- Sexta parte VENCEDOR   .- 23 EL JUEGO DE ENDER

Chapitre 118: LA SOMBRA DE ENDER .- Sexta parte VENCEDOR   .- 23 EL JUEGO DE ENDER

23 EL JUEGO DE ENDER

-General, usted es el Estrategos. Tiene la autoridad para hacer esto, y yo la obligación.

-No necesito que comandantes caídos en desgracia de la antigua Escuela de Batalla me digan cuáles son mis obligaciones.

-Si no arresta al Polemarca y sus conspiradores...

-Coronel Graff, si golpeo yo primero, caerá sobre mí la culpa de la guerra que se origine.

-Sí, señor. Pero dígame qué sería mejor. Todo el mundo le echa a usted la culpa, pero ganamos la guerra, o nadie le echa la culpa, porque lo han

colocado de espaldas a un muro y lo han fusilado después de que el golpe del

Polemarca asegure la hegemonía rusa en el mundo.

-No dispararé el primer tiro.

-Un comandante militar que no quiere dar un golpe preventivo cuando tiene información con base...

-La política del asunto...

-¡Si los deja ganar, será el fin de la política!

-¡Los rusos dejaron de ser los malos allá en el siglo XX!

-Quien haga las acciones malas, ése es el malo. Usted es el sheriff, señor, no importa si la gente lo aprueba o no. Haga su trabajo.

Cuando Ender llegó, Bean ocupó de nuevo su lugar entre los jefes de batallón. Nadie se lo mencionó. Había sido el comandante en jefe, los había entrenado bien, pero Ender siempre había sido el comandante natural de ese grupo, y ahora que se encontraba allí, Bean volvía a ser pequeño.

Y justamente, Bean lo sabía. Los había liderado bien, pero Ender hacía que pareciera un novato. No es que las estrategias de Ender fueran mejores que las suyas: en realidad, no lo eran. Diferentes en ocasiones, pero con mucha frecuencia Bean se daba cuenta de que hacía exactamente lo que él habría hecho.

La diferencia fundamental estaba en la forma en que lideraba a los demás. Contaba con su fiera devoción en vez de la obediencia un tanto resentida que Bean obtenía de ellos, lo cual ayudó desde el principio. Pero también se ganó su devoción advirtiendo no sólo lo que sucedía en la batalla, sino también lo que pasaba por la mente de sus comandantes. Era severo, a veces incluso inflexible, y dejaba claro que esperaba que lo hicieran mejor que mejor. Y sin embargo tenía una manera de dar una entonación a palabras inocuas, de mostrar aprecio, admiración, intimidad. Ellos sentían que aquel cuyo honor necesitaban los conocía. Bean, sencillamente, no sabía hacer eso. Sus ánimos eran siempre más obvios, un poco pesados. Para ellos significaba menos porque parecía más calculado. Era más calculado. Ender era sólo... él mismo. La autoridad surgía de él como su respiración.

Pulsaron un interruptor genético en mí y me convirtieron en un atleta intelectual. Puedo meter gol desde cualquier lugar del campo, pero siempre sabiendo cuándo hay que dar la patada. Sabiendo cómo forjar un equipo de un puñado de jugadores. ¿Qué interruptor pulsaron en los genes de Ender Wiggin? ¿O se trataba de algo más profundo que el genio

mecánico del cuerpo? ¿Hay un espíritu, y Ender ha recibido un don de Dios? Lo seguimos como discípulos. Esperamos que extraiga agua de la piedra.

¿Puedo aprender a hacer lo que él hace? ¿O soy como tantos de los escritores militares que he estudiado, condenado a ser un segundón en el campo, recordado sólo por sus crónicas y explicaciones del genio de otros comandantes? ¿Escribiré un libro después de esto, explicando cómo lo hizo Ender?

Que Ender escriba ese libro. O Graff. Yo tengo trabajo que hacer aquí, y cuando lo acabe, elegiré mi propia obra y lo haré lo mejor que pueda. Si se me recuerda sólo porque fui uno de los compañeros de Ender, que así sea. Servir con Ender es su propia recompensa.

Pero ah..., cómo dolía ver lo felices que eran los demás, y cómo no le prestaban ninguna atención, excepto para burlarse de él como si fuera un hermano pequeño, como una mascota. Cómo debían de haberle odiado cuando era su líder.

Lo peor de todo era la forma en que Ender lo trataba también. No es que ninguno pudiera ver a Ender. Pero durante su larga separación, parecía que Ender había olvidado que en una ocasión había confiado en Bean. Se apoyaba más en Petra, en Alai, en Dink y en Shen. Los que nunca habían estado en una escuadra con él, Bean y los otros jefes de pelotón de la Escuadra Dragón seguían siendo utilizados, confiaba en ellos, pero cuando había alguna maniobra difícil de hacer, algo que requería creatividad, Ender nunca pensaba en Bean.

No importaba. No podía pensar en eso. Porque Bean sabía que junto con su primera misión como jefe de los escuadrones, tenía otra, más profunda. Tenía que ver cómo se desarrollaba cada batalla, listo para intervenir en cualquier momento, por si Ender fallaba, Ender no parecía darse cuenta de que los profesores confiaban en Bean en ese sentido, pero Bean lo sabía, por lo que a veces se distraía un poco a la hora de cumplir su misión oficial, y Ender, a su vez, se impacientaba con él por llegar un poco tarde, o estar algo desatento. Porque Ender no sabía que en cualquier momento, si el supervisor lo señalaba, Bean podría tomar el mando y continuar el plan de Ender, supervisando a todos los líderes de escuadrón, para salvar el juego.

Al principio, esa misión pareció vacía: Ender nunca fallaba. Pero entonces cambió la situación.

Fue el día después de que Ender les mencionara, casualmente, que tenía un profesor diferente del suyo. Se refería a él como «Mazer» demasiado a menudo, y Crazy Tom comentó;

-Debe de haberlo pasado fatal, al crecer con ese nombre.

-Cuando crecía el nombre no era famoso -dijo Ender.

-Alguien que sea tan viejo está muerto -replicó Shen.

-No si lo metieron en una nave luz durante un montón de años y luego lo recuperaron. Entonces se dieron cuenta.

-¿Tu profesor es el auténtico Mazer Rackham?

-¿Sabéis que dicen que es un héroe brillante? -dijo Ender. Claro que lo sabían.

-Lo que no mencionan es que es un completo gilipollas.

Y entonces la nueva simulación comenzó y volvieron al trabajo. Al día siguiente, Ender les dijo que las cosas estaban cambiando.

-Hasta ahora hemos estado jugando contra el ordenador o unos contra otros. Pero a partir de ahora, cada pocos días el propio Mazer y un equipo de pilotos experimentados controlará a la flota contraria. Todo vale.

Una serie de pruebas, con el mismísimo Mazer Rackham como oponente. A Bean le olió a chamusquina.

No son pruebas, son trampas, preparativos para las condiciones que pueden darse cuando la flota se acerque al planeta de los insectores. La El. está recibiendo información preliminar de la flota expedicionaria, y nos están preparando para lo que los insectores vayan a lanzarnos cuando se produzca la batalla.

El problema era que no importaba lo brillantes que pudieran ser Mazer Rackham y los otros oficiales; seguían siendo humanos. Cuando se produjera la batalla de verdad, los insectores por fuerza actuarían de formas que a los humanos no se les podrían ocurrir.

Entonces llegó la primera de aquellas pruebas: y fue embarazoso comprobar qué estrategia tan juvenil emplearon. Una gran formación globular, rodeando a una sola nave.

En esta batalla quedó claro que Ender sabía cosas que no les había dicho. Para empezar, les dijo que no hicieran caso de la nave en el centro del globo. Era un señuelo. Pero ¿cómo podía saberlo? Porque sabía que los insectores mostrarían una sola nave así, y era mentira. Lo cual significa que los insectores esperan que ataquemos esa nave.

Excepto, claro, que no se trataba de los insectores, sino de Mazer Rackham. Entonces

¿por qué esperaba Rackham que los insectores esperaran que los humanos fueran a atacar a una sola nave?

Bean recordó aquellos vids que Ender había contemplado una y otra vez en la Escuela de Batalla, todas las películas de propaganda de la Segunda Invasión.

Nunca mostraban la batalla porque no la hubo. Ni Mazer Rackham dirigió una fuerza de choque con una estrategia brillante. Mazer Rackham atacó a una sola nave y la guerra terminó. Por eso no había vídeos de combates mano a mano. Mazer Rackham mató a la reina. Y ahora esperaba que los insectores mostraran mía nave central como señuelo, porque así fue como vencimos la última vez.

Mata a la reina, y los insectores están indefensos. Sin mente. Eso es lo que querían decir los vids. Ender lo sabe, pero también sabe que los insectores saben que lo sabemos, así que no pica el anzuelo.

Lo segundo que Ender y ellos sabían no era el uso del arma que no apareció en ninguna de sus simulaciones hasta esta primera prueba. Ender la llamaba «el Pequeño Doctor», y luego no dijo nada más al respecto... hasta que le ordenó a Alai emplearla cuando la flota enemiga estuviera más concentrada. Para su sorpresa, el artilugio desencadeno una reacción en cadena que saltó de nave a nave, hasta destruir casi todas las naves fórmicas, excepto las más exteriores. Y luego fue fácil acabar con aquéllas. El campo de juego quedó despejado cuando terminaron.

-¿Por qué fue tan estúpida su estrategia? -preguntó Bean.

-Eso es lo que yo me preguntaba -contestó Ender-. Pero no perdimos ninguna nave, así que muy bien.

Más tarde, Ender les contó lo que decía Mazer: estaban simulando toda una secuencia de invasión, y por eso llevaba al enemigo simulado a una curva de aprendizaje.

-La próxima vez habrán aprendido. No será tan fácil.

Bean lo oyó y se alarmó. ¿Una secuencia de invasión? ¿Por qué un escenario semejante? ¿Por qué no calentamientos antes de una sola batalla?

Porque los insectores poseían más de un mundo, pensó Bean. Claro que sí. Descubrieron la Tierra y esperaban convertirla en otra colonia más, como habían hecho antes.

Pero nosotros tenemos más de una flota. Una para cada mundo fórmico.

Y el motivo de que puedan aprender de batalla en batalla es porque ellos tienen también medios de comunicación más rápidos que la luz en el espacio interestelar.

Todas las deducciones de Bean quedaron confirmadas. También descubrió el secreto tras aquellas pruebas. Mazer Rackham no estaba comandando una flota simulada. Era una batalla real, y la única función que desempeñaba Rackham era ver cómo se desarrollaba y luego instruir a Ender en lo que significaban las estrategias enemigas y el modo de contrarrestarlas en el futuro.

Por eso daban oralmente la mayoría de sus órdenes. Las transmitían a tripulaciones reales en naves reales que seguían sus órdenes y libraban batallas de verdad. Toda nave que perdamos, pensó Bean, significa que mueren hombres y mujeres adultos. Cualquier descuido por nuestra parte se cobra vidas. Sin embargo, no nos lo dicen precisamente porque no podríamos soportar la carga de ese conocimiento. En tiempo de guerra, los comandantes siempre han tenido que aprender el concepto de «pérdidas aceptables». Pero los que conservan su humanidad nunca aceptan esa idea, Bean lo comprendía. Los tortura. Así que nos protegen, niños-soldados, convenciéndonos de que se trata solamente de juegos y pruebas.

Por tanto, no puedo dejar que nadie sepa que lo sé. Por tanto, debo de aceptar las pérdidas sin decir palabra, sin ninguna duda visible.

Debo intentar olvidar que morirá gente por culpa de nuestra osadía que su sacrificio no significa una simple puntuación en un juego, sino sus vidas.

Había pruebas cada pocos días, y cada batalla duraba más tiempo Alai bromeaba diciendo que tendrían que ponerles pañales para no tener que distraerse cuando tuvieran que hacer pis durante la batalla. Al día siguiente, les colocaron catéteres. Fue Crazy Tom quien puso fin a eso.

-Venga ya, a ver si nos dan unas jarras para mear dentro. No podemos jugar a esto con algo colgando de nuestras pichas.

Después de eso, les dieron las jarras. Sin embargo, Bean nunca oyó que ninguno las utilizara. Y aunque se preguntaba qué le dieron a Petra, nadie tuvo el valor de preguntárselo para no despertar su ira.

Bean no tardó en advertir algunos de los errores de Ender. Para empezar, Ender confiaba demasiado en Petra. Ella siempre recibía el mando de la fuerza central, ya que era capaz de observar un centenar de cosas diferentes a la vez; de este modo Ender podía concentrarse en las fintas, los planes, los trucos. ¿No se daba cuenta Ender de que a Petra, una perfeccionista de tomo y lomo, se la comía viva la culpa y la vergüenza por los errores que cometía? Era buena con la gente, y sin embargo parecía creer que era dura, en vez de darse cuenta de que su dureza era una mascarada para ocultar su intensa ansiedad. Cada error pesaba sobre ella. No dormía bien, y se notaba porque se fatigaba cada vez más durante las batallas.

Pero claro, tal vez el motivo por el que Ender no se daba cuenta de lo que le estaba haciendo a ella era porque también él estaba cansado. Todos lo estaban. Cedían un poco bajo la presión, y a veces cedían mucho. Se fatigaban cada vez más, cometían más errores, a medida que las pruebas se hicieron más duras, las batallas más largas.

Como las batallas se hacían más duras con cada nueva prueba, Ender se vio obligado a delegar un mayor número de decisiones a los demás. En vez de ejecutar las órdenes detalladas de Ender, los jefes de escuadrón tenían más peso sobre sus hombros. Durante largas secuencias, Ender estaba demasiado ocupado en una parte de la batalla para dar nuevas órdenes en otra. Los jefes de escuadrón que resultaban afectados empezaron a

hablar entre sí para decidir su táctica hasta que Ender volviera a prestarles atención. Y Bean agradeció el hecho de que, aunque Ender nunca le asignaba las misiones interesantes, algunos de los otros hablaban con él cuando Ender estaba concentrado en otra parte. Crazy Tom y Hot Soup elaboraban sus propios planes, pero por rutina se los transmitían a Bean. Y como, en cada batalla, dedicaba la mitad de su atención a observar y analizar el plan de Ender, Bean podía decirles, con bastante precisión, qué deberían hacer para que el plan general funcionara. De vez en cuando Ender alababa a Tom o Soup por decisiones que procedían de los consejos de Bean. Era lo más parecido a un halago que Bean escuchó.

Los otros jefes de batallón y los niños mayores simplemente no se volvían hacia Bean. Y él comprendía por qué: les debió de doler en lo más profundo que los otros profesores hubiesen puesto a Bean por encima de ellos antes de que llegara Ender. Ahora que tenían a su verdadero comandante, nunca iban a hacer nada que pareciera que se debía a Bean. Sí, él lo comprendía..., pero eso no quería decir que no doliera.

Quisieran o no que supervisara su trabajo, fueran sus sentimientos heridos o no, aquélla seguía siendo su misión y estaba decidido a no bajar la guardia. A medida que la presión se fue haciendo más intensa, a medida que se fueron cansando más, Bean prestó una mayor atención porque las posibilidades de error aumentaron.

Un día Petra se quedó dormida durante la batalla. Había dejado que sus fuerzas se internaran a la deriva en una posición vulnerable, y el enemigo se aprovechó de eso, con lo que redujo su escuadrón a cenizas. ¿Por qué no dio la orden de retroceder? Aún peor, tampoco Ender lo advirtió a tiempo. Fue Bean quien se lo dijo: pasa algo con Petra.

Ender la llamó. Ella no respondió. Ender le pasó el control de sus dos naves restantes a Crazy Tom y entonces trató de salvar la batalla. Petra, como de costumbre, había ocupado la posición central, y la pérdida de la mayor parte de su gran escuadrón fue un golpe devastador. Sólo gracias al hecho de que el enemigo se confió demasiado, Ender pudo tender un par de trampas y recuperar la iniciativa. Ganó, pero las pérdidas fueron enormes.

Petra al parecer despertó casi al final de la batalla y descubrió que sus controles no le respondían, y no pudo hablar hasta que todo terminó. Entonces su micrófono volvió a conectarse y pudieron oírla llorar.

-Lo siento, lo siento. Decidle a Ender que lo siento, no puede oírme, lo siento muchísimo...

Bean la alcanzó antes de que pudiera regresar a su habitación. Se tambaleaba por el túnel, apoyada contra una pared, llorando, y empleaba sus manos para encontrar el camino, porque las lágrimas le impedían ver. Bean se acercó y la tocó. Ella le quitó la mano de encima.

-Petra -dijo Bean-. El cansancio es el cansancio. No puede permanecer despierta cuando tu cerebro desconecta.

-¡Fue mi cerebro el que desconectó! ¡No sabes lo que se siente porque siempre eres tan listo que podrías hacer todos nuestros trabajos y jugar al ajedrez al mismo tiempo!

-Petra, él dependía demasiado de ti, nunca te dio un descanso

-El tampoco descansa, y no veo que...

-Sí, lo ves. Estaba claro que pasaba algo raro con tu escuadrón varios segundos antes de que alguien le llamara a Ender la atención. E incluso entonces, trató de despertarte antes de entregarle el control a otro. Si hubiera actuado más rápido, habrían quedado seis naves, no solamente dos.

-Tú se lo señalaste. Tú me estabas vigilando. Me controlabas.

-Petra, yo vigilo a todo el mundo.

-Dijiste que confiarías en mí, pero no es verdad. Y no deberías, nadie debería confiar en mí.

Se echó a llorar, incontrolable, apoyada contra la piedra de la pared.

Entonces llegaron un par de oficiales. Se la llevaron, pero no a su habitación.

Graff lo llamó poco después.

-Manejaste bien el asunto -dijo-. Para eso estás aquí.

-Tampoco yo fui rápido -dijo Bean.

-Estabas vigilando. Viste que el plan se venía abajo, llamaste la atención de Ender al respecto. Hiciste tu trabajo. Los otros niños no se dieron cuenta y sé que eso tuvo que dolerte...

-No me importa lo que ellos adviertan...

-Pero hiciste el trabajo. En esa batalla tú reventaste el banquillo.

-Sea lo que sea eso.

-Es béisbol. Oh, claro. No era muy popular en las calles de Rotterdam.

-Por favor ¿puedo retirarme ya a mi habitación?

-Dentro de un momento. Bean, Ender se está cansando. Está cometiendo errores. Cada vez es más importante que lo vigiles todo. Que estés allí para él. Viste lo que le pasó a Petra.

-Todos nos estamos cansando.

-Bueno, Ender también. Peor que nadie. Llora dormido. Tiene sueños extraños. Habla de que Mazer le espía en sueños, y sabe lo que planea.

-¿Me está diciendo que se está volviendo loco?

-Te estoy diciendo que la única persona a la que presiona más que a Petra es a sí mismo. Cúbrelo, Bean. Protégelo.

-Ya lo hago.

-Pero siempre de mala gana, Bean.

Las palabras de Graff lo sorprendieron. Al principio pensó ¡No, no es así! Luego recapacitó.

-Ender no te está empleando para nada importante y, después de haber dirigido el espectáculo, eso tiene que jorobarte, Bean. Pero no es culpa de Ender. Mazer ha estado diciéndole a Ender que tiene dudas sobre tu habilidad para manejar una gran flota de naves. Por eso no te han dado las misiones complicadas e interesantes. No es que Ender acepte lo que dice Mazer. Pero todo lo que haces, Ender lo ve a través de la lente de falta de confianza de Mazer.

-Mazer Rackham piensa que yo...

-Mazer Rackham sabe exactamente lo que eres y lo que puedes hacer. Pero teníamos que asegurarnos de que Ender no te asignara algo tan complicado que no pudieras seguir el curso general de la batalla. Y teníamos que hacerlo sin decirle a Ender que eres su refuerzo.

-¿Entonces por qué me lo dice a mí?

-Cuando esta prueba se acabe y consigas el mando real, le diremos a Ender la verdad de lo que estabas haciendo, y por qué Mazer dijo lo que dijo. Sé que para ti significa mucho contar con la confianza de Ender, y no crees tenerla, y por eso quería que supieras por qué. Es cosa nuestra.

-¿Por qué este súbito arrebato de sinceridad?

-Porque creo que lo harás mejor si lo sabes.

-Lo haré mejor creyéndolo, sea cierto o no. Podría estar usted mintiendo. Así que, ¿he aprendido algo realmente útil de esta conversación?

-Cree lo que quieras, Bean.

Petra no vino a practicar en un par de días. Cuando regresó, naturalmente Ender ya no le dio las misiones difíciles. Realizó bien lo que le ordenaban, pero su pasión había desaparecido. Tenía el corazón roto.

Pero, maldita sea, había dormido un par de días. Todos estaban un pelín celosos por eso, aunque ninguno se habría cambiado por ella. No importaba qué dios concreto tuvieran en mente, todos rezaban: que no me pase a mí. Sin embargo, al mismo tiempo, también rezaban la oración contraría: Oh, déjame dormir, déjame que pase un día en donde no tenga que pensar en este juego.

Las pruebas continuaron. ¿Cuántos mundos habían colonizado esos hijos de puta antes de llegar a la Tierra?, se preguntaba Bean ¿Y estamos seguros de conocerlos todos?

¿Y de qué nos sirve destruir sus flotas cuando no tenemos tropas para ocupar las colonias derrotadas? ¿O acaso sólo dejamos nuestras naves allí, para que disparen contra todo lo que intente salir de la superficie del planeta?

Petra no fue la única en reventar. Vlad se volvió catatónico y no pudieron levantarlo de la cama. Los médicos tardaron tres días en reanimarlo, y al contrario de Petra, no regresó. No podía concentrarse.

Bean seguía esperando a que Crazy Tom fuera el siguiente, pero a pesar de su mote, parecía estar volviéndose más cuerdo a medida que se cansaba más y más. En cambio, fue Fly Molo quien empezó a reírse cuando perdió el control de su escuadrón. Ender lo relevó de inmediato, y por una vez puso a Bean al mando de las naves de Fly, quien regresó al día siguiente, sin ninguna explicación; no obstante, todos comprendieron que no podían encargársele misiones especiales.

Bean se dio cuenta de que Ender se mostraba cada día más abstraído. Sus órdenes venían después de pausas cada vez más largas, y un par de veces no las formuló con suficiente claridad. Bean las tradujo inmediatamente a una forma más comprensible, y Ender nunca supo que había habido confusión. Pero los demás empezaron a percatarse de que Bean estaba siguiendo toda la batalla, no sólo una parte. Quizás incluso vieron que Bean planteaba preguntas durante una batalla, saltaba algún comentario para que Ender advirtiera algo relevante, pero nunca tuvieron la sensación de que Bean estuviese criticando a nadie. Después de las batallas, uno o dos de los chicos mayores hablaban con Bean. Nada importante. Sólo una mano en el hombro, en la espalda, y un par de palabras.

-Buena partida.

-Buen trabajo.

-Sigue así.

-Gracias, Bean.

No había advertido cuánto necesitaba el aprecio de los otros hasta que finalmente lo

tuvo.

-Bean, para el siguiente juego, creo que deberías saber algo.

-¿Qué?

El coronel Graff vaciló.

-No pudimos despertar a Ender esta mañana. Ha tenido pesadillas. No come a menos

que lo obliguemos. Se muerde la mano en sueños... hasta que sangra. Y hoy no pudimos

despertarlo. Pudimos posponerla la... la prueba... para que esté al mando como de costum- bre, pero... no como de costumbre.

-Estoy preparado. Siempre lo estoy.

-Sí, pero... mira, por lo que parece, esta prueba... es que no hay...

-No hay esperanza.

-Cualquier cosa que puedas hacer para ayudar. Cualquier sugerencia.

-Ese aparato del Doctor, Ender no nos ha dejado utilizarlo desde hace mucho tiempo.

-El enemigo descubrió cómo funciona y no dejan que las naves se acerquen lo suficiente para que se extienda una reacción en cadena. Hace falta cierta cantidad de masa para poder mantener el campo. Básicamente, ahora es sólo un estallido. Inútil.

-Habría estado bien si me hubieran dicho antes cómo funciona.

-Hay gente que no quiere que te digamos nada, Bean. Eres capaz de analizar cualquier fragmento de información y sacar unas deducciones que no queremos que sepas. Ellos temen darte la más mínima información.

-Coronel Graff, usted sabe que yo sé que esas batallas son de verdad. Mazer Rackham no se las está inventando. Cuando perdemos naves, mueren hombres de verdad.

A Graff le cambió la expresión.

-Y son hombres que Mazer Rackham conoce, ¿no? Graff asintió con un leve movimiento de cabeza.

-¿Creen que Ender no puede sentir lo que Mazer está sintiendo? No conozco a ese tipo, tal vez sea una roca, pero creo que cuando hace sus críticas a Ender, deja escapar su... no sé, su angustia... y Ender lo nota. Porque Ender está mucho más cansado después de una crítica que antes. Puede que no sepa lo que sucede de verdad, pero sabe que hay algo terrible en juego. Sabe que Mazer Rackham está realmente molesto por todos los errores que comete.

-¿Has encontrado algún modo de colarte en la habitación de Ender?

-Sé cómo escuchar a Ender. No me equivoco respecto a Mazer ¿verdad? Graff sacudió la cabeza.

-Coronel Graff, lo que usted no ve, lo que nadie parece recordar… es ese último juego en la Escuela de Batalla, donde Ender me entregó su escuadra. No se trataba de ninguna estrategia. Renunciaba a su puesto. Había acabado. Estaba en huelga. No lo descubrieron porque lo graduaron. Aquel asunto con Bonzo acabó con él. Creo que la angustia de Mazer Rackham está haciéndole lo mismo. Creo que aunque Ender no es consciente de que ha matado a alguien, lo sabe en el fondo, y le quema por dentro.

Graff le dirigió una mirada severa.

-Sé que Bonzo murió. Lo vi. He visto la muerte antes, ¿recuerda? No te meten la nariz en el cerebro, pierdes diez litros de sangre y te marchas de rositas. Ustedes nunca le han dicho a Ender que Bonzo murió, pero son tontos si piensan que no lo sabe. Y, gracias a Mazer, sabe que toda nave que perdemos significa que mueren hombres buenos. No puede soportarlo, coronel Graff.

-Eres aún más reflexivo de lo que se te acredita, Bean.

-Lo sé, soy el frío intelecto inhumano, ¿no? -Bean se rió amargamente-, Alterado genéticamente, por tanto soy tan alienígena como los insectores.

Graff se ruborizó.

-Nadie ha dicho eso jamás.

-Quiere decir que nunca lo han dicho delante de mí. A sabiendas. Lo que no parecen comprender es que a veces hay que decirle a la gente la verdad y pedirles que hagan lo que

uno quiere, en vez de tratar de engañarlo para que lo haga.

-¿Estás diciendo que deberíamos decirle a Ender que el juego es real?

-¡No! ¿Está usted loco? Si está así de trastornado cuando el conocimiento es inconsciente, ¿qué cree que sucedería sí supiera que lo sabía? Se quedaría petrificado.

-Pero tú no. ¿Es eso? ¿Deberías estar al mando de la próxima batalla?

-Sigue sin comprenderlo, coronel Graff. Yo no me quedo petrificado porque no es mi batalla. Yo ayudo. Observo. Pero soy libre. Porque es el juego de Ender.

El simulador de Bean cobró vida.

-Es la hora-dijo Graff-. Buena suerte.

-Coronel Graff, puede que Ender vuelva a declararse en huelga. Puede que se baje en marcha. Puede que dimita. Tal vez se diga: es sólo un juego y estoy harto, no me importa lo que me hagan, se acabó. Es propio de él, hacer eso. Cuando la situación parece completamente injusta y absurda.

-¿Y si le prometiera que es el último? Bean se puso el casco y preguntó:

-¿Sería verdad? Graff asintió.

-Sí, bueno, creo que no habría mucha diferencia. Además, ahora es alumno de Mazer,

¿no?

-Supongo. Mazer hablaba de decirle que era el examen final.

-Mazer es ahora el profesor de Ender -musitó Bean-. Y usted tiene que cargar

conmigo. El niño que no quería.

Graff volvió a ruborizarse.

-Es verdad -reconoció-. Ya que pareces saberlo todo, no te quería. Aunque Bean ya lo sabía, las palabras le hirieron de todas formas.

-Pero Bean-dijo Graff-, el caso es que estaba equivocado. Puso una mano sobre el hombro de Bean y abandonó la sala.

Bean conectó. Fue el último de los líderes de escuadrón en hacerlo.

-¿Estáis ahí? -preguntó Ender a través de los cascos.

-Todos nosotros -contestó Bean-. Llegas un poco tarde para las prácticas de esta mañana, ¿no?

-Lo siento -dijo Ender-. Me quedé dormido. Todos se rieron. Excepto Bean.

Como calentamiento, Ender los hizo ejecutar algunas maniobras, antes de la batalla. Y entonces llegó el momento. La pantalla se despejó.

Bean esperó, la ansiedad royendo sus tripas. El enemigo apareció en la pantalla.

Su flota se desplegaba alrededor de un planeta, ubicado en el centro de la imagen. Habían librado batallas cerca de planetas antes, pero en todos los otros casos el mundo estaba cerca del borde de la imagen: la flota enemiga siempre había intentado atraerlos fuera del planeta.

Esta vez no había trucos. Sólo el enjambre más increíble de naves enemigas. Siempre apostadas a distancia unas de otras, miles y miles de naves seguían unas pautas aleatorias, impredecibles, entrelazadas, unidas en una nube de muerte en torno al planeta.

Éste es el planeta natal, pensó Bean. Casi lo dijo en voz alta, pero se contuvo a tiempo. Ésta es una simulación de la defensa insectora de su mundo de origen.

Han tenido generaciones para prepararnos. Todas las batallas anteriores no eran nada.

Estos fórmicos pueden perder cualquier número de insectores individuales y no les importa. Lo único que cuenta es la reina. Como la que Mazer Rackham mató en la Segunda Invasión. Y no han puesto a una reina en peligro en ninguna de esas batallas. Hasta ahora.

Por eso actúan como un enjambre. Hay una reina aquí.

¿Dónde?

En la superficie del planeta, pensó Bean. La idea es impedir que lleguemos a la superficie.

Así que ahí es exactamente donde tendremos que ir. El Artilugio del Doctor necesita masa. Los planetas tienen masa.

Muy sencillo, si no fuera porque no había forma de hacer que esa pequeña flota de naves humanas atravesara aquel enjambre y se acercara lo suficiente al planeta para desplegar al Doctor. Si la historia enseñaba algo, era precisamente eso: cuando el otro bando es mucho más fuerte, y entonces el único curso sensato de acción es retirarse para salvar tus fuerzas y combatir otro día.

En esta guerra, sin embargo, no habría otro día. No había ninguna esperanza de retirada. Las decisiones que perd��an esta batalla, y por tanto esta guerra, se tomaron hacía dos generaciones, cuando lanzaron estas naves, una fuerza inadecuada desde el principio. Los comandantes que pusieron esta flota en movimiento tal vez ni siquiera sabían, entonces, que éste era el mundo natal insector. No era culpa de nadie. Simplemente, no disponían de fuerzas suficientes para hacer siquiera una mella en las defensas enemigas. No importaba lo brillante que fuera Ender. Cuando sólo tienes a un tipo con una pala, no puedes construir un dique para contener el mar.

No había retirada, ninguna posibilidad de victoria, ningún espacio para maniobrar, ningún motivo para que el enemigo hiciera otra cosa sino continuar haciendo lo que hacían.

Sólo había veinte naves espaciales en la flota humana, cada una con cuatro cazas. Y tenían el diseño más antiguo, torpes comparadas con algunos de los cazas que habían maniobrado en batallas anteriores. Tenía sentido: el mundo insector era probablemente el más lejano, así que la flota que llegaba allí ahora había salido antes que las demás. Antes de que las naves mejores la siguieran.

Ochenta cazas. Contra cinco mil, tal vez diez mil naves enemigas. Era imposible determinar el número exacto. Bean advirtió que la pantalla perdía la cuenta de las naves enemigas, y que la suma total seguía fluctuando. Había tantas que el sistema se estaba sobrecargando. Se encendían y apagaban como luciérnagas.

Pasó un largo rato: muchos segundos, tal vez un minuto. Normalmente, para entonces Ender ya les habría dado la orden de que se desplegaran. Pero de él no llegaba más que silencio.

Una luz se encendió en la consola de Bean. Sabía lo que eso significaba. Todo lo que tenía que hacer era pulsar un botón, y el control de la batalla sería suyo. Se lo estaban ofreciendo, porque pensaban que Ender se había quedado petrificado.

No es así, pensó Bean. No se ha dejado llevar por el pánico. Simplemente ha comprendido la situación, exactamente igual que yo la entiendo. No hay ninguna estrategia. Sólo que no ve que esto es simplemente el azar de la guerra, un desastre que no se puede evitar. Lo que ve es una prueba planteada por sus profesores, por Mazer Rackham, un test tan absurdo e injusto que el único curso de acción razonable es negarse a hacerlo.

Fueron muy listos, al ocultarle la verdad todo este tiempo. Pero ahora se iba a volver en su contra. Si Ender entendía que esto no era un juego, que presenciaba una guerra real, entonces tal vez realizara algún esfuerzo desesperado o, con su genio, incluso podría

encontrar una solución a un problema que, por lo que Bean podía ver, no tenía solución alguna. Pero Ender no comprendía la realidad, y por eso para él era como aquel día en la sala de batalla, frente a dos escuadras, cuando le encargó todo el asunto a Bean y, en efecto, se negó a jugar.

Por un momento, Bean se sintió tentado de gritar la verdad. ¡No es un juego, es la verdad, ésta es la última batalla, hemos perdido esta guerra después de todo! Pero ¿qué ganaría con eso, excepto que el pánico cundiera entre todos los demás?

Sin embargo, era absurdo pensar siquiera en pulsar aquel botón para hacerse con el mando. Ender no se había desplomado ni fracasado. La batalla era invencible: no debería librarse siquiera. Las vidas de los hombres a bordo de aquellas naves no deberían malgastarse con una acción desesperada, al estilo de la Carga de la Brigada Ligera. No soy el general Burnside en Fredericksburg. No envío a mis hombres a una muerte insensata, absurda, sin esperanza.

Si tuviera un plan, tomaría el control. Pero no tengo ninguno. Así que, para bien o para mal, es el juego de Ender, no el mío.

Y había otro motivo para no hacerse cargo.

Bean recordó haber estado de pie ante el cuerpo caído de un matón que era demasiado peligroso para ser domado, mientras le decía a Poke: Mátalo ahora, mátalo.

Yo tenía razón. Y ahora, una vez más, el matón debe morir. Aunque no sepa cómo hacerlo, no podemos perder esta guerra. No sé cómo ganarla, pero no soy Dios, no lo veo todo. Y tal vez Ender tampoco vea una solución, pero si alguien puede encontrar una, si alguien puede hacer que suceda, es él.

Tal vez no sea imposible. Tal vez haya algún modo de llegar a la superficie del planeta y eliminar a los insectores del Universo. Es el momento de los milagros. Por Ender, los demás harán su mejor trabajo. Si yo me hago cargo, estarán tan trastornados, tan distraídos que aunque elabore un plan viable, nunca funcionará porque sus corazones no es- tarían en ello.

Ender tiene que intentarlo. Si no, todos moriremos. Porque aunque los insectores no fueran a enviar otra flota contra nosotros, después de esto tendrán que hacerlo. Porque derrotamos a todas sus flotas en todas las batallas hasta ahora. Si no vencemos ésta, destru- yendo su capacidad de hacer la guerra contra nosotros, entonces volverán. Y esta vez habrán descubierto también cómo fabricar el Pequeño Doctor.

Nosotros sólo tenemos un mundo. Sólo abrigamos una esperanza. Hazlo, Ender.

Entonces en la mente de Bean destellaron las palabras que Ender pronunció en su primer día de entrenamiento en la Escuadra Dragón: «Recordad, la puerta enemiga está abajo.» En la última batalla de la escuadra, cuando no había ninguna esperanza ésa fue la estrategia que Ender empleó: envío al batallón de Bean para que hiciera chocar sus cascos contra el suelo que rodeaba la puerta y vencer. Lástima que no pudieran utilizar esos trucos ahora.

Desplegar el Pequeño Doctor contra la superficie del planeta para hacerlo volar todo, eso podría valer. Pero no podía conseguirse desde aquí.

Era hora de rendirse. Hora de salir del juego, de decirles que no enviaran a unos niños a realizar el trabajo de adultos. Hemos terminado.

-Recordad -dijo Bean irónicamente-, la puerta del enemigo está abajo.

Fly Molo, Hot Soup, Vlad, Dumper, Crazy Tom, se rieron sombríamente. Habían estado en la Escuadra Dragón. Recordaban cómo se habían empleado esas palabras.

Pero Ender no pareció pillar el chiste.

Ender no parecía comprender que no había forma de hacer llegar el Pequeño Doctor a la superficie del planeta.

En cambio, su voz resonó en sus oídos, dándoles órdenes. Los situó en tensa formación, cilindros con cilindros.

Bean quiso gritar: ¡No lo hagas! Hay hombres de verdad en esas naves, y si los envías allí, todos morirán, un sacrificio sin ninguna esperanza de victoria.

Pero se mordió la lengua, porque, en el fondo de su mente, en el más profundo rincón de su corazón, todavía albergaba la esperanza de que Ender pudiera hacer lo imposible. Y mientras existiera esa esperanza, las vidas de aquellos hombres eran, por elección propia cuando zarparon en esta expedición, sacrificables.

Ender los puso en movimiento, haciendo que esquivaran aquí y allá la siempre cambiante formación del enjambre enemigo.

Sin duda, el enemigo ve lo que estamos haciendo, pensó Bean. Sin duda, cada tres o cuatro movimientos nos acercamos un poco más al planeta.

En cualquier momento, el enemigo podría destruirlos rápidamente al concentrar sus fuerzas. ¿Entonces por qué no lo hacían?

A Bean se le ocurrió una posibilidad. Los insectores no se atrevían a concentrar sus fuerzas junto a la tensa formación de Ender, porque en el momento en que sus naves estuvieran muy juntas, Ender podría usar al Pequeño Doctor contra ellos.

Entonces se le ocurrió otra explicación. ¿Podría ser simplemente que había demasiadas naves insectoras? ¿Podría ser que la reina o las reinas tenían que emplear toda su concentración, toda su fuerza mental sólo para mantener a diez mil naves en el espacio sin que se acercaran demasiado unas a otras?

Al contrario de Ender, la reina insectora no podía pasar el control de sus naves a sus subordinados. No tenía ningún subordinado. Los insectores individuales eran como sus manos y sus pies. Ahora tenía cientos de manos y pies, o quizás miles de ellos, todos moviéndose a la vez.

Por eso no respondía con inteligencia. Sus fuerzas eran demasiado numerosas. Por eso no efectuaba los movimientos obvios, tender trampas, impedir que Ender llevara su cilindro cada vez más cerca del planeta con cada cabriola y viraje que realizaba.

De hecho, las maniobras erróneas que hacían los insectores resultaban en extremo ridículas. Pues a medida que Ender penetraba más y más profundamente en el pozo de gravedad del planeta, los insectores construían una gruesa pared de fuerzas detrás de la formación de Ender.

¡Están bloqueando nuestra retirada!

Bean encontró de inmediato una tercera y más importante explicación para lo que estaba sucediendo. Los insectores habían aprendido las lecciones equivocadas de las batallas anteriores. Hasta ahora, la estrategia de Ender había sido siempre asegurarse la supervivencia de tantas naves humanas como fuera posible. Siempre se había asegurado una línea de retirada. Los insectores, con su enorme ventaja numérica, estaban finalmente en situación de garantizar que las fuerzas humanas no escaparan.

No había manera, al principio de la batalla, de predecir que los insectores cometerían semejante error. Sin embargo, a lo largo de la historia, las grandes victorias habían sido tanto fruto de los errores del ejército perdedor como de la brillantez de los vencedores en la batalla. Los insectores han aprendido por fin, por fin, que los humanos valoramos cada vida humana individual. No sacrificamos nuestras fuerzas porque cada soldado es la reina de una

colmena de un solo miembro. Pero los insectores han aprendido esa lección justo a tiempo para que resulte desesperadamente equivocada: porque los humanos, cuando hay una razón de peso, sí que sacrificamos nuestras vidas. Nos arrojamos contra la granada para salvar a nuestros amigos de la trampa. Nos levantamos de las trincheras y cargamos contra el enemigo y morimos como moscas ante un soplete. Nos atamos bombas al cuerpo y nos ha- cemos volar en medio de nuestros enemigos. Cuando hay una razón de peso, los humanos nos volvemos locos.

Los insectores creen que no utilizaremos el Pequeño Doctor porque la única forma de usarlo es destruir nuestras naves en el proceso. Desde el momento en que Ender empezó a dar órdenes, quedó claro que se trataba de un acto suicida. Estas naves no estaban preparadas para entrar en la atmósfera. Y, sin embargo, para acercarse lo suficiente al planeta y detonar el Pequeño Doctor, tenían que hacer exactamente eso.

Bajar al pozo de gravedad y lanzar el arma justo antes de que la nave arda. Y si funciona, si el planeta es destruido por la fuerza que contenga este arma terrible, la reacción en cadena se extenderá al espacio y se llevará por delante todas las naves que hayan sobrevivido.

Ganemos o perdamos, no habrá supervivientes humanos en esta batalla.

Los insectores nunca nos han visto actuar así. No comprenden que, sí, los humanos actuarán siempre para mantenerse con vida... excepto en las ocasiones en que no lo hacen. En la experiencia de los insectores, los seres autónomos no se sacrifican. Una vez que comprendieron la autonomía humana, quedó sembrada la semilla de su derrota.

Cuando Ender estudiaba a los insectores, en su obsesión por ellos a lo largo de tantos años de entrenamiento, ¿llegó a saber que cometerían errores tan terribles?

Yo no lo sabía. No habría planeado esta estrategia. No tenía ninguna estrategia. Ender era el único comandante que podría haberlo sabido, o deducido, o esperado inconscientemente que, cuando desplegara sus fuerzas, el enemigo vacilara, tropezara, cayera, fracasara.

¿O lo sabía acaso? ¿Podría ser que hubiera llegado a la misma conclusión que yo, que esta batalla era imposible de ganar? ¿Que haya decidido no jugar, que se declarara en huelga, que renunciara? ¿Y entonces mis amargas palabras, «la puerta enemiga está abajo», disparara su fútil, inútil gesto de desesperación, enviar sus naves a una destrucción segura porque no sabía que había naves de verdad ahí fuera, con hombres de verdad a bordo, a los que enviaba a la muerte? ¿Podría ser que se haya sorprendido tanto como yo por los errores del enemigo? ¿Puede nuestra victoria ser un accidente?

No. Pues aunque mis palabras provocaran a Ender para pasar a la acción, seguía siendo él quien eligió esta, formación, estas fintas y evasiones, esta ruta serpentante. Fueron las victorias anteriores de Ender las que enseñaron al enemigo a pensar en nosotros como un tipo de criatura, cuando en realidad somos algo muy distinto. Fingió todo este tiempo que los humanos somos seres racionales, cuando en realidad somos los monstruos más terribles que estos pobres alienígenas podrían haber imaginado en sus pesadillas. No tenían forma de conocer la historia del ciego Sansón, que derribó el templo sobre su propia cabeza para matar a sus enemigos.

En esas naves, pensó Bean, hay hombres individuales que renunciaron a sus hogares y familias, al mundo de su nacimiento, para cruzar una enorme porción de la galaxia y hacer la guerra a un enemigo terrible. En alguna parte del camino tenían que comprender que la estrategia de Ender requiere que todos mueran. Quizás ya lo saben. Y sin embargo obedecen y seguirán obedeciendo las órdenes que se les den. Como en la famosa Carga de

la Brigada Ligera, estos soldados dan sus vidas, confiando que sus comandantes las utilicen bien. Mientras que nosotros estamos aquí a salvo en estos simuladores, jugando un complicado juego de ordenador, ellos obedecen, y mueren para que toda la humanidad pueda vivir.

Y sin embargo nosotros, los que les damos las órdenes, los niños dentro de estas complicadas máquinas de juego, no tenemos ni idea de su valor, de su sacrificio. No podemos darles el honor que se merecen, porque ni siquiera sabemos que existen.

Excepto yo.

En la mente de Bean resonaron las escrituras favoritas de sor Carlotta. Tal vez significaban tanto para ella porque no tenía hijos. Le había contado a Bean la historia de la rebelión de Absalón contra su propio padre, el rey David. En el curso de la batalla, Absalón murió. Cuando le comunicaron la noticia a David, significó la victoria, significó que ninguno más de sus soldados moriría. Su trono estaba a salvo. Su vida estaba a salvo. Pero en lo único en que pudo pensar fue en su hijo, en su amado hijo, en su hijo muerto.

Bean encogió la cabeza, de modo que su voz sólo pudiera ser oída por los hombres que tenía a sus órdenes. Y entonces, lo suficiente para hablar, pulsó el botón que haría que su voz llegara a los oídos de todos los hombres de aquella flota lejana. Bean no sabía cómo les sonaría su voz: ¿oirían su vocecita infantil, o llegarían los sonidos distorsionados, de modo que lo escucharían como a un adulto, o quizás como una voz metálica, digna de una máquina? No importaba. De algún modo los hombres de aquella flota lejana oirían su voz, transmitida más rápida que la luz, Dios sabe cómo.

-Oh, mi hijo Absalón -dijo Bean en voz baja, conociendo por primera vez el tipo de angustia que podía arrancar esas palabras de la boca de un hombre-. Mi hijo, mi hijo Absalón. Ojalá permitiera Dios que yo muriese por ti. Oh, Absalón, mi hijo. ¡Mis hijos!

Lo había modificado un poco, pero Dios entendería. Y si no lo hacía, sor Carlotta sí. Ahora, pensó Bean. Hazlo ahora, Ender. No podrás acercarte más sin revelar el juego.

Están empezando a comprender el peligro. Están concentrando sus fuerzas. Nos borrarán del cielo antes de que podamos lanzar nuestras armas...

-Muy bien, todo el mundo excepto el escuadrón de Petra -dijo Ender-. En picado, lo más rápido que podáis. Lanzad el Pequeño Doctor contra el planeta. Esperad hasta el último segundo posible. Petra, cúbrenos como puedas.

Los jefes de escuadrón, Bean entre ellos, repitieron las órdenes de Ender a sus propias flotas. Y entonces no quedó otra cosa que hacer sino observar. Cada nave quedó sola.

El enemigo comprendió, y se abalanzó para destruir a los humanos a la carga. Caza tras caza fueron abatidos por las lentas naves de la flota fórmica. Sólo unos pocos cazas humanos sobrevivieron lo suficiente para entrar en la atmósfera.

Aguantad, pensó Bean. Aguantad cuanto podáis.

Las naves que se lanzaron demasiado pronto vieron sus Pequeños Doctores arder en la atmósfera antes de que pudieran estallar. Unas cuantas naves se quemaron antes de poder hacerlo.

Quedaban dos naves. Una pertenecía al escuadrón de Bean.

-No la lancéis -ordenó Bean por el micrófono, la cabeza gacha-. Hacedla explotar dentro de vuestra nave. Que Dios os acompañe.

Bean no tenía forma de saber si fue su nave o la otra la que lo hizo. Sólo sabía que ambas naves desaparecieron de la pantalla sin disparar. Y entonces la superficie del planeta empezó a borbotear. De repente, una vasta erupción brotó hacia los últimos cazas humanos, las naves de Petra, en las cuales tal vez hubiera o no hombres vivos para ver cómo se

acercaba la muerte. Para ver cómo se acercaba la victoria.

El simulador mostró una imagen espectacular mientras el planeta en explosión engullía a todas las naves enemigas, envolviéndolas en la reacción en cadena. Sin embargo, mucho antes de que la última nave fuera tragada, las maniobras habían cesado. Flotaban a la deriva, muertos. Como las naves insectoras muertas en los vids de la Segunda Invasión. Las reinas de la colmena habían muerto en la superficie del planeta. La destrucción de las naves restantes fue una simple formalidad. Los insectores ya estaban muertos.

Bean salió al túnel y descubrió que los otros niños ya estaban allí, felicitándose unos a otros y comentando lo formidable que era el efecto de la explosión, y preguntándose si algo así podría suceder de verdad.

-Sí -dijo Bean-. Podría.

-Como si tú lo supieras -dijo Fly Molo, riendo.

-Claro que sé que podría suceder -dijo Bean-. Sucedió.

Lo miraron sin comprender. ¿Cuándo sucedió? Nunca había oído nada igual. ¿Dónde podrían haber probado ese arma contra un planeta? ¡Ah, claro, se cargaron Neptuno!

-Acaba de suceder ahora mismo -dijo Bean-. Sucedió en el mundo natal de los insectores. Acabamos de volarlo. Están todos muertos.

Finalmente, empezaron a comprender que hablaba en serio. Le pusieron objeciones. Él les explicó lo del aparato de comunicaciones más rápido que la luz. No lo creyeron.

Entonces otra voz entró en la conversación.

-Se llama ansible.

Volvieron la cabeza y vieron al coronel Graff al fondo del túnel. Entonces... ¿Bean decía la verdad? ¿Había sido una batalla real?

-Todas fueron reales -dijo Bean-. Y las supuestas pruebas. Batallas de verdad. Victorias de verdad. ¿No es cierto, coronel Graff? Estuvimos librando una guerra de verdad todo el tiempo.

-Ahora ha terminado -dijo Graff-. La especie humana continuará existiendo. Los insectores han pasado a la historia.

Finalmente lo creyeron, y se sintieron mareados por la magnitud de todo aquello. Se acabó. Vencimos. No estábamos haciendo prácticas, éramos comandantes de verdad.

Entonces, por fin, sobrevino el silencio.

-¿Están todos muertos? -preguntó Petra. Bean asintió.

Miraron de nuevo a Graff.

-Tenemos informes. Toda actividad vital ha cesado en todos los otros planetas. Deben de haber congregado a sus reinas en su planeta natal. Cuando las reinas mueren, los insectores mueren. Ahora no hay ningún enemigo.

Petra empezó a llorar, apoyada contra la pared. Bean quiso acercarse, pero Dink estaba allí. Dink fue el amigo que la sostuvo, que la consoló.

Regresaron a sus barracones, tristes y a la vez contentos. Petra no fue la única que lloró. Pero nadie podía decir sí las lágrimas eran de angustia o de alivio.

Sólo Bean no regresó a su habitación, quizás porque era el único que no estaba sorprendido. Se quedó en el túnel con Graff.

-¿Cómo se lo está tomando Ender?

-Mal -dijo Graff-. Tendríamos que habérselo dicho con más cuidado, pero todo se

precipitó. En el momento de la victoria.

-Todos sus juegos dieron fruto -dijo Bean.

-Sé lo que sucedió, Bean. ¿Por qué le dejaste el control? ¿Cómo supiste que elaboraría ese plan?

-No lo supe. Sólo sabía que yo no tenía ningún plan.

-Pero lo que dijiste... «la puerta del enemigo está abajo». Ése es el plan que Ender empleó.

-No era un plan -dijo Bean-. Tal vez le hizo pensar en un plan. Pero era él. Era Ender. Apostaron ustedes su dinero al chico adecuado.

Graff miró a Bean en silencio, luego extendió la mano y la apoyó sobre la cabeza del niño, y le revolvió un poco el pelo.

-Creo que tal vez os ayudasteis mutuamente a cruzar la línea de meta.

-No importa, ¿no? Se ha terminado, de todas formas. Y también se ha terminado la unidad temporal de la especie humana.

-Sí-dijo Graff. Retiró la mano y se la pasó por el pelo-. Creí en tu análisis. Traté de dar el aviso. Si el Estrategos oyó mi consejo, los hombres del Polemarca estarán siendo arrestados aquí en Eros y por toda la flota.

-¿Lo harán pacíficamente? -preguntó Bean.

-Ya veremos.

El sonido de disparos resonó en algún túnel lejano.

-Parece que no -dijo Bean.

Oyeron el sonido de hombres corriendo. Y pronto los vieron, un contingente de una docena de marines armados.

Bean y Graff advirtieron que se acercaban.

-¿Amigos o enemigos?

-Todos llevan el mismo uniforme -contestó Graff-. Tú eres el que lo predijo, Bean. Detrás de esas puertas -señaló las habitaciones de los niños-, esos niños son los despojos de la guerra. Al mando de los ejércitos de la Tierra, son la esperanza de la victoria. Tú eres la esperanza.

Los soldados se detuvieron delante de Graff.

-Venimos a proteger a los niños, señor -dijo el líder.

-¿De qué?

-Los hombres del Polemarca parecen resistirse al arresto, señor -explicó el soldado-. El Estrategos ha ordenado que estos niños sean mantenidos a salvo a toda costa.

Graff se sintió visiblemente aliviado al darse cuenta de qué lado estaban estos soldados.

-La niña está en esa habitación de allí. Les sugiero que se hagan fuertes en esos dos barracones mientras dure esta crisis.

-¿Es éste el niño que lo consiguió? -preguntó el soldado, señalando a Bean.

-Es uno de ellos.

-Fue Ender Wiggin quien lo hizo -rectificó Bean-. Ender era nuestro comandante.

-¿Está en una de esas habitaciones?

-Está con Mazer Rackham -dijo Graff-. Y éste se queda conmigo.

El soldado saludó. Empezó a situar a sus hombres en posiciones más avanzadas túnel abajo, con sólo un guardia ante cada puerta para impedir que los niños salieran y se perdieran durante la lucha.

Bean trotó junto a Graff mientras éste recorría decidido el túnel, más allá del más

lejano de los guardias.

-Si el Estrategos lo ha hecho bien, los ansibles habrán sido asegurados. No sé tú, pero quiero estar allí cuando llegue la noticia. Y cuando salga.

-¿Es difícil de aprender el ruso? -preguntó Bean.

-¿Eso es lo que entiendes por humor?

-Sólo era una pregunta.

-Bean, eres un gran chico, pero cierra el pico, ¿vale? Bean se echó a reír.

-Vale.

-¿No te importa si sigo llamándote Bean?

-Es mi nombre.

-Tu nombre debería haber sido Julian Delphiki. Si hubieras tenido un certificado de nacimiento, ése es el nombre que habría aparecido en él.

-¿Quiere decir que es cierto?

-¿Te mentiría en una cosa así?

Entonces, advirtiendo el absurdo de lo que acababa de decir, se echaron a reír. Se rieron tanto que todavía sonreían cuando pasaron el destacamento de marines que protegía la entrada al complejo ansible.

-¿Cree que alguien me solicitará como consejero militar? -preguntó Bean-. Porque voy a participar en esta guerra, aunque tenga que mentir sobre mi edad y alistarme en los marines.


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