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26.52% EL Mundo del Río / Chapter 74: EL OSCURO DESIGNIO (12)

Chapitre 74: EL OSCURO DESIGNIO (12)

Jill tomó al día siguiente El Indiscreto de la ventanilla de distribución en la parte exterior del edificio del periódico. Varias personas que obviamente habían leído ya las noticias le sonrieron, algunas burlonamente. Abrió el periódico en la página de Recién llegados, sospechando lo que iba a encontrar allí, irritada antes de leerlo.

Las páginas crujieron en sus temblorosas manos. La entrevista era infame, aunque hubiera debido saber que un hombre de finales del siglo XIX como Bagg imprimiría aquella basura. ¿Qué había sido en la Tierra, director de algún asqueroso periodicucho dedicado a la prensa amarilla en cualquier miserable ciudad fronteriza del territorio de Arizona? Sí, eso era. Tombstone. Firebrass le había dicho algo al respecto.

Lo que realmente la irritaba era la fotografía. No se había dado cuenta de ello, pero alguien entre la multitud aquella primera mañana de su llegada le había tomado una foto. Allí estaba, inmovilizada en una postura ridícula, casi obscena. Desnuda, inclinada hacia adelante, sus pechos colgando como las ubres de una vaca, la toalla sujeta entre una mano tras ella y la otra delante, secándose con un movimiento de vaivén la entrepierna. Estaba mirando hacia arriba, la boca abierta, y toda ella parecía nariz y dientes.

Seguramente el fotógrafo había obtenido otras fotos. Pero Bagg había elegido precisamente ésta para exponerla al ridículo público.

Estaba tan furiosa que casi olvidó tomar el cilindro. Agitándolo con una mano, pensando en cómo podía aplastarle los sesos a Bagg con él, el periódico estrujado en la otra estaba dispuesta a metérselo por el ano y empujar hasta que le saliera por la boca, caminó a paso de carga hacia el edificio. Pero cuando llegó a la puerta se detuvo.

Vamos, Jill! se dijo a si misma. Estás reaccionando tal como esperan que lo hagas, tal como están seguros que lo harás. Tómatelo con calma; no seas un perro de Pavlov. Seguro, te sentirías mejor si pudieras hacerle dar una cuantas vueltas a su despacho a base de patadas en el culo. Pero eso podría arruinarlo todo. Has soportado cosas peores, y siempre te has salido dignamente de ellas.

Caminó lentamente hacia su casa, la mano que sujetaba el cilindro apoyada contra el otro brazo. A la luz cada vez más débil, leyó el resto del periódico. Ella no era la única a la que Bagg había calumniado, injuriado y vilipendiado. El propio Firebrass, aunque tratado suavemente en el artículo a ella dedicado, era severamente criticado n otro lugar, y no solamente por Bagg. La página vox pop contenía un cierto número de cartas firmadas de ciudadanos indignados por la política de Firebrass.

Cuando abandonaba la llanura e iniciaba el camino ascendente por entre las colinas, alguien la llamó con voz suave. Se volvió, y vio a Piscator. El sonrió mientras avanzaba hacia ella y decía con acento de Oxford:

Buenas tardes, ciudadana. ¿Puedo acompañarte? ¿No estaremos mejor haciéndonos mutua compañía que solos? ¿O quizá no?

Jill no pudo evitar una sonrisa. El hombre había hablado tan gravemente, con un estilo casi del siglo XVII. Su impresión quedaba reforzada por su sombrero, un alto cilindro que se estrechaba en su parte superior y con una amplia ala circular. Le recordó los sombreros de los Peregrinos de Nueva Inglaterra. Estaba hecho de la piel rojo oscuro del pez rojo, llamado también pez sin escamas. Algunos colgantes de aleación de aluminio oscilaban en el borde del ala. Llevaba ropas negras echadas sobre sus hombros y sujetas a la altura de su garganta. Una tela verde oscuro le servía de faldellín, y sus sandalias eran de piel de pez rojo.

Sobre el hombro llevaba una caña de pescar de bambú. En la otra mano sujetaba el asa de su cilindro. Con un brazo sujetaba un periódico contra su cuerpo. Un cesto de mimbre colgaba de una correa de su otro hombro.

Era alto para un japonés, la parte más alta de su cabeza le llegaba a Jill a la nariz. Y

sus facciones eran atractivas, no demasiado mongólicas.

Supongo que has leído el periódico dijo ella.

Desgraciadamente, la mayor parte de él dijo Piscator. Pero no te sientas ofendida. Como dijo Salomón de aquellos que hacen mofa y escarnio, Proverbios XXIV, 9: Son una abominación para el hombre.

Prefiero para la humanidad dijo ella. Él pareció perplejo.

¿Pero qué...? Oh, si, obviamente es ese hombre lo que no te gusta. Pero utilizado así, hombre significa a la vez hombres, mujeres y niños.

Sé que lo significa dijo ella, como si lo estuviera repitiendo por milésima vez, lo cual era cierto. Sé que lo significa. Pero la utilización de la palabra hombre condiciona al que habla y al que escucha a pensar en el hombre tan sólo como en la parte masculina de la humanidad. La utilización de humanidad o personas condiciona a la gente a pensar en el Homo Sapiens como en algo que incluye a ambos sexos.

Piscator inspiró profundamente a través de sus apretados dientes. Ella esperaba que dijera: «Está bien, si usted lo dice...», pero no lo hizo. En vez de ello, dijo:

Llevo en este cesto tres sabrosas tencas, si puedo llamarlas así. Son notablemente parecidas en apariencia y sabor a los peces terrestres de ese nombre. No son tan deliciosas como los tímalos, si puedo llamarlos también así, que se pescan en los arroyos de montaña. Pero son muy deportivos, son astutos, y saben dar guerra.

Ella decidió que debía haber estudiado su inglés con el libro The Compleat Angler.

¿Qué te parecería compartir conmigo algunos de estos pescados esta noche? Estarán en su punto a las 16:00 horas del reloj de agua. Tendré también una buena provisión de flor de cráneo.

Aquel era el nombre local del alcohol hecho a partir de los líquenes rascados de la ladera de la montaña. Eran sumergidos en agua, a razón de tres partes por una, y luego se maceraban en la solución flores de árbol de hierro mezcladas con alcohol. Cuando las flores le habían proporcionado al líquido un color púrpura y un olor a rosas, estaba a punto para ser servido.

Jill vaciló durante varios segundos. No le importaba la soledad... la mayor parte del tiempo. Al contrario de la mayoría de sus contemporáneos, no se sentía desesperada ni presa del pánico si se veía abandonada a sus propios recursos. Pero había sido su única compañía durante demasiado tiempo. El viaje Río arriba le había llevado cuatrocientos veinte días, y durante la mayor parte del tiempo había estado completamente sola durante el día. Por la noche, comía y charlaba con desconocidos. Había pasado junto a una cantidad estimada de 501.020.000 personas, y no había visto ningún rostro al que hubiera conocido en la Tierra o en el Mundo del Río. Ninguno.

Pero raras veces se había acercado lo suficiente a las orillas durante el día como para reconocer los rasgos de un rostro. Sus encuentros sociales por la noche quedaban limitados a un escaso número de personas. Lo que era una agonía mental, o lo hubiera sido si ella se hubiera permitido tal emoción, era el que quizá había pasado junto a algunas personas a las que había amado en la Tierra o, al menos, de las que había sido amiga. Había algunas de ellas a las que hubiera deseado mucho ver de nuevo.

Quizá la que más deseaba volver a encontrar fuese Marie. ¿Qué habría sentido Marie cuando supo que sus celos insensatos habían sido los responsables de la muerte de su amante, Jill Gulbirra? ¿Se habría sentido abrumada por el dolor, quizá la culpabilidad la habría hecho terminar con su vida? Marie, después de todo, era propensa al suicidio. O mejor, para ser exactos, era propensa a tomar la cantidad suficiente de píldoras como para poner en peligro su vida, pero no las suficientes como para que no pudiera recibir a tiempo asistencia médica que la salvara. Marie había estado a las puertas de la muerte al menos tres veces, por lo que Jill sabía. Pero no demasiado cerca.

No, Marie debería haberse sumido en el abatimiento y en los autorreproches durante al menos tres días. Entonces debería haber tragado como unas veinte píldoras de fenobarbital y llamado a su mejor amiga, probablemente otra amante, pensó Jill, el pecho doliéndole, ¡la muy zorra!, y esta debería haber llamado al hospital, y entonces le habrían hecho un lavado de estómago y le habrían dado antídotos, y mientras tanto su amiga habría estado aguardando ansiosamente fuera, y luego se habría sentado a la cabecera de la cama mientras Marie desvariaba semiinconsciente, atontada por las drogas pero no lo suficientemente atontada como para no trabajar deliberadamente sobre las emociones de su amante. No sería sólo simpatía lo que buscaría evocar. La pequeña zorra sádica aprovecharía la ocasión para lanzar algunas hirientes observaciones a su amante, haciendo algunos reproches que más tarde proclamaría no recordar haber hecho.

Luego Marie seria llevada a su apartamento por su amante, que se ocuparía tiernamente de ella durante un tiempo, y luego... Jill no se atrevía a fantasear respecto a aquel luego.

En todas estas ocasiones tenía que echarse a reír, aunque amargamente, de sí misma. Hacía treinta y un años desde que se había marchado violentamente de la casa y conducido a toda velocidad, los neumáticos aullando, y se había pasado casi sin darse cuenta tres semáforos en rojo, y luego... luego las cegadoras luces y el bocinazo ensordecedor y el enorme camión, y su salvaje crispación sobre el volante de su Mercedes-Benz, la helada náusea en su interior, la certeza de la inexorabilidad y...

Y se había despertado entre incontables otros, desnuda, su cuerpo de treinta años convertido en uno de veinticinco y desprovisto de algunas taras e imperfecciones... en las orillas del valle del Río. Una pesadilla en el paraíso. O en lo que hubiera podido ser un paraíso si tantos seres humanos no hubieran insistido en convertirlo en un infierno.

Hacía de eso treinta y un años. El tiempo había borrado muchos recuerdos dolorosos, pero no aquél. Debería haber podido superar ya su furia y su pesar entremezclados. Hubieran debido haber retrocedido más allá del horizonte de las cosas que importaban. No hubiera debido sentir la más mínima emoción cada vez que pensaba en Marie. Pero la sentía.

Se dio cuenta de pronto de que el japonés la estaba mirando. Evidentemente estaba aguardando su respuesta a algo que acababa de decir.

Lo siento dijo. A veces, me pierdo en el pasado.

Yo también lo siento dijo él . A veces... si uno utiliza la goma de los sueños como un medio de escapar a recuerdos dolorosos o desgarrantes o a estados físicos indeseables, en vez de conseguirlo... uno se pierde.

No dijo ella, intentando mantener la irritación alejada de su voz . Se trata tan sólo de que he estado sola demasiado tiempo, y he caído en el hábito de la ensimismación. Porque, cuando navegaba en la canoa Río arriba, lo hacía de forma automática. A veces

me daba cuenta de que había recorrido diez kilómetros sin ser consciente de ello, sin saber siquiera lo que había ocurrido durante ese lapso de tiempo.

»Pero ahora que estoy aquí, donde tengo un trabajo que requiere una constante alerta mental, observará que puedo estar tan atenta a todo como cualquiera.

Añadió eso porque sabía que Piscator podía informar de aquello a Firebrass. Las distracciones no podían ser toleradas en un oficial de aeronave.

Estoy seguro de que sí dijo Piscator. Hizo una pausa, sonrió, y dijo : Incidentalmente, no te preocupes por la competencia conmigo. Yo no soy ambicioso. Me sentiré satisfecho con el rango o posición que reciba, porque sé que eso concordará con mis habilidades y experiencias. Firebrass sabe lo que se hace.

»Me siento curioso acerca de nuestro destino, la llamada Torre de las Nieblas, o Gran Cilindro, o cualquiera de la otra docena de nombres que tiene. De hecho, me siento ansioso de viajar hasta allí, para averiguar en qué reside el misterio de este mundo. Ansioso pero no demasiado ansioso, si comprendes lo que quiero decir. Admito de buen grado que no poseo tus cualificaciones, de modo que preveo ya hallarme situado en un grado inferior al tuyo.

Jill Gulbirra permaneció en silencio por un momento. Aquel hombre pertenecía a una nación que prácticamente esclavizaba a sus mujeres. Al menos, en la época de él (1886-

1965). Era cierto que después de la Primera Guerra Mundial se había producido un cierto grado de liberación. Pero él, teóricamente, tenía que seguir manteniendo la misma actitud que los hombres japoneses chapados a la antigua mostraban hacia sus mujeres. Lo cual era una terrible actitud. Por otra parte el Mundo del Río había cambiado a la gente. A alguna gente.

¿Realmente no te importa? dijo. Creo que, en lo profundo, si te importará!

Raramente miento dijo él. Y cuando lo hago es sólo para no herir los sentimientos de alguien o para no perder tiempo con los estúpidos. Creo que sé lo que estás pensando. ¿Te ayudaría saber que uno de mis maestros en Afganistán era una mujer? Pasé diez años como discípulo suyo antes de que ella decidiera que no era tan estúpido como cuando había llegado y que podía ir al encuentro de mi siguiente jeque.

¿Qué es lo que estabas haciendo allí?

Me sentiré muy feliz de discutir esto contigo en alguna otra ocasión. Por el momento, déjame asegurarte que no siento ningún prejuicio contra las mujeres ni contra los no japoneses. Hubo un tiempo en que sí los sentía, pero esa estupidez desapareció de mí hace mucho. Por ejemplo, hubo un tiempo, algunos años después de la Primera Guerra Mundial, en que fui monje zen. Pero antes de seguir, ¿sabes lo que es el Zen?

Había muchos libros al respecto en los años 1960 dijo Jill . Leí algunos.

Sí. ¿Y sabes algo más después de leerlos de lo que sabías antes? dijo él, sonriendo.

Un poco.

Eres sincera. Como estaba diciendo, me retiré del mundo después de renunciar a la marina, y fijé mi residencia en un monasterio en Ryukyu. Al tercer año, un hombre blanco, un húngaro, vino al monasterio como humilde novicio. Cuando vi cómo era tratado, comprendí súbitamente lo que había sabido siempre de forma inconsciente pero me había resistido a sacar a la luz. Y era que muchos años de la disciplina zen no habían despojado a nadie en el monasterio, ni discípulos ni maestros, excepto yo mismo, de sus prejuicios raciales. Sus prejuicios nacionales, debería decir, puesto que mostraban hostilidad e incluso desprecio también por los chinos y los indochinos, que son mongólicos como ellos.

»Tras ser honesto por primera vez conmigo mismo, tuve que reconocer que la práctica del zen no me había proporcionado nada que valiera la pena, ni a mí ni a los demás. Por supuesto, debes saber ya que el Zen no tiene objetivos. Tener objetivos es frustrar la posibilidad de alcanzar esos mismos objetivos. ¿No es eso contradictorio? Sí, lo es.

»También es una estupidez, como ese asunto de vaciarse uno. Quizá el estado de quedarse vacío no sea una estupidez, pero sí lo son los métodos de conseguirlo, por lo que a mí respecta. Y así, una mañana, me fui del monasterio y tomé un barco para la China. E inicié mi largo vagabundeo, atraído por alguna inaudible voz hacia el Asia Central. Y desde allí... bueno, ya es suficiente por el momento. Puedo seguir contándotelo más tarde, si quieres.

»Veo que estamos acercándonos a nuestras casas. Será mejor pues que nos digamos adiós, hasta esta noche. Pondré dos antorchas fuera, de modo que puedas verlas desde tu ventana, para anunciarte que nuestra pequeña reunión está lista.

No he dicho que vaya a ir.

Pero de todos modos habías aceptado ya dijo él. ¿No es cierto?

Sí, pero ¿cómo lo sabías?

No se trata de telepatía dijo él, sonriendo de nuevo. Una cierta actitud, una cierta relajación de los músculos, la dilatación de tus pupilas, una determinada entonación de tu voz, indetectable excepto para los muy entrenados, me dijeron que deseabas unirte a la fiesta.

Jill no dijo nada. Ni ella misma había sabido que se sentía complacida por la invitación. Como tampoco estaba segura de ello ahora. ¿Estaba engañándola Piscator?


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