◊ Manuel Alonso ◊
La alarma del despertador sonó a las cuatro con cincuenta de la mañana.
No tenía la costumbre de despertar tan temprano, a menos que tuviese que preparar el desayuno y el almuerzo, como usualmente solía hacer para ayudar a mamá de vez en cuando.
Por lo general, despertaba a las cinco con treinta de la mañana.
Esto debido a que salía temprano de casa para ir a mi trabajo y luego al colegio.
Esa mañana, al levantarme, me confundí un poco por los recuerdos que se proyectaron en mi mente, aunque asimilé que eran producto de un sueño basado en ese pasado tan agobiante que cambió nuestras vidas.
Imágenes de la última conversación que mamá tuvo con mi abuela se oscurecían repentinamente en mi memoria, por eso creí necesario ir rápido a lavar mi cara con agua fría para terminar de despertar.
Hacía cinco años que no sabíamos nada de nuestros familiares desde que llegamos a Pereira, y mucho menos de papá, por eso me desesperó un poco que tales recuerdos apareciesen de nuevo en mi mente.
Antes de ir al baño, froté mis ojos y di un par de palmadas en mis mejillas con tal de no sentirme soñoliento.
Minutos después, tras cepillar mis dientes y lavar mi rostro, salí a la cocina y di inicio a mi rutina culinaria.
Tenía en mente preparar un buen desayuno y el almuerzo, pero al revisar el refrigerador, apenas encontré cuatro huevos, un poco de jamón y dos panes franceses.
Evidentemente, no alcanzaba para los dos, pero no me preocupé porque mamá cobraba su quincena ese día.
Así que me centré en preparar su desayuno, mientras consideraba comprarme algo en la cafetería del colegio con el dinero que haría en mi trabajo.
En fin, preparé unos huevos revueltos con jamón y los serví en un plato que metí en el microondas junto con los panes. Luego escribí una nota a mamá, que inusualmente seguía dormida, y volví a mi habitación para buscar mi toalla e irme a duchar.
Preparé huevos revueltos con jamón; ya está servido en el microondas.
También te dejé los panes.
Buen provecho, espero que te guste mucho… Yo comeré en el colegio.
Ten un bonito día.
Manuel
Entonces, cuando se hicieron las seis con diez de la mañana, salí del departamento con la esperanza de generar un poco más de lo que usualmente generaba, pues dado que estudiaba en un colegio privado, la comida era algo costosa.
En la recepción del edificio me encontré con algunos vecinos que me saludaron y me desearon un buen día, a lo cual correspondí con amabilidad.
Luego, al salir del edificio, me dirigí a la parada de autobús más cercana y tomé la ruta que me deja frente La vecchia gondola, el restaurante en el que suelo trabajar lavando trastes.
La Vecchia Gondola era un restaurante italiano en el que, aunque no me ofrecieron un empleo fijo, me dieron la oportunidad de lavar trastes a cambio de una remuneración diaria.
Su propietario, el señor Gustavo Segovia, se apiadó de mí cuando me notó que, siendo tan joven, estuviese buscando empleo con tal de evitar que mamá me diese dinero para ir al colegio.
En mis jornadas laborales, no solía tardarme mucho limpiando, por lo que siempre llegaba a tiempo al colegio.
Algo ventajoso de trabajar con el señor Segovia, fue que su restaurante quedaba a solo tres cuadras del colegio, por lo que al terminar mi jornada laboral, me iba caminando mientras pensaba en las cosas que consideraba importantes.
La oportunidad que me brindó el señor Segovia me permitía ganar entre veinte y sesenta macros, siempre dependiendo de la cantidad de cosas que tenía que limpiar.
No era mucho dinero, pero al menos me permitía cubrir mis gastos diarios en el colegio y el pago de pasajes del transporte público.
Cuando llegaba a su restaurante, quien me recibía con amabilidad y simpatía, era el mismísimo señor Segovia.
Era un hombre de mediana edad, alto y delgado, de larga cabellera canosa atada con una cola de caballo; a veces lo encontraba fumando un cigarrillo en la entrada de su restaurante.
Su rostro daba miedo si no te dabas la oportunidad de conocerlo, pero era amable y bondadoso, tanto como para permitirme lavar trastes de lunes a viernes a cambio de una pequeña remuneración económica; en ocasiones me regalaba comida del día anterior, que recalentada era muy deliciosa.
—Buenos días, Manuel, como siempre tan temprano por estas calles —dijo el señor Segovia al saludarme esa mañana.
—Buen día, señor… Lo hago para llegar a buena hora al colegio. Si no, le aseguro que viniese un poco más tarde —contesté con amabilidad.
—Hoy puede que tengas una buena paga; anoche hubo una excelente jornada. Un grupo de recién graduados alquiló el restaurante y no se abstuvieron al pedir casi todo del menú —comentó.
—Me da gusto que hayan tenido una jornada productiva —respondí animado.
—Gusto para él, tortura para los que estamos en la cocina —intervino de repente la señora Segovia.
La señora Narcisa Segovia es una mujer robusta y de semblante gentil, aunque, a diferencia de su esposo, no es nada amable.
—Querida, sé agradecida de que nuestro negocio sigue creciendo —replicó con calma el señor Segovia.
—Claro, lo dice el que se la pasa metido en su oficina y…
—Sí…, sí…, tienes razón, lo siento —dijo el señor Segovia para terminar la discusión.
—Y tú qué esperas, muchacho… Apresúrate y ve a lavar todo el desastre de ayer —ordenó la señora Segovia con severidad.
De inmediato me dirigí al área de limpieza, donde me encontré con una cantidad abrumadora de vajillas, cubiertos, vasos y copas.
Era evidente que habían tenido una noche ajetreada, razón por la que pude comprender a la señora Segovia.
Así que me puse un delantal y me preparé para mi labor, en el cual me permitía reflexionar en ocasiones, siempre que no me interrumpiesen, pues el señor Segovia era bastante conversador cuando no estaba ocupado o haciendo sus diligencias.
El área de limpieza era espaciosa y contaba con una ventana que me permitía ver el amanecer.
Eso me resultaba relajante, sobre todo por la forma en que las nubes se desplazaban en las alturas y dejaban paso a la luz del sol.
Conforme llevaba a cabo mis labores, no pude evitar dejar escapar un largo suspiro, pues me resultó frustrante que la vida fuese tan hermosa y que, cosas tan maravillosas como un bello amanecer, se opacasen con una realidad de mierda.
No es mi intención reprochar el trabajo honrado ni a quienes lo ejercen, pero si en ese entonces hubiese tenido un mejor estilo de vida, no tuviese que lavar trastes tan temprano por la mañana.
Esos pensamientos me hacían tener sentimientos encontrados, pues sabía perfectamente que no debía reprocharle nada a nadie, salvo a papá y su egoísmo.
Si al caso vamos, ¿con qué derecho me podía quejar? Si mamá, a pesar de todo lo que hizo por mí, nunca dejó de sonreír y mostrarse enérgica; todavía no entiendo de dónde saca tanta energía.
De hecho, siempre me pregunté cómo hacía para ser perseverante y constante, ya que, a solo dos meses de habernos establecido en Pereira, mamá recibió la visita de unos sujetos sospechosos y de apariencia peligrosa.
Estos alegaron ser trabajadores de un prestamista a quien papá le pidió cien mil macros; así comprendimos cómo invirtió dinero en una empresa tras abandonarnos.
Mamá no quiso creerles y pensó que se trataba de un chantaje, pero un documento con la firma de papá confirmó que era cierto; bueno, eso fue lo que ella me dijo.
El prestamista dio la orden de obligar a mamá a trabajar para su empresa e incluso utilizarme a mí en algunas labores, algo con lo que ella no estuvo de acuerdo.
Fue una temporada en la que mamá estuvo realmente vulnerable y casi a punto de darse por vencida, pero por suerte, pensó con optimismo en el futuro y siguió esforzándose por nuestro bienestar.
Mamá tuvo la suerte de acordar el pago de la deuda en cuotas mensuales, aunque esto no fue del todo beneficioso, pues conforme pasaba el tiempo, más aumentaba el monto a pagar por los intereses.
Para entonces, mamá trabajaba como ayudante de cocina y estudiaba por las noches, pero dado que no podía cubrir el pago de la deuda y mantenernos a ambos, se vio en la necesidad de abandonar sus estudios y tener dos trabajos.
Entonces, pasó a trabajar en un bar por las noches, donde tuvo la fortuna de conocer a una profesora que le habló de una universidad pública que dictaba clases intensivas los fines de semana.
A partir de entonces y aprovechando esa gran oportunidad, mamá consiguió que le concediesen los sábados y domingos como sus días libres en sus trabajo, aunque de igual manera seguía cubriendo turnos cortos los fines de semana.
Gracias a que aprovechó esa oportunidad y a su gran esfuerzo, logró obtener la licenciatura en finanzas en dos años.
Por otra parte, y sí bien mamá estuvo ausente en el inicio de mi adolescencia, siendo eso lo que me hizo desarrollar independencia y madurez a temprana edad, nunca dejó de priorizarme.
El poco tiempo que tenía para mí, lo supo aprovechar al máximo, tanto que nunca sentí su ausencia.
Así, gracias a su enorme sacrificio, pudo dejar sus empleos mal remunerados y entró a trabajar en un bufete de abogados como secretaria de un importante abogado, que le asignó un salario que nos permitió vivir un poco mejor.
Sin embargo, a pesar de que mamá empezó a ganar un mejor salario, me quedé con esa mentalidad de seguir trabajando para tener mis propias fuentes de ingreso.
Minutos después de reflexionar respecto a ese pasado tan complicado, terminé con mis labores y esperé a que el señor Segovia saliese de su oficina, aunque quien se me acercó fue su esposa.
—Me asombra lo rápido que eres, muchacho, aunque por trabajar con rapidez terminas empapado.
Estaba quitándome el delantal cuando la señora Segovia resaltó las salpicaduras de agua en mis zapatos y mi pantalón.
—Sí, a pesar de que ya he adquirido algo de experiencia, es imposible no salpicarse con agua —respondí.
—Eso te pasa por divagar tontamente, pero como sea, toma tu paga… Esto te lo dejó Gustavo. Le dije que era mucho, aunque en los bienes del negocio no me meto.
La señora Segovia me entregó cien macros.
Fue la cantidad más alta que recibí en el tiempo que trabajé en el restaurante.
Así que di las gracias y me despedí un poco emocionado, aunque no tanto como para mostrarme sonriente.
De camino al colegio, a pocos minutos para las siete de la mañana, me centré en mi pronunciación de inglés, pues tenía que presentar un escrito propio y la lectura del mismo frente a la clase.
No me gustaba mucho la asignatura, pero necesitaba seguir obteniendo buenas calificaciones para optar a una beca universitaria.
—¿How dare you, Miss Lily? I can't believe it —murmuré con un dejo de vergüenza, en mi intento de pronunciarlo de la mejor manera posible—. Your father will be upset and…
El sonido de los autos en la avenida me distrajo, por eso se me hizo difícil practicar.
«Será mejor practicar en la biblioteca», pensé, conforme guardaba mi libreta.
Entonces, me centré en el ajetreo de las personas que iban y venían en su afán de llegar temprano a sus destinos, así como también en los vendedores ambulantes que gritaban los productos que ofrecían junto a sus buenos precios y los ladridos de los perros en algunas casas.
Todo era distracción a mi alrededor, pero no fue nada de eso lo que captó mi atención, sino el hecho de ver a un grupo de chicos acorralando a una chica hacia un callejón.
Es de sentido común intuir que nada bueno podría salir de esa situación.
Sin embargo, que toda la gente que rondaba por la zona no prestase atención a ese detalle, me hizo dudar al respecto.
«Tal vez solo sean un grupo de amigos», pensé.
Pero cuando me asomé con cautela desde la entrada del callejón, y noté a una distancia considerable la forma en que el grupo de chicos la tenía acorralada, supe que la chica estaba en serios problemas.
«Seguro que me meteré en problemas por esto, pero al diablo», pensé.
Así que me arriesgué y me adentré en el callejón con cautela.
Los malos olores me hicieron retroceder al principio, pero seguí adelante hasta que me establecí detrás de un contenedor de basura, lo más cerca que pude de ellos.
—¿Qué pasa, Corina? Solo tienes que dejarte llevar —dijo uno de los chicos, aunque lo que me alarmó fue escuchar el nombre de mi compañera de clases.
Corina Páez era una de las chicas más populares en el colegio, esto gracias a su belleza, simpatía y amabilidad.
Solía tratar a todos por igual y no juzgaba a nadie por su apariencia o aficiones.
No había nadie a quien Corina le cayese mal. Incluso a mí, que era por lo general desconfiado y tal vez amargado, me caía bien.
Cabe destacar que, más allá de esas virtudes superficiales que mencioné, Corina era una buena chica que no dudaba en tender la mano a quienes lo necesitaban.
Incluso, hubo ocasiones en que se sacrificó a sí misma con tal de poder apoyar a aquellos que buscaban de su ayuda.
Tal vez por eso me frustró que, en ese momento tan complicado para ella, no hubiese nadie que la ayudase.
Sin embargo, no fue fácil actuar ante tal situación, y lo peor del caso es que nada se me ocurría para intervenir y salir ileso de una posible represalia.
A fin de cuentas, me vi obligado a actuar de improviso cuando uno de los chicos la empezó a tocar con lujuria, y lo único que se me ocurrió fue llamar a emergencias.
«Bueno, tendré que exponerme», pensé, activando el altavoz de mi celular.
—Emergencia, ¿en qué podemos ayudarle? —contestó la operadora, lo suficientemente audible para que todos girasen en mi dirección.
—Sí, estoy en el callejón doce de la avenida Gallardo, a dos cuadras del colegio San Sebastián… Un grupo de cinco chicos está abusando de una chica y me urge denunciarlos.
—¿Puede describirme a los sospechosos? —preguntó la operadora.
Antes de responder, los chicos corrieron en mi dirección y se detuvieron frente a mí con gestos suplicantes.
Cuando miré sus rostros sentí repulsión y odio, aunque también decepción por haberlos admirado desde que supe de ellos.
Álvaro Torrealba, quien era considerado el líder de ese quinteto, juntó sus manos a modo de súplica, rogando de esa forma que no los delatase.
Mientras tanto, eché un vistazo hacia Corina que, petrificada, no dejaba de mirarme, a lo que le pedí con señas que se fuese del lugar.
Por suerte, Corina no lo pensó dos veces para irse, y antes de centrarme en Álvaro y sus amigos, la operadora preguntó con insistencia:
—¿Puede describirme a los sospechosos?
Álvaro seguía en modo suplicante al igual que sus amigos que lo imitaron, y a pesar de que sus acciones me hicieron odiarlo, no pude proseguir con la denuncia; la imagen buena que tenía de él me lo impidió.
—Discúlpeme, acabo de cometer un error, me siento muy avergonzado —le respondí a la operadora—. Eran un grupo de drogadictos haciendo una broma de mal gusto.
No di tiempo a que la operadora me regañase, así que simplemente colgué y fijé mi vista en Álvaro.
Ahí, frente a mí, los tenía a ellos.
Ese quinteto al que muchos en el colegio admiraban por sus logros deportivos y académicos, además de lo atractivos que eran físicamente.
Más allá de lo que representaban como estudiantes, los cinco provenían de familias adineradas y gozaban de gran popularidad.
—Gracias por no delatarnos —musitó Álvaro.
Fue realmente confuso mirar el rostro aliviado de un chico al que admiraba y consideraba un ejemplo a seguir. Alguien que, en escasos segundos atrás, intentaba abusar de una chica indefensa.
No es que tuviese a Álvaro y a sus amigos en un pedestal como muchos estudiantes, pero el vacío que se generó en mi pecho al descubrir a quienes creía buenos, haciendo algo atroz, fue difícil de persuadir.
—¿Gracias? ¿En serio me das las gracias? —inquirí molesto—. No necesito tu asquerosa gratitud.
Álvaro, a pesar de ser más alto que yo, parecía un niño al que su padre regañaba con severidad. Aunque, de repente, una presencia imponente detrás de mí me distrajo.
Sabía que, quien quiera que fuese, intentaba intimidarme.
Por eso me giré hacia él con seriedad y demostrando que no le tenía miedo, a pesar de que me superaban en número y fuerza física.
—Oye, sobre lo que viste, ¿podrías no decírselo a nadie? —intervino Adolfo Gutiérrez con el ceño fruncido.
Su porte imponente no me generó terror alguno, por eso lo miré fijamente antes de enfrentarlo.
—Me pides algo imposible, no puedo dejar que se salgan con la suya —respondí.
Adolfo tensó la mandíbula, aunque preferí ignorarlo para centrarme en Álvaro, a quien todos consideraban el líder del grupo. Sabía muy bien que, si lo manipulaba a él, los demás no representarían una amenaza.
—Vamos, amigo, no tienes que ponerte en ese plan… Solo le jugábamos una broma a Corina —intervino Miguel Quiroga.
Por instinto e impulso escupí cerca de sus pies, más por rabia que por repulsión.
No fue fácil contener la ira que empezó a apoderarse de mí, sobre todo por recordar la manera en que tocaron a Corina.
—Pues, me parece una broma asquerosa y sin gracia… Hicieron llorar a una chica que no se mete con nadie y es buena con casi todo el mundo, ¿acaso no les remueve eso la conciencia? —pregunté con rabia.
—Oye, Álvaro, ¿y si mejor le damos una golpiza? —sugirió Adolfo.
—Háganlo, y así, cuando me recupere, tendré más motivos para denunciarlos —repliqué—. Además, podría contar con Corina como testigo, así que yo lo pensaría muy bien antes de siquiera tocarme. Ustedes creen que por ser millonarios…
«¡Millonarios!», pensé al interrumpirme.
La imagen de mamá se me vino a la mente, así como el problema que teníamos para cancelar la deuda con rapidez.
—¿Saben qué? Olviden lo que dije y hablemos de negocios —sugerí de repente.
—¿Eh? —contestó Álvaro confundido.
Hasta entonces, mamá solo había logrado cancelar cuarenta y nueve mil macros de la deuda. Por ende, y tomando en cuenta que los intereses aumentaban el monto de lo que debíamos con el paso del tiempo, opté por sacar provecho de una situación que me beneficiaba en corto plazo.
—¿Acaso estás loco? —preguntó Kevin Rodríguez.
—No, no lo estoy —repliqué con seriedad—, y voy a explicar lo que quise decir con negocios.
—¡Oye, Álvaro! Este inútil nos quiere chantajear —intervino Jairo Polanco con voz socarrona, casi al punto de tratarme como a un idiota.
—Obvio que los voy a chantajear… Es una oportunidad única para conseguir dinero —dije, imitando su voz socarrona.
Jairo frunció el ceño y empuñó sus manos, pero al notar que no le mostré temor, contuvo su rabia.
—¿Acaso no sabes quiénes somos? —replicó Adolfo, como si el hecho de ser popular y venir de una familia adinerada lo hiciese superior a mí.
No quise entrar en esa discusión, por eso saqué provecho de la situación a mi favor, sobre todo a la hora de manipular a Álvaro.
—¿Conocen las nuevas leyes aprobadas por la Asamblea Nacional? —pregunté.
En ese instante, agradecí a mamá por aspirar a convertirse en abogada y que me explicase la función de las nuevas leyes; ella solía compartir sus clases conmigo.
—¿Qué tiene que ver eso con nosotros? —replicó Miguel.
—Bueno, las nuevas leyes benefician en su mayoría a la figura femenina, sobre todo cuando se tratan de menores de edad, y las autoridades no están titubeando a la hora de penar cualquier tipo de abuso contra la mujer, por mínimo que sea… Y lo que ustedes le hicieron a Corina, tengo entendido que es intento de abuso sexual.
Los cinco dejaron en evidencia su asombro.
Fue evidente que no se esperaban tales palabras de mí.
—¡Oh! Me pregunto de qué manera actuarán las autoridades, qué pensarán sus padres al respecto y cómo podría esto perjudicar la imagen de sus familias ante la sociedad, y ni hablar de la reacción de los directivos del colegio y los medios de comunicación —dije con clara intención de acorralarlos.
El quinteto de idiotas, como los catalogué en ese momento, me mostró por fin el temor que tanto quise generar.
Además, todo lo que dije fue cierto. Las nuevas leyes para la protección de la mujer eran bastante severas.
—Ya que ninguno se toma la molestia de negociar conmigo, les propongo que…
—¿Por qué hablas como si vamos a considerar tu propuesta? —preguntó Álvaro al interrumpirme.
—Porque los tengo comiendo de mi mano, solo un idiota desaprovecharía esta oportunidad —respondí.
—¿Cuánto quieres? —preguntó Miguel, quien intuyó mis intenciones.
—¡Miguel! ¿Estás loco? No le creas a este imbécil —intervino Jairo.
—Estoy diciendo la verdad… Si no quieren ser enviados a una correccional de menores y que se les abra un expediente penal, les aconsejo que me escuchen —respondí.
—¿Correccional? ¿Qué cosas dices? —replicó Jairo.
—¿Tengo que repetirlo? Bueno, lo haré con gusto… La prioridad que se le da a la figura femenina hoy en día es más grande en comparación con años anteriores, por ende la Asamblea Nacional aprobó nuevas leyes para la protección de la mujer, y las autoridades no están titubeando a la hora de penar cualquiera que sea el abuso y sin importar de quién se trate… ¿Acaso no se informan? —pregunté extrañado.
Álvaro fue el único que no pudo hacerse el duro, y gracias a sus repentinas lágrimas, noté que ya lo tenía dónde quería; había logrado gran parte de mi cometido tras someter al líder del quinteto.
—Chicos, lo único que tienen que hacer es comprar mi silencio —dije con calma, a sabiendas de que la situación ya estaba a mi favor.
Ellos no tenían escapatoria.
Perdían con cualquier decisión que tomasen si no cumplían mi demanda.
Entre el quinteto de idiotas hubo un cruce de miradas, y tras centrarse en mí nuevamente, el temor de sus pálidos rostros se hizo más evidente.
—¿En serio pretendes chantajearnos? —preguntó Kevin.
—No lo pretendo, lo estoy haciendo —respondí.
Admito que por unos instantes me sentí superior a ellos.
Supongo que si no supiese controlarme, me hubiese aprovechado con crueldad de la situación. Sin embargo, no es propio de mí actuar con tal malicia, ni mucho menos rebajarme a ese nivel.
—¿Qué te hace pensar que accederemos? —replicó Adolfo, quien, a pesar de seguir teniendo el ceño fruncido, no se le notaba tan seguro como cuando me pidió que no revelase nada.
—¿En serio me harás repetirlo? Está bien, lo explicaré otra vez… Muchachos, les recuerdo de nuevo que la Asamblea Nacional aprobó varias leyes para la protección de la mujer y...
—¡Ya cierra la boca!
Adolfo demostró la frustración de sentirse acorralado en un acto impulsivo.
Su rostro enrojecido me permitió notar que, aquel al que consideran la mano derecha de Álvaro, también sucumbió a mi presión.
De hecho, estuvo a punto de golpearme, pero gracias a la intervención de Álvaro, me salvé de recibir un fuerte puñetazo.
—El que juega con fuego se quema —dije—. Hoy no es su día de suerte, pero para mí sí que lo es, y no pienso desaprovecharlo.
—Maldita sea, ¿por qué justo tuvo que aparecer este imbécil? ¿Quién coño eres? —inquirió Adolfo con rabia.
—No tiene caso decir mi nombre si de todos modos lo averiguarán. ¡Ah! Y si se les ocurre investigarme, les adelanto que no tengo nada que perder a diferencia de ustedes… Dicho esto, lo que quiero por mantener silencio son setenta mil macros, y tienen un plazo de dos meses para conseguirlo —respondí.
—¿Setenta mil? ¿Cómo vamos a conseguir tanto dinero? —preguntó Jairo.
—Por algo les estoy dando dos meses para conseguirlo —respondí.
—Es demasiado dinero —intervino Miguel. Era el único que parecía dispuesto a negociar conmigo.
—Sé que es mucho dinero, pero si usan sus pequeños cerebritos, se darán cuenta de que son cinco personas. Es decir, cada uno debe conseguir catorce mil macros. ¿Cómo lo harán? Eso no es mi problema. Ustedes cumplan y yo…
Coloqué mi dedo índice en mi boca para demostrarles con un gesto burlón que, si me conseguían el dinero, yo guardaría silencio.
—Pero, ¿por qué tanto dinero? —insistió Adolfo.
—Tengo mis motivos —respondí.
Adolfo tensó la mandíbula y no dijo nada más al respecto, mientras que el resto del quinteto se abrió paso para dejarme ir.