Savannah se acurrucó en el sofá, como una gatita. Sus labios rojos y turgentes estaban ligeramente entreabiertos, y su cabello castaño brillante era un glorioso desastre.
La respiración de Dylan era superficial. La levantó, subiendo las escaleras.
Después de ponerla en la cama, se duchó y se cambió a un albornoz blanco.
Cuando salió, la pequeña gata seguía en un sueño profundo. Se envolvió inconscientemente en su manta blanca.
Debía estar cansada después de esperarlo tanto tiempo.
Parecía que ni el rugido del trueno la despertaría.
Se acercó para arroparla. Sus ojos se suavizaron y pasó su pulgar por su labio. El contacto hizo que su sangre hirviera en sus venas. Rápidamente se acostó a su lado y sus manos se deslizaron bajo la manta, recorriendo desde su cadera hasta su cintura y subiendo hasta su pecho. La miró, con una expresión indescifrable, y suavemente tomó su seno.
En su garganta, Dylan escuchó un leve gemido angustiado.