—¡UROOOOOAAAHHHH! —El rugido de Dagon sacudió los cielos y atemorizó la tierra. Su grito emergió de lo más profundo de sus pulmones bestiales, y su cuerpo se sacudió violentamente al liberarlo todo.
La saliva salió bailando de su boca abierta mientras este eco estallaba, y los escombros circundantes, incluso el suelo bajo sus pies, se dispersaron y aplastaron, solo por la presión.
En cuestión de segundos, Dagon se encontraba en el centro de un masivo cráter de su propia creación; uno que se extendía cientos de metros.
Luego, dirigió su atención al ser que se encontraba en lo alto del cielo.
Desde hace un tiempo, Dagon había estado distraído —no, retenido— por dos cosas importantes que causaron que sus movimientos parecieran lentos y sin ninguna precisión.
Una era su instinto de matar al Domador.