El hombre alado se sentaba en el borde del acantilado como siempre lo hacía, mirando hacia los valles en la lejanía.
Estos valles siempre poseían una belleza encantadora para él, una que lo mantenía regresando a este mismo lugar una y otra vez hasta que se convirtió en el lugar donde pasaría la mayoría de sus días y noches, y nunca se cansaba ni aburría de la vista.
Esta vez, sin embargo, no era como las otras. En esta ocasión, ni los valles ondulantes que yacían más adelante ni los prados de flores venenosas podían brindar ningún tipo de emoción o apaciguar al hombre alado.
Esa belleza que a menudo había visto tampoco se encontraba en ningún lugar, no había belleza en nada cuando la ira se agitaba dentro de su corazón, retorciéndose peligrosamente, buscando una salida para desatarse.
Más que una expresión melancólica o calmada como usualmente se encontraría en el hombre alado, había en cambio trazas de agitación en su expresión, especialmente en sus ojos.