Tranquilo y seguro. El señor Raimundo Silva se encargaría de llevar a cabo el encuentro con aquel hombre de doctrina comunista. Estaba ansioso. No por el hecho de recibirlo, sino por esa inquietud de humano inseguro de poder llegar a mi meta.
Tomo nota en el hall del hotel. Un letrero dice: café da manha – de 7 á 10 horas.
Un café, azúcar para no entrar en un golpe de gastritis. El café negro es un potente herbicida intestinal propenso a una úlcera. Aunque la edad todavía me ayuda. No obstante, hay que ser agradecido de poder degustar todo tipo de comidas exóticas que otros cuerpos, otros sistemas digestivos, no tolerarían. Nuestro cuerpo es frágil. Una máquina taylorista de los tiempos modernos. Constantemente trabajando.
Puede que del estudio de la anatomía humana haya nacido la Revolución Industrial, y con ello las ideologías.
Un bolo (torta de crema) para degustar. Junto al café con tres cucharadas de azúcar.
Desde el hall central de la sala un vidrio grande nos separa de la Rua Dos Camoes en el cual el hotel se encuentra.
Enfrente, del otro lado de la calle, se ve a aquel hombre ya mencionado en ocasiones anteriores con sombrero y saco negro. Tiene bigote. Ojos color marrón. Mirada de piedra. Pequeño de contextura física.
Observa cada tanto en sentido al hotel. En dirección al hall central. No parece el típico agente de Salazar. Incluso hay dos policías que también observan para este sector de la calle.
Uno de ellos conversa con el otro. Luego de verificar unos términos, deciden. Uno tan alto como el otro. Pelo negro corto. El bajo es rubio de ojos claros. El pequeño asiente ante un dicho del otro agente y se dirige hasta el hotel.
Camina a paso lento. El otro oficial observa. El hombre de sombrero también se propone la misma función. Saca de su bolsillo un paquete de cigarrillos. Finamente con el dedo pulgar e índice toma uno, y lo lleva a la boca con una gran calada orientando el humo del tabaco hacia su lado derecho. Continúa su posición de centinela.
El oficial bajo de cabello rubio está del otro lado de la vereda. Se posiciona e ingresa a la puerta central del hotel.
Recorre unos metros hasta dar con el encargado de llaves. Cruzan unas palabras en un ir y venir.
Ambos sujetos me observan. Siguen hablando. El encargado toma su libro de ingresos y muestra al oficial la nómina de ingresantes del hotel.
Lo cierra, y devuelve a su sector. El oficial da dos pasos atrás, y recorre el hall al living de desayunos. Se detiene al lado mío como sabueso.
–¡Señor! ¡Espere un minuto!
–Buenos días, oficial (trato la cordialidad que de seguro este hombre olvidó hace tiempo para aparentar agresividad).
–Preciso que me deje su identificación y pasaporte. Extranjero, ¿no?
Por suerte tenía a mano mi cartera, con la documentación requerida por el oficial de guardia de calle.
–Aquí tiene, oficial. ¿Algún problema?
–¡Nada grave! Solo controles de rutina.
El sabueso de gorra toma nota en un cuadernillo de mis datos de identidad.
–¿Motivo de viaje, señor?
–¡Vacaciones!
–¿Gusta del Viejo Continente?
–Me agrada. Es algo diferente a lo que se puede admirar en Sudamérica.
–Bien. ¿Conoce las normas en el país?
–Conozco, sí. Ser turista da lugar a curiosidad.
El sabueso maligno frunció el ceño. No debí decir curiosidad. Es una palabra nefasta en una etapa de irradiación de sangre. Denota investigar. Y los tiburones huelen la sangre. Tanto que se dividen en grupos de caza. La investigación es una fetidez. Y con ello la verdad de resolver lo que la organización tiene tras sus manos sucias.
–Todo en orden, señor, le devuelvo sus documentos.
–¡Gracias!
–Que tenga buen día, buena estadía en el país, y ande con precaución.
–Gracias. Lo tendré en cuenta.
El agente dió un paso atrás y se fue lentamente hasta la puerta central saludando con un ademán facial al encargado de llaves.
En pocos minutos estaba fuera, y en pocos minutos cruzaría la calle para comentar a su compañero. Los dos tomaron rumbo ahora tal vez a molestar con datos a otro personaje transeúnte.
Esta era una prueba de lo que sería Lisboa, y la búsqueda de José y Pessoa. Debía cuidarme, no sabía qué pasaría en adelante. No era muy distinta Portugal
de la Argentina en ese sentido. Control, documentos, allanamientos. Y mucha precaución por donde se pisa. Son campos minados. Un paso en falso, y la nueva Inquisición estará ahí para interrogar de ser posible con cualquier método de decir la verdad. Todo un proceso.
Saco mi libro de poemas e historias. Algunas tienen los ejemplares de Ricardo Reis, el médico; otros de Alberto Caeiro, el poeta filósofo, y otros de Álvaro Campos, el ingeniero. Y así nuestro mago se multiplicó como Dios en la sagrada Biblia decía multiplicaos. Pessoa logró parir mil hijos de su cabeza. Cada uno. Una vida. Un sueño. Un objetivo. Y la magia de este brujo proviene de su cerebro.
El maestro dice:
… Tengo el deber de encerrarme en la casa de mi espíritu y trabajar cuanto pueda y en todo cuanto pueda para el progreso de la civilización y el ensanchamiento de la conciencia de la humanidad.
Este hombre fue una persona completa en sus sentidos. Un escritor que se autodefinía como individualista, y enemigo de la mediocridad.
Un dato interesante: la revista Orpheu, de carácter vanguardista en la literatura y
el arte, fundada por el propio Pessoa. Tres ediciones (solo dos vieron la luz), y un régimen conservador que estuvo en desacuerdo por la información que en esos tiempos se compartía. Tener un periódico sea el tema que fuese dará lugar a preguntarse uno mismo sobre muchas cuestiones de este mundo, entre ellas religiosas e ideológicas.
Hasta en sus últimos años, su mirada antifascista en la génesis de Salazar. Con la mediocridad intelectual que se vendría.
Sigo leyendo. Sus restos están en el monasterio de los Jerónimos de Belem. Nuestro poeta tuvo una novia, Ophelia Queiroz, a la cual creó un personaje llamado Ferdinand Personne. Lo extraño es por qué la dejó. Ese personaje era el vivo retrato de nuestro poeta. Es el amor que siente una dama hacia un hombre el crear un heterónomo.
Las fuentes son claras, hubo un único amor para don Fernando y fue Ofelia. Allá por los años 20. Una dama de unos diecinueve años buscaba trabajo y justo qué mejor que caer en la empresa de taladros del primo de Pessoa. La casualidad fue participe al juntarlos, Fernando venía de un velorio todo de negro con los pantalones metidos en las polainas.
Una risa de ella sobre el escritor y todo comenzó. Su primo tomó la entrevista y Fernando posaba con una sonrisa de quien está enamorado. Ya en su mente los poemas que le dedicaría daban lumbre.
Ella diecinueve, él treinta y uno. Eran el uno para el otro.
Pessoa aprovechó el momento. A los tres días ingresó a la empresa, y nuestro galán estaría ahí para darle los primeros pasos en el empleo administrativo.
Pasó el tiempo. Y un día Pessoa resolvió ir por su oficina, y dejó una nota. Ofelia sabía de antemano que algo iba a ocurrir, y ocurrió. Pessoa el celoso, como decía ella, se le declaró como un shakesperiano Hamlet para su Ophelia. Un beso apasionado de él a ella. Luego un tiempo de espera. El amor valió cartas y cartas. Poemas tras poemas. Regalo por regalo con bromas y botas. El tiempo de espera fue eso. Él no quería casarse como tampoco conocer a sus suegros. Nueve. Nueve maravillosos meses, y luego… el mensaje de adiós.
Mi destino pertenece a otras leyes, cuya existencia la pequeña, así fue como Pessoa se expresó en una carta. Todas eran cartas. Calculo que era algo común en esos tiempos.
Fernando dió por terminado lo que él comenzó con un beso fugaz. La figura del hombre con sombrero y gafas no estaba en sus cabales, incluso él mencionaba que debería terminar en un manicomio, él realmente sentía que debía ir al hospicio por su salud mental de genio desequilibrado. ¿Pero terminar en un lugar así? ¿Un sanatorio mental? No obstante, el destino quiso otro relato para su vida.
Nueve años pasarían. Ellos no se olvidaron y volvieron. Tan solo cuatro meses. Pessoa creía que no la haría feliz y su ímpetu por escribir terminó todo. Las cartas iban a nombre de Alberto Caeiro. Ni siquiera Pessoa tenía el valor para con Ofelia de decirle lo que sentía. Él murió y ella al poco tiempo se casó.
Tal vez el aguardiente tuvo sello de despedida ante los últimos momentos entre ellos.
Ofelia:
… era una persona muy especial. Todo en su manera de ser, de sentir, incluso de vestir era especial. Pero a esas alturas yo igual no me daba mucha cuenta de eso porque estaba enamorada. Su sensibilidad, su ternura, su timidez, sus excentricidades, en el fondo, me encantaban.
Ese era el Pessoa enamorado diciendo a Ofelia:
… El amor es una compañía.
Ya no sé andar solo por los caminos, Porque ya no puedo andar solo.
… Pessoa ya no podía andar solo con su poesía y el ocultismo, la masonería y rosacruz dieron un significado diferente. Pero el amor. ¡Ah! Eso sí es brujería extrema y él lo sabía. De amor vivimos, y de amor morimos. Una daga en ella, un
doble filo. De todas formas, nos cortará. Saldremos lastimados. Don Fernando era consciente. La pobre Ofelia a pesar de un nuevo matrimonio quizás no era la misma luego de haber conocido al poeta.
Y las lenguas antiguas hablan de que sus manos como vientre materno dieron vida al poema universal con el secreto de la creación, las lenguas, y por qué venimos a este mundo. A lo mejor Pessoa compenetrado en la magia negra llegó al extremo, y mintió para Ofelia. No puedo entrar en tu vida. Soy un perdedor y tu familia no lo tolerará, y yo quiero dedicar mi vida a esto.
Fernando usó la vieja excusa para que Ofelia no entrara en ese círculo demoníaco y resultase dañada. Ha pasado tiempo. Nada se sabe a ciencia cierta de ese poema. Solo leyendas. Nada más. Creadas por locos que perdieron el juicio por amor, pienso.
Y ahora de Pessoa solo resta una historia más de un escritor poeta que fallece. Su vida fue delimitada tanto más así y toda esa cirrosis hepática le puso fin a su obra, no así con un último canto que fue el libro del desasosiego bajo su alter ego, Bernardo Soares. Un réquiem de sufrimiento del propio escritor. Tanto sufrimiento. Por eso por lo que será que su fantasma no descansa allá por las calles de Lisboa. Y solo algunos intrépidos lograron verlo de casualidad.
Por leer sus obras no logré encontrar nada llamativo de él, no hay mucho más que cartas, anécdotas, poemas. Variado, sí; innovador, no.
Esas son todas mis fuentes del personaje más emblemático que exista.
¿Cómo supe de él? Tendré que retroceder un tiempo atrás, no mucho. Como profesor de Historia en épocas de universidad, leíamos novelas. Las novelas son la mejor recreación de la historia y el punto fue fascinarme por las obras de muchos autores. Dante y su Divina Comedia, Hemingway y ese Adiós a las armas, o Scott Fitzgerald con el Gran Gatsby, William Faulkner y esas Palmeras salvajes. Y el libro del desasosiego de Fernando Pessoa. A nivel de poesía seguía los pasos de Oliverio Girondo.
Mi mentor, don Amancio Cuartas, me encontró escondido un día de verano en la Biblioteca Nacional. Allá por entonces era un entusiasta en la era de gobiernos de facto. Las democracias en la Argentina no son una forma de vida que se quiera.
–¿Cómo le va, alumno César? –siempre me decía así don Amancio.
–Profesor, qué gusto verlo. ¿Qué lo trae por aquí?
–Como dice un amigo, siempre es levemente siniestro volver a los lugares que son testigo de un instante de perfección y aquí se aloja ella. ¿Y usted?
–Leyendo un poco. Este recinto ayuda.
–¡Fernando Pessoa! ¿El libro del desasosiego?
–Sí, lo encontré no hace mucho tiempo.
–Usted sabe que el empleo de leer al tal portugués (gran poeta, escritor, ocultista) conlleva un esfuerzo como una Biblia recién comenzada.
–La verdad no conozco mucho de su historia.
–Sus poemas encerraban a través de sus personas historias, alegrías, tristezas, mensajes.
–Me quieren casado, fútil y cotidiano, menciona uno de ellos.
–Es un poema de él.
–Es un mensaje a la sociedad conservadora. Aquella donde todo se estructura de tal forma que el único remedio es resignarse a uno mismo.
–Lo voy a leer.
–Hay mucho de este hombre. Su amor, su revista. Él expresa lo burdo de la sociedad, y de él. Todos miramos a lo lejos. Vemos algo. Lo anhelamos y nuestro deber es alcanzar eso que vemos, para que no quede en la nada.
–En verdad, me atrae ese pensamiento nostálgico de vida.
–Él dice: entre el árbol y el verlo dónde está el sueño.
–Mmm, ¡no entendí, profesor!
–¡Ja, ja, ja! No se preocupe, alumno, muchos no entienden. No porque no sean inteligentes, sino porque corresponde a un verbo: madurar, que se gana con los años y la tolerancia. No veas el árbol. Hay algo más allá de él. Es un arte abstracto con mensaje.
–¿Cómo cuál?
–Pessoa era un hombre afincado a las artes esotéricas. Cada poema puede dar una razón oculta.
–¡Usted sabe mucho! –asombrado le digo.
–Mi alumno. Hace tiempo que he leído al poeta, pero solo como un hobby perdido en la nada en tiempos libres. Me dedico más a indagar si mi perro tiene su plato de comida y mi mujer todavía se contenta con las flores que le llevo los viernes.
–Ja, ja, me parece muy bien, profesor.
–El tal poeta. Dicen mucho que dejó en su obra inédita un poema que él mencionaba a sus allegados y posee los secretos del universo. Unos versos. Que hablan de la antigua alquimia, de dónde venimos, y de Dios. Nadie lo encontró nunca. Se dice que Pessoa estaba un poco chiflado y solo hablaba a través de sus papeles con heterónimos. Hombres falsos. Un tal Antônio Moura. Que según su
historia terminó en el hospicio de Cascais, Portugal, y era su creador. Pero también se piensa que son solo mentiras. Son solo heterónomos y nada más.
–Es muy intrigante la vida de él.
–Lo es, querido alumno, lo es. No se saber si esa curva del puente es la curva del horizonte…, brazo sin cuerpo blandiendo un gladio.
–Perfecto, profesor.
–Mi querido. Voy a dedicarme a la búsqueda del libro que estaba queriendo leer. Rayuela, de Julio Cortázar. Ese escritor es muy bueno. Y no he leído nada de él, y de paso otros autores célebres. Últimamente leo demasiado.
–Me lo han mencionado. Hace un par de años que salió esa obra. ¿Viene a retirarla?
–Sí, me la facilitan en préstamo. Me conocen, ¿sabe?
–Puede interceder por mí, quisiera llevarme algunos textos de Pessoa.
–No se preocupe, alumno, le pasaré el material que precisa. Tengo bastante de este hombre, y hablaré por usted aquí para que se lo otorguen en préstamo si es posible.
–Muchas gracias, profesor.
–Un gusto, alumno.
Me despido, y medito sobre la charla.
Don Amancio se retira en búsqueda de la bibliotecaria a fin de consultar sobre
Rayuela, y con inquietud varias obras de Borges, y algunos héroes y tumbas.
Entre el que vive y la vida. ¿Hacia qué lado va el río? Dice el fragmento de brazo sin cuerpo blandiendo un gladio. A partir de ese momento fue donde me interesé por este escritor y poeta. Don Amancio me proveyó de material sustancial, y pude leer su obra editada. No era mucha, pero era algo. Me formé como profesor de Historia. Sin aún dar mi tesis. Trabajé un tiempo como docente, aunque el salario no era bueno, y luego conseguí trabajo en una editorial. La paga era dentro de todo mejor para quien goza de la clase media– baja. Hasta que llegó un punto en que quería vivir para mí, encontrar misterios, explorar y el tal Pessoa sería la llave para esa resolución que tomaría. Dejé mi trabajo como lo han hecho muchos, entre ellos Henry Miller. No quiero trabajar toda la vida para otro por el momento. Se lo había comentado a mi amigo Rodolfo. El periodista podría conseguirme trabajo, pero me negué. Es hora de viajar ¿y adónde más? Portugal, vamos por los pasos de Pessoa.
Amancio me dijo que la verdad está del otro lado de la puerta. Vemos el orificio
de la cerradura y nos intriga, pero nadie absolutamente nadie se atreve a abrir la puerta. Muchos por desilusión, pérdida de tiempo o miedo.
No me importa, estoy decidido a encontrar ese poema. Aunque sea como la antigua ciudad de oro de los césares perdida en la Patagonia, o el Dorado del norte de América Latina. Y fue así como resolví viajar. Y acá estoy en otra patria, otra lengua hermana de una nación vecina, hija de Portugal, como nosotros hijos de España.
Ya he recordado demasiado. He mencionado demasiado.
Mis pesadumbres se hacen grandes, y grandes son mis sueños.
Y mi espíritu duerme dentro de ellos, bifurcándose por el cosmos De ese mundo ficticio que en mí pretende ser.
Voy por más, y sigo el río que de aguas calmas por ahora Me recibe, me respeta hasta cuándo.
Voy por más, y sigo soñando.
El desayuno ya ha acabado, la taza de café está vacía y guardo todos mis apuntes y libros en mi bolso. Son solo resúmenes escuetos. De vez en cuando precisamos viajar al pasado para recordar algunas imágenes puntillosas de nosotros, y nuestro alrededor. Será por eso por lo que intento en ocasiones escribir poesía. No tan bella, pero tan realista. Me levanto de la mesa y me dispongo a ir a mi cuarto, a mudar de ropa. Unos jeans, zapatillas, y una remera de mangas cortas. La urbe tiene un pleno sol. El agua dejó de caer del cielo. Armo un bolso con los resúmenes, y el apuntador, fiel libreta en la cual las notas surgen en mi cabeza, como dudas, incertidumbres. También paisajes salen de ese observar rotundo, y personajes. Todo lo que pueda documentar hasta dar con él.
Espero también de aquí a unos días poder llamar al señor Raimundo Silva. Si él tiene novedades será espléndido, no por eso dejaré de seguir investigando. Lisboa es una bella ciudad, y me agrada su estilo, tal vez elija quedarme. Buscar un trabajo discreto, una mujer. La Venus de las flores sería ideal para mí. Vivir junto con ella una aventura de amor, tener unos hijos, y llevarlos por el río Tajo. Escribir mis memorias y cómo revelé el enigma del poema de Pessoa que posee los secretos del universo, de Dios, y de las lenguas. Ahora es hora de salir, pero me quedo unos segundos en la ventana. La belleza del conglomerado de casas y edificios me deja paralizado en un espacio de tiempo.
Paréntesis de quien se haya en plena meditación…
… ahora Armando César observa la ventana que de su habitación da al Atlántico, revisa pieza por pieza todo el barrio de Alfama en las cercanías aledañas del Tajo y siente la extraña sensación de desazón que no es otra cosa que anhelo. No intentes descifrar lo que no podemos vislumbrar, no lo intentes, una
voz acallada y sumisa se expresa. El hipnotizado sigue mirando hacia los alrededores.
Hay una sola ventana cerrada y todo el mundo afuera
Y un sueño de lo que se podría ver si la ventana se abriese, Que nunca es lo que se ve cuando se abre la ventana.
ALBERTO CAEIRO
Armando se queda un largo y tendido lapso inquebrantable observando y la ventana en su esplendor sigue ahí abierta como portal Vorterix para el ojo humano, no así para la mente. Del otro lado solo hay un espacio que lograr interpretar.
Y ahora se dice para sí mismo: Y acá estoy solo, viendo hacia qué lado va el río.
Ahora solo resta salir un poco por las calles, ir por el camino y sus curvas y continuar mi designio que yo mismo me impuse. Mi camino…
Salgo del cuarto del hotel, desciendo por las escaleras y saludo al encargado de llaves. Este hombre siempre me guiña un ojo como accesorio de su saludo.
Abro la puerta de cara a las afueras del hotel, para salir. Ahora voy nuevamente a las calles por la Rua Dos Camoes. La ciudad en su trascendental tranquilidad no deja de ser tan indómita y como el cielo soleado. Me dirijo al puesto de flores a ver a la Venus de la cual no sé su nombre, no importa, aunque debería preguntarle. El nombre dice mucho sobre una persona. No tendré las noticias que preciso, por lo tanto me vuelco a ser un turista.
El barrio Alfama tan pintoresco como de costumbre me recibe.
Estoy cerca de la avenida Infante Don Enrique. Me gusta ver el Tajo tan calmo, no es el Río de la Plata. Ellos son diferentes. Uno largo, el otro ancho. Uno tan tranquilo, y el otro tan áspero. Uno con sus aguas celestes, y el otro con sus aguas marrones. Los quiero a ambos. Los ríos son una atracción que uno tiene, será porque recorren decididos un trayecto sin importar lo que suceda. No se detienen nunca. Siempre cumplen su destino y sus objetivos. Y de tanto aspirar las aguas, de improviso el Tajo en sus olas, comienzan a sentirse sonidos de alguna sirena que intempestivamente llama la atención con algún mensaje en clave que solo la naturaleza entiende al ritmo de las especies marinas que por ahí habitan. Es aconsejable hacer caso omiso de sus cantos como Odiseo en su Odisea. Tal vez esta sea mi odisea.
Doy con la plaza (Praça do Comercio) donde alguna vez fue el palacio real destruido por terremotos, lo que dio lugar a la construcción de arcos gigantes para dar ingreso desde el Tajo. Un monumento ecuestre en su plaza central de José I de Portugal, quien sufría de claustrofobia y abandonó su residencia en el
barrio de Belém. Los arcos tienen en sus paredes las miradas de muchos lisboetas. Un alegre alboroto de muchos turistas que recorren y me mimetizo en uno de ellos. Percibo un aire negativo cerca de mis espaldas. Mínimamente visualizo que desde muy lejos el hombre del sombrero y saco sigue mis pasos. Un cigarrillo en sus labios sin soltar y chimenea de humeante. Algo ocurre. Tal vez quieran que dé con el tal Sarachago por su vinculación con el Partido Comunista. De entre tanta gente un grupo de guardias redoblan al compás de sus pasos amontonando sus filas en una única facción parecida a la vieja tortuga de combate romana. Notaba la cantidad de dinero que pudieron despilfarrar en la Antigüedad los reyes portugueses en tanta fachada, lo que revelaría un desgaste de déficit público desde la Edad Media hasta nuestros días.
Salgo de ese radio de gente cerca de la Praça do Comercio. Muchos policías van y vienen haciendo sus guardias. Y la tortuga romana ahora se disipa. No son momentos de júbilo en estos lugares. Si lo sabré yo, desde aquel país de tierras fértiles. Hermosa provincia, hermosa ciudad, hermosa patria. Acelero los pasos de mis pies, y me pierdo en alguna calle cerrada de Rua Sao Pedro, luego modifico mi andar y voy por una intersección cerca del museo judaico de Lisboa.
Sigo mi andar, cada vez más acelerado. El hombre de sombrero y saco desaparece de la vista. Y retomo por la Rua da Regueira. Y luego Rua de Guilherme Braga. Conozco casi gran parte de este sitio.
Lo perdí por suerte, no obstante, los policías van alertados, una pequeña manifestación de estudiantes en la zona, clamando por derechos básicos. No da lugar a pormenores.
Ahora busco la florería. Lisboa es un laberinto muy diferente a Buenos Aires. Aquí nacen y mueren las curvas. Y no hay retorno sino por otros sectores. Hay muchos puestos en el barrio. Comercios de fruta y verduras. Mangos, bananas, manzanas, repollos, lechugas, tomates y muchos otros comestibles en otro negocio compartido. Un señor viejo de barba blanca. Camisa marrón y pantalones de tirantes, una boina de los años treinta se puede apreciar. El tipo se encuentra en pleno descanso y habla un portugués un tanto cerrado y bajo con una señora que tiene otro negocio unos metros más adelante. Pan casero, y alguna que otras tortas de dulce. La señora me ve, y ofrece con voz aguda una porción a precio módico. Le compro la porción mientras me da un poco de charla sobre las inmoralidades de la gente de mi edad. De modo que me reverenciaba por ser tan elegante en mi atuendo, maldiciendo a su hijo por no guardar en sí la inteligencia propia del estudio. No le comento más que sobre los dramas de la vida, en tanto le explico que soy extranjero. Mi portugués no es
nativo, por lo que inmediatamente reluce mi estilo de aficionado en la "lingua portuguesa". Una despedida, engullendo parte del trozo de pastel. En línea recta un carro de bebidas ideal para conseguir una botella de agua. Otros negocios en adelante como puestos callejeros. Me detengo ante una sensación de extraviarme y pregunto a un chatarrero que va con un carro impulsado por un caballo con bozal; gordo, peludo, y gastado por el tiempo de un trabajo tan pesado como la existencia humana que lleva encima. Con sus indicaciones retomo.
Afortunadamente la memoria visual me ayuda junto al mapa de turistas de la ciudad. Logro llegar a la florería. Cerca, un puesto de pescadería relativamente nuevo que hace su propaganda. Pescado barato, ¡compre su pescado barato!
La Venus me ve, y me saluda con una sonrisa.
–¿Qué tal, mi buen señor latino? ¡Esta vez lo veo tan radiante! (Que me pierdo en ella).
–¡Muchas gracias!, no suelo ser de este tipo de personas, pero gracias de todas formas.
–¡No!, de nada. Estoy aquí como todas las mañanas.
–Vine especialmente a preguntar si tal vez quisiese cenar conmigo esta noche.
–Mire usted, ya le dije, no suelo salir con desconocidos.
–Perdón, no quise ser un importunado. Ella entró en risa.
–No se lo decía en serio. Claro que no tengo problema. Usted me parece una buena persona. Creo que puedo confiar en un extraño con modales y ojos atentos. Mi madre dice que los ojos atentos hablan por sí solos. Y los suyos me inspiran tranquilidad.
–Ja, ja. Bien jugado por usted –y reí con ella.
–Pero podemos quedar a las siete y treinta, si le parece.
–¡Seguro!
–Más tarde sería complicado. Usted sabe que bajo el régimen no son normales las salidas nocturnas. Y si las admite son incómodas.
–Por favor, no quiero que haya problemas. Siete y treinta estaré en su domicilio, ¿o le parece mejor un lugar de encuentro?
–Creo mejor un lugar de encuentro. Conozco un restaurante muy bueno por aquí, cerca de la avenida Infante Don Enrique. A cocinha do Lisboa. En él se suelen servir excelentes platos de menús en relación con pescados y mariscos. Y
un buen vino.
–Las mujeres portuguesas sí que saben de estos asuntos. Ambos compartimos las carcajadas del sentido del humor.
–Es que nuestro país tiene una muy buena base de vinos.
–En mi país también. Ciertas regiones suelen tener cosechas de una calidad muy buena, aunque admito, señorita, que no soy muy buen tomador de vino.
–No se preocupe, tampoco lo soy, pero me gusta el sabor de una copa a mitad de camino y el olor a flores en buena compañía.
–Delo por hecho. Este es mi número de teléfono, por si surge algún imprevisto. Corresponde al Hotel en el cual me encuentro hospedado. Esta cerca de por aquí.
–Perfecto, le pasaré el mío.
–¿Sabe nunca le pregunté su nombre?
–Y yo tampoco.
–Armando César, ¡para servirle!
–Mirari Da Gracia.
–¿Mirari?
–¡Sí! Es extraño, ¿no? Es una variante que tenemos aquí de milagros. Mi madre me lo dio diciendo que era un milagro el que haya llegado al mundo.
–¿Por qué? –dije extrañado.
–Porque su parto fue muy difícil, y parecía que todo iba a salir mal. Llegar al mundo sin vida por complicaciones de gestación.
–¡Qué terrible!, pero por suerte fue para bien.
–Sí, y aquí estoy de milagro.
–Es un hermoso nombre, y especial. El nombre nos marca.
–¡Es verdad! ¿Y el suyo?
–¿Mi nombre?, me fue dado por mi padre. Significa el que es guerrero.
–Qué bello, ¿y usted es digno de él?
–Supongo que sí. A lo mejor mi padre sabía de antemano que mi vida podría ser dura, y que mis huesos soldarían con cada combate, y por eso me lo dio.
–Un guerrero nunca se rinde, dicen las lenguas.
–Es verdad, y los milagros en ellos siempre ocurren. Ella sonrió. Parece que siempre sonríe y es agradable.
Antes le decía la Venus de las flores. Ahora le diré: Milagro Das Flores.
–Mirari, entonces le parece hoy para el horario pactado.
–Perfecto.
Tuvimos una buena conversación. Unos momentos transcurrieron, y como sin querer vi al hombre de sombrero, y saco, por lo que decidí despedirme de Milagros Das Flores.
No quería que ella se mezclase con ese hombre. Todavía no conozco las
intenciones, pero me sigue como una garrapata hambrienta y realmente incomoda mis sentidos.
Seguí mis pasos hacia la Rua Cruces da Sè y desvié en la Rua Travessa Dos Machados. Se me apetecía un almuerzo ya casi llegado el mediodía. Algo liviano para seguir mi trayectoria. Por lo que ingresé a un restaurante de la zona. Pedí un agua natural y leitao un plato típico con carne de cerdo. Trozos de cerdo con almejas y castañas. No tenía hambre, pero al recibir ese plato quedé fascinado. Y me insumí a las costumbres de la gastronomía de Portugal. No me importaba que alguien me siguiera, quería deleitarme con ese fetiche mágico de manjares de los lusitanos.
Probaba trozo por trozo la carne de cerdo. El mozo que me recomendó el plato me había anticipado que a los portugueses les encanta la carne de cerdo. Pedí el plato junto a un pequeño plato como guarnición de feijoada. En Brasil, en Río de Janeiro tuve la oportunidad de probar este manjar que tanta delicia da, a pesar de tener un color amarronado y fuerte y parecer un engrudo.
Continué mi negocio. Pedí otra botella pequeña de agua. Y terminé mis placeres culinarios con un postre, una porción de pastel de nata y el típico café. Ahora podríamos decir que estábamos preparados.
Me quedé un buen tiempo haciendo el proceso digestivo adecuado antes de largarme a las calles. Un café y leyendo el periódico Correio da manha. El país se estabiliza económicamente. La policía logra detener a grupo de malhechores creando disturbios. Fuerte sismo en el norte del país. No hay heridos. Crece la tensión entre Estados Unidos y la URSS. Posible lanzamiento de la Guerra Fría. La llegada del hombre al espacio es un hecho para la nación norteamericana. The Beatles sigue sus disputas y los rumores de la separación de los cuatro de Liverpool se aplacan con algún disco, o un producto del principio de un final.
Más, y más noticias del diario popular de Lisboa.
Sigo mi lectura. Pero no hay mucho que este diario pueda contar.
Pago la cuenta en dólares, ya que noto que no me quedan escudos (moneda nacional de Portugal). El mozo inmediatamente me otorga cambio de una manera muy amable. Todos somos amigos. Recuerdo las palabras de Raimundo Silva.
Nuevamente a las calles de la ciudad.
Realizo unas compras en una librería cercana y para matar el tiempo me instalo en alguna plaza de la ciudad a descansar. En ella me insumo en el sueño mientras el pasto tibio se tambalea ante la brisa del más mínimo viento que viene del Tajo. En un sueño me vi a mí mismo, ahora charlando con el mismísimo Fernando
Pessoa
–Maestro, ¡qué gusto conocerlo!
–El gusto es de mi agrado, señor César.
–Qué raro verlo en esta situación. Dentro de un letargo propio del cansancio.
–Puede verme en muchas. Es su sueño. Usted elige.
–Estoy tras sus pasos.
–Tanto lo han estado. Pero no lo culpo. Quieren lo que no pueden y no entienden.
–¿No entienden?
–Ustedes buscan lo imposible. Son fanáticos del misterio.
–Tal misterio lo vale.
–No para mí. Ni siquiera saben si existe. Es una fantasía. Como la legión IX de Hispania.
–La legión que desapareció en Britania. Fue vencida.
–No, ¿o sí? Esa legión tal vez nunca existió y ustedes todavía siguen cultivando con pistas.
–Puede que tenga razón, maestro. ¿Pero y usted?
–¿Yo? No soy ningún misterio. Soy un hombre que coexistió con el tormento.
¿Sabe lo que significa eso? Respirar el infortunio.
–Usted no vivió atormentado.
–¿No recuerda el poema El poeta es un fingidor?
–¿Finge tan completamente que hasta finge que es dolor?
–Exacto. No abandone su búsqueda, señor. Al final tendrá mérito y recompensa. Y me hará un gran favor.
–¿Qué favor?
–Ya lo sabrá.
Así en la vida se nos introduce, Distrayendo a la razón…
Un golpeteo de luz del sol cayendo me despierta. El sueño ha terminado. Soñar con el mismísimo Pessoa debe ser producto de estar tan involucrado que no me di cuenta de tal hecho. Él me pedirá algo y habrá recompensa.
Me incorporo. Observo el horario. Me percato de que se está haciendo tarde para mi encuentro con Milagros Das Flores. Me apuro para llegar al hotel, tomo la vía más rápida. Ya no figura entre los faroles de las veredas el hombre de sombrero y saco.
Se debe haber cansado de tanto andar siguiendo mis pasos que sin rumbo van. Por el momento. Llego al hotel, saludo con un gesto con la mano izquierda,
tomo las escaleras para llegar a mi cuarto. Al abrir la puerta arrojo el bolso, y voy directo al baño para darme una ducha acelerada.
Una ropa discreta y algo simple para una noche que se volvía fría. Unos jeans, zapatos negros, camisa a cuadros y un sobretodo. No tuve en mente traer tanta ropa desde Buenos Aires. No tuve en mente la idea de tener una cita con una bella mujer. Las casualidades ocurren.
Un poco de colonia, para mantener el olor a pulcritud y con el aroma modificar la situación si es posible. Y listo para el encuentro con ella. Milagros Das Flores. La mujer a la que llamaba Venus de las flores. La mujer que trabaja en un puesto de flores.
Desciendo veloz por las escaleras. Vuelvo a saludar al encargado de llaves. Y salgo raudo por la ya conocida Rua dos Camoes, para llegar a la reunión con ella. Llego a la avenida Don Enrique Infantes justo donde Milagros Das Flores me había indicado. Restaurante a cocinha do Lisboa. Son siete y treinta pasadas. Y por mi tardanza de cinco a diez minutos calculo que puede llegar a existir una suerte de enfado. Nunca se debe dejar esperando a una dama.
Ingresé al restaurante, y para mi sorpresa ella no había llegado. Tomé la mesa cercana al sector que da justo al río Tajo. Me pareció el más indicado. Esperé un buen rato, mientras solicité al mozo un vaso de agua ante la agitación de llegar tarde a la cita.
Esperé y esperé. Llegadas las ocho ella se hizo presente con una sonrisa, y un gesto de perdón por el retraso. Ingresó al restaurante y me vio en el sector que da al río.
–Excelente lugar, mis disculpas, Armando, por la tardanza. La florería debía cerrar un poco tarde.
–No te preocupes, para serte sincero también llegué tarde. Los apuros, quedarme dormido en una plaza.
–Suele ocurrir.
El mozo se aproxima nuevamente y nos deja los menús.
–Milagros. Me gusta llamarte así.
–Ja, ja, no hay problema.
–¿Te parece una comida con cerdo? –le espeté de forma irónica.
–Es que todo tiene cerdo.
–Es verdad. Algo de pescado me parece mejor.
–Eso te iba a recomendar, ya que vienes de tan lejos. No puedes no probar los mejores platos de pescado que Portugal puede ofrecer.
De lejos se escucha música. Música fado. Típicas melodías de Portugal.
–¿Qué clase de música es esa?
–Es nuestra música folclórica. Se llama fado. Es como el tango para ustedes.
–Entiendo, suena bastante bien. ¿Quién es la mujer que canta?
–Es Amália Rodrigues.
–¡Tiene una voz muy hermosa!
–Sí, ella es especial en esta música tan melancólica que es el fado portugués.
–Me parece tan parecido al tango en esa melancolía.
–Allá el tango tengo entendido que toma una historia triste, y la voz del cantor se combina de forma perfecta con la música de un bandoneón.
–¡Conoces muy bien del tango!
–Sí, me fascina. Aquí con nuestra música acontece la misma situación con la voz del fado y la guitarra estilo cítara portuguesa.
La música de fado de Amalia se hacía más intensa para plasmar una bella velada con Milagros.
–¿Qué tal si cenamos ameijoas à bolhao pato?
–¿Puedo preguntar qué posee?
–Almejas, con un caldo ligero con aceite de oliva, ajo, vino blanco, limón y pimienta. Es un manjar.
–Me parece perfecto y para beber te cedo la palabra.
–Para beber una buena botella de vino, pensaba en una barca velha.
–Buena idea. Y después un oporto.
–Listo.
Hago un chasquido de dedos llamando al mozo, para hacer nuestro pedido. El fado ahora cambiaba de voz: Ada Castro.
–Sabes, el fado fue y es una música muy querida de este país encerrado en un continente viejo; representa nuestra tristeza desde que los moros invadieron nuestras tierras, y ahora en estas épocas de dictadura y encierro sigue siendo la música popular guardada en las casas.
–Repito que es como el tango.
El tango y el fado. La fatiga del alma.
Amalia decía: amor, celos, ceniza y fuego, dolor y pecado. Todo esto existe; todo esto es triste; todo es fado.
–Y sabes, Armando, el propio Pessoa también escribió sobre el fado: el fado no es alegre ni triste, formó a la esencia portuguesa cuando no existía y deseaba todo sin tener fuerza para desearlo. El fado es la fatiga del alma, fuerte, el mirar de desprecio de Portugal al dios en que creyó y que también abandono.
–En mi querida Buenos Aires, con el tango entre las clases bajas de violines,
bandoneones. La tristeza y las letras como las de Enrique Santos Discépolo.
Aunque te quiebre la vida, aunque te muerda un dolor, No esperes nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor.
Y se me viene el zorzal criollo Carlos Gardel de origen desconocido. Algunos dicen que es francés, otros de Uruguay, naturalizado en mi país. Era la voz más celebre:
Por una cabeza, Metejón de un día De aquella coqueta Y risueña mujer
Que al jurar sonriendo
El amor que está mintiendo.
Quema en una hoguera todo mi querer…
…su boca que besa borra la tristeza, calma la amargura.
–Cantas bien el tango.
–Gracias, quisiera también poder bailarlo.
–No importa, al escucharte me haces pensar que estoy en Buenos Aires
–Gracias, el fado también es bello en tu voz.
Inmediatamente el mozo trae la comida, le pido como un placer si puede poner un poco de tango para matar la nostalgia. El mozo accede con una sonrisa. Y pasa un tema: El día que me quieras para hacer la velada.
Milagro Das Flores sonríe al escuchar la música de Carlos Gardel.
–¿Te gusta? –pregunto.
–Me encanta.
El día que me quieras La rosa que engalana, Se vestirá de fiesta Con su mejor color.
Y al viento las campanas Dirán que ya eres mía, Y locas las fontanas
Se contarán su amor…
En ese instante ella apartó un minuto el plato, un acto que seguí al pie de la letra. Nos miramos tan ampliamente que nos perdimos ambos. Fue cuando me
disfracé del mago Gardel y un beso apasionado no podía faltar mientras el maestro cantaba. Y es que muchos olvidan que a veces ante una dama hay que disfrazarse de ese a quien le pedimos ayuda. Por un momento me olvidé de todo lo que estaba pensado. De las meditaciones amargas de la búsqueda y me trasladé a otra vertiente diferente. Solo ella y solamente ella. El fado, el tango, la música y el amor y yo seguía reverenciándola con tal ímpetu ante la inesperada alteración de la magnífica unión de los labios. Una revelación privilegiada de mí y de ella y nuestra maravillosa realidad.
Sonreímos como dos chicos adolescentes ante el primer beso.
–Gracias –me dice ella.
–No, gracias a ti.
Seguimos cenando. La comida era perfecta. La música de tango ya quedaba atrás y nuevamente el fado hacía su aparición.
–Nombraste a Pessoa en un momento, Milagros.
–Sí, el poeta es muy reconocido. ¿Sabes de él?
–Sí, podría decirte que el motivo de mi viaje es él.
–¿En serio? ¿Pero qué es lo que buscas desde tan lejos?
–Un misterio que me atrae. Un poema y un fantasma.
–Conozco esa historia. Pero nadie lo ha averiguado jamás.
–Es verdad. Tengo que reunirme con unas personas en estos días.
–Cuidado con las reuniones, ellas no traen buenos augurios. Sobre todo, en estos tiempos.
–Lo sé, trato de pasar desapercibido y mimetizarme con los portugueses.
–Si puedo ayudarte, lo haré dispuesta.
–¡No!, agradezco tu buena voluntad. No quiero entrometer a nadie.
Ambos nos quedamos observando la luna menguante reflejada en el río Tajo.
Un largo tiempo hablando, terminamos la cena, el oporto que le daba más picante a esta historia, y un café para cerrar la velada.
Al salir a la Av. Enrique Infante, ella tomó mi mano y caminamos entre besos y abrazos. La acompañé a su casa dispuesta a pasar la noche conmigo.
Cerca de la Rua da Magdalena, ella vivía en una casa, edificio de departamentos con sus claraboyas que me impactaron en mi entrada al puerto. Segundo piso. Entramos, abrió la puerta y me mostró su morada como quien enseña con humildad un viejo mueble gastado. Muchos libros, retratos de la familia y música. Era una mujer actual.
La tomé entre mis brazos y le di un beso apasionado, mientras íbamos quitándonos nuestras ropas, hasta quedar completamente solos de vestimenta.
Observándonos los dos de la mano. Recorriendo la fisonomía de nuestros cuerpos. Sus pechos parecían montañas donde escalar. Sueño de cualquier alpinista. Acaricié cada parte de su cuerpo con mis labios, hasta llegar a su sexo. Luego sus piernas. Ella me tomó por completo, me vio, tomó mi miembro y comenzó a realizar el llamado sexo oral prometido, luego besó parte por parte de mi cuerpo hasta dar con mi boca. Acaricié el sexo de ella y en un acto reflejo la penetración fue posible. Éramos dos en uno. Nuestros corazones juntos. No eran cuerpos, eran dos almas. El ritual del sexo tenía no solo la atracción de la libido que poseen los seres al practicarlo, había algo mucho más fuerte y era la química que sienten esos cuerpos que se atraen fuera de todo lo mencionado. Era un amor puro; limpio de toda contaminación, que solo hace su aparición cuando el pecado de la lujuria termina y fecunda solamente la soledad en una cama con otra persona, debido a que solo se compenetra en una práctica. Aquí no hay práctica, hay una enorme explosión de planetas que se alinearon para chocar y producir una mega galaxia. La sangre hierve en ella, el cariño viaja por cada torrente hasta al núcleo del corazón. Todo alrededor del aire huele el aroma del afecto y este se desplaza hacia las afueras del mundo y da aviso a cada ser animado e inanimado de que dos personas se aman hasta que todo el universo se entera.
Al terminar, ella se durmió abrazándome con su cabeza en mi pecho. Plácidamente sentía su respirar y ella el mío. La verdadera fusión. Y nada podía explicar esa unión que solo el amor sabe cómo tratar.
La ventana semiabierta y la noche que continuaba su rumbo pasajero. No tan fría, y romántica. Nuestras bocas jamás dejaron de desprenderse, y abrazados nos sorprendió la mañana. Juntos como habíamos ingresado y como permaneceríamos.
Al otro día el sol aclaraba la ciudad, irradiando sobre el río con sus rayos. De a poco nos incorporamos, ella acarició con su dedo índice y pulgar mi pelo revuelto. Yo besé su mano. Nos levantamos y desayunamos algo simple, con un té verde oriental de por medio. Ella debía ir a trabajar y yo realizar ese llamado que tanto estaba esperando hacer.
–¿Irás a llamar a tu amigo? –me dice Milagros.
–Sí, veré si tiene buenas noticias.
–No te preocupes. Ojalá puedas encontrar eso que tanto buscas.
–La pasé muy bien contigo, ¿sabes?
–También, tesoro, la pasé muy bien. Solo me lamento que esto no pueda durar.
–Te comprendo. Es que ambos somos de distintos países.
–Y no piensas que luego de terminado el asunto de Pessoa, ¿quieras permanecer
aquí?
–Es que la verdad no sé qué voy a hacer.
–Buenos Aires es muy lejana.
–Y Lisboa también.
–El aire huele a rosas.
–Y tú también
–¿Llevarás mi nombre parece?
–Y tú el mío.
–¿Adónde?
–A lo más profundo de nuestro ser, para nunca olvidarnos el uno del otro.
–Si no fuera por tanto que me da la ciudad, me iría tan lejos como tú te fueras, pero algo me dice que debo esperar.
–El tiempo dirá qué hacer, mientras el olor de las flores no desaparezca.
–Y no desaparecerá.
Nos quedamos mirando a la nada. Ambos sabíamos que esto no podría resultar. Ella me pidió que no volviéramos a vernos, por el bien de los dos. A lo que asentí sin decir palabra, aunque luego me arrepentí. Nos veremos pronto le exclamé y ella sonrió.
Salimos por la Rua Magdalena. Ella en una dirección y yo en la otra. Tomé la primera cabina telefónica que encontré y marqué el número que Raimundo Silva me había dado. Sonó varias veces el timbre del teléfono. Al tercer sonido alguien atendió.
–Hola, sí, ¿quién habla?
–Señor Raimundo, ¡soy Armando!
–Armando, justamente estaba por telefonear debido a la urgencia y no saber si usted me llamaría pronto. Uno no puede esperar.
–¿Sí?
–Sí, tengo noticias de don José Emiliano Sarachago, lo espera hoy a la noche en su casa cerca del castillo de Sao Jorge.
–¡Perfecto!, mi buen amigo.
–Nueve horas, Rua das Cozinhas y Rua do Espíritu Santo, en la esquina él estará mirando por alguna ventana su llegada, alguna rendija de una puerta o solo esté solitario en un callejón oscuro. No puedo saber. Vístase de negro con alguna prenda para la ocasión y cuando alguien le pregunte a usted cuál es su clase social responderá: soy el banquero anarquista.
–Perfecto, pero tiene que ser en código.
–La policía a la noche suele hacer sus pesquisas y no quieren con agrado al
partido opositor. Y en ese sector suelen reunirse. Estimado, debo colgar.
–Gracias, señor Raimundo
–No hay nada que agradecer, somos amigos y los amigos están para eso. Saludó y colgó el auricular del teléfono.
Ahora quedaba dirigirme al hotel y prepararme para la noche.