La voz de Iryz era firme y severa, incluso mientras le establecía a él sus condiciones. Le dejaba ver que no estaba jugando. Él necesitaba saber directamente que sus condiciones nunca eran una broma o algo que debiera tomarse a la ligera.
Ella no iba a cavar su propia tumba permitiéndole quedarse ahora, y luego tener que verlo marcharse cualquier día como y cuando le viniera en gana. Se negaba a ser la que siempre quedaba abandonada. Si él no podía comprometerse a quedarse para siempre, entonces era mejor que se fuera ahora. Eso les ahorraría a ambos futuros dolores de corazón.
—Está bien —dijo él—. Acepto tu condición, Iryz —respondió.