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A: Locke%erasmus@polnet.gov
De: Borommakot@chakri.thai. gov/scom
Asunto: Hazlo, o lo haré yo.
Estoy en medio de una batalla y necesito dos cosas de ti, ahora.
Primero, necesito permiso del gobierno de Sri Lanka para que aterrice mi helicóptero en la base de Kilinochchi para repostar, en menos de una hora. Ésta es una misión de rescate no militar para liberar a los graduados de la Escuela de Batalla, en peligro inminente de ser capturados, torturados, esclavizados o como mínimo encarcelados .
Segundo, para justificar esta y todas las demás acciones que voy a emprender, para persuadir a esos graduados de que vengan conmigo, y para crear confusión en Hyderabad, necesito que lo publiques ahora. Repito, AHORA. O publicaré mi propio artículo, aquí adjunto, donde te acuso específicamente de conspirar con los chinos, como demuestra el que no publicaras lo que sabías en el momento adecuado. Aunque no tengo el alcance mundial de Locke, sí dispongo de una bonita lista de emails propia, y mi artículo seguramente llamará la atención. Sin embargo, tú conseguirás resultados mucho más rápidos. Por tanto, preferiría que te ocuparas de la cuestión.
Perdona que haya recurrido a la amenaza. No puedo permitirme seguir jugando a «espera el momento adecuado». Quiero rescatar a Petra.
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A: Borommakot@chakri.thai.gov/scom
De: Locke%erasmus@polnet.gov
Asunto: Hecho
Confirmado: Sri Lanka da permiso para aterrizar/repostar en Kilinochchi para misión humanitaria. ¿Insignias tai?
Confirmado: mi ensayo publicado ahora mismo, difusión mundial. Esto incluye urgente empujón en los sistemas de Hyderabad y Bangkok.
Tu amenaza era dulcemente leal a tu amiga, pero innecesaria. Éste es el momento que estaba esperando. Al parecer no te has percatado de que en el momento que publicara, Aquiles tendría que trasladarse, y probablemente se llevaría a Petra consigo. ¿Cómo la habrías encontrado, si hubiera publicado hace un mes?
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A: Locke%erasmus@polnet.gov
De: Borommakot@chakri.thai.gov/scom
Asunto: Hecho
Confirmado: Insignias tai
En cuanto a tu excusa: vale. Si ésa hubiera sido tu razón para retrasarte, me lo habrías dicho hace un mes. Sé el verdadero motivo, aunque tú lo ignores, y me pone enfermo.
Durante dos semanas, después de la desaparición de Virlomi, Aquiles no apareció por la sala de planificación, cosa que a nadie le importó, sobre todo después de la recompensa ofrecida por el regreso de Virlomi. Nadie se atrevía a expresarlo abiertamente, pero todos se alegraban de que hubiera escapado a la venganza de Aquiles. Todos eran conscientes, desde luego, del aumento de las medidas de seguridad, pretendidamente para su «protección». Pero eso no cambió mucho sus vidas. De todas formas, ninguno de ellos tenía tiempo para ir a pasear por el centro de Hyderabad, o para confraternizar con oficiales que duplicaban o triplicaban su edad en la base.
Petra se sentía escéptica respecto a la recompensa ofrecida. Conocía a Aquiles lo suficiente para saber que era perfectamente capaz de ofrecer una recompensa por la captura de alguien a quien ya había matado. ¿Qué tapadera más segura que ésa? Con todo, si ése era el caso, implicaba que no tenía
carta blanca de Tikal Chapekar; si tenía que ocultar sus movimientos al gobierno indio, eso significaba
que Aquiles todavía no movía todos los hilos.
Cuando regresó, no había rastros de magulladuras en su cara. O bien la patada de Petra no había dejado marcas, o tardó dos semanas en sanar por completo. Las magulladuras de Petra no habían desaparecido todavía, pero nadie podía verlas, ya que estaban bajo su camisa. Se preguntó si Aquiles tendría los testículos doloridos. Se preguntó si había tenido que consultar a un urólogo. No permitió que ningún rastro de orgullo asomara a su rostro.
Aquiles parloteó diciendo lo bien que iba la guerra y el buen trabajo que estaban haciendo en Planificación. El ejército recibía correctamente los suministros y a pesar del acoso de los cobardes militares tailandeses, la campaña avanzaba según el plan previsto. El plan revisado, por supuesto.
Lo cual eran chorradas. Estaba hablando precisamente a los planificadores. Sabían perfectamente bien que el ejército se encontraba atascado, que aún combatían a los birmanos en la llanura del Irrawaddy porque las tácticas de acoso del ejército tailandés imposilitaban montar la ofensiva aplastante que habría expulsado a los birmanos a las montañas y permitido al ejército indio avanzar hacia Tailandia.
¿Plan? No existía ningún plan.
Lo que Aquiles les estaba diciendo era: ésta es una línea abierta. Aseguraos de que ningún informe o email le da a nadie la menor idea de que las cosas no están saliendo según lo previsto.
Eso no cambió el hecho de que todo el mundo en Planificación podía oler la derrota. Ofrecer
suministros a un gran ejército en marcha estaba exigiendo demasiado a los limitados recursos de la India. Hacerlo cuando la mitad de los suministros desaparecían debido a la acción de los enemigos estaba acabando con los recursos indios más rápidamente de lo que podían esperar reponer.
Con las cifras actuales de fabricación y consumo, el ejército se quedaría sin municiones al cabo de siete semanas. Pero eso apenas importaría: a menos que se produjera un milagro, se quedarían sin combustible en cuatro.
Todo el mundo sabía que si hubieran seguido el plan de Petra, la India habría podido continuar la ofensiva indefinidamente, y el desgaste habría destruido la resistencia birmana. La guerra se habría librado en terreno tailandés, y el ejército indio no habría andado arrastrándose con una implacable fecha final alzándose tras ellos.
No hablaban en la sala de planificación, pero en las comidas sí discutían, aunque con mucha prudencia. ¿Era demasiado tarde para volver a la otra estrategia? En realidad no, pero eso exigiría la retirada estratégica del grueso del ejército indio, cosa que sería imposible de ocultar a la población y los medios de comunicación. Políticamente, sería un desastre. Pero claro, quedarse sin balas o combustible sería aún más desastroso.
—Debemos trazar planes de retirada ahora mismo —dijo Sayagi—. A menos que se produzca algún milagro (un comandante cuya brillantez hasta ahora no hayamos advertido, alguna crisis política en Birmania o Tailandia) necesitaremos un plan para sacar de ahí a nuestra gente.
—No creo que nos permitan dedicarnos a eso —respondió alguien.
Petra rara vez decía nada en las comidas, a pesar de su nueva costumbre de sentarse con los grupos de Planificación. Sin embargo, esta vez intervino.
—Hacedlo mentalmente —apuntó.
Ellos se detuvieron un momento, y entonces Sayagi asintió.
—Buen plan. Sin confrontación.
A partir de entonces, parte de la comida consistió en crípticos informes por parte de cada miembro del equipo sobre el estatus de cada porción del plan de retirada.
Otra vez que Petra habló no tuvo nada que ver con la planificación militar. Alguien había comentado en broma que sería el momento ideal para que regresara Bose. Petra conocía la historia de Subhas
Chandra Bose, el netaji del ejército nacional indio, apoyado por los japoneses contra los británicos durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando murió camino de Japón al final de la guerra, entre los indios
corrió la leyenda de que en realidad no había muerto, sino que seguía vivo y planeaba regresar algún día
para llevar al pueblo a la libertad. En los siglos que habían pasado desde entonces, invocar el regreso de Bose era a la vez un chiste y un comentario serio que daba a entender que el liderazgo del momento era tan ilegitimo como el raja británico.
A partir de ahí la conversación derivó al tema de Gandhi. Alguien empezó a hablar de la «resistencia pacífica» (sin implicar que nadie en Planificación podría contemplar una cosa semejante, por supuesto), y algún otro contestó:
—No, es resistencia pasiva.
Fue entonces cuando intervino Petra.
—Esto es la India, y conocéis la palabra. Es satyagraha, y no significa resistencia pacífica ni pasiva.
—No todo el mundo habla hindi —objetó un planificador tamil.
—Pero todo el mudo debería conocer a Gandhi —respondió Petra. Sayagi estuvo de acuerdo con ella.
—El satyagraha implica algo más: la disposición a soportar un gran sufrimiento personal para hacer lo que es adecuado.
—¿Y cuál es en realidad la diferencia?
—A veces lo adecuado no es pacífico ni pasivo —respondió Petra—. Lo que importa es que no te escondas de las consecuencias. Soportas lo que hay que soportar.
—Eso parece más valor que cualquier otra cosa —dijo el tamil.
—Valor para hacer lo adecuado —asintió Sayagi—. Valor incluso cuando no puedes vencer.
—¿Qué pasó con aquello de «la discreción es lo mejor del valor»?
—Una cita de un personaje cobarde de Shakespeare —señaló alguien más.
—No tiene por qué ser contradictorio —dijo Sayagi—. Son circunstancias completamente diferentes. Si existe la posibilidad de vencer más tarde con una retirada a tiempo es preferible mantener las fuerzas intactas. Pero personalmente, como individuo, si sabes que el precio de hacer algo bien es una terrible pérdida o sufrimiento, o incluso la muerte, satyagraha significa que estás aún más decidido a hacer lo correcto, por temor a que el temor te vuelva incorrecto.
—Oh, paradojas dentro de paradojas.
Pero Petra pasó de la filosofía superficial a algo completamente distinto.
—Yo estoy intentando alcanzar el satyagraha.
Y en el silencio que siguió, supo que algunos, al menos, la comprendían. Estaba viva ahora mismo porque no había alcanzado el satyagraha, porque no siempre había hecho lo adecuado, sino sólo lo necesario para sobrevivir. Y estaba dispuesta a cambiar esta actitud. Estaba dispuesta a hacer lo adecuado sin importar si sobrevivía o no. Y por el motivo que fuese (respeto hacia ella, incomodidad o sería reflexión) ellos permanecieron en silencio hasta que la comida terminó, momento en que volvieron a hablar de temas triviales.
La guerra llevaba ya un mes en marcha, y Aquiles les soltaba discursitos sobre la inminente victoria mientras ellos sopesaban en privado los crecientes problemas de evacuar al ejército. Habían conseguido algunas victorias, sí, y el ejército indio había entrado en Tailandia por dos puntos, pero eso sólo aumentaba las líneas de suministro y volvía a poner al ejército en territorio montañoso, donde su gran número no podía atacar al enemigo, pues aún tenía que recibir suministros. Y esas ofensivas habían
dado buena cuenta de combustible y municiones. Al cabo de unos días, tendrían que elegir entre abastecer a los tanques o los camiones de suministro. Estaban a punto de convertirse en un ejército de infantería paupérrimo.
En cuanto Aquiles se marchó, Sayagi se puso en pie.
—Es hora de anotar nuestro plan de retirada y enviarlo. Debemos declarar la victoria y la retirada.
No hubo discusiones. Aunque los vids y las redes estaban llenos de historias sobre las grandes victorias indias y el avance hacia Tailandia, esos planes tenían que ser escritos, las órdenes tramitadas, mientras aún quedara tiempo y combustible para ejecutarlas.
Así que pasaron la mañana escribiendo cada parte del plan. Sayagi, como líder de facto, lo reunió todo en un documento coherente. Mientras tanto, Petra navegó por la red y trabajó en el proyecto que le había asignado Aquiles, sin tomar parte en lo que estaban haciendo. No la necesitaban para esto, y Aquiles seguía con atención su consola. Mientras fuera obediente, Aquiles tal vez no advertiría que los otros habían dejado de serlo.
Cuando casi habían acabado, Petra habló, aunque sabía que Aquiles se enteraría rápidamente de sus palabras, que incluso podría estar escuchando a través de aquel aparato que llevaba en el oído.
—Antes de enviarlo por email, cuélgalo.
Al principio probablemente pensaron que se refería a que lo colgara a nivel interno, para que todos lo leyeran. Luego advirtieron que, con la uña sobre una servilleta, había marcado una dirección electrónica.
Era el foro de Peter Wiggin: «Locke.»
Todos la miraron como si estuviera loca. ¿Colgar planes militares en un sitio público? Pero entonces Sayagi empezó a asentir.
—Interceptan todos nuestros emails —dijo—. Ésta es la única manera de que vaya directamente a
Chapekar.
—Hacer públicos secretos militares... —empezó alguien. No hizo falta que terminara la frase. Todos conocían el castigo.
—Satyagraha —concluyó Sayagi.
Cogió el papel con la dirección y se sentó ante la consola.
—Yo soy el responsable de esta acción, y nadie más —dijo—. Los demás me advertisteis que no lo hiciera. No hay motivos para que más de una persona se arriesgue a las consecuencias.
Momentos más tarde, los datos salieron hacia el foro de Peter Wiggin.
Sólo entonces envió un mensaje al mando general, que pasaría a través del ordenador de Aquiles.
—Sayagi —dijo alguien—. ¿Has visto lo que hay colgado aquí? ¿En este sitio de la red?
Petra también entró en el foro de Locke y descubrió que el ensayo principal de Locke tenía el titular:
«La traición china y la caída de la India.» El segundo titular decía: «¿Caerá también China, víctima de los retorcidos planes de un psicópata?»
Mientras leían el ensayo de Locke, donde se detallaba cómo China había hecho promesas a Tailandia y la India, y cómo atacaría ahora que ambos ejércitos estaban completamente expuestos y, en el caso de la India, demasiado desplegado, recibieron emails que contenían el mismo ensayo,
introducidos en el sistema con carácter urgente. Eso significaba que habían recibido permiso desde
arriba: Chapekar sabía lo que declaraba Locke.
Por tanto, sus planes para la retirada inmediata de las tropas indias de Birmania llegaron a Chapekar exactamente en el momento en que sabían que serían necesarios.
—Magnífico —jadeó Sayagi—. Parecemos genios.
—Somos genios —añadió alguien, y todos se rieron.
—¿Alguien cree que oiremos otra arenga de nuestro amigo belga diciendo lo bien que va la guerra?
—preguntó el tamil.
Casi por respuesta, oyeron varios disparos en el exterior.
Petra sintió un escalofrío de esperanza: Aquiles trataba de huir, y le habían alcanzado.
Sin embargo, una idea más práctica sustituyó su esperanza: Aquiles había previsto esa posibilidad y tenía sus propias fuerzas dispuestas para cubrir su huida.
Finalmente le asaltó la desesperación. Cuando venga a por mí, ¿será para matarme o para llevarme con él?
Más disparos.
—Tal vez deberíamos dispersarnos —sugirió Sayagi.
Se dirigía a la puerta cuando ésta se abrió y entró Aquiles, seguido por seis sijs con armas automáticas.
—Siéntate, Sayagi —ordenó Aquiles—. Me temo que nos hallamos en una situación con rehenes. Alguien ha publicado un libelo sobre mí en las redes, y cuando decliné ser detenido durante el interrogatorio, empezaron los disparos. Por suerte, tengo algunos amigos, y mientras esperamos que me proporcionen transporte a un lugar neutral, sois mi garantía de seguridad.
Inmediatamente, los dos graduados de la Escuela de Batalla que eran sijs se levantaron y dijeron a los soldados de Aquiles:
—¿Nos amenazáis de muerte?
—Mientras sirváis al opresor —respondió uno de ellos.
—¡Él es el opresor! —replicó el graduado, señalando a Aquiles.
—¿Creéis que los chinos serán más amables con nuestro pueblo que Nueva Delhi? —intervino el otro.
—¡Recordad cómo trataron los chinos al Tíbet y Tai-wan! ¡Ése es nuestro futuro, por culpa de él! Los soldados sijs vacilaron.
Aquiles sacó una pistola de su espalda y abatió a los soldados, uno tras otro. Los dos últimos tuvieron tiempo de volverse contra él, pero todas las balas que disparó dieron en el blanco.
Los disparos todavía resonaban en la sala cuando Sayagi dijo:
—¿Por qué no te han disparado?
—Les hice descargar sus armas antes de entrar en la sala —dijo Aquiles—. Les dije que no quería ningún accidente. Pero no creáis que podréis superarme porque estoy solo con un cargador medio vacío. Hace tiempo que esta sala está cargada de explosivos, y se dispararán cuando mi corazón deje de latir o cuando active el controlador implantado bajo la piel de mi pecho.
Un teléfono de bolsillo sonó y, sin bajar la pistola, Aquiles lo atendió.
—No, me temo que uno de mis soldados perdió el control, y para mantener a los niños a salvo he tenido que disparar contra algunos de mis propios hombres. La situación no ha cambiado. Estoy controlando el perímetro. Si os retiráis, los niños estarán a salvo.
A Petra le entraron ganas de echarse a reír. La mayoría de los graduados de la Escuela de Batalla que había en esa habitación eran mayores que el propio Aquiles.
Aquiles apagó el teléfono y se lo guardó.
—Me temo que les dije que os tenía como rehenes antes de que fuera verdad.
—Te pillaron en falso, ¿no? —dijo Sayagi—. No tenias forma de saber que necesitarías rehenes, o de que todos estaríamos aquí. No hay ningún explosivo en esta sala.
Aquiles se volvió hacia él y tranquilamente le descerrajó un tiro en la cabeza. Sayagi se desplomó. Algunos de los muchachos gritaron. Aquiles cambió de cargador, pero nadie le atacó mientras
recargaba.
Ni siquiera yo, pensó Petra.
No hay nada como un asesinato casual para convertir a los presentes en vegetales.
—Satyagraha —dijo Petra. Aquiles se volvió hacia ella.
—¿Qué era eso? ¿Qué idioma?
—Hindi —dijo ella—. «Hay que hacer lo que se debe hacer.»
—Ya basta de hindi. Aquí no se habla más que el Común. Y si habláis, mejor que sea a mí, y será mejor que no sea algo estúpido y desafiante como las palabras que provocaron la muerte de Sayagi. Si las cosas salen según lo esperado, mis amigos estarán aquí en unas cuantas horas. Y entonces Petra y yo nos iremos y os dejaremos con vuestro nuevo gobierno. Un gobierno chino.
En ese momento muchos de ellos miraron a Petra, quien dirigió una sonrisa a Aquiles.
—¿Así que la puerta de tu tienda sigue abierta?
El le devolvió una sonrisa cálida y amorosa, como un beso.
Sin embargo, ella sabía que se la llevaría consigo sólo para saborear el tiempo en que albergara falsas esperanzas, antes de empujarla desde lo alto de un helicóptero o estrangularla en la misma pista o, si se impacientaba demasiado, simplemente pegarle un tiro mientras se disponía a acompañarlo. Ya
había acabado con ella. Su triunfo estaba cerca: el arquitecto de la conquista china de la India regresaba
a China como un héroe. Ya estaría planeando cómo hacerse con el control del gobierno chino para luego disponerse a conquistar la otra mitad de la población mundial.
Pero de momento Petra seguía viva, igual que los otros miembros de la Escuela de Batalla, excepto
Sayagi. Por supuesto, Sayagi, no había muerto por lo que le había dicho a Aquiles, sino porque había sido él quien había colgado el plan de retirada en el foro de Locke. Al ser planes de retirada bajo fuego
impredecible, seguirían siendo útiles aunque las tropas chinas entraran en Birmania, aunque los aviones chinos bombardearan a los soldados en retirada. Los comandantes indios podrían vender cara su piel. Los chinos tendrían que luchar duro antes de vencer.
No obstante, acabarían venciendo. La defensa india no podría durar más de unos pocos días, sin importar con cuánta valentía lucharan. Entonces los camiones dejarían de rodar y la comida y las municiones se agotarían. La guerra ya estaba perdida. Quedaba muy poco tiempo para que la élite india intentara huir antes de que los chinos irrumpieran, sin hallar resistencia, con su método para decapitar la sociedad y controlar un país ocupado.
Mientras estos acontecimientos se desarrollaban, los graduados de la Escuela de Batalla que habrían podido mantener apartada a la India de esta peligrosa situación, en primer lugar, y cuya planificación era lo único que mantenía a los chinos temporalmente a raya, estaban sentados en una sala grande con siete cadáveres, una pistola, y el joven que los había traicionado a todos.
Más de tres horas después, los disparos empezaron de nuevo, en la distancia. El sonido de cañones antiaéreos.
Aquiles se puso al teléfono en un instante.
—No disparen al avión que se acerca o estos genios empezarán a morir. Desconectó antes de que pudieran responderle.
Los disparos cesaron.
Oyeron los rotores: helicópteros aterrizando en el tejado.
Qué lugar tan estúpido para aterrizar, pensó Petra. El hecho de que el tejado tenga marcas de helipuerto no significa que tengan que obedecer las señales. Ahí arriba, los soldados indios que rodean el lugar tendrán un blanco fácil, y verán todo lo que ocurra. Sabrán cuándo estará Aquiles en el tejado. Sabrán a qué helicóptero abatir primero, porque no estará en él. Si éste es el mejor plan que pueden idear los chinos, Aquiles va a tener más trabajo del que supone usando a China como base para apoderarse del mundo.
Más helicópteros. Ahora que el tejado estaba lleno, unos cuantos de ellos aterrizaban en el patio.
La puerta se abrió de golpe, y una docena de soldados chinos se desplegó por la sala. Un oficial chino los siguió y saludó a Aquiles.
—Hemos venido de inmediato, señor.
—Buen trabajo. Subámoslos a todos al tejado.
—¡Dijiste que nos dejarías marchar! —dijo uno de los rehenes.
—De un modo u otro, todos vais a acabar en China de todas formas —respondió Aquiles—. Ahora poneos en fila contra esa pared.
Más helicópteros y de pronto el retumbar de una explosión.
—Esos estúpidos indios van a hacer que nos maten a todos —protestó el tamil.
—Una lástima —dijo Aquiles, colocando su pistola en la cabeza del tamil. El oficial chino hablaba ya por su satrad.
—Espera —dijo—. No son los indios. Tienen insignias tailandesas.
Bean, pensó Petra. Por fin has venido. Eso o la muerte. Porque si Bean no dirigía esta incursión tailandesa, los tai no tendrían más objetivo que matar a todo lo que se moviera en Hyderabad.
Otra explosión seguida de una tercera.
—Están tomando el tejado —informó el oficial chino—. El edificio está ardiendo, tenemos que salir.
—¿De quién fue la estúpida idea de que aterrizaran allí? —preguntó Aquiles.
—¡Era el lugar más cercano para evacuarlos! —respondió el oficial, enfadado—. No hay suficientes helicópteros para llevarnos a todos.
—Van a venir aunque tenga que dejar soldados aquí —dijo Aquiles.
—Los capturaremos dentro de unos cuantos días de todas formas. ¡No voy a dejar a mis hombres! No es mal comandante, aunque sea un poco obtuso con las tácticas, pensó Petra.
—No nos dejarán despegar a menos que llevemos con nosotros a sus genios indios.
—¡Los tailandeses no nos dejarán despegar de todas formas!
—Claro que sí —dijo Aquiles—. Han venido a matarme y a rescatarla a ella. —Señaló a Petra. Así que Aquiles sabía que era Bean quien venía.
Petra permaneció impasible.
Si Aquiles decidía marcharse sin los rehenes, había una buena posibilidad de que los matara a todos para privar al enemigo de una buena fuente y, lo más importante, para privarlos de esperanza.
—Aquiles —dijo, avanzando hacia él—. Dejemos a los demás y marchémonos. Despegaremos desde
el patio, así no sabrán quién viaja en el helicóptero. Siempre que nos vayamos ahora mismo.
Mientras ella se acercaba, él le apuntó al pecho. Petra ni siquiera se detuvo, sino que siguió caminando hacia la puerta y la abrió.
—Ahora, Aquiles. No tienes que morir en un incendio hoy, pero eso es lo que te pasará si sigues esperando.
—Tiene razón —intervino el oficial chino.
Sonriendo Aquiles miró a Petra y al oficial. Te hemos avergonzado delante de los demás, pensó Petra. Hemos demostrado que sabíamos lo que hay que hacer, y tú no. Ahora tienes que matarnos a los dos. El oficial no sabe que está muerto, pero yo sí. Pero claro, ya estaba muerta de todas formas. Ahora salgamos de aquí sin matar a nadie más.
—En esta sala sólo importas tú —dijo Petra. Le sonrió—. Adelante, muchacho.
Aquiles se volvió para apuntar, primero a un graduado de la Escuela de Batalla, luego a otro. Ellos retrocedieron o dieron un respingo, aunque finalmente no se produjo ningún disparo Aquiles bajó el arma y salió de la habitación, agarrando a Petra por el brazo.
—Vamos, Pet —dijo—. El futuro nos llama.
Bean viene, pensó Petra, y Aquiles no va a permitir que me acerque a él. Sabe que Bean viene a por mí, así que se asegurará de que sea la única persona a quien Bean nunca rescate.
Tal vez nos mataremos otro día.
Pensó en el viaje en avión que los había llevado a la India: los dos de pie junto a la puerta abierta. Tal vez se le presentaría otra oportunidad de morir, llevándose a Aquiles por delante. Se preguntó si Bean comprendería que era más importante que Aquiles muriera a que ella viviera. Y aún más, ¿sabría que
ella lo comprendía? Era lo adecuado, y ahora que realmente conocía a Aquiles, el tipo de persona que
era, estaba dispuesta a pagar alegremente ese precio y considerarlo barato.