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94.49% Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 223: Capítulo 18

Capítulo 223: Capítulo 18

De: MinCol@MinCol.gob

Para: Gob%ShakespeareCol@MinCol.gob

Asunto: Colonos inesperados

Estimado Ender:

Me alegra saber que todo va bien en la colonia Shakespeare. La integración con éxito de los nuevos colonos no tiene igual en ningún otro lugar, y hemos aceptado la petición del gobernador de la colonia IX de que no les enviemos más colonos o un nuevo gobernador. Es decir, se han declarado todavía más independientes que vosotros. (Mencionaron tu declaración de que Shakespeare no aceptaría a gobernadores externos como el elemento que les impulsó a decidir si querían nuevos colonos, así que en parte es culpa tuya, ¿no crees?)

Por desgracia, su declaración nos llegó cuando una nave con varios miles de colonos, un nuevo gobernador y una cantidad inmensa de suministros ya estaba muy cerca del planeta. Salieron no mucho después que tu nave. Ahora se encuentran a treinta y nueve años luz de casa y han cancelado la fiesta a la que los habían invitado.

Sin embargo, Shakespeare está cerca de la ruta que seguía la nave, y en este momento se encuentra en una posición que nos permitiría sacarla de la velocidad de la luz y hacerla virar tan pronto como sea posible. Llegaría a tu planeta dentro de más o menos un año.

Esos colonos serían unos extraños para vosotros. Tienen su propio gobernador... una vez más, alguien a quien no conoces y de quien nada sabes. Con toda seguridad sería mejor que tuviesen su propio asentamiento, que aceptaran consejo, ayuda médica y suministros de vuestro grupo pero con autogobierno.

Como ya has dividido tu colonia en cinco pueblos, el asentamiento que formen será mayor que cualquiera de los vuestros. Será una integración mucho más difícil que a la llegada de tu nave, y propongo una federación de dos colonias en lugar de una incorporación a la vuestra. O, si lo prefieres, una federación de cinco ciudades... aunque veros superados en una proporción de cuatro a uno por los nuevos colonos en semejante federación acabará provocando sus propias tensiones.

Si me dices que no los envíe, cumpliré tus deseos; puedo mantenerlos en suspenso, incluso poner a gran parte de la tripulación a estasis, hasta que esté listo uno de los planetas que terraformamos.

Pero si hay alguien que pueda adaptarse a esta situación y convencer a su colonia para aceptar a los recién llegados, ése eres tú.

Adjunto toda la información, incluidas biografías y carga.

HYRUM

De: Gob%ShakespeareCol@MinCol.gob

Para: MinCol@MinCol.gob

Asunto: Re: Colonos inesperados

Estimado Hyrum:

Les encontraremos un lugar y tendremos sus edificios listos cuando lleguen. Los instalaremos cerca de una ciudad insectora, para que puedan usar su tecnología y cultivar sus campos, como hicimos nosotros. Nos has dado un año de margen, así que tendremos tiempo para plantar campos y árboles frutales con cultivos locales adaptados para humanos y cultivos de la Tierra modificados genéticamente. La gente de Shakespeare votó a favor y todos reciben el proyecto con entusiasmo. Partiré pronto para buscar un lugar adecuado.

ANDREW

En los once años de la vida de Abra sólo había sucedido algo que importase: la llegada de Ender Wiggin.

Hasta ese momento, sólo existía el trabajo. Se esperaba que los niños realizasen las labores de las que fuesen capaces, y Abra tenía la desgracia de ser hábil con las manos. Antes de ser capaz de formar frases podía deshacer y hacer nudos. Era capaz de comprender el funcionamiento de las máquinas y, cuando tuvo fuerzas para usar herramientas de adulto, fue capaz de arreglarlas o modificarlas. Comprendía el flujo de energía a través de las piezas metálicas. Y por tanto, siempre tenía algún trabajo del que ocuparse, incluso cuando los otros niños jugaban.

Su padre, Ix, se sentía orgulloso de su hijo, así que Abra se sentía orgulloso de sí mismo. Se alegraba de ser un niño al que requerían para realizar tareas adultas. Era mucho más pequeño que su hermano mayor Po, quien había partido con el tío Sel para encontrar a los bichos dorados; pero a él lo habían enviado a improvisar el carrito bajo que la gente usaba para entrar y salir de la cueva, llevar comida a la colonia del bicho y sacar los cadáveres dorados.

Sin embargo, Abra también miraba nostálgico a los niños de su edad (no podía llamarlos amigos, porque pasaba con ellos muy poco tiempo) cuando iban a la charca a nadar, trepaban a un árbol del huerto o se disparaban con armas de madera.

Sólo su madre, Hannah, le comprendía. En ocasiones le animaba a ir con los otros, a abandonar el trabajo que estuviese realizando. Pero era demasiado tarde. Al igual que un pajarito recién nacido tocado por manos humanas, por lo que tenía ya el olor del hombre, Abra estaba marcado por su trabajo con los adultos. Los otros niños no estaban resentidos con él, simplemente no lo consideraban uno de los suyos. De haber intentado ir con ellos, a todos ellos les hubiera parecido tan inapropiado como si un adulto hubiese insistido en jugar a sus juegos. Habría sido un desastre. Sobre todo porque Abra estaba secretamente convencido de que los juegos infantiles se le darían muy mal. Cuando era pequeño e intentaba construir algo con bloques, lloraba si otros niños derribaban sus estructuras. Pero los otros niños aparentemente eran incapaces de comprender por qué construía si no era para luego derribar lo construido.

He aquí lo que la llegada de Ender había significado para Abra:

Ender Wiggin era el gobernador, y sin embargo era joven, de la misma edad que Po. Los adultos le hablaban a Ender como si fuese uno de los suyos. No, como si fuese su superior. Le exponían problemas para que los solucionase. Le presentaban las disputas y aceptaban sus decisiones, prestando atención a sus explicaciones, planteándole preguntas, aceptando su forma de entender las cosas.

Soy como él, pensó Abra. Los adultos me consultan sobre sus máquinas de la misma forma que consultan sus problemas a Ender. Se quedan quietos y prestan atención a mis explicaciones. Hacen lo que les digo que deben hacer para resolver el problema. Él y yo vivimos la misma vida... realmente no somos niños. No tenemos amigos.

Bien, Ender tenía a su hermana, claro, pero Valentine era una reclusa extraña, que se quedaba en casa todo el día, excepto durante el paseo matutino en verano y el paseo vespertino en invierno. Decían que escribía libros. Todos los científicos adultos escribían cosas que enviaban a otros mundos, y luego leían los artículos y libros que recibían. Pero ella no escribía ciencia. Escribía historia. Sobre el pasado. ¿Qué importaba el pasado si en el presente había tanto que hacer y tanto por descubrir? No era posible que a Ender le interesase aquello. Abra no podía imaginar siquiera de qué hablaban. «Hoy he dado permiso a Lo y Amato para divorciarse.» «¿Eso sucedió hace cien años?» «No.» «Entonces no me interesa.»

Abra también tenía hermanos. Po le trataba bien. Todos le trataban bien. Pero no jugaban con él. Jugaban entre sí.

Lo que estaba bien. Abra no quería «jugar». Quería hacer cosas de verdad, que importasen. Obtenía tanto placer de la reparación de máquinas y la construcción de artilugios como ellos de sus juegos, luchas falsas y derribos. Y ahora que su madre decía que ya no tenía que ir a la escuela y no sufriría la humillación constante por no saber leer y escribir, Abra invertía su tiempo libre en seguir a Ender Wiggin a todas partes.

El gobernador Wiggin era consciente de su presencia, porque de vez en cuando hablaba con Abra... en ocasiones le explicaba detalles o también le hacía preguntas. Pero en general dejaba que Abra le siguiese y, si otros adultos que hablaban de asuntos importantes miraban a Abra como si le preguntasen a Ender por qué le acompañaba ese niño, Ender se limitaba a hacer caso omiso de la pregunta silenciosa y pronto todo seguía como si Abra no estuviese presente.

Por tanto, cuando Ender partió en su expedición para buscar un lugar apropiado en el que pudiese aterrizar la nave espacial y fundar otra colonia, nadie puso objeciones a que Abra fuese con él. Pero, eso sí, su padre se molestó en hablar con Abra en privado:

—Es una gran responsabilidad —dijo—. No harás nada peligroso. Si al gobernador le pasa algo, tu primera responsabilidad es informarme por satfono. Estaremos siguiendo vuestra posición y enviaremos ayuda de inmediato. No intentes hacer nada hasta que no lo hayas notificado. ¿Comprendido?

Claro que lo comprendía. Para su padre, Abra simplemente iba de seguro. El consejo de su madre era algo menos pesimista sobre la capacidad de Abra.

—No discutas con él —dijo—. Primero escucha, discute después.

—Por supuesto, mamá.

—Dices «por supuesto» pero no se te da bien escuchar, Abra, siempre crees saber lo que la gente va a decir, y tienes que dejar que lo digan porque a veces te equivocas.

Abra asintió.

—Escucharé a Ender, madre.

Su madre hizo un gesto de exasperación... aunque les gritaba a los otros niños cuando se lo hacían a ella.

—Sí, supongo que lo harás. ¡Sólo Ender es tan sabio como para saber más que mi Abra!

—No creo saberlo todo, mamá. —¿Cómo podía hacerle comprender que sólo se impacientaba con los adultos cuando creían comprender las máquinas y no era así? Por lo demás, él no hablaba. Pero como habitualmente los adultos creían saber qué había ido mal con una máquina rota, y por lo general se equivocaban, gran parte de sus conversaciones con adultos consistían en corregirlos... o pasar de ellos. No hablaban de otra cosa sino de máquinas, y Abra las conocía mejor que ellos. Pero con Ender casi nunca hablaba de máquinas. Hablaba de todo, y Abra lo asimilaba todo.

—Intentaré evitar que Po se case con Alessandra antes de tu regreso —dijo su madre.

—No me importa —dijo Abra—. No tienen que esperar por mí. No les haré falta la noche de bodas.

—A veces a esa cara tuya le iría bien una bofetada, Abra —dijo su madre—. Pero Ender te aguanta. Ese chico es un santo. Santo André.

—San Ender —dijo Abra.

—Su nombre de pila es Andrew.

—Pero el nombre que le convierte en santo es Ender.

—Mi hijo el teólogo. ¡Y luego dices que no crees saberlo todo! —Su madre sacudió la cabeza, aparentemente molesta con él.

Abra no comprendía cómo empezaban aquellas discusiones, o por qué habitualmente los adultos acababan cabeceando y alejándose de él. El se tomaba las ideas de ellos en serio (excepto sobre las máquinas); ¿por qué no podían corresponderle a él de la misma forma?

Ender le tomaba en serio. E iba a pasar días, quizá semanas, con Ender Wiggin.

Ellos dos solos.

Cargaron en el deslizador provisiones para tres semanas, aunque Ender dijo que no creía que fuesen a estar fuera tanto tiempo. Po se pasó por allí para despedirse, con Alessandra pegada como un hongo, y dijo:

—Intenta no ser una molestia, Abra.

—Estás celoso porque me lleva a mí y no a ti —dijo Abra. Alessandra habló. Aparentemente era un hongo parlante.

—Po no quiere ir a ninguna parte. —Con lo que pretendía decir, por supuesto, que no hubiera podido soportar estar alejado de ella ni un segundo.

Sin embargo, Po se mantuvo inexpresivo, por lo que Abra supo perfectamente que, aunque podía ser que estuviese totalmente colado por esa chica, aun así hubiese preferido ir de viaje con Ender que quedarse con ella. Pero en contra de lo que su madre opinaba de él, Abra no dijo nada. Ni siquiera le hizo un guiño a Po. Mantuvo el rostro tan inexpresivo como el de su hermano. Era la forma que tenían los mayas de reírse de alguien que tenían justo delante sin ser descorteses o iniciar una pelea.

Para Abra el viaje resultó una experiencia extraña. Al principio, claro, simplemente se deslizaron sobre los campos que ya conocían.

Por territorio familiar. Luego siguieron la carretera a Falstaff, que se encontraba al oeste de Miranda; también era territorio conocido, porque la hermana casada de Abra, Alma, vivía allí con su esposo, aquel enorme y estúpido depresivo de Simón, que siempre hacía cosquillas a los niños pequeños hasta que se orinaban encima y luego se reía de ellos por haberse orinado encima como bebés. Abra se sintió aliviado de que Ender sólo parase para saludar al alcalde del pueblo y prosiguieran el viaje sin más retrasos.

La primera noche acamparon en una cañada cubierta de hierba, a resguardo del viento que soplaba. Hubo tormenta, pero ellos se encontraban protegidos dentro de la tienda y sin que Abra tuviese que pedírselo, Ender le contó historias de la Escuela de Batalla y de cómo era el juego en la sala de batalla, y que realmente no era un juego sino entrenamiento y pruebas para el mando.

—Algunas personas nacen para mandar —dijo Ender—. Simplemente piensan de esa forma, quieran o no quieran mandar. Mientras que otras nacen ansiando tener autoridad pero no tienen capacidad de mando. Es muy triste.

—¿Por qué iba a querer alguien hacer algo que no se le da bien? —Abra intentó imaginarse queriendo ser un académico, a pesar de sus problemas para leer. Era absurdo.

—El mando es algo extraño —dijo Ender—. La gente lo percibe pero no tiene ni idea de cómo funciona.

—Lo sé —dijo Abra—. Eso mismo le pasa a la mayoría de la gente con las máquinas. Pero a pesar de todo intentan arreglarlas y empeoran los problemas.

—Así que lo comprendes bien —dijo Ender—. No ven lo que hace un líder, simplemente comprueban que todos respetan a un buen líder y desean esa atención y ese respeto sin comprender que deben ganárselos.

—A ti todos te respetan —dijo Abra.

—Y sin embargo casi no hago nada —dij o Ender—. Debo aprender el trabajo de otras personas lo suficiente para ayudarlas porque no tengo suficiente trabajo propio. Dirigir esta colonia es demasiado fácil para ser un trabajo a tiempo completo.

—Fácil para ti —dijo Abra.

—Supongo —dijo Ender—. Pero claro, incluso cuando me dedico a otros trabajos estoy realizando mi trabajo como gobernador. Porque no dejo de conocer a gente. No puedes ser el líder de personas a las que no conoces o a las que como mínimo comprendes. En la guerra, por ejemplo, si no sabes de lo que son capaces tus soldados, ¿cómo puedes llevarlos a la batalla y esperar tener éxito? Lo mismo vale para el enemigo. Debes conocer al enemigo.

Abra meditó sobre aquello mientras permanecían en la oscuridad de la tienda. Lo pensó durante tanto tiempo que quizás incluso lo soñó un rato; soñó con Ender sentado y hablándoles a los insectores (sólo los recién llegados los llamaban insectores) e intercambiando con ellos regalos de Navidad. Pero quizá simplemente se lo imaginó estando despierto, porque estaba despierto cuando susurró:

—¿Es por eso que pasas tanto tiempo con los bichos de oro?

Era como si Ender hubiese estado pensando lo mismo, porque no respondió con una de esas respuestas impacientes de los adultos, como: «¿De qué hablas?» Sabía que Abra todavía se aferraba al hilo de su conversación anterior. De hecho, Ender

parecía somnoliento, y Abra se preguntó si no dormía hasta que su voz le había despertado y, aun así, sabía de qué hablaba.

—Sí—dijo Ender—. Comprendí a las reinas colmena lo suficiente para derrotarlas.

Pero no lo suficiente como para comprender por qué me lo permitieron.

—¿Te lo permitieron?

—No, lucharon todo lo posible para impedir mi victoria. Pero también se reunieron allí donde yo podía matarlas a todas en una única batalla. Y sabían que tenía un arma capaz de lograrlo. Un arma que ellas comprendían mejor que nosotros, porque la obtuvimos de ellas. Nosotros todavía no comprendemos todos los principios científicos con los que opera. Pero ellas sí. Y a pesar de ello se reunieron y me esperaron. No lo comprendo. Por tanto... intento comunicarme con las larvas de los bichos de oro. Para hacerme una idea de la forma de pensar de las reinas colmena.

—Po dice que a nadie se le da mejor que a ti.

—¿Eso dice?

—Dice que todos los demás tienen que esforzarse mucho para entrever alguna imagen de la cabeza de los bichos, pero que tú has podido hacerlo desde el principio.

—No me había dado cuenta de que fuese tan poco habitual —dijo Ender.

—Lo comentan cuando tú no estás. Po habla de ello con papá.

—Interesante —dijo Ender. No parecía halagado ni fingir modestia... Ender sinceramente parecía considerar ese talento poco habitual para hablar con los bichos de oro un simple hecho.

Al meditarlo, Abra comprendió que tenía sentido. No debías enorgullecerte de que se te diese bien algo, si así nacías. Era tan estúpido como sentirse orgulloso de tener dos piernas, hablar una lengua o hacer caca.

Como estaba con Ender, Abra se sintió con libertad de decir lo que acababa de pensar, y Ender se rio.

—Exacto, Abra. Algo que consigues esforzándote es una cosa. ¿Por qué no sentirse orgulloso de ello? ¿Por qué no sentirse bien por ello? Pero por algo con lo que naces... simplemente eres así. ¿Te importa si te cito?

Abra no estaba seguro qué significaba eso de citar. ¿Iba a escribir un artículo académico? ¿Una carta?

—Adelante —dijo Abra.

—Bien... entonces se me da extrañamente bien hablar con los bichos dorados — dijo Ender—. No tenía ni idea. Pero no hablo con ellos. Es más bien que ellos me muestran lo que recuerdan y añaden un sentimiento. Como «aquí está mi recuerdo de la comida» y añaden «hambre». O la misma imagen de comida más una sensación

de revulsión o miedo, con lo que quieren decir que es venenosa, no me gusta el sabor o... ya comprendes.

—Sin palabras —dijo Abra.

—Exacto.

—Así entiendo yo las máquinas —dijo Abra—. Para explicárselo a la gente debo encontrar palabras, pero cuando lo comprendo, simplemente lo sé. Pero no creo que la máquina me hable. No hay sentimiento.

—Puede que no sea hablar —dijo Ender—, pero eso no quiere decir que no puedas escuchar.

—¡Exacto! ¡Sí! ¡Así es! —Abra casi gritó las palabras. Además tenía los ojos llenos de lágrimas y tampoco sabía por qué. O... sí que lo sabía. Ningún adulto había sabido jamás cómo era.

—Una vez tuve un amigo y creo que él veía las batallas de la misma forma. Yo tenía que pensarlo todo con detalle, la disposición de las fuerzas y demás, pero Bean simplemente las veía. Ni siquiera se daba cuenta de que a los demás les llevaba más tiempo comprender... o que jamás comprendían. Para él simplemente era evidente.

—¿Bean? ¿Eso es un nombre?

—Era huérfano. Era su nombre en la calle. No descubrió su verdadero nombre hasta mucho después, cuando gente que se preocupaba por él investigó para descubrir que había sido secuestrado siendo un embrión y modificado genéticamente para convertirlo en un genio.

—Oh —exclamó Abra—. Por tanto, él no era realmente así.

—No, Abra —dijo Ender—. Realmente somos el producto de nuestros genes. Realmente poseemos cualquier habilidad que nos aporten. Es con lo que empezamos. El hecho de que sus genes fuesen conformados deliberadamente por científicos criminales, no significa que fuesen menos importantes sus genes que los nuestros, que son el resultado de la selección aleatoria de genes de nuestro padre y genes de nuestra madre. Yo también fui creado deliberadamente. No por medio de ciencia ilegal, sino porque mis padres en parte se escogieron mutuamente porque los dos eran muy inteligentes, y luego la Flota Internacional les pidió que tuviesen un tercer hijo porque mi hermano y mi hermana eran genios pero no exactamente lo que la F.I. quería. ¿Significa eso que yo no soy realmente yo? ¿Qué sería yo si mis padres no me hubiesen tenido?

Abra tenía muchas dificultades para seguir el hilo de la conversación. Le daba sueño. Bostezó.

Entonces a Ender se le ocurrió una comparación que Abra comprendió:

—Es como decir, ¿qué sería un compresor de no ser un compresor?

—Eso es una tontería. Es un compresor. Si no fuese un compresor, no sería nada.

—Bien, ahora lo comprendes.

Abra susurró la siguiente pregunta:

—Entonces, ¿eres como mi padre y no crees en las almas?

—No —dijo Ender—. No sé nada sobre las almas. Sólo sé que mientras estamos vivos, en estos cuerpos, sólo podemos hacer lo que nuestro cuerpo puede hacer. Mis padres creen en el alma. He conocido gente que estaba absolutamente convencida. Gente inteligente. Buena gente. Así que el simple hecho de que yo no lo comprenda no significa que esté seguro de que no pueda ser cierto.

—Eso dice papá.

—¿Ves? El cree en el alma.

—Pero mamá habla como... dice que puede mirarme a los ojos y ver mi alma.

—Quizá pueda.

—¿Cómo tú miras una larva de bicho de oro y ves lo que piensa?

—Quizá —dijo Ender—. Pero no veo lo que piensa. Sólo veo lo que envía a mi mente. Yo intento mandar pensamientos a su mente, pero no creo que realmente esté mandando nada. Creo que la capacidad de comunicarse con el pensamiento pertenece por completo a la larva. Lanza cosas a mi mente, y luego toma de mi mente lo que yo le muestro. Pero yo no hago nada.

—Entonces, si no haces nada, ¿cómo puedes ser mejor que otras personas?

—Si es que realmente soy mejor... y recuerda, en realidad tu padre y Po no pueden saber con seguridad que lo soy. Quizá poseo una mente a la que le resulta más fácil acceder al bicho de oro.

—¿Por qué? —preguntó Abra—. ¿Por qué un ser humano nacido en la Tierra iba a tener un cerebro al que un bicho de oro pudiese entrar con más facilidad?

—No lo sé —dijo Ender—. Es una de las cosas que vine a descubrir a este mundo.

—Eso no es cierto —dijo Abra—. ¡No pudiste venir a este mundo a descubrir por qué tu cerebro resultaba de más fácil acceso para los insectores, porque antes de llegar aquí no sabías que tu cerebro pudiera hacer algo así!

Ender rió.

—No toleras el kuso, ¿verdad?

—¿Qué es el kuso?

—«Mierda» —dijo Ender—. «Gilipolleces.»

—¿Me mentías?

—No —dijo Ender—. Ésa es la cuestión. En Eros, cuando luchábamos, tenía sueños. Yo no sabía que luchaba en una guerra, pero lo hacía. Tuve un sueño en el

que un montón de insectores me diseccionaban. Sólo que en lugar de abrir mi cuerpo me iban cortando los recuerdos y mostrándolos como hologramas, intentando darles sentido. ¿Por qué tuve ese sueño, Abra? Cuando ganamos la guerra y descubrí que en realidad había estado luchando contra las reinas colmena y no contra una simulación informática o mis profesores, pensé en ese sueño y me hice preguntas.

¿Intentaban ellos comprenderme tan insistentemente como lo intentaba yo? ¿Lo soñé porque en cierta forma yo era consciente de que se metían en mi cabeza y eso me daba miedo?

—Vaya —dijo Abra—. Pero si podían leer tu mente, ¿por qué no te derrotaron?

—Porque mis victorias no estaban en mi mente —dijo Ender—. Eso es lo raro. Yo pensaba en las batallas, sí, pero no las veía como Bean. Yo veía a la gente. A los soldados que comandaba. Sabía lo que esos chicos podían hacer. Así que los colocaba en situaciones en que sus decisiones resultarían cruciales, les decía lo que quería que hiciesen y luego confiaba en que tomaran las decisiones necesarias para lograr mis objetivos. En realidad no sabía lo que harían. Así que meterse en mi cabeza jamás les hubiera revelado a las reinas colmena lo que yo pensaba, porque yo no tenía ningún plan que pudiesen usar contra mí.

—¿Por eso pensabas así? ¿Para que no pudiesen descubrir tus planes?

—Yo no sabía que el juego era real. Todo esto lo pensé después. Al intentar comprender.

—Pero si es cierto, entonces tú siempre te comunicabas con los insectores... con las reinas colmena insectoras.

—No lo sé. Quizás ellas lo intentaban pero no pudieron entender. Estoy seguro de que no me mandaron nada a la mente, o al menos no con tal claridad como para que yo lo comprendiese. ¿Y qué podrían extraer de mis pensamientos? No lo sé. Quizás aquello no llegó a suceder. Quizá sólo lo soñé porque no dejaba de pensar en ellas.

¿Qué haré cuando me enfrente a las reinas colmena de verdad? Si esta simulación fuese una batalla real, ¿cómo pensaría una reina colmena? Esas cosas.

—¿Qué piensa papá? —preguntó Abra—. Es muy listo y ahora sabe más que nadie sobre los bichos de oro.

—No lo he hablado con tu padre.

—Oh —Abra digirió aquello en silencio.

—Abra —dijo Ender—. No se lo he contado a nadie.

—Oh —Abra se sintió anonadado por la confianza de Ender. Se quedó sin habla.

—Vamos a dormir—dijo Ender—. Quiero que estemos despiertos y de camino a primera hora. La nueva colonia tiene que estar a varios días de viaje, incluso yendo en deslizador. Y una vez que demos con la zona general, debo marcar lugares

concretos para los edificios, los campos, la pista de aterrizaje para el transbordador y demás.

—Quizás encontremos otra cueva de bichos de oro.

—Quizá —dijo Ender—. O de algún otro metal. Como la cueva de bauxita que encontraste.

—El que todos los bichos de aluminio estuviesen muertos no significa que no vayamos a encontrar otra cueva con bichos vivos, ¿verdad? —dijo Abra.

—Es posible que encontrásemos a los únicos supervivientes —dijo Ender.

—Pero papá dice que lo más probable es lo contrario. Dice que sería demasiada coincidencia que los bichos de oro que más han sobrevivido resulten ser precisamente los que descubrieron el tío Sel yPo.

—Tu padre no es matemático —dijo Ender—. No entiende de probabilidades.

—¿Qué significa eso?

—Sel y Po encontraron la cueva con larvas de oro vivas. Por tanto, la probabilidad de que ellos la encontrasen, en este universo causal, era del cien por cien. Porque sucedió.

—Oh.

—Pero como no sabemos cuántas cuevas de bichos hay, o dónde están situadas, cualquier cálculo sobre nuestras posibilidades de encontrarlas no es de probabilidades... es sólo una suposición. No tenemos datos suficientes para calcular una probabilidad matemática.

—Sabemos que había una segunda —dijo Abra—. Así que no es como si no supiésemos nada.

—Pero con los datos que tenemos, una cueva con bichos de oro vivos y otra con bichos de aluminio muertos, ¿qué conclusión sacarías?

—Que tenemos tantas probabilidades de encontrarlos vivos como de encontrarlos muertos. Eso dice padre.

—Pero en realidad no es cierto —dijo Ender—. Porque en la cueva que encontraron Sel y Po los bichos no prosperaban. Casi habían muerto. Y en la otra cueva, habían muerto. Por tanto, ¿ahora cuáles son las probabilidades?

Abra lo pensó con cuidado.

—No lo sé —dijo—. Depende de lo grande que fuese cada colonia y de si se les ha ocurrido comerse los cuerpos de sus padres como hicieron esos bichos, y quizá de otras cosas que ni siquiera conozco.

—Ahora piensas como un científico —dijo Ender—. Ahora, por favor, piensa como alguien que duerme. Mañana nos espera un largo día.

* * *

Al día siguiente viajaron de sol a sol y a Abra todo empezó a parecerle igual.

—¿Qué tiene de malo este lugar? —dijo Abra—. Los... insectores cultivaban aquí y les iba bien. Y la pista de aterrizaje podría estar allí.

—Está demasiado cerca —dijo Ender—. No hay espacio suficiente para que los recién llegados desarrollen su propia cultura. Está tan cerca que si sintiesen envidia de Falstaff podrían intentar conquistarla.

—¿Por qué iban a hacer eso?

—Porque son humanos —dijo Ender—. Y, concretamente, porque entonces tendrían gente que sabe todo lo que sabemos y puede hacer todo lo que hacemos.

—Pero aun así seguiría siendo nuestra gente—dijo Abra.

—No por mucho tiempo —dijo Ender—. Ahora que nuestros poblados están separados, los falstaffianos se pondrán a pensar en lo que conviene a Falstaff. Podrían estar resentidos con Miranda porque creen que nos impondremos, y quizá deseen unirse voluntariamente a la nueva gente.

Abra lo meditó durante diez kilómetros.

—¿Qué tendría eso de malo? —dijo.

En esta ocasión fue a Ender al que le llevó un momento pensar antes de responder.

—Ah, que Falstaff se uniese voluntariamente a la nueva gente. Bien, no sé si tendría algo de malo. Sólo sé que lo que quiero que suceda es que todos los poblados, incluido el nuevo, estén tan separados como para desarrollar sus propias tradiciones y su propia cultura, y tan alejados como para que no luchen por los mismos recursos, pero convenientemente cerca para que se den matrimonios entre ellos y comercien. Tengo la esperanza de que haya una distancia perfecta que evite que se peleen entre sí, o al menos que lo evite durante mucho tiempo.

—Siempre que te tengamos como gobernador, da igual, porque ganaríamos —dijo Abra.

—No me importa quién gane —dijo Ender—. Es el hecho de que haya una guerra lo que sería horrible.

—¡No opinabas lo mismo cuando derrotaste a los insectores!

—No —dijo Ender—. Cuando está en juego la supervivencia de la especie humana, no puedes evitar que te importe ganar. Pero si la guerra es entre colonos de este planeta, ¿por qué iba a importarme quién gana? Gane quien gane, habrá muerte, pérdidas, sufrimiento, odio, recuerdos amargos y las semillas de guerras futuras. Y

ambos bandos serían humanos, por lo que, pasase lo que pasase, los humanos perderían. Y perderían y no dejarían de perder. Abra, a veces rezo, ¿lo sabías? Porque mis padres rezaban. En ocasiones le hablo a Dios a pesar de que no sé nada sobre Él. Le pido que se acaben las guerras.

—Se han acabado —dijo Abra—. En la Tierra. El Hegemón unificó a toda la humanidad y ya no hay guerra.

—Sí —dijo Ender—. ¿No sería una ridiculez que hubiésemos alcanzado finalmente la paz en la Tierra y nos pusiéramos a guerrear en Shakespeare?

—El Hegemón es tu hermano, ¿no? —preguntó Abra.

—Es el hermano de Valentine —dijo Ender.

—Pero ella es tu hermana —dijo Abra.

—Es hermano de Valentine —repuso Ender, y su rostro se volvió tenebroso y Abra no le preguntó qué pretendía decir.

* * *

En el tercer día del viaje, cuando el sol estaba como a dos palmos sobre el horizonte occidental (el tiempo de los relojes no significaba nada allí, ya que los habían fabricado en la Tierra para los días terrestres, y a nadie le parecía bien ninguna de las propuestas para dividir el día de Shakespeare en horas y minutos), Ender detuvo el deslizador en la cresta de una colina que daba a un ancho valle con huertos llenos de maleza y campos con árboles que llevaban creciendo cuarenta años. En algunas de las colinas circundantes había túneles de entrada, y chimeneas que demostraban que allí se había fabricado algo.

—Este lugar parece tan adecuado como cualquiera —sentenció Ender. Y así, de esa forma, se escogió el lugar para la nueva colonia.

Montaron la tienda, Ender preparó la cena y él y Abra fueron juntos al valle y echaron un vistazo a un par de cuevas. No había bichos, claro, ya que aquél no había sido ese tipo de asentamiento, pero había máquinas de un tipo que no habían visto nunca y Abra quiso de inmediato examinarlas, pero Ender dijo:

—Te prometo que serás el primero en echar un vistazo a esas máquinas, pero no ahora. Esta noche no. No es nuestra misión. Debemos distribuir una nueva colonia. Debo decidir dónde irán los campos, la fuente de agua... tenemos que encontrar el sistema de alcantarillado insector, comprobar si podemos poner en marcha su equipo de generadores. Todo lo que hizo la generación de Sel Menach mucho antes de que nacieses. Pero pronto tendremos tiempo para las máquinas insectoras. Y luego, créeme, te dejarán pasar días y semanas con ellas.

Abra quería resistirse, como un niño, pero sabía que Ender tenía razón. Así que aceptó la promesa de Ender y se quedó con él durante el resto del paseo nocturno.

El sol se había puesto antes de que volvieran al campamento... cuando llegaron para dormir sólo había un tenue resplandor en el cielo. En aquella ocasión Ender le pidió a Abra que le contase historias que sus padres le hubiesen contado, las historias mayas de su padre, las historias chinas de su madre y las historias católicas que los dos tenían en común. Abra tardó tanto en contárselas que apenas podía mantener los ojos abiertos. Luego durmieron.

Al día siguiente, Ender y Abra delimitaron campos y dispusieron las calles, registrándolo todo en holomapas, en el escritorio de campo de Ender, que se transmitían automáticamente al ordenador situado en órbita. Ni siquiera era necesario llamar a su padre por satfono, porque recibía automáticamente toda la información y podía ver lo que hacían.

A última hora de esa tarde, Ender suspiró y dijo:

—¿Sabes?, esto es un poco aburrido.

—¿En serio? —dijo Abra, sarcástico.

—Incluso los esclavos tenían de vez en cuando tiempo de descanso.

—¿Quiénes? —Abra temía que fuese algo que se aprendía en la escuela y que él desconocía porque no sabía leer y había dejado de ir al colegio.

—No sabes lo feliz que me hace que no sepas de qué hablo. Bien, si Ender era feliz, Abra era feliz.

—Durante la próxima hora, digo que hagamos lo que nos apetezca —propuso Ender.

—¿Como qué? —preguntó Abra.

—¿Qué, quieres decir que debo decidir por ti qué te parece divertido?

—¿Qué vas a hacer tú?

—Voy a ver si se puede nadar en el río.

—Eso es peligroso y no deberías hacerlo solo.

—Si me ahogo, llama a tu padre para que venga a buscarte.

—Podría llevar el deslizador de vuelta a casa, lo sabes.

—Pero no podrías subir a él mi cadáver —dijo Ender.

—¡No hables de morir! —protestó Abra. Pretendía parecer furioso. Pero la voz le tembló y pareció asustado.

—Soy buen nadador —dijo Ender—. Voy a comprobar el agua para asegurarme de que no me pondré enfermo y sólo nadaré donde no hay corriente, ¿vale? Y eres libre de nadar conmigo si quieres.

—No me gusta nadar. —En realidad, nunca había aprendido a nadar bien.

—Bien... no te vayas a meter en cuevas y a jugar con máquinas, ¿vale? —dijo Ender—. Porque las máquinas sí que dan miedo.

—Sólo porque no las comprendes.

—Exacto —dijo Ender—. Pero ¿y si algo saliese mal? ¿Y si tuviese que llevar tu cuerpo retorcido e incinerado a tus padres?

Abra rio.

—Así que yo puedo dejar morir al gobernador, pero tú no puedes dejar morir a un chico tonto.

—Exacto —dijo Ender—. Porque eres mi responsabilidad, pero tu única responsabilidad es informar de mi muerte si llega a producirse.

Así que Ender regresó al deslizador y recogió el equipo para analizar el agua. Y como Abra sabía bien que Ender iba a tener que comprobar el río de todas formas, comprendió que en realidad Ender no estaba descansando pero le había ofrecido un descanso a Abra. Bien, dos podían jugar al mismo juego. Abra invertiría el tiempo en llegar a la cresta montañosa y comprobar qué había al otro lado. Eso era útil. Era un verdadero trabajo que alguien tendría que hacer. Así que mientras Ender nadaba en el río, Abra añadiría detalles al mapa.

El paseo le llevó más tiempo a Abra de lo que había pensado. Las colinas del otro lado parecían engañosamente cercanas. Pero cuanto más subía, más fácil era ver el lugar donde Ender, efectivamente, nadaba. Se preguntó si le veía. Se volvió y saludó un par de veces, pero Ender no respondió, probablemente porque a ojos de Ender él no era más que una mota, de la misma forma que para él Ender era una mota. O Ender no miraba, lo que también estaba bien. Significaba que Ender confiaba en que él no la jodería y se haría daño o se perdería.

En la cima de la colina Abra vio por qué el río del valle se ensanchaba... entre las colinas había una presa para riego, de forma que el donde el río se ensanchaba al otro lado de la presa, era un estanque. Pero la caída de agua no era muy grande, y ciertas compuertas estaban siempre abiertas de forma que el río fluyese permanentemente por tres canales. Uno era el cauce original, y los otros dos llevaban agua a través de canales ligeramente más elevados que recorrían la parte norte del valle. Allí, al sur del río, los canales estaban permanentemente secos, por lo que Abra podía comprobar la diferencia de resultado con la irrigación. Ambos lados del valle estaban llenos de vida, pero en el lado húmedo crecían árboles y en el lado seco sólo hierba y arbustos bajos.

Pero cuando miró el lado de la hierba se dio cuenta de que había algo raro en el paisaje. En lugar de ser un llano fluvial liso, como el valle alto que tenía a su espalda, donde estaba Ender, había en él varios montículos. Y su disposición no tenía nada de natural.

Los habían construido los insectores. Pero ¿para qué?

Y ahora que se fijaba, veía aquí y allá estructuras que parecían todavía más artificiales. Tampoco tenían el aspecto de los edificios insectores habituales. Aquéllos eran algo nuevo y extraño, y aunque estaban cubiertos de hierba y trepadoras, seguían siendo claramente visibles.

Abra bajó con cuidado por la pendiente... no corría, porque no conocía el terreno y lo último que quería era torcerse un tobillo y convertirse en una carga para Ender. Llegó al mayor de los montículos artificiales. Era muy inclinado, pero estaba cubierto de hierba, por lo que no le fue difícil subir. Llegó a la parte superior y comprendió que estaba hueco por dentro, y que allí había agua retenida.

Abra recorrió la parte superior y descubrió que de un extremo salían dos crestas como dos piernas, formando un pequeño valle ancho entre ellas. Y cuando se dio la vuelta vio que también había unas crestas bajas que podían ser brazos, y donde debía estar la cabeza había una enorme roca blanca que brillaba al sol, que para todo el mundo tendría el aspecto de un cráneo.

Tenía forma de hombre. No la forma de un insector... la de un hombre.

Le recorrió un estremecimiento... un temor, una emoción. Un lugar así no podía existir. Y, sin embargo, allí estaba.

Oyó que gritaban su nombre. Alzó la vista y vio que Ender había llevado el deslizador a la cresta montañosa, desde el otro valle, y le miraba. Abra saludó con la mano y gritó:

—¡Eh, Ender!

Ender le vio y se deslizó hasta la base de la colina por la que había subido Abra.

—Sube —dijo Abra.

Cuando Ender hubo subido la pendiente, desplazando algunos trozos de vegetación porque era más grande que Abra y pesaba más, Abra señaló la estructura corpórea de las colinas artificiales.

—¿Puedes creerlo?

Aparentemente Ender no lo veía de la misma forma que Abra. Se limitó a mirar y no dijo nada.

—Es como si se hubiese muerto un gigante —dijo Abra— y la tierra hubiese cubierto su cadáver.

Abra oyó que Ender aspiraba con fuerza, por lo que supo que al final lo había comprendido.

Ender miró a su alrededor y, sin decir nada, señaló algunas de las estructuras más pequeñas y cubiertas de enredaderas. Sacó los binoculares y miró un buen rato.

—Imposible —musitó.

—¿Qué? ¿Qué son?

Ender no respondió. En su lugar, recorrió a lo largo la colina, hacia la «cabeza».

Abra bajó al cuello y subió a la barbilla.

—Alguien tuvo que construirlo —dijo Abra. Rascó la superficie blanca—. Mira, este cráneo no es de piedra. Es de cemento.

—Lo sé —dijo Ender—. Lo construyeron para mí.

—¿Qué?

—Conozco este lugar, Abra. Los insectores lo construyeron para mí.

—Todos habían muerto antes de que el abuelo y la abuela llegasen aquí —dijo Abra.

—Tienes razón, es imposible, pero sé lo que sé. —Ender apoyó la mano en el hombro de Abra—. Abra, no debo llevarte conmigo.

—¿Adonde?

—Ahí —Ender señaló—. Podría ser peligroso. Si me conocían tan bien como para construir este lugar, podrían haber planeado...

—Ajustar cuentas —dijo Abra.

—Por matarlos —apostilló Ender.

—Entonces no vayas, Ender. No hagas lo que ellos quieren que hagas.

—Si quieren venganza, Abra, no me importa. Pero quizá no es lo que quieren.

Quizás esto es todo lo cerca que podían estar de hablar. De dejarme una nota.

—No sabían leer ni escribir. Ni siquiera tenían el concepto de escritura y lectura... eso decía padre. Por tanto, ¿cómo iban a saber dejar una nota?

—Quizás aprendieron justo antes de morir —conjeturó Ender.

—Bien, lo que tengo más claro que el agua es que no voy a quedarme aquí si tú te vas a otra parte. Voy contigo.

Ender miró divertido a Abra. Negó con la cabeza, sonriendo.

—No. Eres demasiado joven para arriesgarte a...

—¡Venga! —protestó Abra disgustado—. Eres Ender Wiggin. ¡No me digas lo que puede hacer un niño de once años!

Así que fueron juntos en el deslizador hasta el primer conjunto de estructuras. Ender paró y bajó. Formaban las estructuras armazones metálicos que sostenían las enredaderas. Abra vio que había columpios y toboganes, como los del parque de Miranda. Los de Miranda eran más pequeños, porque eran para niños. Pero no había duda.

Pero los insectores no tenían bebés, tenían larvas. Los gusanos no necesitan columpios y toboganes.

—Fabricaron cosas humanas —dijo Abra. Ender se limitó a asentir.

—Realmente sacaban cosas de tu cabeza —dijo Abra.

—Ésa es una posible explicación —dijo Ender. Luego subieron al deslizador y siguieron. Ender parecía conocer el camino.

Se acercaron a la estructura más lejana. Era una torre gruesa con algunas paredes más bajas, todo ello cubierto de hiedra. Cerca de la parte superior de la torre había una ventana.

—Sabías que estaría aquí—dijo Abra.

—Era mi pesadilla —dijo Ender—. Mi recuerdo del juego de fantasía.

Abra no tenía ni idea qué era «el juego de fantasía», pero comprendió que ese lugar representaba uno de esos sueños que los insectores sacaban de Ender cuando lo diseccionaron en el sueño que le había contado.

Ender salió del deslizador.

—No me sigas —dijo—. Si no he vuelto dentro de una hora, entonces este lugar es peligroso y debes volver de inmediato a casa y contárselo a todos.

—Aguántate, Ender, voy contigo —dijo Abra. Ender le miró con frialdad.

—Aguántate tú, Abra, o te cubriré de lodo.

Las palabras eran burlonas y también el tono. Pero sus ojos indicaban que no bromeaba y Abra supo que hablaba en serio.

Así que Abra se quedó en el deslizador y vio como Ender corría hacia el castillo... porque eso era. Y luego Ender trepó por la parte exterior de la torre y entró por la ventana.

Abra se quedó observando la torre mucho tiempo. De vez en cuando miraba el reloj del deslizador. Y al final su mirada se desplazaba errática. Vio pájaros e insectos, animales pequeños entre la hierba, nubes moviéndose por el cielo.

Por eso no vio a Ender salir de la torre. Sólo le vio caminando hacia el deslizador, con la chaqueta enrollada bajo el brazo.

Sólo que había algo en la chaqueta. Pero Abra no preguntó qué había encontrado.

Supuso que si Ender quería que lo supiese se lo contaría.

—No vamos a levantar la nueva colonia aquí—dijo Ender.

—Vale —dijo Abra.

—Regresemos y levantemos el campamento —dijo Ender.

Buscaron durante cinco días más, muy al este y al sur del primer sitio que habían encontrado, hasta que dieron con otro lugar para la colonia. Era un asentamiento insector mayor, con zonas mucho más amplias para campos y todas las señales de precipitaciones anuales abundantes.

—Éste es lugar adecuado —dijo Ender—. Mejor clima, más cálido. Tierra buena y rica.

Invirtieron una semana en delimitar el nuevo asentamiento.

Llegó la hora de volver a casa. La noche antes de irse, tendidos en el suelo porque hacía demasiado calor para estar dentro de la tienda, Abra se lo preguntó al fin. No le preguntó lo que Ender había traído de la torre (eso jamás se lo hubiera preguntado) sino algo más fundamental.

—Ender, ¿qué pretendían decir al construirlo para ti? Ender guardó silencio un buen rato.

—No voy a contarte toda la verdad, Abra. Porque no quiero que nadie la conozca. Ni siquiera quiero que sepan lo que hemos encontrado. Espero que se haya desmoronado cuando la gente vuelva a pasar por aquí. Pero incluso si no es así, nadie más lo comprenderá. Y en el futuro lejano, nadie creerá que los insectores levantaron este lugar. Pensarán que lo hicieron los colonos humanos.

—No tienes que contármelo todo —dijo Abra—. Y no le contaré a nadie lo que hemos encontrado.

—Sé que no lo harás —dijo Ender. Vaciló de nuevo—. No quiero mentirte. Así que sólo te contaré verdades. Encontré la respuesta, Abra.

—¿A qué?

—A mi pregunta.

—¿Puedes decirme algo sobre ella?

—Nunca has planteado la pregunta. Espero por Dios que nunca sepas cuál es.

—Pero el mensaje era realmente para ti.

—Sí, Abra. Me dejaron un mensaje contándome por qué murieron.

—¿Porqué?

—No, Abra. Es mi carga. Sólo mía. —Ender agarró el brazo de Abra—. Que no haya rumores sobre lo que Ender Wiggin encontró en este lugar.

—No los habrá —dijo Abra.

—¿ Quieres decir que a los once años estás dispuesto a llevarte un secreto a la tumba?

—Sí —dijo Abra sin vacilar—. Pero espero no tener que hacerlo demasiado pronto. Ender rio.

—Yo espero lo mismo. Espero que vivas mucho, mucho tiempo.

—Guardaré el secreto toda mi vida. Aunque en realidad no sé cuál es.

* * *

Ender entró en la casa donde Valentine trabajaba en su penúltimo volumen de su historia de las Guerras Insectoras. Dejó su escritorio en la mesa, frente a ella. Ella lo miró. Él sonrió, con una sonrisa guasona, mecánica, y se puso a teclear.

No engañó a Valentine. La sonrisa era falsa, pero la felicidad subyacente era real. Ender era feliz.

¿Qué había pasado en el viaje para encontrar la ubicación de la nueva colonia? No se lo contó. Ella no preguntó. A Valentine le bastaba con saber que él era feliz.


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