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TERMINUS: […] Su ubicación (véase el mapa) desentonaba con el papel que le había tocado representar en la historia de la Galaxia, y sin embargo, como muchos escritores no se cansan de señalar, no podría haber sido otra. Se trataba del único planeta de un sol aislado, emplazado al filo mismo de la espiral galáctica, pobre en recursos e insignificante por lo que a su valor económico respectaba, sin colonizar durante los cinco primeros siglos posteriores a su descubrimiento, hasta el aterrizaje de los enciclopedistas […]
Era inevitable que, con el desarrollo de una nueva generación, Terminus se convirtiera en algo más que un simple apéndice de los psicohistoriadores de Trantor. Con la revuelta anacreóntica y la llegada al poder de Salvor Hardin, el primero de una ilustre estirpe de […]
ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
Lewis Pirenne estaba ocupado en su escritorio, en la única esquina bien iluminada de la habitación. Había tareas que coordinar; esfuerzos que organizar; hilos que entretejer hasta obtener el diseño deseado.
Ya habían transcurrido cincuenta años; ése era el tiempo que habían tardado en establecerse y convertir la Fundación Número Uno de la Enciclopedia en un organismo eficiente. Cincuenta años recabando la materia prima. Cincuenta años de preparativos.
Lo habían conseguido. El próximo lustro sería testigo de la publicación del primer volumen de la obra más monumental que se hubiera concebido jamás en toda la Galaxia. Después, a intervalos de diez años, con la puntualidad de un mecanismo de relojería, se sucederían las siguientes entregas. Acompañarían a éstas suplementos diversos, artículos especiales sobre temas de actualidad, hasta que…
Pirenne se revolvió incómodo cuando el timbre que había encima de la mesa emitió un zumbido sordo, enfurruñado. Casi se había olvidado de la cita. Oprimió distraídamente el pestillo de la puerta y, por el rabillo del ojo, vio cómo ésta se abría para facilitar la entrada de la oronda figura de Salvor Hardin. Pirenne no levantó la cabeza.
Hardin sonrió para sus adentros. Aunque tenía prisa, sabía que no serviría de nada ofenderse por el desdén que dispensaba Pirenne a todo aquello o aquél que lo distrajera de sus quehaceres. Se arrellanó en la silla que había enfrente del escritorio y se dispuso a esperar.
El estilo de Pirenne volaba sobre el papel imitando el sonido de unos delicados arañazos. Era lo único que se movía y se oía en toda la estancia. Hardin sacó una ficha por valor de dos créditos del bolsillo de su chaleco. La luz arrancó destellos de la superficie de acero inoxidable cuando la lanzó al aire. La cogió al vuelo y repitió la misma acción, contemplando los reflejos con expresión indolente. El acero inoxidable constituía la moneda de cambio ideal en un planeta que dependía de las importaciones para obtener todos sus metales.
Pirenne levantó la cabeza y parpadeó.
—¡Estese quieto! —exclamó con voz quejumbrosa.
—¿Eh?
—Esa moneda infernal, deje de lanzarla al aire.
—Ah. —Hardin devolvió el disco metálico al interior del bolsillo—. Avíseme cuando acabe, ¿quiere? Prometí que volvería a la reunión del consejo de la ciudad antes de que se sometiese a votación el proyecto del nuevo acueducto.
Pirenne exhaló un suspiro y se apartó de la mesa de un empujón.
—Ya he terminado, pero espero que no haya venido para molestarme con asuntos urbanísticos. Haga el favor de encargarse de eso usted solo. La Enciclopedia ocupa todo mi tiempo.
—¿No se ha enterado de la noticia? —preguntó Hardin, flemático.
—¿Qué noticia?
—La que recibió el equipo de ultraondas de la ciudad de Terminus hace dos horas. El gobernador real de la prefectura de Anacreonte ha asumido el título de rey.
—¿Y? ¿Qué pasa con eso?
—Pasa —respondió Hardin— que nos hemos quedado aislados de las zonas interiores del Imperio, hecho que no por esperado resulta menos incómodo. Anacreonte está en el centro de lo que era nuestra última ruta comercial con Santanni, con Trantor, e incluso con Vega. ¿De dónde vendrá ahora nuestro metal? Hace seis meses que no recibimos ningún cargamento de acero ni aluminio, y ahora nuestras posibilidades han quedado reducidas a cero, a merced de la generosidad del rey de Anacreonte.
Pirenne chasqueó la lengua con impaciencia.
—Pues apelen a esa generosidad.
—¿Es posible tal cosa? Escuche, Pirenne, según los estatutos sobre los que se asienta esta Fundación, la junta de fideicomisarios del comité de la Enciclopedia ha recibido plenos poderes administrativos. Yo, como alcalde de la ciudad de Terminus, tengo autoridad para sonarme la nariz y puede que para estornudar si usted refrenda la orden que me lo permita. Todo está en sus manos, y en las de la junta. En nombre de la ciudad, cuya prosperidad depende del comercio ininterrumpido con la Galaxia, le ruego que convoque una reunión de emergencia…
—¡Basta! Los discursos propagandísticos sobran. Mire, Hardin, la junta de fideicomisarios no ha prohibido la creación de un gobierno municipal en Terminus. Entendemos que es necesario debido al crecimiento demográfico desde que se estableciera la Fundación, hace cincuenta años, así como al número cada vez mayor de personas implicadas en asuntos ajenos a la Enciclopedia. Pero eso no significa que el principal y único objetivo de la Fundación haya dejado de ser la publicación de una enciclopedia definitiva donde se contenga todo el saber de la humanidad. Somos una institución científica subvencionada por el estado, Hardin. No podemos, ni debemos, entrometemos en la política local.
—¡Política local! Por el dedo gordo del pie izquierdo del emperador, Pirenne, se trata de una cuestión de vida o muerte. El planeta Terminus no puede sustentar una civilización mecanizada por sus propios medios. Carece de los metales precisos para ello. Usted lo sabe. Las rocas de la superficie no contienen ni rastro de hierro, cobre y aluminio, y tan sólo escasas cantidades de los demás. ¿Qué cree usted que ocurrirá con la Enciclopedia si este reyezuelo de Anacreonte decide cortarnos las alas?
—¿«Cortarnos las alas»? ¿Olvida tal vez que nuestro gobernante directo es el mismísimo emperador? No rendimos cuentas ante Anacreonte ni ante ninguna otra prefectura. ¡Métase eso en la cabeza! Formamos parte integrante de los dominios personales del emperador, de modo que nadie puede ponernos la mano encima. El Imperio cuida de los suyos.
—En ese caso, ¿por qué no impidió que el gobernador real de Anacreonte sacara los pies del tiesto? Y ni siquiera se trata tan sólo de Anacreonte. Al menos veinte de las prefecturas más remotas de la Galaxia, la Periferia entera, de hecho, han empezado a hacer las cosas a su manera. Le aseguro que el Imperio y su capacidad para protegernos no me inspiran la menor confianza.
—¡Monsergas! Gobernadores reales, reyes… ¿qué más da? El Imperio siempre ha estado trufado de politiqueos y de personajes que intentan mover los hilos a su antojo. No es la primera vez que se rebela un gobernador, o que se depone un emperador, ya puestos. ¿Pero qué tiene eso que ver con el Imperio propiamente dicho? Olvídelo, Hardin. No es de su incumbencia. Ante todo, somos científicos. La Enciclopedia es nuestra principal preocupación. Ah, sí, ya casi no me acordaba. ¡Hardin!
—¿Sí?
—¡A ver si hace usted algo con ese periódico suyo! —La voz de Pirenne estaba teñida de enfado.
—¿El Diario de la ciudad de Terminus? No es mío, se trata de una publicación privada. ¿Qué pasa con él?
—Lleva semanas recomendando que el quincuagésimo aniversario del establecimiento de la Fundación sea motivo de vacaciones públicas y celebraciones inapropiadas.
—¿Y por qué no? El reloj de radio abrirá la Primera Bóveda dentro de tres meses. Me parece que la ocasión lo merece, ¿a usted no?
—No soy amigo de festejos ridículos, Hardin. La Primera Bóveda y su apertura sólo incumben a la junta de fideicomisarios. Se emitirá un comunicado oficial si el pueblo necesita saber algo importante. Es mi última palabra, encárguese de que al Diario le quede bien claro.
— Lo siento, Pirenne, pero los estatutos de la ciudad garantizan esa minucia que es la libertad de prensa.
—Es posible, pero la junta de fideicomisarios no. Como representante del emperador en Terminus, Hardin, mi autoridad en este sentido es absoluta.
Hardin adoptó la expresión de quien está contando hasta diez mentalmente. Con gesto serio, repuso:
—A propósito de su estatus como representante del emperador, tengo una última noticia para usted.
—¿Sobre Anacreonte? —Un enervado Pirenne apretó los labios.
—Así es. Está previsto que recibamos la visita de un emisario especial procedente de Anacreonte. Dentro de dos semanas.
—¿Un emisario? ¿Aquí? ¿De Anacreonte? —Pirenne digirió la información—. ¿Para qué?
Hardin se levantó y empujó la silla de nuevo contra la mesa.
—Le dejo que lo adivine.
Dicho lo cual, sin la menor ceremonia, se fue.
2
Anselm haut Rodric, donde «haut» significa de noble linaje, subprefecto de Pluema y enviado de excepción de su majestad de Anacreonte, más otra media docena de títulos, fue recibido por Salvor Hardin en el espaciopuerto con toda la pompa y el boato de una cumbre de estado.
Con una sonrisa tirante y una honda reverencia, el subprefecto había desenfundado su desintegrador para ofrecérselo a Hardin con la culata por delante. Hardin correspondió al gesto con otra arma que había tomado prestada específicamente para la ocasión. Tras estas muestras de amistad y buena voluntad, si Hardin reparó en el sutil abultamiento de la hombrera del haut Rodric, tuvo la prudencia de no decir nada.
El vehículo terrestre que los recibió a continuación —precedido, flanqueado y seguido por el enjambre de dignatarios de rigor— rodó lenta y ceremoniosamente hasta la plaza de la Enciclopedia, arropado por los vítores de una multitud tan enfervorizada como cabía esperar.
El subprefecto Anselm, quien recibía las ovaciones con la cortés indiferencia propia de los soldados y los nobles, le preguntó a Hardin:
—¿Y esta ciudad es todo su planeta?
Hardin levantó la voz para imponerse al clamor.
—Nuestro mundo es joven, eminencia. A lo largo de nuestra breve historia solo hemos disfrutado de la visita de un puñado de miembros de la más alta nobleza. De ahí nuestro entusiasmo.
Una cosa es segura: la «más alta nobleza» no sabía reconocer el sarcasmo cuando lo tenía delante.
—Fundado hace cincuenta años —observó el subprefecto, contemplativo—. ¡Hm-m-m! Tienen un montón de tierra por explotar aquí, alcalde. ¿No han considerado nunca la posibilidad de dividirla en haciendas?
—Todavía no es necesario. Estamos sumamente centralizados. Algo inevitable, debido a la Enciclopedia. Quizá algún día, cuando la población crezca…
—¡Qué mundo más raro! ¿No existe el campesinado?
Hardin reflexionó que no hacía falta ser ningún lince para darse cuenta de que lo que su eminencia estaba intentando con tanta torpeza era tantear el terreno. Como quien no quiere la cosa, respondió:
—No… ni nobleza.
El haut Rodric enarcó las cejas.
—¿Y su líder… la persona con la que debo reunirme?
—¿Se refiere al doctor Pirenne? ¡Si! Es el presidente de la junta de fideicomisarios… y representante personal del emperador.
—¿«Doctor»? ¿Ése es su único título? ¿Un intelectual? ¿Y está por encima de la autoridad civil?
—Bueno, naturalmente —repuso con afabilidad Hardin—. Todos somos intelectuales, a nuestra manera. Después de todo, lo que ve no es tanto un planeta como una fundación científica… controlada directamente por el emperador.
El leve énfasis que imprimió a la última frase pareció desconcertar al subprefecto, que se quedó callado y pensativo durante el resto del lento trayecto hasta la plaza de la Enciclopedia.
El tedio que hubo de soportar Hardin durante el resto de la tarde y la consiguiente velada se saldó al menos con la satisfacción que le produjo comprobar que Pirenne y el haut Rodric —tras haberse saludado con sonoras proclamas de estima y aprecio mutuos— no se podían ver ni en pintura.
El haut Rodric escuchó con expresión ausente el sermón con que Pirenne había decidido amenizar la «visita de inspección» al edificio de la Enciclopedia. Con una sonrisa tan educada como falsa cincelada en los labios, sobrellevó como pudo la interminable retahila del doctor mientras recorrían las innumerables salas de proyección y los inmensos almacenes repletos de películas de referencia.
No formuló su primera frase inteligible hasta después de llevar un buen rato adentrándose en sucesivos niveles de departamentos de redacción, de edición, de publicación y de filmación.
—Todo esto es muy interesante —dijo—, pero se me antoja una ocupación extraña para personas adultas. ¿Qué utilidad tiene?
Hardin se dio cuenta de que ésa era una observación para la que Pirenne no tenía respuesta, aunque su expresión hablaba por sí sola.
Aquella noche, la cena fue un reflejo invertido de lo ocurrido durante la tarde, pues el haut Rodric monopolizó la conversación describiendo —con asombrosa pasión y abundancia de detalles técnicos— sus proezas como líder de un batallón durante la reciente guerra entre Anacreonte y el recién proclamado reino vecino de Smyrno.
El subprefecto no dio por concluido su pormenorizado relato hasta después de que terminara la cena, cuando todos los cargos inferiores ya se habían retirado. La última descripción triunfal de naves espaciales mutiladas se produjo cuando, en compañía de Pirenne y Hardin, salió al balcón acariciado por la cálida brisa estival.
Y ahora —concluyó con intensa jovialidad—, pasemos a asuntos más serios.
—Cómo no —murmuró Hardin mientras encendía un largo puro de tabaco vegano (le quedaban muy pocos, reflexionó) y se retrepaba en la silla hasta dejarla apoyada en las dos patas de atrás.
La difusa silueta lenticular de la Galaxia flotaba alta en el firmamento y se extendía lánguidamente de un horizonte a otro. Las escasas estrellas que rutilaban aquí, al filo del universo, palidecían en comparación.
—Se sobrentiende —empezó el subprefecto— que todas las discusiones oficiales… es decir, la firma de documentos y otros tecnicismos por el estilo… tendrán lugar ante… ¿cómo se refieren ustedes a su consejo?
—Junta de fideicomisarios —fue la fría respuesta de Pirenne.
—¡Qué nombre más pintoresco! En cualquier caso, eso será mañana. Pero haríamos bien en limar algunas de las asperezas ahora, de hombre a hombre. ¿No les parece?
—Lo que significa… —lo alentó Hardin.
—Sólo una cosa. Los cambios operados aquí, en la Periferia, han dejado a su planeta en una posición delicada. Sería deseable que consiguiéramos ponernos de acuerdo en lo tocante al estado de las cosas. A propósito, alcalde, ¿no tendrá usted otro de esos cigarros?
Hardin se lo quedó mirando fijamente antes de ofrecerle uno, a regañadientes.
Anselm haut Rodric emitió un gorjeo de placer tras aspirar el aroma.
—¡Tabaco vegano! ¿De dónde lo ha sacado?
—Llegaron en uno de los últimos envíos. Ya casi se han agotado. Sabe el espacio cuándo volveremos a recibir más… si es que los recibimos alguna vez.
Pirenne, que no fumaba (y detestaba el olor, de hecho), frunció el ceño.
—A ver si lo he entendido, eminencia. ¿La misión que lo ha traído hasta aquí es de simple esclarecimiento?
El haut Rodric asintió con la cabeza tras la humareda de sus deleitantes primeras caladas.
—En tal caso, pronto habrá terminado. La situación con respecto a la Fundación Número Uno de la Enciclopedia es la misma de siempre.
—¡Ah! ¿Y cómo ha sido siempre?
—Así: una institución científica subvencionada por el estado que forma parte del dominio personal de su augusta majestad, el emperador.
Sin dar muestras de sentirse impresionado, el subprefecto exhaló unos anillos de humo y replicó:
—Bonita teoría, doctor Pirenne. Supongo que tendrá cartas estampadas con el sello imperial… ¿pero cuál es la situación actual? ¿Cuál es su postura con respecto a Smyrno? Como bien sabe, su capital se encuentra a menos de cincuenta pársecs de aquí. ¿Y qué hay de Konom y Daribow?
—No tenemos nada que ver con ninguna prefectura —alegó Pirenne—. Como parte del dominio del emperador…
—Es que ya no son prefecturas —le recordó el haut Rodric—, sino reinos.
—Pues reinos. No tenemos nada que ver con ellos. Como institución científica…
—¡Que se vaya al cuerno la ciencia! —maldijo su interlocutor, con un vozarrón retumbante que dejó la atmósfera ionizada—. ¿Qué diablos tendrá que ver eso con el hecho de que Smyrno podría ocupar Terminus de un momento a otro?
—¿Y el emperador? ¿Se quedaría de brazos cruzados?
—Mire, doctor Pirenne —respondió el haut Rodric, ya más tranquilo—, ustedes respetan la propiedad del emperador, igual que Anacreonte, pero es posible que en Smyrno no sean tan considerados. Recuerde que acabamos de firmar un tratado… mañana presentaré una copia ante esa junta suya… según el cual se nos encomienda la responsabilidad de mantener el orden dentro de los límites de la antigua prefectura de Anacreonte en nombre del emperador. Así pues, está claro cuál es nuestro deber, ¿no le parece?
—Sin duda. Pero Terminus no forma parte de la prefectura de Anacreonte.
—Pero Smyrno…
—Ni de la prefectura de Smyrno. No forma parte de ninguna prefectura.
—¿Y Smyrno lo sabe?
—Me trae sin cuidado lo que sepa o deje de saber.
—A nosotros no. Acabamos de salir de una guerra con ellos y todavía retienen dos sistemas estelares que nos pertenecen. Terminus ocupa un puesto sumamente estratégico, entre ambas naciones.
—¿Cuál es su propuesta, eminencia? —terció Hardin, receloso.
El subprefecto, que parecía ansioso por dejar de andarse con rodeos y hablar sin tapujos, dijo enérgicamente:
—Creo que salta a la vista que, puesto que Terminus no puede defenderse sola, Anacreonte tendrá que hacerlo por ella. Comprendan que no deseamos interferir con la administración interna…
—Ajá —refunfuñó secamente Hardin.
—… pero creemos que lo mejor para todas las partes implicadas sería que Anacreonte estableciera una base militar en este planeta.
—¿Eso es lo único que quieren, una base militar en una porción de nuestro vasto territorio deshabitado? ¿Nada más?
—Bueno, evidentemente, habría que abordar la cuestión de qué apoyo recibirían las tropas protectoras.
Las cuatro patas de la silla de Hardin golpearon el suelo al tiempo que sus codos se apoyaban en sus rodillas.
—Por fin llegamos al quid de la cuestión. Hablemos claro. Terminus se transformaría en un protectorado y tendría que pagar un tributo.
—Nada de tributos. Impuestos. Nosotros les proporcionamos protección. Ustedes pagan por ella.
Pirenne descargó un manotazo sobre la silla con inesperada violencia.
—Permítame decir algo, Hardin. Eminencia, me importan medio crédito oxidado Anacreonte, Smyrno, sus politiqueos de salón y sus guerras de poca monta. Nuestra institución, insisto, está subvencionada por el estado y exenta de impuestos.
—¿Subvencionada por el estado? Le recuerdo que nosotros somos el estado, doctor Pirenne, y no sabemos nada de ninguna subvención.
Pirenne se puso de pie con gesto ofendido.
—Eminencia, soy el representante directo de…
—… su augusta majestad, el emperador —canturreó con sarcasmo Anselm haut Rodric—. Y yo el representante directo del rey de Anacreonte. Anacreonte está mucho más cerca, doctor Pirenne.
—Hablemos de negocios —se apresuró a sugerir Hardin—. ¿Cómo pretende cobrar esos supuestos impuestos, eminencia? ¿Los aceptaría en especie: trigo, patatas, hortalizas, cabezas de ganado?
El subprefecto se lo quedó mirando fijamente.
—¿Qué diablos? ¿Para qué necesitamos todo eso? Tenemos excedentes de sobra. Cobraríamos en oro, naturalmente. El cromo o el vanadio serían aún mejores, ya puestos, si los poseyeran en grandes cantidades.
—¡Grandes cantidades! —se carcajeó Hardin—. Pero si no tenemos ni siquiera hierro. ¡Oro! Mire, eche un vistazo a nuestra moneda de cambio. —Lanzó una moneda al emisario.
El haut Rodric la hizo botar y la observó con atención.
—¿Qué es esto? ¿Acero?
—Ni más ni menos.
—No lo entiendo.
—Terminus es un planeta en el que prácticamente no hay metales. Los importamos todos. Por consiguiente, no tenemos oro ni nada con lo que pagar, a no ser que acepte unos cuantos miles de celemines de patatas.
—Bueno… pues bienes manufacturados, entonces.
—¿Sin metales? ¿De qué se cree que están hechas nuestras máquinas?
Pirenne aprovechó el silencio que siguió a esas palabras para volver a la carga.
—Toda esta discusión carece de sentido. Terminus no es un planeta, sino una fundación científica donde se está elaborando una ambiciosa enciclopedia. Por el espacio, hombre, ¿es que no siente ningún respeto por la ciencia?
—Las guerras no se ganan con enciclopedias. —El haut Rodric arrugó el entrecejo—. De modo que se trata de un mundo completamente improductivo… y prácticamente deshabitado, encima. Bueno, siempre pueden pagar con tierras.
—¿A qué se refiere? —preguntó Pirenne.
—Este mundo está poco menos que desierto y es muy probable que la tierra desocupada sea fértil. En Anacreonte hay muchos nobles a los que no les importaría ampliar sus haciendas.
—No será capaz de sugerir que…
—No hace falta que se alarme, doctor Pirenne. Hay de sobra para todos. Si las cosas se pusieran feas, podríamos arreglarlo para que no perdiera nada, con su colaboración. Siempre pueden conferirse títulos y concederse tierras.
Creo que usted ya me entiende.
—¡Gracias! —replicó Pirenne, con una mueca.
—¿Podría abastecemos Anacreonte de plutonio para nuestra central nuclear? —preguntó cándidamente Hardin—. Sólo nos quedan reservas para unos pocos años.
Pirenne contuvo el aliento, tras lo cual reinó un silencio absoluto durante varios minutos. Al cabo, el haut Rodric habló con una voz muy distinta de la que había empleado hasta entonces.
—¿Producen energía atómica?
—Desde luego. ¿Qué tiene eso de raro? La energía atómica debe de rondar ya los cincuenta mil años de antigüedad. ¿Por qué no íbamos a producirla? Aunque conseguir el plutonio está complicado.
—Claro… claro. —El emisario hizo una pausa antes de añadir, incómodo—: En fin, caballeros, volveremos sobre este tema mañana. Si me disculpan…
Mientras veía cómo se retiraba, Pirenne masculló entre dientes:
—Memo insufrible, pazguato…
—Nada de eso —terció Hardin—. Es un simple producto de su entorno, incapaz de ver mucho más allá del «yo tengo una pistola y tú no».
Pirenne se encaró con él, exasperado.
—¿A qué espacios venía toda esa charla sobre bases militares y tributos? ¿Acaso se ha vuelto usted loco?
—No. Me limitaba a darle cuerda y dejarle hablar. Se habrá percatado de que consiguió que se le escaparan las verdaderas intenciones de Anacreonte; es decir, la división de Terminus en parcelas de terreno. Evidentemente, no pienso permitir que ocurra tal cosa.
—No piensa permitirlo. Que no piensa… ¿Y quién es usted para impedir nada? Además, ¿le importaría explicarme por qué tenía que desembuchar lo de nuestra central nuclear? Son ese tipo de cosas precisamente las que nos convertirán en un objetivo militar.
—Correcto —sonrió Hardin—. Un objetivo militar del que mantenerse alejados. ¿No salta a la vista por qué saqué el tema? Sirvió para confirmar mis sospechas.
—¿Y qué sospechas son ésas?
—Que el motor que impulsa la economía de Anacreonte ya no es la energía atómica. Si lo fuera, es indudable que nuestro amigo sabría que el empleo de plutonio en las centrales nucleares es cosa del pasado. Por consiguiente, cabe deducirse que el resto de la Periferia tampoco posee energía atómica. Smyrno no, desde luego, de lo contrario Anacreonte jamás se hubiera alzado con la victoria en la mayoría de las batallas de su reciente conflicto. Interesante, ¿no le parece?
—¡Bah! —Pirenne se fue hecho un basilisco.
Hardin sonrió plácidamente, apagó el puro y contempló la Galaxia que se extendía sobre su cabeza.
—Han vuelto al petróleo y el carbón, ¿verdad? —murmuró. El resto de sus pensamientos los guardó para sí.
3
Cuando Hardin negó que el Diario fuese propiedad suya, puede que estuviese siendo sincero, pero sólo técnicamente. Hardin, el primer alcalde electo de Terminus, había sido el impulsor de una iniciativa para convertir Terminus en una municipalidad autónoma, por lo que no resultaba extraño que, aun sin una sola acción del Diario a su nombre, más del sesenta por ciento de la publicación estuviera bajo su control por medios más retorcidos.
Había muchas formas de conseguir lo que uno se proponía.
Por consiguiente, cuando Hardin empezó a sugerirle a Pirenne que le permitiera asistir a las reuniones de la junta de fideicomisarios, no fue del todo fortuito que el Diario comenzara una campaña parecida. Después se celebró la primera manifestación de la historia de la Fundación, para exigir que la ciudad estuviera representada en el gobierno «nacional».
Y, al final, Pirenne no tuvo más remedio que capitular a regañadientes.
Hardin, sentado al pie de la mesa, reflexionó distraídamente sobre el motivo de que los físicos fueran tan malos administradores. Quizá se debiera al simple hecho de que estaban demasiado acostumbrados a tratar con hechos inflexibles y demasiado poco a vérselas con la gente, más maleable.
Fuera como fuese, allí estaban Tomaz Sutt y Jord Fara, a su izquierda; Lundin Crast y Yate Fulham, a su derecha; con Pirenne en persona presidiendo. Los conocía a todos, como es lógico, aunque parecía que se hubieran puesto una pizca de pomposidad extra para la ocasión.
Hardin estuvo a punto de quedarse dormido durante los ceremoniosos prolegómenos, pero se espabiló cuando Pirenne bebió un sorbo de agua del vaso que tenía delante a modo de preparativo antes de empezar:
—Me complace enormemente informar a la junta de que, desde nuestra última reunión, he recibido la noticia de que lord Dorwin, canciller del Imperio, llegará a Terminus dentro de dos semanas. Es de esperar que las asperezas de nuestra relación con Anacreonte se limen a nuestra entera satisfacción en cuanto el emperador esté al corriente de la situación.
Sonrió y se dirigió a Hardin, sentado al otro extremo de la mesa.
—El Diario ha recibido ya la información pertinente.
Hardin soltó una risita entre dientes. Saltaba a la vista que su admisión en el santuario obedecía, entre otros motivos, al deseo de Pirenne de restregarle este anuncio por las narices.
—Vaguedades al margen —dijo plácidamente—, ¿qué espera que haga lord Dorwin?
El que respondió fue Tomaz Sutt, quien tenia la mala costumbre de dirigirse a los demás en tercera persona cuando lo poseían los aires de grandeza.
—Es evidente —observó— que, como cínico, el alcalde Hardin no tiene precio. Cuesta creer que no sepa ver que es sumamente improbable que el emperador permita que se infrinjan sus derechos personales.
—¿Por qué? ¿Qué haría si se infringieran?
Se produjo un irritado revuelto. Pirenne dijo:
—No es su turno. —Y, como si se le acabara de ocurrir, añadió—: Además, sus declaraciones rozan la traición.
—¿Debo darme por contestado?
—¡Sí! Si no tiene nada más que decir…
—No saque conclusiones precipitadas. Me gustaría formular una pregunta. Aparte de esta maniobra diplomática… que tanto podría significar algo como todo lo contrario… ¿se ha tomado alguna medida concreta para responder a la amenaza de Anacreonte?
—Así que usted ve una amenaza, ¿no es cierto? —terció Yate Fulham, atusándose el rebelde bigote colorado.
—¿Usted no?
—Apenas —fue la indulgente respuesta—. El emperador…
—¡Por el espacio! —se exasperó Hardin—. ¿Pero esto qué es? Cada dos por tres alguien menciona al «emperador» o al «Imperio» como si fueran palabras mágicas. El emperador está a cincuenta mil pársecs de distancia, y me extrañaría que le importáramos un bledo. Y aunque así fuera, ¿qué puede hacer? Lo que quedaba de la armada imperial en esta zona ahora se encuentra en manos de los Cuatro Reinos, y Anacreonte tiene su parte. Escuchen, debemos pelear con cañones, no con palabras.
»Métanselo en la cabeza. En estos momentos disponemos de dos meses de gracia, principalmente porque hemos hecho pensar a Anacreonte que tenemos armas nucleares. Pues bien, todos sabemos que es una mentirijilla. Nuestra energía atómica se destina a fines comerciales, y en cantidades ridículas. No tardarán en darse cuenta, y si piensan que les hará gracia descubrir que hemos estado engañándoles, se equivocan.
—Estimado…
—Un momento, no he terminado. —Hardin estaba entrando en calor. Le gustaba esto—. Está muy bien implicar a los cancilleres en esto, pero mucho mejor estaría implicar un puñado de cañones de asedio de gran calibre cargados de bonitas bombas atómicas. Hemos desperdiciado dos meses, caballeros, y tal vez no tengamos otros dos meses que perder. ¿Qué sugieren que hagamos?
—Si lo que propone es militarizar la Fundación —gruñó Lundin Crast, con la nariz arrugada—, no quiero oír ni una palabra más. Eso señalaría nuestra entrada en el ámbito de la política. Somos una fundación científica, señor alcalde, nada más.
—Además —añadió Sutt—, no se da cuenta de que la elaboración de un arsenal requeriría sustraer valiosos elementos humanos de la Enciclopedia. Algo impensable, se ponga como se ponga.
—Muy cierto —concurrió Pirenne—. La Enciclopedia ante todo… y siempre.
Hardin gimió para sus adentros. La junta parecía estar aquejada de un caso de enciclopeditis mental aguda.
Con voz glacial, replicó:
—¿No se les ha ocurrido nunca a los miembros de esta junta la descabellada posibilidad de que Terminus tuviera otros intereses aparte de la Enciclopedia?
—No concibo, Hardin —respondió Pirenne—, que la Fundación pueda tener ningún interés aparte de la Enciclopedia.
—He dicho Terminus, no la Fundación. Me temo que no entienden la situación. Somos algo más de un millón de habitantes, de los cuales alrededor de ciento cincuenta mil trabajan directamente en la Enciclopedia. Para el resto, éste es nuestro hogar. Nacimos aquí. Vivimos aquí. Comparada con nuestras granjas, nuestras casas y nuestras fábricas, la Enciclopedia no significa nada para nosotros. Queremos proteger…
El griterío enterró el resto de su frase.
—La Enciclopedia es lo primero —sentenció con vehemencia Crast—. Tenemos una misión que cumplir.
—¡Qué misión ni qué niño muerto! —exclamó Hardin—. Eso a lo mejor era cierto hace cincuenta años, pero ésta es una generación nueva.
—Eso no tiene nada que ver —replicó Pirenne—. Somos científicos.
—¿Ah, sí? —Hardin no dejó escapar esta oportunidad—. Bonita alucinación, ¿no es cierto? La cuadrilla que está aquí sentada ejemplifica a la perfección los problemas que padece la Galaxia desde hace miles años. ¿Cómo puede llamarse ciencia a pasarse siglos encerrados aquí, clasificando la producción científica de los últimos mil años? ¿No se les ha ocurrido nunca mirar hacia delante, ampliar esa obra y mejorarla? ¡No! Se conforman con permanecer estancados. A toda la Galaxia le ocurre lo mismo, sabe el espacio desde cuándo se prolonga esta situación. Por eso se está rebelando la Periferia, por eso están rompiéndose los diálogos, por eso se eternizan las rencillas, por eso hay sistemas enteros que están quedándose sin energía atómica y se ven obligados a retroceder a las primitivas técnicas de combustión química.
»En mi opinión —concluyó, levantando la voz—, la Galaxia se está yendo al garete.
Hizo una pausa y se dejó caer en la silla para recuperar el aliento, sin prestar atención a los dos o tres que intentaban replicarle al unisono.
Fue Crast el que se hizo con la palabra.
—No sé qué pretende conseguir con sus histéricas declaraciones, señor alcalde. Lo que está claro es que no aporta nada constructivo a la conversación. Señor presidente, propongo que las palabras de este orador no consten en acta, y que se reanude el debate desde el punto donde fue interrumpido.
Jord Fara se rebulló por vez primera desde que diera comienzo la reunión. Hasta este momento Fara no había intervenido en la discusión, ni siquiera cuando ésta era más acalorada, pero ahora dejó oír su retumbante voz de barítono, tan imponente como los ciento cuarenta kilos de su corpachón.
—¿No se nos olvida una cosa, caballeros?
—¿Cuál? —inquirió Pirenne, irritado.
—Que dentro de un mes celebraremos nuestro quincuagésimo aniversario. —Fara sabía imprimir la mayor profundidad a los enunciados más triviales.
—¿Y qué?
—Que en esa fecha —prosiguió plácidamente Fara— se abrirá la Bóveda de Hari Seldon. ¿No se han preguntado nunca qué contiene esa cámara?
—No lo sé. Bagatelas. El discurso de felicitación de rigor, tal vez. No creo que haya nada importante en la Bóveda… por mucho que el Diario —y fulminó con la mirada a Hardin, que respondió con una sonrisa— se empeñara en sostener lo contrario. Tuve que poner fin a eso.
—Ah —continuó Fara—, pero puede que estuviera usted equivocado. ¿No le parece —hizo una pausa y se llevó un dedo a la naricita redonda— que la Bóveda va a abrirse en un momento muy oportuno?
—Querrá decir inoportuno, en todo caso —masculló Fulham—. Tenemos preocupaciones más importantes.
—¿Más importantes que un mensaje de Hari Seldon? Lo dudo. —Bajo la atenta mirada de Hardin, Fara estaba empezando a pontificar más que nunca. ¿Adónde pretendía llegar?—. De hecho —siguió hablando entusiásticamente Fara—, todos ustedes parecen olvidar que Seldon fue el psicólogo más importante de su época, además del institutor de nuestra Fundación. Es razonable asumir que empleó sus conocimientos científicos para determinar el posible devenir de la historia en el futuro inmediato. Si lo hizo, como cabe suponer, repito, sin duda debió de encontrar la manera de advertirnos del peligro y, tal vez, sugerir una solución. Como saben, la Enciclopedia era la niña de sus ojos.
La duda y la perplejidad enmudecieron a los reunidos, hasta que Pirenne rompió el silencio.
—Bueno, no sé, la verdad. La psicología es una ciencia encomiable, pero… en estos momentos no hay ningún psicólogo entre nosotros, si no me equivoco. Me parece que pisamos terreno resbaladizo.
Fara se volvió hacia Hardin.
—¿No estudió usted psicología con Alurin?
—Sí —respondió Hardin, medio embelesado—, aunque no llegué a terminar los estudios. Me aburrí de la teoría. Quería ser ingeniero psicológico, pero carecíamos de las instalaciones adecuadas, así que opté por la siguiente alternativa… me metí en política. Es prácticamente lo mismo.
—Bueno, ¿y qué opina de la Bóveda?
—No lo sé —fue la precavida respuesta de Hardin.
No volvió a abrir la boca durante el resto de la velada, ni siquiera cuando la conversación volvió a centrarse en el canciller del Imperio.
Lo cierto es que ni siquiera estaba prestando atención. Se le había ocurrido una idea y las piezas estaban empezando a encajar poco a poco. Había uno o dos indicios que comenzaban a tener sentido.
Y la psicología era la clave. De eso no le cabía la menor duda.
Intentaba recordar por todos los medios la teoría psicológica que había aprendido una vez, y ésta enseguida le puso sobre la pista adecuada.
La capacidad de discernir las emociones y las reacciones humanas permitiría a un psicólogo tan excepcional como Seldon predecir a grandes rasgos el devenir histórico del futuro.
Y eso quería decir… ¡hm-m-m!
4
Lord Dorwin consumía rapé. También tenía el pelo largo, intrincada y a todas luces artificialmente rizado, a lo que había que añadir unas esponjosas patillas rubias que le gustaba atusarse con esmero. Por si fuera poco, hacía gala de una escrupulosidad exagerada al hablar y se comía todas las erres.
En estos preciosos instantes, Hardin no tenia tiempo de pararse a pensar en más motivos que explicaran la fulminante aversión que le producía el ilustre canciller. Ah, sí, los relamidos ademanes con los que subrayaba sus palabras y la estudiada condescendencia con la que acompañaba aun la más simple de las aserciones.
En cualquier caso, ahora el problema era localizarlo. Hacía media hora que había desaparecido en compañía de Pirenne; se había esfumado como si no existiera, el condenado.
Hardin estaba seguro de que su propia ausencia durante los debates preliminares complacería a Pirenne.
Pero éste había sido visto en esta ala y en esta planta. Solo era cuestión de probar todas las puertas.
—¡Ah! —exclamó en medio del pasillo, y se metió en una habitación en penumbra. El perfil del ensortijado peinado de lord Dorwin se recortaba inconfundible contra la pantalla iluminada.
Lord Dorwin levantó la cabeza.
—Ah, Hagdin. Estagá buscándonos, segugo. —Ofreció su cajita de rapé (de pobre acabado y sobrecargada de adornos) a Hardin, que rehusó con gentileza mientras el noble se servía una pizca sin dejar de sonreír cortésmente.
Pirenne frunció el ceño y Hardin le sostuvo la mirada con estudiada indiferencia.
El único sonido que rompió el breve silencio fue el chasquido de la tapa de la caja de rapé de lord Dorwin, que la guardó y dijo:
—Un loggo impguesionante, esta Enciclopedia suya, Hagdin. Una vegdadega pgoeza digna de figugar entgue las hazañas más majestuosas de todos los tiempos.
—Opinión compartida por muchos de nosotros, milord. Sin embargo, se trata de un logro aún por lograr.
—Pog lo poco que he visto de la eficiencia de su Fundación, no albeggo la menog duda en ese sentido. —Asintió con la cabeza en dirección a Pirenne, que respondió con una reverencia, complacido.
Menudo hatajo de aduladores, pensó Hardin.
—No lamentaba nuestra falta de eficiencia, milord, sino el indudable exceso de ésta por parte de los anacreontes… si bien ellos la vuelcan en fines más destructivos.
—Ah, sí, Anacgueonte. —Lord Dorwin ensayó un ademán negligente—. Pguecisamente vengo de allí. Qué planeta más bágbago. No me explico cómo puede vivig nadie en la Peguifeguia. La ausencia de los guequisitos más fundamentales de un caballego educado, la caguencia de los gudimentos indispensables paga el confogt y la comodidad… el absoluto desuso en que…
—Los anacreontes —lo interrumpió secamente Hardin—, por desgracia, poseen todos los requisitos fundamentales para la guerra y los rudimentos indispensables para la destrucción.
—Ciegto, ciegto. —Lord Dorwin parecía irritado, quizá por haber podido terminar su discurso—. Pego no iguemos a hablag de negocios ahoga, ¿vegdad? Pog favog. Estoy absogto en otgos asuntos. Doctog Piguenne, ¿no quiegue enseñagme el segundo volumen? Se lo güego.
Las luces se apagaron con un chasquido y, durante la siguiente media hora, Hardin podría haber estado perfectamente en Anacreonte, a juzgar por el caso que le hicieron. El libro plasmado en la pantalla no tenía ningún sentido para él, ni siquiera se preocupó de intentar comprenderlo, pero lord Dorwin dio vigorosas muestras de entusiasmo en varias ocasiones. Ocasiones en las que, como pudo comprobar Hardin, el canciller pronunciaba todas las erres.
Cuando volvieron a encenderse las luces, lord Dorwin exhaló:
—Magavilloso. Guealmente magavilloso. ¿No le integesagá por casualidad la agqueología, Hagdin?
—¿Eh? —Hardin salió con esfuerzo de su ensimismamiento—. No, milord, faltaría a la verdad si dijera lo contrario. Soy psicólogo de vocación y político de profesión.
—¡Ah! Integuesantes estudios, sin duda. Pog si no lo sabia —el noble se sirvió un generoso pellizco de rape—, a mí me apasiona la agqueología.
—¿De veras?
—Su señoría —terció Pirenne— está sumamente familiarizado con ese campo.
—Bueno, sin exagegag, sin exagegag —repuso complacido su señoría—, Aunque lo ciegto es que se tgata de una ciencia con la que tengo mucha pgáctica. Y cuya teogía conozco al dedillo, la vegdad sea dicha. He leído a Jawdun, Obijasi, Kwomwill… en fin, a todos, ya saben.
—Me suenan, evidentemente —reconoció Hardin—, aunque no los he leído.
—Debeguía haceglo algún día, estimado colega. La guecompensa lo meguece. Lo ciegto es que vale la pena viajag hasta aquí, a la Peguifeguia, tan sólo por veg esta copia de Lameth. ¿Se puede cgueeg que no tengo ni un solo ejemplag en mi biblioteca? Pog ciegto, doctog Piguenne, espego que no haya olvidado que pgometió entguegagme una guepgoducción antes de que me vaya.
—Será un placer.
—Les digué que Lameth —prosiguió altisonante el canciller— ha añadido una infogmación de lo más cuguiosa a lo que yo ya sabía sobgue la «Pguegunta Oguiginal».
—¿Qué pregunta? —se interesó Hardin.
—La «Pguegunta Oguiginal». Ya sabe, dónde se oguiginó la especie humana. Segugo que sabe usted que se cguee que la humanidad, al pguincipio, ocupaba tan sólo un sistema planetaguio.
—Sí, estoy al corriente.
—Natugalmente, nadie sabe exactamente de qué sistema se tgata, es un misteguio envuelto en las bgumas de la histoguia. Aunque existen teoguías. Algunas de ellas apuntan a Siguio. Otgas apuestan por Alfa Centaugui, otgas por Sol, otgas por 61 Cygni… ubicaciones todas ellas que están dentgo del sectog de Siguio, como puede veg.
—¿Y qué dice Lameth?
—Bueno, su enfoque es totalmente oguiginal. Lo que sugiegue es que los guestos agqueológicos del tegceg planeta del sistema artúguico demuestgan que el seg humano existía allí antes de que hubiega cualquieg indicio de viaje espacial.
—¿Y eso lo convertiría en la cuna de la humanidad?
—Tal vez. Tendguía que leeglo con atención y poneg las pguebas pog escguito antes de podeg estag segugo. Aún está pog validag la fiabilidad de sus obsegvaciones.
Hardin guardó silencio un momento antes de preguntar:
—¿Cuándo escribió Lameth ese libro?
—Ah… Hace ochocientos años, me paguece. Basándose en ggan medida, pog supuesto, en las investigaciones pguevias de Gleen.
—Entonces, ¿por qué tendría que fiarse de su palabra? ¿Por qué no viaja a Arcturus y estudia esos restos personalmente?
Lord Dorwin enarcó las cejas y se apresuró a aspirar una pizca de rapé.
—Cagamba, estimado, ¿y paga qué?
—Para obtener información de primera mano, claro está.