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17.2% EL Mundo del Río / Chapter 48: EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (17)

Capítulo 48: EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (17)

Parolando tenía diez mil habitantes, pero el barco sólo podría llevar a ciento veinte personas. Veinte de ellas ya sabían con seguridad que irían en él. Sam y Joe Miller. Lothar von Richthofen, Van Boom, De Bergerac, Ulises, tres ingenieros, el rey Juan, y sus respectivas compañeras. El resto no sabrían si habían trabajado en vano o no hasta unos días antes de que el barco zarpase. Entonces, se escribirían los nombres de todos en trozos de papel, se colocarían dentro de un gran bombo de alambre, al que se haría girar

una y otra vez. Luego Sam, con los ojos tapados, iría sacando, una tras otra, cien papeletas. Y esos afortunados formarían la tripulación del No Se Alquila.

El No Se Alquila tenía que recorrer, si el Extraño no se equivocaba, ocho millones de kilómetros. A una media de unos quinientos kilómetros cada veinticuatro horas, tardaría unos cuarenta años en llegar al final del Río, pero la media no sería esa, claro está. La tripulación tendría que desembarcar para hacer vacaciones en tierra, y había que tener en cuenta las inevitables reparaciones. De hecho, el barco podía estropearse, aunque Sam se proponía llevar muchas piezas de repuesto. Una vez iniciada la travesía no habría posibilidad de volver atrás a por piezas ni de obtenerlas en otros sitios. No habría metal suficiente fuera de aquel lugar.

Era extraño pensar que tendría unos ciento cuarenta años cuando llegase al final del

Río.

Pero, ¿qué significaba eso teniendo en cuenta que disponía de miles de años de juventud?

Miró por las portillas. La llanura hormigueaba de personas que bajaban de las colinas a las fábricas. Tras él, las colinas estarían llenas de otros individuos que se dirigían a las fábricas de las colinas. Había un pequeño ejército trabajando en el gran embalse del noroeste, junto a las estribaciones de las montañas. Se había construido un muro de hormigón entre dos colinas escarpadas para embalsar el agua procedente de un arroyo próximo a la cima de la montaña. Al llenarse el lago situado tras la presa, su excedente proporcionaría energía eléctrica para las fábricas.

De momento, la energía eléctrica necesaria se extraía de las piedras de cilindros. Un gigantesco transformador de aluminio recogía tres veces al día la electricidad y la conducía por cables de aluminio a una instalación de dos plantas llamada batacitor. Se trataba de un descubrimiento electrónico de finales del siglo xx que podía almacenar cientos de kilovatios hora en una centésima de microsegundo y cederlos en una cuantía de desde una décima de amperio a un centenar de kiloamperios. Era el modelo del batacitor que se instalaría en el barco. De momento, la energía se utilizaba principalmente para alimentar la máquina laminadora construida por Van Boom que cortaba las piezas de ferroníquel extraídas en la llanura. También se utilizaba la energía eléctrica para fundir el metal. El aluminio de los cables y del batacitor se había obtenido, por un procedimiento laborioso y caro, partiendo del silicato de aluminio obtenido de la arcilla que había bajo la hierba en las estribaciones de los montes. Pero esta fuente de suministros se había agotado, y ahora la única fuente económicamente asequible estaba en Soul City.

Sam se sentó ante su escritorio, abrió un cajón, y sacó un grueso libro forrado de piel de pez y con páginas de papel de fibras de bambú. Era su diario, Las Memorias de Un Lázaro. Por el momento utilizaba tinta hecha de agua y ácido tánico de corteza de roble y de carbón y con ella escribía los acontecimientos del día y sus reflexiones. Cuando la tecnología de Parolando hubiese progresado lo suficiente, utilizaría la grabadora electrónica que Van Boom le había prometido.

Apenas si se había puesto a escribir cuándo empezaron a sonar los tambores. Los tambores de sonido más profundo representaban rayas, los de sonido más agudo puntos. El código era morse, el idioma esperanto.

Von Richthofen tomaría tierra en unos minutos. Sam se puso en pie para mirar de nuevo. A algo menos de un kilómetro de distancia se veía el catamarán de bambú en el que Lothar von Richthofen había zarpado Río abajo diez días atrás. Por las portillas de estribor Sam vio una figura achaparrada de pelo oscuro que salía de las puertas del palacio de troncos del rey Juan. Tras él iban guardaespaldas y cortesanos.

El rey Juan quería asegurarse de que von Richthofen no llevaba ningún mensaje secreto de Elbut Elwood Hacking.

El ex monarca de Inglaterra, en la actualidad corregente de Parolando, vestía una especie de faldilla escocesa a cuadros rojos y negros, una prenda estilo poncho hecha de

toallas, y botas de piel de pez dragón hasta las rodillas. A su gruesa cintura llevaba un ancho cinturón con una serie de fundas que contenían dagas de acero, una espada corta y un hacha de acero. En una mano sostenía una corona de acero, fuente de muchas disputas entre Sam y el rey Juan. Sam no quería desperdiciar metal en anacronismos inútiles, pero Juan había insistido, y Sam cedió.

Sam se sentía satisfecho ahora al pensar en el nombre de su pequeña nación. Parolando significaba en esperanto Tierra de Pares, y se llamaba así porque la gobernaban dos hombres. Pero Sam no le había explicado a Juan que otra traducción al inglés podría ser Twain Lana.

Juan siguió un sendero de barro endurecido que rodeaba un edificio bajo y alargado, una fábrica, y llegó al pie de las escaleras del cuartel general de Sam. Su guardaespaldas, un matón llamado Sharkey, tiró de la cuerda de la campana, y ésta repiqueteó. Sam sacó la cabeza y gritó:

-¡Sube, Juan!

Juan alzó hacia él sus ojos azul claro y empujó a Sharkey para que le precediese. Juan tomaba siempre precauciones contra posibles asesinos, y tenía buenas razones para hacerlo. Además, estaba resentido por tener que venir a ver a Sam, pero sabía que von Richthofen informaría primero a éste.

Entró Sharkey, inspeccionó la timonera de Sam y las habitaciones traseras. Sam oyó un gruñido, tan profundo y poderoso como el de un león, que procedía de la habitación posterior. Sharkey retrocedió rápidamente y cerró la puerta.

Sam sonrió y dijo:

-Joe Miller puede estar enfermo, pero aún puede comerse a diez luchadores polacos como desayuno y repetir.

Sharkey no contestó. Hizo una seña a través de la portilla a Juan, indicándole que podía subir sin miedo a una celada.

El catamarán desembarcaba entonces, y la pequeña figura de von Richthofen cruzaba la llanura, con el cilindro en una mano y su báculo de embajador en la otra. Por la otra portilla, Sam pudo ver al largirucho de Bergerac que dirigía una patrulla hacia el muro sur. Livy no estaba a la vista.

Juan entró.

-Bonan matenon, Johano! -dijo Sam.

A Juan le molestaba que Sam se negase a dirigirse a él como Via Rega Mozto (Su Majestad) en privado. La Konsulo (el Cónsul) era su título correcto, e incluso éste salía pocas veces de labios de Sam. Sam estimulaba a otros a que le llamasen a él La Estro, El Jefe, porque esto enfurecía aún más a Juan.

Juan soltó un gruñido y se sentó a la mesa redonda. Otro guardaespaldas, un protomongol moreno y alto de gran envergadura e inmensos y poderosos músculos, Zaksksromb, que probablemente había muerto hacia el treinta mil antes de Cristo, encendió un gran cigarro negro para Juan. Zak, como se le conocía, era el hombre más fuerte de Parolando, después de Joe Miller. Y podía argumentarse que Joe Miller no era un hombre O por lo menos no un homo sapiens.

Sam deseaba que Joe se levantara de la cama. Zak le ponía nervioso, pero Joe estaba intentando relajarse con goma de los sueños. Dos días atrás se había desprendido un cascote de siderita de una grúa cuando Joe pasaba debajo. El gruista juró que había sido un accidente, pero Sam tenía sus sospechas.

Sam dio una chupada a su puro y dijo:

-¿Has sabido algo de tu sobrino últimamente? Juan no se sorprendió, pero sus ojos se achicaron. Miró a Sam desde el otro lado de la mesa.

-No. ¿Por qué?

-Simple curiosidad. He pensado en proponer a Arturo una conferencia. No hay razón alguna para que andéis intentando asesinaros. Esto no es la Tierra, como bien sabes.

¿Por qué no podemos olvidar los viejos pleitos? ¿Qué importancia tiene que le tiraras al río metido en un saco? El pasado, pasado está. Podríamos utilizar su madera. Y necesitamos más piedra caliza para obtener carbonato de calcio y magnesio. Y él tiene en abundancia.

Juan le miró, luego bajó los ojos y sonrió.

Astuto Juan, pensó Sam. Juan el suave. Juan el ruin.

-Para obtener madera y piedra caliza tendríamos que pagar con armas de acero -dijo

Juan-. Y no estoy dispuesto a permitir que mi querido sobrino pueda conseguir más acero.

-Pensé simplemente que discutiría el asunto contigo -dijo Sam-. Porque a mediodía...

-¿Sí? -Juan se tensó.

-Bueno, pensé que podría plantear la cuestión ante el consejo. Podríamos someterlo a votación.

-¡Ah! -Juan se relajó.

"Piensas que ya estás seguro," pensó Sam. "Tendrás de tu lado a Pedro Anséure y a

Frederick Rolfe, y una votación de tres contra cinco es voto nulo en el consejo."

Consideró una vez más la posibilidad de suspender la Carta Magna para poder hacer cosas que eran necesarias, pero esto podía significar la guerra civil y el fin de su sueño.

Paseó un rato mientras Juan describía en voz muy alta y con penosos detalles su última conquista femenina. Sam procuró ignorar sus palabras; aún le irritaban los desplantes presuntuosos de aquel hombre, aunque ahora ninguna mujer que aceptase a Juan podría culpar a otra persona mas que a sí misma.

Repiqueteó la campanilla. Lothar von Richthofen entró en la estancia. Ahora llevaba el pelo largo y, con sus hermosos rasgos de aire eslavo, parecía un Goering menos corpulento y más guapo. Los dos se habían conocido bien durante la primera guerra mundial, pues habían servido ambos bajo las órdenes del barón Manfred von Richthofen, hermano mayor de Lothar. Lothar era una persona valiente, libre y muy agradable, pero aquella mañana su sonrisa había desaparecido.

-¿Cuáles son las malas noticias? -preguntó Sam. Lothar tomó la copa de whisky que

Sam le ofreció, se la bebió y dijo:

-Sinjoro Hacking está a punto de terminar sus fortificaciones. Soul City tiene unas murallas de cuatro metros de altura y tres de profundidad en todas sus fronteras. Hacking fue muy grosero conmigo, me llamó ofejo y honkio, palabras nuevas para mí. No me molesté en pedirle una explicación.

-Ofejo podría derivarse del inglés ofay -dijo Sam-, pero la otra palabra nunca la he oído.

¿Honkio?

-Oirás muchas veces esas palabras en el futuro -dijo Lothar- si tratas con Hacking. Y tendrás que hacerlo. Hacking, después de soltar un torrente de insultos, especialmente aludiendo a mis antepasados nazis (y yo jamás oí hablar de los nazis en la Tierra, pues fallecí en un accidente de aviación en 1922), pasó a hablar de negocios. Parecía muy furioso por algo... Quizá su cólera no tuviese nada que ver conmigo en principio. Pero el resumen de su discurso fue que podría cortar el suministro de bauxita y de otros minerales.

Sam se apoyó sobre la mesa para serenarse. Luego dijo: -Tomaré un trago de coraje de Kentucky yo también.

-Al parecer -prosiguió von Richthofen-, Hacking no se siente demasiado feliz con la composición de su estado. Hay una cuarta parte de negros de Harlem que murieron entre

1960 y 1980, y una octava parte de negros dahomeyanos del siglo xviii. Pero tiene un cuarto de población no negra, árabes wahhabi del siglo xiv, fanáticos que aún proclaman que Mahoma es su profeta y que están aquí sólo para un breve período de prueba. Luego hay otra cuarta parte compuesta por hindúes del siglo xiii, dravinianos, caucasianos de piel oscura, y un octavo de gente diversa. Una ligera mayoría de este octavo pertenece al siglo XX.

Sam asintió con un gesto. Aunque la Humanidad resucitada incluía a todas las personas que habían vivido desde el año dos millones antes de Jesucristo al 2008 después, un cuarto de todos ellos habían nacido después del año 1899 de la era cristiana, según los cálculos.

-Hacking quiere que su Soul City sea casi totalmente negra. Dice que él había creído en la posibilidad de la integración cuando vivía en la Tierra. Los jóvenes blancos de su época no tenían los prejuicios raciales de sus antecesores, y él había conocido la esperanza. Pero no había en sus tierras muchos de sus contemporáneos blancos. Y los árabes wahhabi estaban volviéndole loco. Hacking se había hecho musulmán en la Tierra,

¿sabían eso? Primero fue musulmán negro, una variedad norteamericana. Y luego se hizo musulmán auténtico, peregrino a La Meca, y estaba completamente convencido de que los árabes, aunque fuesen blancos, no eran racistas.

"Pero la matanza de los negros sudaneses por los árabes sudaneses y la historia de la esclavización de negros por los árabes le desconcertaban. De todos modos, estos wahhabi del siglo xix no eran racistas, solo eran fanáticos religiosos, y causaban muchos problemas. El no me lo dijo, pero estuve allí diez días y pude ver por mis propios ojos la situación. Los wahhabi quieren convertir Soul City a su tipo de islamismo, y si no pueden hacerlo pacíficamente, lo harán de modo sangriento. Hacking quiere librarse de ellos y de los dravinianos, que parecen considerarse superiores a los africanos, sean del color que sean. De todos modos, Hacking continuará proporcionándonos bauxita si le enviamos a todos nuestros ciudadanos negros a cambio de todos sus wahhabi y de sus dravinianos. Más una cantidad mayor de armas de acero. Y una cuota mayor de siderita en bruto.

Sam soltó un gruñido. El rey Juan escupió en el suelo. Sam frunció el ceño y dijo:

-Merdo, Johano! ¡Ni siquiera un Plantagenet tiene derecho a escupir en el suelo de mi casa! ¡Usa la escupidera o lárgate!

Procuró contener su cólera y su frustración al ver el gesto torvo de Juan. No era el momento de provocar un conflicto. El vanidoso ex monarca jamás se doblegaría a utilizar la escupidera, y el problema era en realidad algo secundario.

Sam hizo un gesto disculpándose y dijo:

-Olvídalo, Juan. Escupe todo lo que quieras. -Pero no pudo evitar añadir-: Siempre que yo tenga el mismo privilegio en tu casa, claro está.

Juan gruñó y se metió una chocolatina en la boca. Adoptó un tono de voz áspero y burlón que indicaba que también él estaba muy furioso y procuraba controlarse.

-Ese sarraceno, Hacking, obtiene demasiado. Creo que ya está bien de besar su mano negra. Sus exigencias han retrasado la construcción de la barca...

-El barco, Juan -dijo Sam-. Es un barco, no una barca.

-Boato, smoato. Lo que yo digo es que debemos conquistar Soul City, pasar por las armas a los ciudadanos, y apoderarnos de los minerales. Entonces podremos hacer aluminio allí mismo. En realidad, podríamos construir el barco allí. Y asegurarnos de que no iban a molestarnos conquistando todos los estados que hay entre nosotros y Soul City.

Juan y su ansia de poder.

Sin embargo, Sam se sintió inclinado a pensar que por una vez quizá tuviese razón. En el período de un mes aproximadamente. Parolando dispondría de armas suficientes como para hacer lo que Juan proponía. Pero Publia era una nación amiga y sus facturas no eran muy altas. Y Tifonujo, aunque exigía mucho, había permitido que se talaran todos sus árboles. Era posible, sin embargo, que ambos estados planeasen utilizar el ferroníquel que habían conseguido a cambio de su madera para hacer armas con que poder atacar Parolando.

Los salvajes de la otra orilla del Río probablemente planeaban lo mismo.

-Aún no he terminado -dijo von Richthofen-. Hacking propone el intercambio de ciudadanos en la base de uno por uno. Pero no llegará a ningún acuerdo a menos que le

enviemos a un negro a tratar con él. Dice que el enviarme a mí constituye un insulto, porque soy un prusiano y un junker. Pero dice que olvidará esto si le enviamos a un miembro del consejo la próxima vez. Uno que sea negro.

A Sam casi se le cae el puro.

-¡No tenemos ningún consejero negro!

-Exactamente. Lo que Hacking quiere decir es que haríamos mejor eligiendo uno.

Juan se pasó ambas manos por el pelo oscuro que le llegaba hasta los hombros, y luego se levantó. Sus ojos azules tenían un brillo feroz bajo sus cejas leoninas.

-Ese sarraceno se cree que puede decirnos cómo debemos arreglar nuestros asuntos internos. ¡Yo estoy a favor de la guerra!

-Un momento, Majestad -dijo Sam-. Hemos de tener en cuenta que podemos defendernos muy bien. Pero que no podemos invadir y ocupar un territorio grande.

-¿Ocupar? -gritó Juan-. ¡Degollaremos a la mitad y encadenaremos a la otra mitad!

-El mundo cambió mucho después de tu muerte, Juan... Bueno, Majestad. No hay duda de que existen otras formas de esclavitud aparte de la esclavitud directa, pero no quiero enzarzarme en una discusión sobre definiciones. No tiene ningún sentido discutir esa cuestión. Nos limitaremos a nombrar otro consejero. Y se lo enviaremos a Hacking.

-En la Carta Magna no está previsto este caso -dijo Lothar.

-Pues alteraremos la Carta -dijo Sam.

-Eso exigiría un referéndum.

Juan gruñó con disgusto. El y Sam Clemens habían tenido demasiadas discusiones violentas por los derechos del pueblo.

-Hay algo más -dijo Lothar, sonriendo aún, pero con un tono exasperado en la voz-. Hacking pide que se permita a Firebrass visitar Parolando en un viaje de inspección. Firebrass tiene un interés especial por ver nuestro aeroplano.

-¡Pregunta si nos importa que nos envíe un espía! -chilló Juan.

-No sé -dijo Sam-. Firebrass es el jefe de estado mayor de Hacking. Podría hacerse una idea distinta de nosotros. Es ingeniero. Crea que además tiene un doctorado en física. He oído hablar de él. ¿Qué opinas tú, Lothar?

-Mi impresión de él ha sido muy buena -dijo von Richthofen-. Nació en 1974 en Syracusa, Nueva York. De padre negro y madre mestiza de sangre irlandesa e iroquesa. Figuró en la segunda expedición que aterrizó en Marte y en la primera que se puso en órbita alrededor de Júpiter...

¡Los hombres habían logrado realmente aquello!, pensaba Sam. Aterrizar en la Luna y luego en Marte. Parecía algo sacado de Julio Verne y de Frank Reade, Jr. Fantástico, pero no más fantástico que el mundo en que vivían. Y, en realidad, no más fantástico que el mundo de la Tierra de 1910. Nada de aquello podía explicarse de modo que satisficiese a un hombre razonable. Todo era increíble.

-Lo plantearemos hoy en el consejo, Juan -dijo Sam-. Si no tienes objeción. Haremos una votación general para elegir al consejero. Yo personalmente elijo a Uzziah Cawber.

-Cawber fue esclavo, ¿no es cierto? -dijo Lothar-. No sé. Hacking dijo que no quería un

Tío Tom.

Esclavo una vez, esclavo siempre, pensó Sam. Ni siquiera cuando un esclavo se rebela, mata y es matado como protesta contra su esclavitud... resucitado, ni siquiera entonces se considera un hombre libre. Nació y se educó en un mundo empapado del aroma podrido de la esclavitud. Y todos sus pensamientos y sus actitudes están teñidos por la esclavitud, sutilmente influidos por la esclavitud. Cawber había nacido en 1841 en Montgomery, Alabama. Aprendió a leer y a escribir, trabajó como secretario en la casa de su amo, mató al hijo de éste en 1863, escapó y fue al Oeste, donde se hizo vaquero y luego minero. Murió atravesado por una lanza sioux en 1876; el ex esclavo matado por un hombre a punto de convertirse en esclavo. Cawber está entusiasmado con este mundo (o al menos así lo proclama) porque aquí ningún hombre puede esclavizarle o mantenerle

esclavizado. Pero es esclavo de su propia mente y de la reacción de sus nervios. Hasta cuando mantiene alta la cabeza, da un salto si alguien chasquea un látigo, y baja la cabeza antes de poder darse cuenta...

¡Por qué, oh, por qué habían resucitado los hombres! Hombres y mujeres estaban destrozados por lo que había sucedido en la Tierra, y jamás serían capaces de remediar el daño. Los miembros de la Iglesia de la Segunda Oportunidad proclamaban que un hombre podía cambiar, cambiar totalmente. Pero los de la Segunda Oportunidad eran un puñado de mascadores de goma de los sueños.

-Si Hacking llama a Cawber Tío Tom, Cawber le matará -dijo Sam-. Creo que debemos enviarle a él.

Juan enarcó sus oscuras cejas. Sam sabía lo que estaba pensando. Quizá él pudiese utilizar a Cawber, de un modo u otro.

Sam miró la clepsidra.

-Es hora de realizar el viaje de inspección. ¿Te importa adelantarte, Juan? Estaré con vosotros dentro de un minuto. -Y se sentó a su escritorio para hacer unas cuantas anotaciones más en su diario.

Esto dio a Juan la ocasión de salir primero, como correspondía a un ex rey de Inglaterra y de una buena parte de Francia. Sam pensó que era ridículo preocuparse por quién debía preceder a quién, pero detestaba a Juan tanto que no podía soportar dejarle ganar aunque solo fuese aquella pequeña victoria. En vez de discutir sobre el asunto, o simplemente adelantársele y enfurecer así a Juan, fingía que tenía que hacer un trabajo.

Sam alcanzó al grupo, en el que se incluían los seis miembros del consejo, justo a la salida de la fábrica de ácido nítrico. Recorrieron las fábricas rápidamente. Brotaban hedores desagradables de los ácidos nítrico y sulfúrico, de los procesos de destilación de la madera para hacer alcohol, acetona, creosota, aguarrás y ácido acético. De los tanques de formaldehído y de las instalaciones en que se transformaban los excrementos humanos y los líquenes recogidos en los montes para extraer nitrato potásico. Todo esto, combinado, era suficiente para hacer perder el apetito a una hiena. Los consejeros estaban abrasados y ensordecidos por el martilleo y el repiqueteo de las máquinas. En la fábrica de magnesio y en los hornos de piedra caliza se cubrieron de un polvillo blanco. En la fábrica de aluminio se sintieron de nuevo abrasados, ensordecidos y atufados.

La fábrica de armas instalada en las colinas aún no había empezado a funcionar. Salvo por ruidos distantes, estaba en silencio. Pero no resultaba hermosa a la vista. La tierra había sido excavada, los árboles derribados, y el humo de las fábricas de la parte superior del Río formaba una nube oscura y acre sobre las montañas.

Van Boom, el ingeniero jefe, mitad zulú, mitad afrikaan de finales del siglo xix, salió a recibirles. Era un hombre agraciado, de piel oscura y bronceada y pelo rizado. Medía casi metro noventa y pesaba unos ciento veinticinco kilos. Había nacido en una trinchera durante los Años Sangrientos.

Les saludó con bastante cordialidad (le agradaba Sam y toleraba a Juan), pero no sonrió como siempre.

-Está listo -dijo-, pero quiero que se tengan en cuenta mis objeciones. Es un juguete muy bonito y hace mucho ruido y parece algo impresionante y se podrá matar con él a un hombre. Pero me parece un derroche, y además ineficaz.

-Hablas como un congresista -dijo Sam.

Van Boom les condujo hasta la entrada del edificio de bambú, y hasta una mesa donde había un arma manual de acero. Van Boom la cogió. El arma resultaba inmensa incluso en su gran mano. Cruzó ante los otros y salió a la luz del sol. Sam se sentía exasperado. Había alargado la mano para coger el arma y el otro le había ignorado. Si Van Boom se proponía hacer una demostración fuera, ¿por qué no lo había dicho desde un principio?

-Ingenieros -murmuró Sam. Luego se encogió de hombros. Era más fácil golpear a una muía de Missouri entre los ojos con el dedo meñique que intentar cambiar los modales de Van Boom.

Van Boom alzó el arma y la luz del sol brilló en el metal gris plateado.

-Esta es la pistola Mark I -dijo-. Llamada así porque la inventó El Jefe.

La cólera de Sam se fundió como el hielo del Mississippi en la primavera.

-Es un arma manual con recámara, de chispa, de un solo tiro, con el cañón estriado y retroceso. Movió la pistola en su mano derecha y dijo:

-Se carga así: se empuja hacia adelante el pasador del lado izquierdo del cañón. Esto libera el cierre de la recámara. Entonces ha de empujarse el cañón con la mano izquierda. Esto hace retroceder el seguro del gatillo hacia la culata, donde actúa como palanca para amartillar el percutor.

Buscó en una bolsa que llevaba colgada del cinturón y sacó un objeto alargado y circular de color marrón.

-Esto es una bala de baquelita o de resina de fenolformaldehído del calibre sesenta. Ha de apretarse la bala así hasta que penetre en el cañón.

Sacó de la bolsa un pequeño paquete que contenía una materia negra.

-Esto es una carga de pólvora negra envuelta en nitrato de celulosa. En el futuro podremos conseguir pólvora sin humo en vez de ésta. Es decir, si utilizamos esta pistola. Ahora, introduzco la carga en la recámara por este extremo. En esta parte hay papel de nitrato impregnado de pólvora. Luego alzo el cañón con la mano izquierda, así, emplazándolo en su sitio. La Mark I está lista para disparar. Pero, en caso de emergencia, si el primer proyectil no se dispara, puede cebarse el arma por este agujero lateral del cañón situado inmediatamente delante del punto de mira trasero. En caso de fallo, puede amartillarse el arma con el pulgar derecho. Tengan en cuenta que este agujero de ventilación del lado derecho está destinado a proteger la cara del tirador.

Un individuo había traído un gran blanco de madera y lo había colocado sobre un caballete. El blanco estaba a unos veinte metros de distancia. Van Boom se giró hacia él, enarboló el arma, sujeta con ambas manos, y apuntó alineando los puntos de mira.

-Pónganse detrás de mí, caballeros -dijo-. El calor producido por el paso de la bala a través del aire quemará la superficie de ésta dejando una pequeña estela de humo que podrán ustedes ver. La bala de plástico tiene que ser de calibre tan grande porque su peso es muy pequeño. Pero esto incrementa la resistencia del aire. Si decidimos utilizar esta arma (a lo cual soy absolutamente contrario), podríamos incrementar el calibre hasta un setenta y cinco en la Mark I. El alcance efectivo del arma es de unos cincuenta metros, pero pasados los treinta su precisión es escasa, y tampoco es excesiva á menos de treinta metros. El arma estaba dispuesta. Cuando Van Boom apretase el gatillo, el percutor rompería la superficie del cartucho. Y la chispa encendería la carga de pólvora.

Se oyó un clic y el percutor se disparó, produciendo un resplandor y una explosión. Clic, resplandor y explosión se sucedieron en un tiempo equivalente al que se tarda en pronunciarlo, y Van Boom tuvo tiempo entre el clic y la explosión de volver a colocar en posición el arma que se había movido como consecuencia del impacto del pesado percutor.

El proyectil dejó una estela de humo muy tenue, que disipó rápidamente el fuerte viento. Sam, mirando por encima del brazo de Van Boom, pudo ver cómo la bala alteraba su trayectoria y volvía a recuperarla, por obra del viento. Pero Van Boom debía de haber estado practicando porque el proyectil fue a dar cerca del blanco. Se introdujo en la blanca madera de pino, se astilló e hizo un gran agujero.

-La bala no penetrará profundamente en un hombre -dijo Van Boom-, pero dejará un gran agujero. Y si da cerca del hueso, los fragmentos lo romperán.

La hora siguiente la pasaron ocupados y felices; cónsules y consejeros se turnaron disparando al blanco. El rey Juan estaba especialmente emocionado, aunque quizá un

tanto asombrado, porque nunca había visto hasta entonces una pistola. Su primera experiencia con la pólvora había tenido lugar varios años después de su resurrección, y sólo había visto bombas y cohetes de madera.

Al final, Van Boom dijo:

-Si continúan así, caballeros, agotarán nuestra reserva de balas... y se gasta mucho material y mucho trabajo en hacer estas balas. Lo cual es una de las razones de que me oponga a que se fabriquen más. Mis otras razones son: uno, que el arma sólo tiene precisión a distancia muy corta; dos, que se tarda tanto en cargarla y disparar que un buen arquero podría derribar a tres pistoleros mientras cargan y desde una distancia a la que las pistolas no serían precisas. Además, las balas de plástico no son recuperables como las flechas.

-¡Tonterías! -exclamó Sam-. El mero hecho de tener estas armas demostraría nuestra superioridad tecnológica y militar. Tendríamos al enemigo asustado antes de que empezase la batalla. Además, olvidas que hace falta mucho tiempo para preparar a un buen arquero, mientras que estas armas son de fácil uso y todos pueden aprender a utilizarlas.

-Cierto -dijo Van Boom-. Pero, ¿podrían derribar a alguien? Además, yo pensaba en la posibilidad de construir ballestas de acero. No pueden manejarse con la misma rapidez que los arcos, pero no exigen más entrenamiento que las pistolas, y los dardos son recuperables. Y son mucho más mortales que estos juguetitos ruidosos.

-¡No señor! -dijo Sam-. ¡Claro que no! Insisto en que se hagan por lo menos doscientas pistolas de éstas. Proveeremos de ellas a un nuevo grupo, los Pistoleros de Parolando. Serán el terror del Río... ¡Ya lo veréis!


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