Cuando leímos los periódicos de la tarde, supimos que el asunto había cobrado aspectos aún más extraños. Pero todavía no teníamos idea de la horrorosa metamorfosis que estaba por llegar.
Dudo que haya en todo Occidente o en Oriente, podría añadir una sola persona que sepa leer y escribir, que no haya leído sobre el extraño caso de Mr. James Phillimore. A las ocho de la mañana, un coche que provenía de Maida Vale se detuvo ante la verja de su casa. El ama de llaves, la cocinera y Mr. Phillimore eran los únicos ocupantes de la mansión. Los alrededores del muro exterior estaban siendo vigilados por ocho hombres del Departamento de la Policía Metropolitana. El cochero llamó al timbre eléctrico de la verja de entrada. Mr. Phillimore salió de la casa y se dirigió por el camino de grava hacia la verja. En aquel momento le vieron el cochero, un policía que estaba cerca de la puerta, y otro que estaba apostado en un árbol. Este último dominaba por entero y con toda claridad la parte delantera del jardín y de la casa, mientras que otro hombre, apostado también en un árbol, dominaba por entero y con toda claridad la parte trasera del jardín y de la casa.
Mr. Phillimore abrió la verja, pero no la cruzó. Comentándole al cochero que el tiempo parecía amenazar lluvia, añadió que iba a volver a la casa para coger el paraguas. El cochero, el policía y el ama de llaves, le vieron entrar de nuevo. El ama de llaves estaba entonces en la habitación que ocupa la parte delantera del edificio. Entró en la cocina al tiempo que Mr. Phillimore entraba en la casa y, no obstante, oyó claramente las pisadas de este al subir las escaleras que desde el vestíbulo conducen al primer piso.
Fue la última en ver a Mr. Phillimore. Este no volvió a salir de la casa. Transcurrida media hora, Mr. Mackenzie, el inspector de Scotland Yard encargado del caso, decidió que Mr. Phillimore habría advertido que se hallaba bajo vigilancia. Mackenzie dio la señal y cruzó la verja acompañado de tres hombres, mientras otros cuatro permanecían en sus puestos. No hubo parte alguna de los alrededores del muro exterior que no fuera observada en todo momento. Ni tampoco en ningún momento la zona interior delimitada por el muro dejó de ser vigilada.
Debidamente mostrada al ama de llaves la autorización legal, los policías entraron en la casa y procedieron a una exhaustiva búsqueda. Para su asombro, no pudieron encontrar ni rastro de Mr. Phillimore. Aquel caballero de metro ochenta de altura y ciento diez kilos de peso había desaparecido por completo.
Durante los dos días siguientes, la casa y el jardín que la rodeaba fue sujeta a la más intensa investigación, tras lo cual quedó demostrado que no albergaba túnel secreto o escondrijo alguno. La policía dio cuenta de cada centímetro cúbico. Era imposible que Mr. Phillimore no hubiera abandonado la casa; y, sin embargo, estaba claro que no lo había hecho.
Otro minuto de retraso y nos hubiéramos visto en un aprieto dijo Raffles, sacando otro Sullivan de su pitillera de piala. Pero Señor, ¿qué está ocurriendo allí?
¿Qué fuerzas misteriosas actúan en ese lugar? Date cuenta de que no se han encontrado joyas en la casa. Al menos, la policía no ha declarado haber encontrado ninguna. Veamos, ¿volvió Phillimore para coger el paraguas? Por supuesto que no. El paraguas se encontraba junto a la puerta, en el paragüero; pero él pasó de largo y subió al primer piso. Por lo tanto, vio a los zorros apostados fuera y saltó de nuevo al interior de la mata de brezo como el buen conejito que era.
¿Y dónde está la mata de brezo? pregunté.
¡Ah! Esa es la cuestión susurró Raffles. ¿Qué clase de conejo es ese que hace desaparecer la mata de brezo tras de sí? Esta es la clase de misterios que atraen al Gran Detective. Ha condescendido a examinar el asunto.
¡Entonces mantengámonos al margen! exclamé. ¡Hemos sido especialmente afortunados de que ninguna de nuestras víctimas haya llamado a tu pariente!
Raffles era primo en tercer o cuarto grado de Holmes, aunque, por lo que sé, ni siquiera se habían visto. Dudo mucho de que el detective haya ido a Lords, o a cualquier otro sitio, para presenciar un partido de cricket.
No me importaría medirme con él en agudeza dijo Raffles. Tal vez entonces cambiara de opinión sobre quién es el hombre más peligroso de Londres.
Tenemos dinero más que suficiente repuse yo. Abandonemos este asunto.
Ayer mismo te estabas quejando de aburrimiento, Gazapo observó. No, creo que debemos hacerle una visita a nuestro periodista. Tal vez sabe algo que nosotros, y posiblemente la policía, no sabemos. De todos modos añadió displicente, puedes quedarte en casa, si lo prefieres.
Naturalmente, aquello me picó e insistí en acompañarle. Al poco rato, subimos a un coche y Raffles le dijo al cochero que nos condujera a Praed Street.
El apartamento de Persano se hallaba al final de dos tramos de una escalera hecha de mármol de Carrara y con la barandilla de caoba tallada. El portero nos llevó hasta el 10-C, pero se fue cuando Raffles le entregó una generosa propina. Raffles llamó a la puerta. Transcurrido un minuto sin recibir respuesta, forzó la cerradura. Un instante después, nos hallábamos en el interior de una suite extravagantemente amueblada. Un fuerte olor a incienso flotaba en el aire.
Entré en el dormitorio y me detuve horrorizado. Persano, vestido únicamente con ropa interior, yacía en el suelo. La ropa interior, siento decirlo, era el encaje totalmente negro de la emimondaine. Supongo que si en esa época hubieran existido los sostenes, habría llevado uno. Sin embargo, no presté mucha atención a la ropa a causa de la horrible expresión de su rostro, contraído en una máscara de terror indescriptible.
Junto a las yemas de sus dedos extendidos se veía la gran caja de cerillas. Estaba abierta; en su interior, algo se retorcía.
Yo retrocedí, pero Raffles, tras una convulsiva inhalación, le tocó la frente, le tomó el pulso y examinó sus ojos rígidos.
Absolutamente enloquecido indicó. Paralizado por un horror surgido del más profundo de los abismos.
Alentado por su ejemplo, me acerqué a la caja. Su contenido tenía un cierto parecido con un gusano, un gusano grueso y tubular con una docena de finos tentáculos en un extremo. De este podía suponerse que era la cabeza, ya que por encima de las raíces de los tentáculos se veían unos ojillos de color azul pálido con pupilas semejantes a las de un gato. No había nada que hiciera pensar en orificios nasales o bucales.
¡Dios! exclamé, estremeciéndome. ¿Qué es?
Sólo Dios lo sabe repuso Raffles, levantando la mano derecha de Persano y examinándole las yemas de los dedos. Fíjate, cada una tiene una mota de sangre dijo. Parece como si les hubieran clavado una aguja.
Se inclinó sobre la caja y añadió:
Cada tentáculo tiene un pequeño aguijón en la punta, Gazapo. Tal vez a Persano no le haya paralizado el horror, sino el veneno.
¡No te acerques más, por el amor de Dios! protesté.
¡Mira, Gazapo! exclamó él. ¿No te parece que tiene algo diminuto y brillante en uno de los tentáculos?
A pesar de la náusea que sentía, me agaché junto a Raffles y miré sin reserva al monstruo.
Parece un trozo de cristal muy delgado y ligeramente curvo dije. ¿Y qué?
Acababa de decirlo, cuando el extremo del tentáculo se abrió y el minúsculo objeto desapareció en su interior.
Ese cristal señaló Raffles, es lo que queda del zafiro. Se lo ha comido. Ese debía ser el último trozo.
¿Se ha comido un zafiro? pregunté estupefacto. ¿Come metal, corindón azul?
Gazapo dijo en tono pausado, tengo la impresión de que ese zafiro sólo tenía la apariencia de un zafiro. Tal vez no era óxido de aluminio, sino algo lo suficientemente duro como para engañar a un experto. El interior podría haber contenido una sustancia más blanda que la cascara, tal vez un embrión.
¿Qué? exclamé.
Quiero decir ¿te parece inconcebible, y sin embargo es cierto, Gazapo, que eso haya sido incubado en el interior de la joya?
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