Situado ahora junto a la ventana, descorcho sin esfuerzo la segunda botella de Château Disenterie. Unas manchas rojas vuelan sobre el regalo de vigésimo cumpleaños que me ha hecho Rachel, el nuevo Blake de la Longman. Como en la calle está muy oscuro, parece adecuado preguntar:
¿Soportarán el placer
Encadenado en la noche
Las vírgenes de la juventud y la mañana?
Sobre mi mesa de trabajo un océano de cuadernos, carpetas, sobres, servilletas, notas: el libro de Rachel al completo. Provisto de mis cuatro ojos, intento encontrar títulos para los diversos temas, armonizar las notas a pie de página, subrayar correspondencias con bolígrafo azul y bolígrafo rojo.
Hay que empezar a trazar las líneas de fuerza de una historia que fluye mansamente, a pesar de que solo consiste en encuentros casuales, preparativos chapuceros y éxitos a medias. Refiriéndome a Conquistas y técnicas. Una síntesis, escribo en la cara interior de la tapa de la carpeta de Rachel:
Inicial 2B
Tendencias compensatorias A3
Gambito de Emily
Variación Marilyn, aplazada.
Tacho «aplazada» y en su lugar pongo «rechazada». Nada de esto me dice gran cosa.
El primer día en la academia fue profundamente embarazoso, pero no para mí (me pareció) sino para la directora y su personal, por mucho que estas distinciones acostumbren a ser inútiles.
De camino hacia allí, cuando andaba por la agradable Addison Avenue, saqué las dos cartas que había recibido esa misma mañana. Hacía un día despejado, de modo que, como aún era mórbidamente temprano para llegar a la academia, busqué un hueco entre las cagadas de pájaro en un banco, y me senté a estudiarlas más a fondo.
El hecho de que mi madre hubiese llegado alguna vez en su vida a establecer contactos por escrito con el mundo exterior era en sí mismo un conmovedor homenaje al servicio británico de correos. Mi nombre escrito con algunas faltas de ortografía, unas señas que ni siquiera yo me sentía capaz de interpretar, y cuatro sellos de un penique pegados boca abajo en el extremo superior izquierdo del sobre. Me puse las gafas y enseguida me preocuparon ciertas frases clave: te eché de menos el domingo… ¿todo arreglado? estuve enferma… Tu padre dos semanas en Londres pero… daremos una fiesta bastante concurrida… el del college también vendrá… ¿Vendrás tú?… recuerdos a Jenny… que Norman se esté comportando… Mrs. Wick encontró las camisetas que te olvidaste… Me ardía la cara. ¿Para qué? Siempre hay algún motivo… Cuídate mucho. A ver si averiguas a través de él cuántos vendrán. Le puedes localizar en el 937-2814.
Nueve-tres-siete, W-E-S, Western: zona de Kensington; debe de ser el ligódromo de mi padre. ¿Por qué no le llama ella a la oficina? ¿O se trata simplemente de una astuta demostración de falta de interés por sus andanzas? Todo esto hubiera bastado para deprimirme, pero esa tarde iba casualmente a tomar el té con Rachel…, à deux. Y el número de teléfono podía resultarme útil.
La segunda carta llegó por correo aéreo, con unos sellos de lo más chillón. Era de Coco.
«Coco» era una chica de dieciséis años, hija de un catedrático de economía libanés (cuya amistad fue cultivada por mi padre cuando, un par de años atrás, estuvo de profesor invitado en Cambridge). Hacia finales del verano la familia vino a pasar tres fines de semana en casa. Coco era una chica bronceada, descarada, exótica; y yo tenía la edad y la descortesía suficientes como parecerle inmejorable. El primer fin de semana la besé en el rellano. El segundo acaricié sus suaves pechos en el invernadero. El tercero la convencí para que viniera a mi habitación a medianoche. Fue una sesión perfecta, aunque, naturalmente, no hubo coito. Entonces ella solo tenía quince años, y a mí no me apetecía estar recién salido de la cárcel cuando ella cumpliera los veintiuno. Además, Coco no me lo hubiera permitido. Mantuve esta correspondencia con ella porque hacía que me sintiera sexualmente activo y solicitado, y porque me gusta exhibirme por carta. Leí lo siguiente:
Querido Charles:
Gracias por tu carta: ¡Al fin! ¡Así te condenes por no haberme escrito antes! Estoy muy contenta de que te fueran tan bien los exámenes. Los míos no me salieron tan redondos…
Pasé por encima de los párrafos en los que me hablaba de lo guapo que soy. El párrafo final decía así:
Sigo confiando en poder ir muy pronto a Inglaterra. Mamá dice que quizá (?) el año que viene. A menudo pienso en que cuando volvamos a vernos me dirás que ya no te gusto. Si voy el año que viene, tú estarás en la universidad y yo en la Escuela de Arte Dramático. Pero esto son cosas del País del Quizá. ¡Bueno! Ahora tengo que acostarme, ¡estoy agotadísima! Escríbeme pronto.
Te quiere, Coco.
Esto requería atención inmediata. Saqué un bloc y empecé a escribir un esbozo de mi respuesta:
Cariño mío:
Gracias por tu esperadísima carta. Me ha intrigado especialmente tu referencia al «País del Quizá». ¿Podrías darme más datos acerca de ese curioso lugar? Por ejemplo, ¿cuál es su capital, su situación geográfica, su sistema de gobierno? ¿Cuáles son, digamos, sus características meteorológicas, sus fronteras territoriales, sus principales industrias? Además, te has vuelto a olvidar de decirme si en tu próxima visita me permitirás que me acueste…
Me levanté, desperezándome como una estrella de mar. Eran cerca de las nueve y media. Recogí mis papeles y me fui al trote.
La academia se parecía a una comisaría victoriana mucho más de lo esperado. Flanqueado por sendas casas adosadas de delgaducha fachada y cercado por una verja pintada de color malva, el edificio permanecía agazapado a cierta distancia de la calle. Sus hollinosos ladrillos parecían obstinados en no enterarse del sol que brillaba a aquella hora. Me colé por el pasillo que conducía a la entrada trasera del sótano. La puerta estaba abierta.
No parecía haber nadie, aparte de la directora. Mrs. Tauber se encontraba en su oficina bebiendo tazas de café y fumando pitillos. Tres de cada. Al verme, se mostró sorprendida, pero encantadísima.
Nos dijimos buenos días y, tras un fantasmal silencio, le pregunté si no me había presentado «más temprano de la cuenta», sospecha por otro lado bastante fundada ya que no había nadie y era posible que no hubiese entendido bien los horarios.
—Desde luego que no —dijo ella, señalando el reloj eléctrico que había a su espalda. Eran las nueve y treinta y cinco—. ¿No ves la hora? —Parecía sentir verdaderos deseos de oír mi respuesta.
Esto me desconcertó. La única respuesta estrictamente lógica era: «Lo siento muchísimo… Discúlpeme, por favor, pero… ¿Verdad que esto es el Manicomio Tauber?». Sin embargo, preferí preguntarle dónde estaban los demás.
—Se han retrasado —dijo ella con exasperación.
Me pegué un cachete en el muslo y sacudí la cabeza.
—Ah. Bueno, ¿puedo ir a algún sitio mientras espero a que «empiece el asunto»?
En este momento Mrs. Tauber recobró el buen humor, y me condujo con gran ceremonia a la «biblioteca», una habitación en forma de caja, sucia y amueblada con tres sillas, una pizarra rota, y un mínimo de doce libros de texto color almagre, amontonados en un rincón. Durante la siguiente hora y media fueron entrando en este centro de erudición liberal el resto de mis colegas; eran cuatro en total, dos chicas, una de ellas pasable, aunque del doble de mi estatura.
Mediada esa primera semana, la Academia Tauber ya no tenía secretos para mí. Resultó que disponía de un segundo piso, que albergaba el gran salón/gimnasio/cafetería/aula, más un par de oficinas pequeñas. Resultó que la academia también era, además, una guardería, o que era principalmente una guardería. Estábamos los cinco del grupo que se preparaba para el ingreso en la universidad, y casi diez veces más miembros del grupo de los del bachillerato medio. En cierto sentido, un grupo de mayores y otro de pequeños. Pero solo en cierto sentido, porque la edad no era un buen criterio de clasificación. Los mayores iban, de hecho, de los quince (un necrófago delincuente que se preparaba para la Real Academia de Artes) a los diecinueve (yo), mientras que los pequeños iban desde algunos niñatos que todavía no controlaban sus esfínteres hasta algún que otro mongoloide de cara blanda y enorme estatura que podía tener cualquier edad entre los ocho y los treinta y ocho. Una gran proporción de esos niños eran casos evidentes de demencia.
En teoría, mi horario tenía que dividirse entre breves sesiones matutinas con los dos profesores que trabajaban en la misma academia (Mates y Latín), y unas sesiones de tarde en St. John's Wood con un profesor de inglés, aparte de las horas de estudio en el espacioso salón de arriba.
¿En la práctica?
Llegar de diez a diez y media. Lección de Mates durante veinte minutos con Mr. Greenchurch. En un aula, que era una oficina vacía que olía a pies de muerto, un octogenario calvo de orejas enquistadas que sorbía ruidosa e incesantemente sus dientes postizos de tono agrisado (al principio pensé que llevaba la boca llena de caramelos; pero el miércoles permitió que sus retozonas piezas se le desparramaran a un par de centímetros de la encía antes de devolverlas a su lugar); tiene la cabeza como un reloj de cuco estropeado, y a menudo se olvida de que estoy ahí. Diez minutos en el salón, charlando con Sarah, la chica menos fea. De once y media a doce, clase de Latín con Mrs. Marigold Tregear, la enorme pero bien proporcionada viuda cuyos muslos desprovistos de medias incitan constantemente mi curiosidad; recursos utilizados: hacer rodar lápices hasta que caen por el borde de la mesa a la que nos sentamos el uno junto al otro, y darle la vuelta para recogerlos; agacharme delante de ella cuando entramos en la habitación, y hacerme nudos dobles en los cordones de ambos zapatos; asomarme por entre los peldaños de la escalera metálica por si se presenta la oportunidad. Mrs. Tregear tenía más de treinta años y era, supongo, muy poco atractiva, pero llevaba unas faldas cortísimas.
Otros cinco minutos con Sarah. Regreso a casa a buen paso. Almuerzo ligero e intento de conversación con quienquiera que estuviese: Jenny, o Norman, o ninguno de los dos. Nunca los dos a la vez. Alrededor de media hora en el salón de la academia, hablando con mis tres contemporáneos (Sarah solo iba por las mañanas). Después intentaba trabajar unos cuantos minutos, cosa nada fácil porque por la tarde, y en este mismo lugar, daban clase cincuenta vociferantes gamberros. Normalmente, clases de interpretación, o de canto, o de expresión corporal.
Este era, pues, el aburrido telón de fondo para la fecundidad de mis lecturas nocturnas. Porque había empezado a explorar la literatura grotesca, en especial los escritos de Charles Dickens y Franz Kafka, para encontrarme con un mundo rebosante de extrañas superficies y furtivas tensiones, todo aquello que yo intentaba desde siempre introducir en mi propia vida. Estudiar de verdad lo hacía en casa, claro, sobre todo concentrándome en Rachel y en Lengua y Literatura inglesas, cosas para las que, según mi opinión, yo estaba muy dotado.
Desde la noche del pugilato las cosas se habían tranquilizado bastante entre Jenny y Norman. Pero en las raras ocasiones en que estaban juntos, el ambiente resultaba bastante bochornoso. No se trataba de la agresividad cotidiana ni del cansino, culpable y en cierto modo asexuado malhumor en el que había visto desembocar las relaciones de muchas parejas, esas situaciones en las que la tensión no hace ningún esfuerzo por expresarse articuladamente. No, había claramente alguna cosa en juego, algún problema, y me pareció que yo debería estar en condiciones de adivinar de qué se trataba.
Como era de prever, el comportamiento de Norman fue más ilustrativo que el de su esposa. Ahora, por la tarde, se quedaba en la cocina, sentado a la mesa, sin hacer nada, como no fuera jugar con el llavero del coche o mirar, con ojos glaucos, la pared de enfrente. Llegado cierto momento, se levantaba y se dirigía hacia la puerta…, pero salía por salir; ya no tenía aquellos aires de persona determinada.
Después de mi primera mañana en la academia, estaba yo en la cocina disfrutando —muy agradablemente— de un emparedado y un vaso de leche a modo de almuerzo, cuando llegó Norman. Casi ni me enteré. Entró, sí, pero como decía antes, sin el tradicional alboroto de portazos y gritos; más bien vacilante, inseguro, como si solo al llegar a la cocina se hubiese convencido de que no se había equivocado de casa.
—Ah, hola —dijo—. ¿Está Jennifer por ahí?
«Jennifer», en el lenguaje de Norman, solía significar: «la puta de Jenny». Le contesté que seguramente había salido. Los dos nos encogimos de hombros.
Haciendo un gesto de asentimiento, para sí mismo, como si estuviera pensando alguna cosa, abrió la nevera.
—¿Hay comida? —preguntó, registrando la cocina con la mirada. Lo que vieron los ojos de Norman fue: un fregadero rebosante de platos, una bandeja sucia, un cesto de sábanas fétidas, unas agujas y lana de hacer calceta esparcidas por la mesa, una cocina tan atestada como la caseta de un trapero.
Lo curioso de lo que ocurrió a continuación fue que jamás en la vida había visto a Norman interesándose por los asuntos domésticos, ya que de ordinario se comportaba como si estuviese viviendo en una tienda de campaña o una cabaña prefabricada: tiraba los periódicos al suelo, se iba desnudando a medida que subía la escalera, apoyaba sus enormes zapatos en el tapizado que acababan de limpiar.
Dio un paso al frente y empujó con el pie el cubo de basura hasta colocarlo debajo del fregadero; golpeó un bote con el canto de la mano, y lo lanzó deslizándose contra el escurreplatos.
—Las muy putas —aulló, echando la cabeza hacia atrás—. Lo único que saben hacer es engullir enormes fritadas y echarse luego encima sus jodidos vómitos. —Abrió un grifo de golpe y se arremangó la camisa, mientras su voz iba subiendo de tono alimentada por un mojigato sarcasmo—. Te pasas todo el condenado día trabajando para que ellas anden meneando el trasero en las jodidas tiendas de ropa y tirando el dinero en el estilista o cómo coño se llame. Tú dándole al callo y ellas, mientras, se sientan en sus enormes culos para que les hagan las uñas. —Su voz se elevó media octava—. Solo porque tienen tetas se creen con derecho…
Y se interrumpió para soltar un prolongado y tembloroso gruñido de rabia y frustración.
Norman terminó de lavar platos (cosa que hizo con escrupulosidad de boy scout), se puso la americana y se fue.
Pero el problema no era ese. De haber sido ese, por nada del mundo hubiera hecho lo que había hecho.
Mi siguiente encuentro con Rachel fue el viernes, tres días después del Incidente del Tea Centre.
Aunque yo mismo lo hubiese planeado, no habría podido ser más espontáneo. Lo cual resulta especialmente pasmoso, pues ya me había resignado a dar por concluido el opus Rachel. Mientras me afeitaba el miércoles por la mañana, estuve haciendo mil muecas de espanto al recordar qué sensiblero era lo que había estado pensando la noche anterior. Rachel había sentido, como máximo, cierta pena por mí; pero a lo peor aquello no había sido más que la segunda fase del plan conjunto trazado por ella y DeForest. Esa tarde estaba yo demasiado atemorizado y avergonzado como para telefonearla. Quizá mañana. El que no se arriesga, no pierde nada.
Pero, como estaba diciendo, cuando la vi, la situación no hubiera podido ser más espontánea. Yo no me había preparado en absoluto y la cosa me pilló desprevenido. Semiafeitado, con el pelo como el trapo de secar los platos, y vestido con la trenka y unos pantalones de pana color pardo, muy holgados y viejos. Ni siquiera llevaba encima un solo cuadernito. No tuve más remedio que improvisar.
Me encontraba en la papelería-librería de Notting Hill Gate, de espaldas a la puerta y rascándome la cabeza, aunque no de asombro sino de puro escozor. Maltrecho después del patinazo del día anterior —me sentía como si me hubiese caído de un camión en marcha—, acababa de dejar un libro sobre el argot cockney y estaba a punto de coger otro de Crítica y lingüística.
Rachel se me acercó por detrás y me dio un golpe excesivamente fuerte en las costillas.
—Hola. ¿Qué lees?
—Oh, hola —dije, traicionando mi sorpresa con el falsete de mi graznido. Pero me disparé al instante—: Ya lo ves, paridas de un tipo especializado en fusilar trabajos ajenos, que ha reunido aquí artículos viejos con la pretensión de que forman una unidad. —Hice una pausa y gesticulé un poco—. Afirma que todos tratan de «el problema de las palabras». —Señalé el subtítulo que aparecía en la cubierta. Me encontraba cargadísimo de adrenalina, y noté que se estaba formando en el fondo de mi mente una frase perfecta para una novela—. Pero en realidad no hablan más que de él mismo: de su buen gusto, de su imparcialidad, y de lo mucho que le gusta el dinero. Mira, si no, el precio.
Rachel se limitó a echarle una ojeada al precio, y luego volvió a mirarme a mí. Yo le dirigí una brillante sonrisa.
Cierto. Una actitud, por mi parte, todo lo gesticulante, torpe y charlatana que ustedes quieran, pero bastante aceptable tratándose de un examen oral.
Con la misma impetuosidad iniciamos una ronda por la tienda que me permitió escenificar una gran variedad de cuadros: la fascinación imberbe que todavía me producían los juguetes; un malévolo interrogatorio de la dependienta de la sección de papelería; una demostración de lo refrescante que era que me gustaran las más vulgares postales de felicitación (gatitos con madejas de lana, perros con aspecto de ancianos). Rachel parecía estar divirtiéndose, pero no era la clase de reacción que yo confiaba despertar. Por ejemplo, no me había agarrado la polla ni una sola vez.
Terminamos en la sección de discos. Allí observamos a un hombre bajito de mediana edad (con unas orejas pardas de tamaño anormalmente grande, como unas galletas de jengibre untadas en té) que estaba gritándole a una dependienta tan bajita como él pero mucho más joven. Ella bostezaba continuamente. El tipo no conseguía encontrar una grabación en mono del disco que quería.
—¿Pretende afirmar que solo lo hacen en estéreo? —preguntó el hombre con su voz aflautada. Yo no podía dar crédito a sus orejas.
—Sí, pero…
—Eso les va muy bien a los que tienen tocadiscos estéreo…
—La comp…
—Pero ¿qué me dice de los que no tienen tocadiscos estéreo?
—En la etique…
—Estas cosas me dan náuseas —dijo el hombre con la elocuencia de quien acaba de hacer un descubrimiento; como si durante mucho tiempo hubiera opinado que estas cosas no daban náuseas, o incluso que hasta te hacían sentir mejor. Y se volvió para repetir, de modo que le oyese toda la tienda—: Estas cosas me dan náuseas. —Y empezó a avanzar junto al mostrador, tratando de individualizar a su público—: ¡Somos una pandilla de borregos! A que sí —dijo, mirando las caras de una en una, buscando en todas ellas la confirmación de su teoría. Hasta que se me dirigió a mí.
—¿Tiene estéreo?
—¿Decía usted…?
—Que si tiene estéreo…
—¡Desde luego que no!
En cierto sentido, mi respuesta le satisfizo. Se fue a grandes zancadas.
Yo tenía intención de comprarme un elepé, pero no lo había hecho debido a que desconocía los gustos de Rachel. De modo que le sugerí que nos tomáramos un café. Rachel aceptó, tras consultar su reloj, y con la condición de que tenía que estar de vuelta en su academia al cabo de un cuarto de hora. Esto provocó en mí una sonrisa, complaciente al principio, pero después burlona, cachonda, expresiva —en mi opinión— de una tremenda amenaza sexual.
De camino hacia la salida tuve una idea luminosa.
Cuando dimos el primer paso en la acera, me detuve de repente. Le dije que lo sentía muchísimo, que lo había olvidado por completo, pero que le había prometido a Cecilia Nottingham ir a dar con ella un paseo a caballo por Hyde Park, y que, por tanto, tenía que disculparme pues debía irme inmediatamente.
—De todos modos, Rachel —añadí—, ¿qué te parece si nos vemos el lunes? ¿Tomamos el té juntos?
Ella se lo pensó un poco.
—De acuerdo —dijo.
—¿Sí? Entonces, a las cuatro y cuarto. —Llamé a un taxi—. ¿En el Tea Centre?
—De acuerdo.
—Magnífico. Al Dorchester, por favor. ¡Hasta el lunes!
Fue una estratagema repugnante: y el mayor reproche estuvo en la actitud de la propia Rachel. De repente pareció menos elegante, menos segura de sí misma, menos terrible. Incluso me pareció que no era tan alta, y subrayó todas estas reacciones haciendo pucheros con los labios, fingiéndose tonta, pronunciando deliberadamente mal las palabras más largas, en fin, todos los números que se podían esperar. A mí no me importó, ni siquiera que arrugase femeninamente la nariz o que abriera desmesuradamente los ojos para expresar su asombro. Pero a mí, pensé, no me importa en absoluto que sea estúpida, aburrida, fea y afectada.
De todos modos, había hecho una demostración de independencia que contrarrestaba mi abyecto comportamiento del martes. Y la verdad es que necesitaba un respiro, una pausa para investigar más a fondo. Y mi cara no estaba en condiciones de recibir la poco amable iluminación fluorescente del Tea Centre. Y esa ridiculez de montar a caballo excusaba al menos lo desastrado de mi apariencia. Por otro lado, no pude evitarlo: mi imaginación es una canoa sin piloto que cabecea alocadamente por unos rápidos inexistentes.
Creo que fue esa tarde cuando empecé a trabajar en la Carta a mi Padre, un proyecto que acabaría consumiendo muchos de los ratos libres de las semanas siguientes.
Ahora, pensé mientras cogía la estilográfica, el tintero y mis notas, ahora sí que voy a darle una verdadera paliza a ese hijo de puta. Cuarenta minutos más tarde había escrito:
Querido Padre:
No me ha resultado fácil escribir esta carta.
Cuando subí a prepararme un té, me encontré a Jenny en la cocina, dedicándose a bañar el parcialmente desteñido ojo a la cardenala producto del directo que le había propinado Norman la noche del martes.
—¿Qué tal lo tienes? —pregunté.
—Va mejorando. A ver qué día me acuerdo de arreglar ese maldito tirador de la puerta —dijo para disimular.
Últimamente Jenny estaba muy callada, pero su silencio era elocuente. La semana después del combate de boxeo actuó como si Nada Hubiera Ocurrido: no te preocupes, me encuentro perfectamente bien…, mientras patrullaba por toda la casa a tres kilómetros por hora, buscando nuevas faenas penosas que hacer, y —a pesar del valor que había demostrado— dejando escapar un gruñido de agotamiento o un suspiro de dolor cada vez que tenía que agacharse o cuando empezaba a subir las escaleras.
Hacia el final de esa semana había decidido quedarse en cama y convertirse en una figura espectral, siempre vestida con el batín, dejándose entrever a veces en la escalera o en la cocina, cuando se preparaba emparedados fríos. A veces se la podía oír cruzando el piso superior de un lado para otro, o bajando al baño. Algunas veces, a media tarde, cuando Norman aún no había regresado, bajaba y se tomaba una taza de algo conmigo. En estas ocasiones yo siempre me esforzaba por mostrarme tranquilo, accesible, predispuesto a dar buenos consejos; no sirvió de nada.
El sábado, casi dos semanas después de mi llegada, y a los seis días del gran discurso de Norman sobre los platos y las perolas, acababa de regresar yo de la Tate Gallery y me instalé en la sala para tomarme una copita (solo pretendía quitarme el frío). Estaba mirando por la ventana, temblando todavía mientras los tragos de ginebra empezaban a cumplir con su samaritana función, cuando la voz de Jenny, lánguida y ansiosa a la vez, dijo desde el dormitorio contiguo:
—¿Nooorman…?
De modo que asomé animadamente la cabeza a su cuarto y le dije que no era Norman sino yo, y le pregunté si quería alguna cosa.
Cinco minutos más tarde intentaba dejar una taza de té en alguno de los escasos huecos que quedaban entre los montones de cosas que había en su mesilla de noche. La habitación olía a maquillaje y tetas: tazas de café medio vacías, ceniceros rebosantes de colillas, edredón húmedo en el suelo, un desparramado montón de revistas detrás del tocador, un par de barras de labios terminadas. Sin embargo, con su camisón de algodón rojo, las mejillas ardientes, la tez reluciente, el cabello lustroso…, Jenny volvía a hacerme notar que no se oponía a que yo pudiese verla desnuda.
Me senté al borde de la cama y traté de preguntarle cómo se encontraba. Jenny dobló las rodillas, pegándolas a su cuerpo.
—Bien —dijo, mientras una lágrima de rímel empezaba a caer de su hinchado ojo derecho. Se sorbió las narices, y estiró el brazo con una sonrisa de disculpa para coger la taza.
Noté que se me formaba un nudo en la garganta. Y supe que no era un moco, sino dolor. Abrí la boca para hablar, pero no me salió nada.
—Solo un poco cansada —dijo Jenny.
Creo que los dos queríamos hablar. No sé por qué no lo hicimos.
Me pasé un día entero preparándome para mi cita del lunes con Rachel. Creo que en esto no soy en absoluto representativo, porque esta clase de citas son más bien propias de los mayores de treinta años. Aunque es posible que los adolescentes frágiles, del montón, ansiosos, también…
Flexiones de brazos y rodillas, y demás calistenia sexual. Servicio completo de higiene corporal (siento mucho todo esto): recorte de pelos axilares, manicura de pies, limpiado y secado de pelo púbico, cepillado individual de todos los dientes, frotado de lengua, poda nasal. (Al día siguiente no tendría tiempo más que para regresar corriendo de la academia, atildarme un poco y largarme otra vez). Leí dos novelas de la primera época de Edna O'Brien, y tomé notas en mis manuales de técnica sexual.
Pero Rachel no falló.
Aquella tarde, junto a sendas tazas de té hirviendo, convenientemente encaminada por mis inteligentes preguntas, mis sonrisas de ánimo y ciertas generalizaciones acerca de mí mismo, Rachel Noyes me contó la historia de su vida.
Se parecía a la más deslustrada novelística culta de los sesenta. No era judía, en absoluto (con lo que no había peligro de que saliera alguien protestando porque ligaba con un blanco). Nacida en París hacía diecinueve años (tenía un mes más que yo). Naturalmente, su padre, un hombre como debe ser, se había «largado» cuando ella tenía diez años («Supongo que ya estaba hasta el gorro»), y su madre (que «tenía medios propios»; agradezcamos estos pequeños detalles) se trasladó casi inmediatamente a vivir a Londres.
Aunque quizá no tenga apenas interés:
—Cuando no estaba en el colegio, me pasaba casi todas las horas con el aya Rees. Era encantadora. Todavía voy a verla a su casa de Fulham. Mamá tuvo que permitir que nos dejara cuando cumplí dieciséis años. No creas, estuve llorando toda una semana. Luego Mamá se casó con Harry, lo cual probablemente era una buena idea porque ella es una mujer muy tierna y se sentía terriblemente sola. Le conocía desde hacía siglos, e imagino que fueron amantes mucho tiempo. Él es divino. Te gustará. Gusta a todo el mundo. Es una de esas personas muy tranquilas…, muy cuerdas, lo cual le va muy bien a Mamá porque ella se pone neurótica bastante a menudo. A veces tiene unos ataques increíbles. Creo que no llegó a superar nunca lo de Papá. Él se portó con ella como un hijo de puta. Después, ellos [su mami y el gorrón de Harry] se fueron a la casa de Hampstead y yo terminé el colegio, y aquí estoy.
Le pregunté por su verdadero padre.
—Le veo de vez en cuando. Es artista, todavía vive en París, en le seizième [muy buen acento] con su «amante». No se han casado. Este verano pasé dos semanas en su casa. Ella también estaba. Me gustó. Es escultora, mucho más joven que él. No comprendo por qué sigue él empeñándose en verme. Me trata brutalmente siempre que nos vemos. Y cuando se emborracha, me telefonea y me insulta.
Le pregunté de qué se quejaba él.
—Oh… Que si no le he escrito, que cuándo iré a verle otra vez, que si lo he aprobado todo. Y luego dice cosas horribles de Mamá, que es una mentirosa y cosas así. Pero es lógico, ¿no?, que unos padres divorciados se peleen como bestias por los hijos. Es normal que rivalicen… ¿No crees?
Le dije que sí.
—De hecho, me llamó la semana pasada. Es increíble, pero quería saber si tomaba la píldora. Yo le dije: «Mira, tío, no te preocupes. ¡No iré corriendo a pedirte ayuda en caso de que me quede embarazada!». Eso bastó para cerrarle la boca.
Seguro que sí, pensé. La píldora. ¡Qué sexy!
—En casa no le mencionamos nunca. No vale la pena. Esa es una de las cosas más divinas de Harry. Nunca habla de él. Tenemos mucha suerte de contar con él [Harry]; nos ha librado de volvernos locas. Su mujer también le dejó, de modo que hacen muy buena pareja. Ella le dejó a él con Arnold, cuando este [Arnold] tenía catorce años, que es una edad terrible para que un chico se quede sin padre. ¿Conoces a Archie?
—No —no dije que había visto a «Archie» en la fiesta, y que desde entonces alimentaba un intenso odio hacia él.
—Tendrías que venir un día. Te los presentaré.
Agité mis pestañas.
—¿Vamos? —me preguntó.
Durante un segundo creí que se trataba de una amable, whitmanesca invitación a ir para presentármelos de inmediato. Pero no era así. Cogí el papelito de la cuenta. Entretanto, Rachel se sonó con un pañuelo muy arrugado y se puso unas gafas de sol redondas de estilo francamente camp: ambas acciones hicieron que su nariz pareciese más grande y roja.
Salimos y paseamos hacia la parada del autobús, y durante esos momentos noté que me sobrevenía una desmayada perplejidad. El carácter de Rachel tenía la misma fuerza que su sintaxis. ¿De dónde había sacado yo que era una chica lista? ¿Me lo dijo Geoffrey? No. ¿La hermana de Geoffrey? No. ¿Lo había dicho yo? Sí. ¿En qué clase de mundo de farsa, me pregunté, crees que estás viviendo, pedazo de subnormal?
Aparentemente, había bastado una sola tarde para que el Libro de Rachel se convirtiera en cenizas. Tanta erudición… malograda, completamente malograda.
—Seguro que ni siquera te gusta Blake —me quejé.
—¿Cómo?
—Me preguntaba si te gusta Blake, porque si es así, he pensado que el domingo que viene podíamos ir a ver sus cuadros a la Tate, en caso de que no los hayas visto ya.
Naturalmente, esta es una invitación que había planeado hacer de antemano. Pero ahora tenía un regusto insípido. Ni estaba acariciándole el hombro, ni la miraba con esa expresión hipnótica esbozada en el cuadernito que llevaba en el bolsillo de atrás. De hecho, ni siquiera estaba mirándola.
—Pensaba que quizá te gustaría… —dije—. No pretendo…
Su autobús apareció por la esquina. Me quedé donde estaba, mientras Rachel adelantaba con el resto de la cola. Todo había fallado. Mi decepción y fatiga estaban a punto de provocar un fuerte gruñido, que hubiera soltado muy a gusto, de no ser porque de repente Rachel me dijo:
—Oh, Charles, me encantaría, en serio, pero…, todo es tan complicado.
Lanzó una mirada acusadora al autobús. Parecía inquieta, fastidiada, casi daba saltos, como una niña que quiere hacer pipí. Aquello parecía absolutamente espontáneo. Me acerqué, tratando de cogerle la mano con involuntaria vehemencia. Pero tenía las dos metidas en los bolsillos.
—Es por DeForest. Viene a almorzar. Quizá se quede.
—Ah, bueno.
—Pero telefonéame. De verdad, hazlo. ¿Querrás?
Una anciana rolliza que llevaba en la cabeza lo que parecía una bolsa triangular de polietileno me empujó brutalmente hacia un lado, y subió al autobús junto a Rachel.
—Nunca se sabe —grité. La ironía y la sangre regaron de nuevo mis rasgos.
¿Acaso no hago nunca nada que no sea pasear apenado por Bayswater Road?, me pregunté mientras paseaba apenado por Bayswater Road.
Muy bien: coches demoníacamente mecánicos; potentes y sólidos árboles vivos; irreales edificios aparentemente lejanos; viandantes granudos de aspecto extraterrestre; Intensa Conciencia de Ser; falacia patética más un omnipresente déjà vu, angustia cósmica, miedo metafísico, un sentimiento a la vez claustrofóbico y agorafóbico, la religión del adolescente. El reverendo Northrop Frye lo llamó, con frase feliz, «bascoso presentimiento apocalíptico». Un personaje de Angus Wilson lo califica de «egoísmo adolescente», y a punto estuvo la Navidad pasada de empujarme al suicidio. Entonces, no es más que eso, pensé. Porque el aspecto de la cuestión que más me interesaba no era «¿De qué se trata?» sino «¿Acaso importa? ¿Tiene algún valor?». Porque si en ese sentimiento no hay ni pizca de humildad, que me preparen los electrodos. ¿Es quizá un sentimiento que se va debilitando poco a poco, al igual que ocurre con la sensación de que uno es un caso único? ¿O quizá algunos de nosotros nos aferramos tanto a él que no lo soltamos nunca? De ser así, supongo que hubiera unido mi suerte a la de todos esos nerviosos veinticincoañeros que había visto rondando por ahí, esos tipos para los que el egocentrismo es algo sagrado en sí mismo. Elocuentes a ratos, un tanto retraídos, con un tercer ojo planeando sobre sus cabezas, intrigados y eternamente paralizados por el contraste que hay entre ellos y todo lo demás. Mira a tu alrededor: todo, menos tú, es completamente distinto a ti, y nada tiene que ver contigo. Y sin embargo, esto es lo que más les interesa del mundo perceptible. Bueno, yo al menos tendré que tomar una decisión esta medianoche, con mis veinte años recién cumplidos. ¿Y mis lectores?
Telefoneé a Rachel a la mañana siguiente. Estuvimos charlando como un par de amigos.
Cuando planteé el asunto de Blake, ella habló de este artista del grabado con entusiasmo y sorprendente familiaridad. Era evidente que, en caso de que al final fuéramos, tendría que repasarlo a fondo.
—Sí, pero hay en los cuadros de Milton tanto miedo ciego como numen espiritual —hice una pausa y conté hasta tres—. Aunque lo importante ahora es saber si podrás venir conmigo a verlos.
—Charles…
—Espera. Tendrás que hablar en voz alta. Tengo mucha gente por aquí —cerré de golpe la puerta, para que el sonido del serial de radio que sonaba en la cocina quedara reducido a un murmullo de fondo—. Ahora. Dime.
Su tono era tan firme como antes.
—Mira, Charles, todo este asunto me tiene preocupada. DeForest viene el domingo a comer, y no puedo… Ya me entiendes.
—¿Verdad que quieres venir? Pues, muy bien, no te preocupes, inventaré una excusa maravillosa para que se quede tranquilo.
—Ese es el problema… No quiero mentirle.
¡Pero, por Dios!
—Ya. Comprendo. ¿Y no podrías decirle sencillamente que vas a ver los Blake, sin decir con quién?
—Bueno, fui con él no hace mucho. Y le parecerá muy raro que se me haya metido otra vez en la cabeza la idea de ir.
Lo cierto es que no había modo de adivinar qué cosas podían meterse en tan hospitalario neceser. Yo seguía insistiendo.
—Quizá podría decirle que quiero ver las ilustraciones Gray —dijo Rachel.
—¿Cuáles son las ilustraciones grises[7]?
—Las ilustraciones para los poemas de Gray.
—Ah, claro. Pues bien, dile eso. Pero quizá entonces quiera acompañarte, ¿no?
—No lo creo, sobre todo si le digo que después pienso ir a ver al aya Rees.
Esperé un momento.
—¿Va en serio lo de que después iremos a ver al aya Rees?
—¿Te importaría?
Pensé rápidamente.
—En absoluto. Pero dijiste que vive en Farnham, y, bueno, eso está bastante…
—No. En Fulham.
—¿Fulham? Oh, fantástico, entonces de acuerdo. Me encantará conocerla. Por lo que me has dicho, parece una mujer maravillosa. ¿Es galesa o algo así?
Estuve en la Tate, no hace falta decirlo, el sábado anterior, mejor provisto de cuadernos que una papelería, y también con mi edición de bolsillo de la obra del poeta así como el manoseado libro de reproducciones de la Thames and Hudson.
Media hora de rondar por los pasillos: miré despectivamente los cuadros militaristas de la planta baja, y me reí a gusto ante un par de Hogarths. Luego me dispuse a trabajar. Tracé el mapa de la ruta aproximada que seguiríamos, marcando los puntos de mayor interés. Con la esperanza de que me reconociese el gran, día, me acerqué (casi a gatas) al vigilante, y le oí contar lo mucho que odiaba a los norteamericanos y a los niños de todas las nacionalidades. Eché una ojeada a fondo a todos los Blake, marcándolos en mi Thames and Hudson, y procuré captar la atmósfera de las salas. De hecho, me dio un poco de vergüenza que fuera esta la primera vez que las visitaba. Porque en realidad Blake me gustaba bastante, y no solamente por la de polvos que le debía.
Al cabo de dos horas, mientras tomaba unas jarras de cerveza fuerte, estuve empollando algunas citas y preparando un par de discursos. Uno de ellos sobre Dios creando a Adán, que tenía que ser pronunciado en el momento de irnos, junto a las grandes ventanas del extremo sur de la galería; a no ser que mi intuición fallara, los albos reflejos del sol rielando en el río juguetearían fantasmagóricamente en mi rostro cuando con un hilo de voz y el ceño fruncido dijera:
Es increíble la energía sexual que posee el movimiento horizontal de esa pintura. Los rostros de Dios y de Adán [pausa] muestran dolor, pero también distancia. [Preguntarle qué opina, y decir que yo pienso lo mismo]. Sí, casi diría que Blake imaginaba la Creación como un acto intrínsecamente…, trágico. [Aquí reír, abandonando la anterior seriedad]. Pero resulta muy erótico. Toda una experiencia, sin duda.
Luego, en forma de notas, esbocé un breve diálogo polémico acerca de los motivos por los cuales yo no había ido nunca a ver (y aparentemente ni siquiera conocía de oídas) las Ilustraciones Gray.
recelos justificados – absoluta insipidez de los poemas – espíritu remilgado – ausencia de sentido apocalíptico
Mi rostro se ensombreció.
exageradamente recatado tópicos reaccionarios – al diablo con todo eso
El bar empezó a llenarse de gamberros de bufanda a listas azules y blancas, procedentes de algún campo de fútbol, todos con expresión desconsolada, y de uniformados ciudadanos adultos cuyas precarias risotadas parecían provocarles cierto incontenible mareo. Terminé mi cerveza y leí lo que había escrito. Miré a mi alrededor, tosí, y volví a leerlo. Nadie habla así. De todos modos, Rachel sabía bastante sobre Blake, y por otro lado se trataba en cierto sentido de echar una última cana al aire. Después de este asunto, pensé, me pasaré al estilo Lawrence.
Rebusqué en mis bolsillos alguna moneda suelta. Suficiente para un taxi, o para un whisky doble más el billete de metro. Quizá sería mejor otra alternativa, tragarme a la fuerza algún pastel o algo así. Esto sí que era gracioso. Nunca había sido un tragón, sino todo lo contrario, y me sentía muy aliviado desde que Jenny empezó a estar demasiado preocupada o lo que fuera para seguir preparando esas cenagosas cenas para Norman y para mí (y que siempre me había visto obligado a terminarme para evitar que Norman creyese que yo era marica). Lo malo es que la comida, que al principio solo me resultaba un fastidio, acabó por parecerme irrelevante, superflua, absolutamente extraña. Debía de ser por Rachel. Recordé a un personaje de Dickens, Guppy, de Bleak House, que le dice a Esther que la tía le pone cachondo, que «el alma huye de la comida en tales momentos». «Tales momentos»: a Guppy solo le preocupaban estas cosas cuando estaba excitado. En mi caso, este estado permeaba mi cuerpo como una leve alergia. Se me ocurrió que quizá estuviese enamorado.
Elegí el whisky, y esta bebida acalló agradablemente mi miedo cuando bajaba por King's Road y luego, al atravesar Sloane Square. Iluminados por los brillantes escaparates de las tiendas, grupos de jóvenes procedentes de otros países europeos hablaban en voz alta entre sí o con chicas tan bonitas que te dejaban sin aliento. Nada de eso me importó. Las cosas se complicaron un poco más cuando hice transbordo en Notting Hill. En el andén de la Central Line, dirección Este, se había organizado un pequeño disturbio. Pero yo me pegué a un par de viejas gordas, y me embutí entre ellas dos al subir al vagón.
Una vez en casa, me emborraché todavía más en compañía de Norman. Estuvimos hablando una hora y media, de chicas. Él no mencionó a Jenny y yo no mencioné a Rachel.
Más tarde, en lugar de ponerme a dormir, me quedé toda la noche mirando al techo y tosiendo y vomitando.
—Si algún día tienes la sensación de que el pito te huele mal —musitó Geoffrey, con un tubo de pegamento en la mano—, usa un poco de esto —me lo acercó a la nariz—, y deja de preocuparte por el asunto.
Olí. Una piscina de camembert-de-polla. Caramba.
—Cuando dices «mal»…
—Quiero decir mal —dijo, asintiendo con la cabeza.
Geoffrey intentaba pegar un póster de una chica desnuda en la pared sur de su apartamento de Belsize Park. Y prosiguió:
—Y nada de mostrarse débil ante ella, tío. Y déjate de todos esos rollos intelectuales que sueles practicar. A las tías no les gusta que las acojonen más de la cuenta… Gracias —le dijo a su nueva y brujeril novia cuando esta le pasó un porro tan mal hecho que parecía una cagarruta de bebé—. Sé tal como eres. Si lo consigues, bien, y si no, no te preocupes porque, de todos modos, no habría funcionado. Sé tal como eres… ¿Qué coño pasa aquí? —añadió, tratando de conseguir que la parte superior del póster se quedara pegada a la pared, y retirándose, cuando al fin lo logró, para contemplarlo con las manos en jarras.
—Y una mierda —le dije (deduciendo que si a él no le importaba hablar de según qué cosas delante de Sheila, yo podía adoptar la misma actitud)—. ¿Conoces a alguien que haya actuado alguna vez con naturalidad estando con una chica? ¿Crees que tú te comportas con naturalidad? ¿Hay alguna vez en que no hayas hecho el número de Geoffrey el encantador e inescrutable, o el número de Geoffrey el supermacho y moderno, o el número de Geoffrey tal-como-es, honesto y sincero, el que nunca hace números ni trata de aparentar lo que no es?
Geoffrey bostezó:
—Ni siquiera sé de qué me estás hablando —dijo; se desplomó sobre un montón de almohadones, y le devolvió el porro a Sheila. Mientras ella fumaba, Geoffrey la besó en el cuello y las orejas.
—Relájate —murmuró, más para mí que para Sheila—. Déjate llevar, no trates de cambiar…, el rumbo… Nadie puede alterar…
—Geoffrey —le dije—. Ya has vuelto a leer todas esas chinadas del I Ching…
Geoffrey sacó la lengua, teñida de verde por las anfetaminas, e hizo unos ademanes disimulados con la mano que le quedaba libre. Sheila se puso en pie, se alisó la ropa, y me acercó el porro. Amablemente, lo rechacé.
—¿Qué tal te sientes? —preguntó ella—. ¿Un poco mejor?
—Sí, un poco mejor.
—¿Quieres más café?
—Me encantaría.
Domingo; una en punto. Dos horas antes de mi cita con Rachel.
Esa mañana me desperté, bruscamente, a las nueve y cuarto, con una leve resaca. Me desperté porque Norman estaba encargándose de la basura, cosa que hacía un par de veces a la semana. Era una tarea que, pensaba yo, también debía de ser para él una diversión; cuando la concluía, Norman acostumbraba a lanzar los dos bidones desde lo alto de la escalera que terminaba junto a mi habitación. Un desnivel de unos tres metros. Armaba un verdadero estruendo.
Esperé a que llegara la segunda andanada. Sonó, más fuerte incluso que la primera. Salí de la cama, crucé la habitación, tropecé con el sillón que estaba junto a la chimenea, y logré encenderla a la cuarta cerilla. Con mis temblorosas yemas, acaricié mi frente y mi cuero cabelludo. En cuanto conseguí que todo volviera a funcionar, me acerqué a la ventana y descorrí las cortinas. Norman estaba en lo alto de la escalera, con los brazos abiertos y una tapa en cada mano. Como si de los platillos de una orquesta se tratara, las golpeó la una contra la otra, y luego las dejó caer. Viré en redondo para refugiarme en el fondo del dormitorio.
—… cambiar tus sentimientos, pero sí puedes cambiar tu manera de pensar.