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7.31% El legado de la Villa de las Telas / Chapter 3: 3

Capítulo 3: 3

—«Porque es una chica excelente, porque es una chica excelente, porque es una chica excelenteee… ¡y siempre lo será!»

El coro sonaba muy desigual, destacaban la voz de bajo de Gustav y la excéntrica vocecilla de soprano de Else, pero de todos modos Fanny Brunnenmayer se emocionó porque sabía que sus amigos cantaban de corazón.

—Gracias, gracias.

—«Que tenga muchos hijos, que tenga muchos hijos…» —siguió cantando Gustav impasible, hasta que un codazo de su esposa Auguste lo hizo callar. Miró a su alrededor con una sonrisa y se alegró de haber hecho reír al menos a Else y a Julius.

—¡Eso de los hijos mejor os lo dejo a vosotros, Gustav! —comentó Fanny mirando a Auguste, que volvía a estar embarazada. Pero el cuarto sería el último. Bastante difícil era ya llenar tres bocas hambrientas.

—Pues sí, no tengo más que colgar los pantalones junto a la cama y mi Auguste ya está embarazada.

—No hacen falta tantos detalles —se quejó Else, sonrojada.

Fanny Brunnenmayer ignoró la frívola charleta y le hizo una señal a Hanna para que sirviera el café. Esa noche la larga mesa de la cocina estaba decorada con flores, Hanna se había esforzado al máximo e incluso había rodeado el plato de la señora Brunnenmayer con una corona de encina. La homenajeada cumplía sesenta años, una edad que no aparentaba en absoluto. Solo el cabello sujeto en un moño tirante, que antes era gris oscuro, se había teñido de blanco en los últimos años, pero su rostro seguía rosado, redondo y liso como siempre.

Había platos con bocadillos repartidos por la mesa, y luego los esperaba una tarta de nata con cerezas confitadas, una de las especialidades de la señora Brunnenmayer. Aquellas delicias eran un obsequio de los señores para que la cocinera festejara su cumpleaños por todo lo alto. Por la mañana ya lo habían celebrado arriba, en el salón rojo, al que habían invitado a los empleados. La señora Alicia Melzer había dado un discurso en honor de Fanny Brunnenmayer, le había agradecido sus treinta y cuatro años de fiel servicio y la había calificado de «maravillosa maestra» de su oficio. La cocinera se había puesto su vestido negro de fiesta para la ocasión, y se había colocado un broche que los señores le regalaron diez años antes. Con aquella ropa, a la que no estaba acostumbrada, además de las atenciones y los regalos, se había sentido incómoda, y se alegró cuando pudo volver a la cocina y ponerse su ropa de diario y el delantal. No, las estancias de los señores no eran para ella, siempre andaba con miedo de tirar un jarrón o, aún peor, tropezar con una alfombra y caerse de bruces. Sin embargo allí abajo se sentía como en casa, gobernaba la despensa, la bodega y la cocina de forma indiscutible, y pensaba seguir haciéndolo durante muchos años.

—Adelante, queridos, servíos. ¡Hasta que se agoten las existencias! —exclamó con una sonrisa, y cogió uno de los bocadillos de paté que Hanna y Else habían adornado con pepinillo picado.

No hizo falta que lo repitiera. Durante los siguientes minutos, aparte del siseo del hervidor de agua en el fogón, lo único que se oyó en la cocina fue el ruido que hacían algunos al beber café.

—Este paté de hígado pomerano es una maravilla —comentó el lacayo Julius, y se limpió la boca con la servilleta antes de repetir.

—El embutido ahumado tampoco está nada mal. —Hanna suspiró—. Qué suerte tenemos de que la señora Von Hagemann nos envíe paquetes con comida.

Else asintió pensativa, masticaba solo por el lado izquierdo porque el derecho le dolía desde hacía días. Por el momento no quería ir al dentista, tenía un miedo atroz a que le quitaran un diente, y esperaba que los dolores desaparecieran por sí solos.

—Quién sabe si será feliz allá en Pomerania, entre vacas y cerdos —comentó Else en tono dubitativo—. Al fin y al cabo, Elisabeth von Hagemann es una Melzer y se crio aquí, en Augsburgo.

—¿Y por qué no iba a ser feliz? —preguntó Hanna encogiéndose de hombros—. Tiene todo lo que necesita.

—Y que lo digas —intervino Auguste con malicia—. Tiene a su marido y también a su amante. Seguro que está muy entretenida.

Auguste agachó la cabeza al ver la mirada furibunda de la cocinera y cogió el último bocadillo de paté. El lacayo Julius, que no desaprovechaba ninguna historia picante, le guiñó el ojo a Hanna, que hizo como si no se diera cuenta. Julius ya había intentado confundirla con indirectas numerosas veces, pero ella era prudente y no le hacía caso.

—¿Y cómo te va con la huerta, Gustav? —cambió de tema la señora Brunnenmayer—. ¿Tenéis mucho trabajo?

Gustav Bliefert llevaba dos años trabajando por su cuenta en un negocio de horticultura. Justo antes de que la inflación engullera los ahorros de Auguste, la pareja había comprado un prado no muy lejos de la villa de las telas, había construido un cobertizo y había abonado la tierra. Paul Melzer había permitido que la pequeña familia siguiera ocupando la casa del jardín, hasta que sus ingresos les alcanzasen para alquilar otra vivienda. En primavera, Gustav había hecho un buen negocio con la venta de plantones de hortalizas, ya que gran parte de la población de Augsburgo seguía alimentándose de los frutos de su propio jardín. Incluso en la ciudad la gente aprovechaba cualquier trocito de tierra para cultivar zanahorias, apio o un par de coles.

—Más bien poco —respondió Gustav—. Solo arreglos funerarios y guirnaldas para las fiestas.

Julius comentó con expresión remilgada que un negocio como ese necesitaba una buena contabilidad, y se ganó una mirada furibunda de Gustav. Todos sabían que no era hábil con los números. Y que Auguste, que antes era doncella en la villa, tampoco había aprendido a anotar gastos e ingresos de forma detallada. El problema era que ahora Auguste era la única que conseguía que entrara dinero en la casa, ya que trabajaba en la villa a media jornada tres veces por semana. No le resultaba fácil, porque debía realizar todas las tareas pendientes que nadie quería hacer, incluso aquellas que no le correspondían a una doncella, como recoger leña para el fuego o fregar el suelo. Como su niño nacería en diciembre, ya podía prever que los ingresos en Navidad serían escasos.

—Es una desgracia —dijo disgustada—. Hoy el pan cuesta treinta mil marcos, pero mañana serán cien mil, y quién sabe cuánto costará la semana que viene. ¿Quién va a comprar flores así? Y ahora necesitamos cristales para los nuevos cajones protectores. Lo mejor sería un invernadero grande como es debido. Pero ¿de dónde vamos a sacarlo? Estos días es imposible ahorrar. Lo que ganas hoy mañana ya no vale nada.

Fanny Brunnenmayer asintió comprensiva y le acercó a Gustav la bandeja de los bocadillos. El pobre tenía hambre. Al menos Auguste comía en la villa, a veces incluso le permitían llevarse una jarra de leche, o la cocinera le daba algún tarro de conserva a escondidas para Liese y los dos chicos. Gustav, en cambio, se contenía, se lo daba todo a los niños y pasaba hambre.

Auguste había adivinado las buenas intenciones de la señora Brunnenmayer, pero no le gustaba que tratara a su marido como si fuera un muerto de hambre. Solo un par de años atrás, Auguste había anunciado a voz en grito que la era de las doncellas y los ayudas de cámara llegaba a su fin, que pronto no quedarían empleados domésticos, y por eso Gustav dejó su trabajo en la villa y abrió su propio negocio. Por desgracia, la realidad había demostrado que seguía siendo bueno tener un empleo en la villa. Allí tenían suficiente para salir adelante y vivían sin angustiarse por el futuro.

—Más de uno lo ha perdido todo —dijo Auguste, aludiendo a desgracias ajenas para apartar sus propios temores—. En Augsburgo cierra una tienda tras otra. En MAN también han despedido a trabajadores porque el ejército ya no necesita artillería. Cierran incluso las asociaciones, hasta las más piadosas. Su dinero se ha desvanecido en el banco. ¿Os habéis enterado de que el orfanato también se ha arruinado?

No lo sabían, la noticia era reciente y causó un gran revuelo.

—¿El orfanato de las Siete Mártires? —preguntó Fanny Brunnenmayer, apesadumbrada—. ¿Lo van a cerrar? ¿Y adónde irán esos pobrecillos?

Auguste se sirvió lo que quedaba de café y rellenó la taza con un buen chorro de nata.

—No es para tanto, señora Brunnenmayer. Las monjas de Santa Ana se harán cargo del orfanato. Las hermanas lo hacen por amor a Dios. Pero la señorita Jordan pronto estará en la calle porque ya no hay dinero para pagar su salario.

Maria Jordan trabajó años atrás como doncella en la villa, pero dejó el empleo y, por una feliz casualidad, terminó como directora del orfanato de las Siete Mártires. Al parecer eso se había acabado. Fanny Brunnenmayer no siempre había mantenido una buena relación con la señorita Jordan, sobre todo no soportaba su afición a echar las cartas y el teatrillo que montaba con sus supuestos sueños. Pero aun así le daba pena. Maria Jordan no era de las que lo tenían fácil en la vida, algo que en parte se debía a su carácter difícil, pero también a diversas desgracias de las que no tenía ninguna culpa. En cualquier caso, era una luchadora y volvería a salir adelante.

—Entonces pronto recibiremos visita —se quejó Else, que no se llevaba nada bien con la señorita Jordan—. Y también podremos echar un vistazo a nuestro futuro, seguro que se trae las cartas.

Julius se rio. Esos abracadabras, como él los llamaba con desprecio, no le interesaban lo más mínimo. No eran más que un refinado método para sacar dinero a los bobos y los crédulos.

—Verdades sí que dice —intervino Hanna en voz baja—. Eso lo ha demostrado. La cuestión es si debemos conocer la verdad o si es mejor no saber.

—¿La verdad? —Julius se volvió hacia ella y dijo con desdén—: No me irás a decir que esa estafadora tiene la menor idea de lo que sucederá en el futuro, ¿no? Solo le dice a la gente lo que quiere oír y se lleva su dinero.

Hanna negó con la cabeza pero no dijo nada. La cocinera sabía muy bien a qué se refería. En su día, la señorita Jordan predijo que Hanna tendría un amante joven de pelo negro, y también que la haría sufrir. Las dos cosas resultaron ser ciertas, pero ¿qué significaba eso?

—La señorita Jordan no dice más que la pura verdad —exclamó Auguste entre risas—. Lo sabe todo el mundo, ¿a que sí, Else?

Else apretó las muelas de rabia y el dolor hizo que se estremeciera.

—Lo único que te hace feliz es hablar mal de los demás, ¿no? —le espetó.

Todos sabían que la señorita Jordan le había vaticinado un gran amor a Else tres veces. Sin embargo, hasta el momento no había aparecido ningún príncipe a su medida, y la maldita guerra no había mejorado sus posibilidades. Los hombres jóvenes y sanos escaseaban en el país.

—¡El gran amor! —comentó Julius arqueando las cejas con menosprecio—. ¿Qué es eso? Primero quieren morir el uno por el otro y después no pueden vivir el uno con el otro.

—¡Jesús, señor Kronberger! —exclamó Auguste, y miró alrededor con una sonrisa burlona—. Qué forma más bonita de decirlo.

—Al barón Von Schnitzler, mi antiguo señor, le gustaba expresarse así —contestó Julius intentando no mostrar su irritación—. Por cierto, querida Auguste, puedes llamarme Julius, para simplificar las cosas.

—Vaya, vaya… —dijo Gustav, algo celoso.

El lacayo ya se había ganado fama de mujeriego insistente aunque con poca fortuna.

—Eso no va por usted, señor Bliefert. ¡Al fin y al cabo ya no es empleado de la villa!

Gustav se puso rojo: Julius le había dado donde más le dolía. Se arrepentía de haber dejado su empleo tan a la ligera. Su abuelo, que había fallecido hacía un año, bien que se lo había advertido. «Los Melzer nos han cuidado durante toda la vida», le había dicho el anciano. «No seas soberbio y sigue siendo lo que eres». Pero él hizo caso a Auguste y en menudo lío se había metido.

—De todas formas, por el nombre de pila solo me dirijo a mis amigos —le gruñó—. ¡Y usted no es uno de ellos, señor Kronberger!

—¡Ya basta! —gritó Fanny Brunnenmayer, y dio un puñetazo en la mesa—. Es mi cumpleaños, así que hoy no se discute. ¡Si no, me comeré la tarta yo sola!

Hanna comentó que era una vergüenza, que no debían pelearse en el aniversario de la señora Brunnenmayer. Pero al decirlo no miró a Gustav, sino al lacayo Julius.

—Qué razón tienes, Hanna —dijo Else con expresión llorosa. Tenía la mano sobre la mejilla derecha porque el dolor no remitía—. Si la buena de la señorita Schmalzler siguiera con nosotros, no permitiría que los empleados se hablaran así.

Gustav murmuró algo para sí mismo, pero se calmó cuando Auguste le acarició la espalda con suavidad.

Julius levantó la barbilla y resopló un par de veces. Aseguró que no lo había dicho para molestar y que él no tenía la culpa de que hubiera gente tan susceptible.

—Por lo que decís, esa tal señorita Schmalzler tenía poderes milagrosos, ¿no? —Julius lo dijo en tono irónico, le molestaba que mencionaran sin cesar a la legendaria ama de llaves.

—La señorita Schmalzler siempre supo aceptarnos a todos como éramos —afirmó Fanny Brunnenmayer con esa determinación suya—. Era una persona que infundía respeto. Pero en el buen sentido, ¿entiende?

Julius cogió su taza de café y se la llevó a la boca, entonces se dio cuenta de que estaba vacía y volvió a dejarla en la mesa.

—Claro —dijo esforzándose por ser amable—. Una gran dama. Entiendo. Ojalá disfrute muchos años de su merecida jubilación.

—Eso le deseamos todos —dijo Hanna—. Ella y la señora de la casa mantienen correspondencia de manera regular. Creo que la señorita Schmalzler se acuerda mucho de nosotros. Y hace poco la señora metió fotografías en el sobre. De sus nietos.

Auguste, que nunca había sido muy amiga del ama de llaves, comentó que al fin y al cabo la señorita Schmalzler se había marchado por deseo propio. Si ahora añoraba la villa, solo podía reprochárselo a sí misma.

—Por cierto, usted también recibió carta hace poco, señora Brunnenmayer. De Berlín. Y si no me equivoco, también contenía fotografías.

La cocinera sabía adónde quería ir a parar Auguste. Sin embargo, no deseaba enseñar en la cocina las fotos de Humbert; Julius, sobre todo, no las habría entendido. Humbert actuaba en un cabaret berlinés vestido de mujer. Y con gran éxito, por lo visto.

Fanny Brunnenmayer encontró la solución para evitar ese espinoso tema.

—Hanna, trae el cuchillo grande y la pala para la tarta. ¡Else! Platos limpios y tenedores de postre. Hoy comeremos como la gente elegante. Julius, ponga la cazuela con agua en la mesa para que pueda sumergir el cuchillo cuando corte el pastel.

Al ver la blanca y esponjosa maravilla de nata adornada con láminas de chocolate y las palabras «Feliz cumpleaños», todos se pusieron de buen humor. Olvidaron las susceptibilidades y los disgustos. Julius sacó su mechero —un regalo de su antiguo señor— y encendió las seis velas rojas que Hanna había clavado en la tarta, una por cada década.

—¡Una obra de arte, querida señora Brunnenmayer!

—¡Se ha superado!

—¡Da pena comérsela!

La cocinera contempló satisfecha su obra, que resplandecía a la luz de las velas.

—¡Sople! —exclamó Hanna—. Tiene que apagarlas de una vez, ¡si no, da mala suerte!

Todos se inclinaron hacia delante para observar cómo soplaba las velas. Lo hizo con tanta fuerza que parecía que en lugar de seis velas hubiera sesenta, y luego la aplaudieron como se merecía. Entonces cogió el cuchillo y se puso manos a la obra.

—Hanna, niña, pásame los platos.

—Es bizcocho —susurró Auguste—. Y lleva cerezas confitadas con kirsch. ¿Lo hueles, Gustav? Y una capa de mermelada.

Se impuso un silencio recogido. Hanna fue a por la cafetera de reserva, que se había mantenido caliente encima del fogón. Todos se sentaron ante su pedazo de tarta y se entregaron al dulce manjar. Una tarta así solo estaba al alcance de los señores, e incluso ellos la reservaban para grandes celebraciones o días de fiesta. Con suerte, alguno de los empleados se hacía con las sobras de algún plato o chupaba la pala a escondidas en la cocina.

—Me he emborrachado con el kirsch —soltó Hanna con una risita.

—Qué bien —contestó Julius, mordaz.

Else solo disfrutaba a medias porque el dulce se le metía en la muela mala y veía las estrellas. De todos modos, no rechazó el segundo pedazo que la cocinera les sirvió a todos. En el plato de la tarta solo quedaron las seis velas a medio consumir, que Else después limpiaría y guardaría en la cajita. Tal vez la fábrica de gas volviera a convocar una huelga que los dejara a oscuras.

—Se acabó —comentó Auguste mientras rascaba los restos de tarta de su plato—. Tenemos que volver a casa. Liese se maneja bien con los dos chicos, pero no me gusta dejarlos mucho tiempo solos.

Gustav apuró lo que le quedaba en la taza y se levantó para ir a buscar su abrigo y la capa de Auguste. Afuera hacía frío. En el parque, el viento traía una fina llovizna y arrastraba las primeras hojas del otoño hacia los caminos.

—¡Esperad! —les ordenó la cocinera—. Os he preparado algo. Trae la cesta mañana a primera hora, Auguste.

—Que Dios se lo pague, señora Brunnenmayer —dijo Gustav, avergonzado—. ¡Y muchas gracias por invitarnos!

Le costaba un poco andar, pero solo porque llevaba un rato sentado. Por lo demás —lo repetía una y otra vez—, se las arreglaba de maravilla con la prótesis, y la cicatriz tampoco le dolía ya. El pie izquierdo se le había quedado en Verdún. Pero había tenido suerte, muchos de sus compañeros se habían dejado allí la vida.

Else también se despidió, necesitaba sus horas de sueño, y al día siguiente tenía que levantarse pronto para encender la estufa del comedor.

Hanna y Julius se quedaron un rato sentados a la mesa. Charlaron sobre el pequeño Leo, al que Hanna había acompañado el día anterior a casa de su amigo Walter Ginsberg.

—Estuvo tocando el piano —dijo Hanna, y suspiró profundamente—. La señora Ginsberg le da clases. Ay, el chico tiene un gran talento para la música. Qué bien toca. Yo nunca había oído algo así.

—¿Lo sabe el señor? —preguntó Julius, dubitativo.

Hanna se encogió de hombros.

—Yo no se lo voy a decir si no me pregunta.

—Ojalá no haya problemas.

Fanny Brunnenmayer estaba agotada y tuvo que apoyar la cabeza en la mano. No era de extrañar. Había sido un día largo y lleno de emociones, sobre todo por haber tenido que subir al salón rojo y escuchar tantos elogios sobre su persona.

—Quería comentarle algo.

—¿No puede esperar a mañana, Hanna? Estoy más cansada que un caballo de feria.

Hanna titubeó, pero cuando la cocinera la miró entre parpadeos se dio cuenta de que se trataba de algo importante que la muchacha quería quitarse de encima.

—¡Venga, dime!

Julius bostezó y se tapó la boca elegantemente con la mano.

—¿No querrás casarte? —bromeó.

Hanna negó con la cabeza y miró su plato vacío, no sabía cómo decirlo. Entonces hizo de tripas corazón y respiró hondo.

—La cosa es esta: la señora quiere que trabaje de costurera en su atelier. Y quiere inaugurarlo antes de Navidad.

La señora Brunnenmayer se despertó de golpe. Hanna siempre había sido la protegida de Marie Melzer. Y ahora quería convertirla en costurera. La chica ni siquiera sabía coser, pero si la señora Melzer se lo había propuesto, así sería.

—¡Vaya! —exclamó Julius meneando la cabeza—. ¿Y quién ayudará en la cocina?

Solo quedaba Auguste. Y pronto saldría de cuentas.

—Es la nueva era —gruñó Fanny Brunnenmayer—. Ya no hay servicio, Julius. Los señores se pelarán ellos mismos las patatas.


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