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83.22% El diario de un Tirano / Chapter 134: Escolta

Capítulo 134: Escolta

—¡¿Qué osadía?! —gritó, levantando su mano con intención de abofear.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó Astra desde el umbral.

La jefa de sirvientas hizo inmediatamente una reverencia sincera y respetuosa.

—Hice una pregunta —dijo, y en su mente recordó a su buen amado soberano.

—Esta sierva no deja sentarme en la mesa —dijo Brabos con el ceño fruncido, retorciendo su rostro en una mueca de enojo.

Su hija a sus espaldas se quedó hipnotizada por la presencia del joven hombre. Al ver qué le miraba apartó sus ojos al suelo, y sonrió con timidez.

—Hizo bien —respondió de inmediato, acercándose a paso calmo al hombre regordete—. Está mesa solo se encuentra disponible cuando nuestro Barlok decide sentarse en aquella silla. —Apuntó con su dedo índice al asiento singular, el que se encontraba en el lado ancho de la mesa—. Si desea consumir alimento puedo ofrecerle un lugar en mi mesa, en el comedor de los sirvientes.

Brabos logró disimular su enojo mientras escuchaba las palabras del Ministro. Aquellas últimas palabras, llenas de desprecio disfrazado, hirieron su orgullo de una manera que no podía ignorar tan fácilmente. Él, descendiente de la noble familia Horson, no podía permitir que nadie menospreciara su legado.

A pesar de su enojo, Brabos decidió jugar con astucia. Una sonrisa falsa se dibujó en su rostro, mientras asentía con educación, como si las palabras del Ministro no le afectaran en lo más mínimo. En su interior, sin embargo, ardía la pasión y el orgullo de su linaje.

¿Cómo podía aquel Ministro, con aires de superioridad, atreverse a subestimar la importancia de su familia? Los Horson habían sido participantes de la historia de Jitbar desde tiempos inmemoriales. Eran ellos quienes habían tenido el privilegio de custodiar las peligrosas tierras de Tanyer, y nutrir con esclavos a todo el reino. Pero sabía que no era momento de confrontación abierta. Su astucia le dictaba un camino diferente. En lugar de explotar su furia en ese momento, decidió aceptar la invitación del Ministro, manteniendo su sonrisa falsa intacta.

—Le agradezco por la invitación, señor Ministro —dijo con un tono calmo—. Y será mi honor aceptar.

—Por aquí —respondió Astra, guiando el camino.

Helia, que se había mantenido al lado de su amo vislumbró la peculiar mirada de Belian, comprendiendo el significado profundo.

∆∆∆

Por la senda de piedra y minerales avanzaba una procesión de tres enormes carretas cargadas hasta el tope de imponentes rocas en su estado más primitivo, sin haber sido labradas o pulidas por el hábil trabajo de las manos del hombre. A su alrededor, intrépidos jinetes escoltaban la mercancía en una formación defensiva, con sus armas y miradas atentas dispuestas a proteger el valioso cargamento.

Sin embargo, en medio de ese aparente orden y determinación, no tardó en presentarse una intranquilidad casi palpable. Los poderosos corceles que tiraban de los pesados transportes comenzaron a sentir una extraña inquietud, que se transmitía de forma agitada en sus relinchos y movimientos incontrolados.

El cochero guía, notablemente preocupado, se esforzaba por aplacar los ánimos exaltados de los caballos. Con mano firme, intentaba tranquilizarlos con palabras de aliento y caricias suaves en sus blancos y sudorosos cuellos. No obstante, sus esfuerzos resultaban en vano, ya que los equinos continuaban forcejeando con las riendas de manera frenética y enloquecida.

—¡Hey! —exclamó con voz atronadora el capitán de los jinetes. Cerró el camino, y los suyos lo imitaron, cercando así a los caballos inquietos—. Controlénlos. El Barlok espera este cargamento, y no seré yo quién le falle.

El pequeño individuo, sentado al lado del cochero guía observó el suelo; la tierra y las rocas enterradas, había algo extraño, podía verlo, aunque no sabía el qué. Su mirada se posó en el capitán de los jinetes, aprobaba su impaciencia, pero notó en sus ojos que no entendía la rareza con los caballos. Regresó su vista al suelo, lo había vuelto a sentir.

—Macho soldado, guíe sus ojos a las rocas, preocupación —dijo el pequeño de la raza antar.

El capitán se volvió al pequeño, desconcertado por sus palabras, pero obedeció, observando las rocas de su cargamento.

—No veo nada —respondió con sinceridad, aunque en su interior un atisbo de burla se abrió paso.

—Algo ha inquietado al bosque, curiosidad. El suelo advierte y los antar entienden, confianza. Debemos irnos, impaciencia, dejar cargamento, Prim Dano entenderá, certeza.

El capitán inspiró profundo, la negativa la tenía en la punta de la lengua, pero se contuvo de ofender al pequeño individuo, a sabiendas que su vida era de gran importancia para su soberano, muy posiblemente más que la suya propia.

—No podemos abandonar el cargamento —Se negó de inmediato—, el Barlok nos confió esta tarea, y no podemos defraudarle.

Los cocheros habían logrado tranquilizar a los caballos, notando en sus severas expresiones la dificultad de la acción.

—El suelo advierte, macho soldado, y los antar siempre han escuchado al suelo. Irnos es la mejor opción, certeza.

—Comprendo, señor —mintió—, pero, debe entender lo que está en riesgo. Me disculpo, pero continuaremos.

El pequeño suspiró, contrariado por la negligencia que se había cometido al ignorar su advertencia.

El capitán impartió la orden, y como un solo cuerpo regresaron a la formación de avanzada. El joven observó el cielo despejado, notando cómo las nubes avanzaban con parsimonia. No encontró el origen de lo que había afectado a los caballos, y aunque probablemente no lo habría podido identificar, prefirió creer que sí. De pronto, un estruendo proveniente de la retaguardia interrumpió sus pensamientos, y al volverse, se topó con algo gigantesco que chocó violentamente contra la carreta central, llevándose consigo a los jinetes y los equinos.

Todo sucedió en tan solo un instante, su mano aún no había empuñado el arma cuando fue arrojado al suelo, y el caballo que había sido su fiel compañero de viaje momentos antes ahora escapaba en estampida, acompañado por otros más. Con celeridad, se levantó y tomó su espada, preparado para acabar con el desgraciado que se había atrevido a interponerse en su misión.

La densa cortina de humo provocada por el impacto se disipó lentamente, permitiendo a los supervivientes atisbar las dos sombras gigantescas y robustas que se erguían sobre dos patas.

—Por los Sagrados, ¡¿Qué son esas cosas?! —escuchó decir a un soldado cercano.

Su sangre se heló, pero su entrenamiento y la confianza de su soberano le motivó a moverse. Sus ojos pasaron brevemente por la batalla que se comenzaba a desarrollar, pero su interés estaba en algo más, o para ser más específico, en alguien. Buscó al pequeño de la raza antar, encontrándolo junto a una roca a unos cuantos pasos de él, tenía una herida por encima de su ceja derecha, al parecer, no demasiado profunda.

—Bronio. —Se dirigió al jinete cercano, que forzaba a su caballo a tranquilizarse—. ¡Bronio!

—Capitán —respondió el jinete.

—Lleva al enano a la fortaleza. —Señaló su ubicación—. Hazlo rápido —dijo al ver su renuencia.

Bronio ejecutó la orden, cargando al integrante de los antar en sus piernas. El pequeño se resistió, todavía conmocionado por lo ocurrido.

—Pediré refuerzos —gritó al abandonar a los suyos.

El capitán esbozó una sonrisa apenas perceptible, como si acariciara con dulzura la comisura de sus labios. Era un hombre astuto y perspicaz, alejado de la impaciencia que muchos demostraban en su afán por morir de una manera honorable. No, él no anhelaba ese destino que prometía la entrada al glorioso paraíso que los señores de la luz testificaban como verdadero. Había algo mucho más terrenal y sencillo que lo motivaba, el temor a enfrentarse a la venganza de su señor.


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