Rondando Por Mi Ciudad
Remuevo mi cartera con un tenue movimiento de brazo al sentir que se corre por mi extremidad superior, suspiro muy fuerte al percibir el estridente sonido que escucho a lo lejos. Muchos autos se mueven en la avenida principal, la gente salta de un lado a otro de la acera, con sus gafas de sol, arreglándose el cabello por el fuerte viento y llevando abrigos de piel dobles. Los hombres, todavía conservan aquellos sombreros de corte galante y caminan siempre con una chaqueta en el brazo. Dispuesto a dárselas a las más bellas damas que encuentren en el camino.
No, después de tanto tiempo. Nada ha cambiado. Muchas cosas siguen igual a decir verdad. La gente sigue pavoneándose en sus trajes finos y su ropa de marca. Siempre con un estilo soberbio y que no pretende en caer en la miseria.
Me gusta ese aire tan fresco de casa, recuerdo cuando lo conocí, justo aquí, al otro lado de la cancha principal de fútbol, aquel tierrero donde siempre se lució ante todos por sus dotes con el balón.
—¡Disculpe, señorita! —le gritaban a lo lejos hace ya varios años un chico alto, robusto, de cabello corto y de piel oscura—. Señorita, ¿me puede pasar el balón?
La chica mueve unos cuantos cabellos castaños claros que cayeron sobre su rostro por el viento. Mira el balón, sin saber qué hacer con aquel objeto esférico que ha rodado hacia sus pies.
—¿Disculpa? —cuestiona, inerte ante la presencia de tan alto muchacho que la inspecciona con singular gracia.
—El balón —repite con una sonrisa—. Quería que me lo pasaras… Que lo patearas.
La chica, de cuerpo ancho mira aquel objeto sobre sus pies, esperando ser atendido con un puntapié. Aunque, todavía sigue reposando sobre el piso.
Ella ríe, ríe muy despacio y con vergüenza. Jamás ha podido patear un balón en su vida, ni siquiera en clases de educación física, donde es el centro de burlas por su grande y robusto cuerpo.
—Mmm… Yo no, yo no puedo hacerlo… —confiesa, tocándose el brazo con oprobio.
El chico pasa su mano por su cabeza, acariciando los pocos cabellos recortados –por su tan influyente madre–, que siempre lo tiene atado de manos. Camina con lentitud, dejando ver unas muy musculosas piernas debido al fuerte entrenamiento que tiene todas las tardes en el gimnasio del instituto de secundaria.
—Es fácil —asevera con seguridad—. Tan solo tienes que mover tu pie, darle un toque con está parte —golpea con la mano extendida el empeine lateral—, y verás cómo corre muy despacio a la dirección que tú lo quieras. Es como la vida.
La chica de cuerpo ancho levanta la ceja sorprendida.
—¿Cómo la vida? —se anima a preguntar, curiosa de lo que un chico como él pueda imaginar—. ¿Qué tiene que ver la vida con un balón de fútbol?
—¿Eres terraplanista acaso?
—No —niega con una simple carcajada—. Yo sé que la tierra es redonda.
—¿Tú la has visto?
Agarra el balón, acercándose muy despacio.
—No —vuelve a negar, esta vez más seria.
—La vida es cómo el fútbol, tú mueves este balón a la dirección que quieras con el movimiento de tus pies, lo levantas —con la punta lo eleva y cae sobre el empeine—, y puedes retenerlo en la posición que quieras, pero siempre debes de moverlo, porque puede caerse —da unas cuantas cascaritas y lo hace saltar—, pero siempre se mueve a dónde tú lo quieras trasladar. Habrá veces que tengas que correr en círculos y regresar tantas veces hacia atrás, pero siempre lo llevarás hacia adelante.
La chica de cabellos castaños se mueve despacio, mira el balón de nuevo, pensando en aquella analogía tan rara. Entonces, se da cuenta que tiene razón, hasta sostiene que es muy divertida y sincera.
—Tienes razón…, mucha en realidad —sonríe despacio, mostrando sus blancos dientes.
—¿Cómo te llamas, señorita?
—Soy Jarrieta Castellanos —hace una ligera reverencia con su cabeza a forma de presentación.
—Yo soy Ro–
—Romel Gaona —se anticipa a responder ella, como una niña pequeña que ha aprendido muy bien su lección. Romel, el chico de piel oscura se toca la cabeza, con un rubor en sus mejillas, al igual que ella, que ahora mueve sus hombros con timidez.
Dentro de su ser, necesita arreglar la imprudencia que acaba de cometer.
—Lo sé porque eres uno de los jugadores del equipo del colegio al que voy —menciona, con su cabeza agachada, evitando el contacto con aquellos orbes cafés oscuros.
—No sabía que me conocían ciertas chicas por eso… Aun así, es un placer que por eso sepas quien soy yo —sonríe y ella, ella queda sorprendida.
Muevo mi cabello con insistencia al recordarlo, parado ahí, con su pantaloneta blanca mugrienta, aquella camisa pegada a su cuerpo por el sudor que desprende por el esfuerzo físico y como me observaba desde el rabillo del ojo. Siempre tan coqueto y seguro. Era maravilloso cuando lo tenía aquí, para mí.
El sonido del viento me acompaña y el claxon de los vehículos, los murmullos de las personas al salir disparadas de las avenidas hacia sus casas, por las fuertes corrientes de vientos que nos sacuden el cuerpo.
No puedo creer que justo en esta ciudad pasó todo, que fue testigo y ubicación de aquel romance que voló mi cabeza y volteó mi mundo patas arriba. Yo, una niña con algo de sobrepeso que siempre lo escondió con ropa ancha y larga, saliendo de mieles con un experto jovencito de color en futbol, que tenía un futuro prometedor. Es algo loco.
Tan solo escucho el sonido de mi tacón contra el pavimento., mientras me poso frente a aquella casa de cinco pisos, que sigue con aquellos colores de verde y blanco, la pintura está despedazándose y la madera cruje al ser pisada.
Le doy un toque a la puerta y alguien grita desde dentro.
Una mujer de cabeza blanca aparece, moviendo sus lentes para alcanzar a percibirme. La señora Esperanza no ha cambiado desde tantos años, sigue siendo la mujer canosa, de mirada perdida y de irreconocible voz.
—¿En qué le puedo servir, señorita? ¿Acaso está perdida?
Sonrío, esa misma pregunta me hizo cuando aparecí frente a ella, preguntando por aquel chico que había dejado un chocolate escondido en mi mochila por el día de San Valentín.
—¿No me recuerda, señora Esperanza? Soy yo, Jarrieta Castellanos.
Hace un movimiento extraño de sorpresa, levanta sus brazos y me envuelve en ellos, haciéndome sentir aquella calidez que siempre quise tener.
—Mi querida, te pensé en aquellas capitales grandes dónde tu nombre sería escuchado o leído por miles, no aquí. Este pueblillo aún no conoce de los dones de la escritura.
Mueve mi flequillo de nuevo, sedienta de un café muy cargado para quitarme el sueño y el cansancio por aquel largo vuelo de tres horas. Y divago en lo que ha dicho la señora Esperanza, quizá mi pueblo natal no esté acostumbrado a aquella cultura de tinta e imaginación escrita, pero aun así lo prefiero.
—No hay muchas librerías aquí, señora Esperanza.
—Siempre te dije que la capital tiene las mejores cosas —restriega con sonrisa delatadora—. Y las librerías nunca han sido un negocio rentable para los que desean quedarse en la ignorancia.
—¿Leyó mi libro, señora Esperanza?
Ella mueve sus manos haciendo ligeros aplausos.
—No puedo creer que toda esa imaginación surtiera efecto en hojas que tomaste en tu juventud. ¡Lo leí entero! Sin perderme ningún párrafo y déjame decirte que lo amé.
Suelto otra risita nerviosa. Jamás creí que mi vida cambiaría al dedicarme de lleno a la escritura, aquel pasatiempo que me llenaba las tardes, fue el causante de que mi futuro cambiara para siempre. Pasé de tardes llenas de libros de historia y galletas, a estar sentada sobre una cómoda silla y firmando miles de copias de mi primera obra. Cambió mi vida en el momento en que le di el permiso a mis dedos de demostrar lo que mi mente pudo imaginar y el resultado fue esplendido.
—Señora Esperanza, perdone que la interrumpa. Tenga por seguro que le firmaré una copia como recompensa —le tomo las manos con delicadeza, como si fueran de porcelana y agradecida por ser una lectora entusiasta—. Estoy aquí en busca de alguien que seguramente usted conoce.
La señora Esperanza se le borra la sonrisa del rostro, sintiendo un poco de pesar por mi causa y hasta puedo sentir que me tiene lástima, como si fuera a darme una mala noticia y solo deseo que no sea una tan mala.
—Mi querida niña —me toca las mejillas rellenas, con aquellas manos envejecidas que parecen de tacto de papel—. Él se fue hace muchos años de aquí, quizá uno o dos después que te fuiste a seguir tus sueños. Cada uno tenía los suyos, cada uno era más grande y avasallante que el otro. Se fue, no lo vas a encontrar aquí.
Una lágrima rueda por mi mejilla. Lo sabía, sabía que esto era posible. Tan solo lo hice por el simple hecho de querer verlo bajar por aquella empinada escalera en pantaloneta, y está vez no bajo porque se marchó. Él tenía sueños, igual que los míos y esos sueños se encargaron de alejarnos.
Me siento rendida, golpeada, resentida conmigo mismo. Justo ahora puedo tenerlo todo y no lo tengo a él, es más duro que escribir un final correcto a un libro, más difícil de recorrer editoriales para que acepten tu trabajo, más complicado de atraer lectores. Nada es más difícil que estar sin él, y duele, duele demasiado porque estoy aquí. Parada en la avenida donde él creció, en la casa donde se crió.
Recorriendo mi cuidad me di cuenta que está llena de recuerdos, uno más débil y otro más potente que el otro.
Me despido de la señora Esperanza, dándole una firma a la copia que tiene en un cajón de mesa de noche junto a un frasco de pastillas para la presión. Me alejo despacio mientras mis piernas me llevan por empinadas avenidas.
Recorriendo mi ciudad me doy cuenta que gané mucho y perdí también, aquí los recuerdos son frescos: Las veces que íbamos al cine a escondidas de nuestros padres, las tardes de helados frente al parque, los bailes que armamos en los garajes en la noche, cuando me sentía completa y una razón para escribir, era él.
Deambulo por mi ciudad, sabiendo que se esconden mil maravillas que no han sido conocidas y una de esas es la calma cuando los faroles se encienden, y la noche empieza a caer despacio.
—¿Crees que nuestros mundos colisionaron como en tu libro? —recuerdo su pregunta, cuando leyó los primeros capítulos de «Hermosa Prisionera», y yo le dije, que mi vida se derrumbó cuando él estuvo y pudo armarme a pedazos, cuantas veces pudo.