Hades
Ellen no estaba dormida cuando regresé a nuestro dormitorio. No, estaba sentada en la cama, las manos dobladas sobre su regazo. Cuando entré, se levantó.
—Bienvenido de vuelta —murmuró. Su voz no era monótona ni fría.
Me quedé congelado en mis pasos, observándola. Se mordía el labio inferior, sus ojos divagaban de vez en cuando. Estaba vestida con un camisón azul pálido que contrastaba con el rojo salvaje y ondulado de su cabello.
—No estás dormida —murmuré. Luego mi estómago se contrajo. —¿Qué ha hecho esta vez? —exigí, pero cuando ella se encogió, me detuve a mí mismo. —Ellen...
Ellen negó con la cabeza, poniendo su buena mano delante de ella. —Ella no hizo nada, lo prometo.
Alcé una ceja. —¿Qué pasa?
Finalmente, sus ojos se mantuvieron fijos en los míos y ella avanzó. —Quería pedirte disculpas por ocultarte que estaba herida y esconderte lo que pasó.