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Capítulo 19: Revelación

Los temblores se hacían cada vez más intensos. Rocas gigantescas amenazaban con aplastarles en su huida hacia el pozo. Link y Mineru se miraban inquietos mientras corrían a toda prisa para evitar tener un accidente, preguntándose en silencio por el origen de la trampa que, al parecer, habían activado sin darse cuenta. De repente los oídos de Link vibraron, escuchando una risa ahogada detrás de unos de los muros "Esa risa.. la he escuchado antes, pero ahora no recuerdo donde..." —de repente vió algo de color amarillento con motas negras parcialmente aplastado por una de las rocas del derrumbe "¿Qué es eso? Yo diría que..."

Sin tiempo para investigar, Link dejó atrás el objeto y centró su atención en lo importante: llegar.

Finalmente, los sabios y Link alcanzaron el borde del pozo, exhaustos. Sus cuerpos sudorosos y sus respiraciones entrecortadas eran testigos de la frenética carrera que habían vivido. Frente a ellos, el oscuro vacío del pozo se abría como una boca hambrienta.

—¡Link! ¡El pozo! Estamos llegando —gritó uno de los sabios con alivio contenido, mientras los temblores disminuían poco a poco.

Aprovechando el respiro, se sentaron unos momentos para recuperar el aliento y sacar las paravelas de sus mochilas, preparándose para el descenso. Pero Link no encontraba descanso. Algo en aquel lugar despertaba en él una inquietud profunda. Los recuerdos latentes, ocultos entre las sombras del abismo, parecían llamarlo. Con el corazón intranquilo, empezó a dar vueltas alrededor del borde, incapaz de apartar su atención de las profundidades.

—Link, ¿te encuentras bien?— los sabios le miraban preocupados, nunca habían visto al Héroe tan intranquilo.

Antes de poder contestar, los temblores comenzaron de nuevo, esta vez mucho más intensos. El grupo dio un paso atrás instintivamente. La vibración era tan fuertes que rocas gigantescas caían a su alrededor. El lugar amenazaba con caerse encima de ellos.

—¡Vamos! —gritó Link, recuperando la compostura— ¡No tenemos tiempo!

Uno a uno se fueron tirando por el hueco, intentando guardar la distancia entre ellos. Pero las vibraciones aumentaron peligrosamente y empezaron a caer más y más rocas del techo. En cuestión de segundos habían taponado el pasillo que conducía a la sala de los murales.

Sidon fue el último en saltar. Apenas había descendido unos metros cuando una roca gigantesca bloqueó la entrada del pozo con un estruendo que les dejó helados. La oscuridad se cerró sobre ellos como un manto denso y opresivo.

A medida que se deslizaban por las paredes del pozo, los ecos de sus caídas se perdían en la oscuridad, engullidos por una quietud que parecía dominar el vacío. Link mantuvo su respiración controlada, pero no pudo evitar la sensación de que el aire se volvía más pesado con cada metro que descendían.

De repente, un estremecimiento recorrió las paredes del pozo. No fue un temblor común, sino algo profundo, como si la propia tierra estuviera respirando, exhalando su maldad hacia ellos.

Un susurro flotó en el aire, incomprensible y lejano, como una corriente de voces que se desvaneció antes de que pudieran entender su origen. El miedo, oscuro y enraizado, les caló los huesos.

El pozo era profundo y la caída interminable. El aire se volvía más denso a cada segundo, cargado de polvo y miedo. A medida que caían, el silencio solo se rompía por el sonido de sus propios cuerpos golpeando el aire y las paredes del túnel.

El tiempo parecía estirarse hasta volverse insostenible, la oscuridad engulléndolos a medida que descendían. El viento que levantaban sus cuerpos caía como una corriente gélida, y el único sonido era el gemido de sus corazones, latiendo aceleradamente en sus pechos. El miedo les atenazaba, la angustia de lo desconocido haciendo mella en su espíritu.

Finalmente, llegaron al fondo del pozo, y la caída cesó con un golpe seco. Todos aterrizaron con algo de torpeza, tratando de recuperar el aliento.

Link fue el primero en llegar al suelo, con un aterrizaje suave, el peso de su cuerpo amortiguado por la caída. En cuanto sus pies tocaron el suelo, se movió con rapidez, alejándose del pozo para dar paso a los demás. No podía permitirse un solo momento de descanso. Pero al avanzar, tropezó con algo en el oscuro suelo. Al principio, pensó que solo era otro fragmento de la penumbra que lo rodeaba, una ilusión nacida de la oscuridad. Pero al mirar más de cerca, sus ojos se enfocaron en un objeto olvidado, casi oculto por las sombras: una antorcha, cuyo cuerpo de madera agrietada aún llevaba vestigios de su antiguo uso.

Sus manos, temblorosas por el agotamiento y la desesperación, se apresuraron a levantarla. Golpeó el pedernal contra la base con movimientos torpes, hasta que una chispa iluminó el aire gélido.

La llama, aunque vacilante al principio, comenzó a danzar, proyectando sombras alargadas sobre el suelo y revelando un objeto cercano. Un destello metálico, casi etéreo, brilló débilmente entre la penumbra. Intrigado, Link se acercó, la luz de la antorcha temblando en su mano, proyectando destellos dorados sobre lo que parecía descansar sobre el suelo. Allí estaba, un clip dorado, tan delicado y preciso que parecía una flor arrancada del mismo viento. La grabación de una flor azul y blanca, tallada con una finura que solo podría haber pertenecido a Zelda.

Un dolor profundo se instaló en su pecho. Era de Zelda. Lo había perdido el día en que ella desapareció, pero ahora, este pequeño objeto parecía intacto, suspendido en el tiempo.

Al tocar el clip, el mundo cambió.

La luz de la antorcha comenzó a desvanecerse, su fuego agotado por algo mucho más grande, hasta que una luz dorada comenzó a envolverlo. Cálida y suave, como un abrazo, iluminaba con una serenidad casi irreal. Un eco, leve como un susurro, se elevó a sus oídos: el sonido de una gota de agua al caer sobre un estanque, su impacto suave y eterno, como si el mismo universo estuviera escuchando.

La realidad se deshizo a su alrededor.

Link sintió que el espacio se disolvía, y en su lugar, se abrió ante él una visión borrosa, etérea, como si los recuerdos fueran corrientes invisibles flotando en el aire. La flor del clip brilló ahora con su propia luz, proyectando destellos suaves, como si invitara a Link a adentrarse en la corriente del tiempo, a recorrer el camino de lo perdido. A su alrededor, los ecos de voces pasadas comenzaron a llenar el vacío, suaves, casi inaudibles. Zelda estaba allí, en cada rincón, en cada suspiro del viento.

Lo primero que vio fue su hogar en Hatelia, aquel que había adquirido durante los días de preparación para enfrentarse al Cataclismo. Era el mismo lugar al que llevó a Zelda, agotada y asustada, tras rescatarla de su confinamiento de cien años. Las imágenes le mostraron los momentos compartidos mientras se preparaban para la misión encomendada por Prunia: investigar una misteriosa grieta bajo las ruinas del castillo de Hyrule, de la que emanaba una sustancia corruptora que enfermaba a cualquiera que entrara en contacto con ella. También recordó con cariño una parada en una posta cercana, donde compartieron una sencilla pero significativa comida antes de continuar su camino.

Durante aquel desayuno, surgió una conversación que dejó a Link reflexionando profundamente.

"La verdad, me gusta mucho comer al aire libre cuando hace buen tiempo" se escuchó decir Link con serenidad". Incluso cuando estoy en Fuerte Vigía, suelo desayunar viendo el amanecer.

Zelda lo miró con sorpresa.

"¿Cómo es posible que nunca me hayas invitado cuando vienes a Hatelia?"

"Yo... "Link titubeó, mientras un rubor le subía al rostro. "No sabría si tú querrías… siempre estás ocupada con los asuntos del reino."

No era incomodidad lo que sentía. Más bien, la simple idea de compartir un momento tan íntimo con ella lo llenaba de una mezcla de anhelo y nerviosismo.

Zelda soltó una risa ligera, cálida y sincera.

"Pues a partir de ahora tienes una orden: la próxima vez, quiero un desayuno contigo viendo el amanecer."

"Hecho" respondió Link, aún más rojo, pero con una sonrisa que no pudo contener.

La imagen se desvaneció, dejando en Link un suave calor en el pecho. La posibilidad de compartir un momento tan especial con ella hacía que su corazón latiera con fuerza.

Sin embargo, no pudo quedarse sumido en ese pensamiento por mucho tiempo. Los recuerdos continuaban fluyendo como un río imparable. Lo siguiente que vio fue una escena fugaz: su llegada a Fuerte Vigía y, como era de esperarse, la típica reprimenda de Prunia por llegar tarde.

Pero entonces todo cambió. Las imágenes lo trasladaron al subsuelo del castillo de Hyrule. La atmósfera se volvió densa, oscura, y una sensación de inquietud se apoderó de él.

Link avanzaba por los recuerdos como un río impetuoso, cada imagen cargada de emoción. Vio a Zelda, curiosa y entusiasta, explorando las ruinas del castillo de Hyrule. Juntos habían descendido al subsuelo, en busca de la malicia que corrompía el reino. Zelda tomaba fotografías de los antiguos murales, mientras él mantenía la espada en alto, detectando el peligro.

La Espada Maestra brilló con fuerza, alertando de algo oscuro. Fue entonces cuando descubrió la momia del Rey Demonio, congelada por un misterioso brazo metálico. Zelda, atraída por la tecnología Zonnan, se acercó con fascinación, ignorando las advertencias de Link. En su intento por desentrañar el secreto, una gema se soltó y cayó al suelo, desatando una explosión de oscuridad.

Link vio cómo Zelda caía al abismo, su grito silenciado por la fuerza de la maldad que surgió. La angustia se apoderó de él mientras estiraba la mano para salvarla, pero ella desapareció en un resplandor antes de llegar al suelo. "Esa fue la última vez que la vi", pensó, con el corazón destrozado.

El recuerdo cambió. Ahora, Link despertaba en una isla suspendida en el cielo, confundido y con un brazo mecánico que sustituía el suyo perdido. Frente a él, el dragón blanco apareció, majestuoso y sereno, portando un objeto brillante en su crin. Link lo observó fijamente, una sensación de nostalgia lo invadió. Algo en ese dragón despertaba en él una conexión profunda, como si la esencia misma de su alma reconociera su presencia.

Una vez que había recuperado parte de su fuerza, Link se dirigió hacia el templo del Tiempo, el templo que descansaba en la isla celestial, donde le esperaba un misterioso altar en la parte trasera. Cuando se acercó, la Espada Maestra empezó a brillar, indicando en un susurro a Link que la depositara en el mismo. Cuando lo hizo, un brillo dorado envolvió a la Espada. Una vez disipada la luz, el Héroe vio con inmensa preocupación que la Espada Maestra había desaparecido de la vista, tragada por la luz.

Después de que la espada desapareciera, las nubes se apartaron y pudo ver que se encontraba muy cerca de Fuerte Vigía y del Castillo de Hyrule. Debía volver al Reino de Hyrule y prepararse a fondo para confrontar cuanto antes al Rey Demonio.

Lanzándose desde la isla celestial, planeó su caída para aterrizar con seguridad en un lago cercano a Fuerte Vigía. 

Al llegar, se dirigió al fuerte de inmediato, donde fue recibido por la líder, Prunia, quien lo escuchó atentamente, fascinada por su historia. Impresionada por todo lo sucedido, le encomendó a Link la tarea de investigar unos extraños sucesos que estaban ocurriendo en Hyrule. La resolución de esos misterios traería consigo el despertar de los sabios. 

En su viaje, Link se encontró con la anciana líder Sheikah, quien había transferido en la joven Pay el liderazgo de Kakariko, mientras ella dedicaba sus efuerzos a la investigación de unos misteriosos geoglifos esparcidos por todo Hyrule. Según los antiguos escritos Sheikah, estos geoglifos contenían un enigma sobre un elemento desconocido: la "lágrima del Dragón."

Intrigado, Link comenzó a investigar los geoglifos. Pronto se percató de algo peculiar: cada uno de ellos mostraba, en un lugar aleatorio, una forma de lágrima, que contenía un estanque lleno de agua dorada y misteriosa. El agua parecía hecha de pura luz, y al tocarla, los recuerdos de Zelda comenzaron a revelarse ante Link, como un eco lejano. La vio, atrapada en el pasado, diez mil años antes, luchando con la misma fuerza y valentía que siempre la habían caracterizado. Cada uno de esos recuerdos lo envolvía, mostrándole una Zelda decidida, imparable en su lucha por Hyrule.

El primer recuerdo mostró a Zelda llegando al pasado, justo después de desaparecer en el abismo junto a Link. Aturdida, se encontró en un bosque, donde los primeros monarcas de Hyrule, Sonnia y Rauru, paseaban con calma. Sorprendidos, le preguntaron de dónde venía. Sonnia, percibiendo algo especial en ella, le explicó que sentía los mismos poderes que ellos: el poder del tiempo, como ella misma, y el de la luz, como Rauru. Ambas fuerzas se amplificaban con las piedras secretas que poseían, lo que convertía a Zelda en la sabia del tiempo y la luz.

Link sonrió al ver el recuerdo por primera vez. Al menos, Zelda estaba bien. La tranquilidad llenó brevemente su pecho, pero pronto se desvaneció, reemplazada por un peso helado que lo atravesó como un jarro de agua fría. Diez mil años... diez mil años en el pasado.

La idea lo golpeó con fuerza, como un eco que reverberaba en su mente. ¿Podía su cuerpo, después de tanto tiempo, ser algo más que polvo, cenizas dispersas en el viento? La certeza lo dejó inmóvil por un momento, una quietud fría, mientras esa verdad calaba profundo en su ser.

A pesar del dolor que lo oprimía, Link siguió adelante, recogiendo los recuerdos. Si alguien o algo estaba mostrándole esas visiones, aún quedaba una chispa de esperanza. Tal vez, en alguno de esos recuerdos, encontraría algo que lo guiara: un ritual, un artefacto, cualquier indicio que pudiera ayudar a traerla de vuelta.

En uno de los recuerdos, Zelda parecía haberse adaptado rápidamente a la corte de los primeros monarcas de Hyrule. Allí, junto a Sonnia, entrenaba sus habilidades como sabia del tiempo. La tarea que le habían encomendado parecía sencilla en teoría: evitar ser golpeada.

—¡Cuidado! —la voz de Sonnia resonó con energía, cortante como el viento—. ¡Ahora, activa tu poder!

Los primeros intentos de Zelda eran torpes. Apenas lograba congelar los objetos que se lanzaban hacia ella, y estos caían al suelo con un estruendo metálico, una cascada de sonidos que contrastaba con la fragilidad de su esfuerzo.

Exhausta, jadeando con la respiración pesada, Zelda se dejó caer de rodillas. Sus hombros caídos reflejaban el peso de su frustración.

—No lo voy a conseguir jamás... No sirvo para esto. —Las palabras brotaron de su garganta como un susurro de desesperanza, cargadas de desánimo. La duda se reflejaba en sus ojos, la sombra de la incapacidad envolviéndola.

Link observó la escena con una sonrisa melancólica, un gesto triste que era más un suspiro interno que una verdadera expresión. No era la primera vez que veía a Zelda enfrentarse a sus dudas, luchando contra esa falta de confianza en sí misma. Cada movimiento de ella era un recordatorio de su valentía, pero también un espejo de su propia impotencia.

En silencio, pensó: Ojalá estuviera yo ahí. Seguro que lo habrías conseguido a la primera.

Suspiró profundamente, como si un peso invisible aplastara su pecho. Su corazón se debatía entre el orgullo de verla avanzar sola y la punzada constante de no poder estar a su lado para sostenerla. La melancolía lo envolvió como un manto pesado, alimentada por la conciencia de todo lo que se estaba perdiendo. Un eco doloroso emergió en su memoria: "¿Cómo es posible que nunca me hayas invitado cuando vienes a Hatelia?"

La frase, dicha casualmente en un desayuno lejano, lo atravesó como una flecha. El eco de esas palabras resonó en su mente, arrastrándolo hacia preguntas que no quería enfrentar. ¿Por qué no podía disfrutar de esos momentos con ella? Si el entrenamiento hubiera tenido lugar en el Hyrule actual, ¿se habría limitado a hacer guardia, observándola desde la distancia? Pero, ¿no era eso su deber? ¿No era eso lo que se esperaba de él?

El recuerdo continuó pasando, lento e imparable, deteniéndose siempre en el mismo punto. Y siempre, sin falta, lo llevaba a las mismas reflexiones: ¿su empeño por ser su protector, su héroe, no era acaso lo que lo mantenía tan lejos de ella?

En el recuerdo, Sonnia y Zelda, agotadas por el entrenamiento, se sentaron a tomar una bebida fresca, el aire fresco cortando la densidad de su fatiga. En un despiste, Zelda empujó la jarra de limonada. Sin embargo, antes de que cayera, Sonnia usó su poder para retroceder el tiempo y devolver la jarra junto con su contenido a su lugar original. Mientras lo hacía, le explicó: "El truco está en imaginar los recuerdos del objeto, visualizar dónde estaba y qué ocurrió, para devolverlo a su lugar."

Fascinada, Zelda empezó a desentrañar el misterio del tiempo. Miró sus manos con una mezcla de asombro y reverencia, como si ese simple gesto pudiera contener las respuestas que tanto anhelaba. Sus dedos se movieron ligeramente, explorando el vacío, como si intentara palpar lo intangible, sentir la magnitud del poder que sabía que residía en ellas.

Era un intento de comprender lo incomprensible, de visualizar lo invisible. ¿Cuánto poder podía albergar algo tan frágil y pequeño como sus manos? La idea era abrumadora, y a la vez, profundamente inspiradora.

—Si tan solo Link pudiera verme... mis esfuerzos, mis progresos... —murmuró Zelda, casi sin darse cuenta, sus palabras deslizándose al aire como un suspiro perdido en la brisa.

—Piensas mucho en él, ¿verdad? —Sonnia, con una sonrisa tranquila, le acarició el cabello como lo haría una madre con su hija.

Zelda desvió la mirada, insegura.

—No puedo evitarlo. Es... Link. Siempre ha estado ahí, en silencio, soportando todo. Sé que es fuerte, y lo admiro por eso. Pero a veces... —Hizo una pausa, como si las palabras que necesitaba decir estuvieran atrapadas, negándose a salir—. A veces desearía que no estuviera tan lejos. No solo en distancia, sino... en todo.

Por un momento, su voz tembló, pero Zelda recuperó la compostura rápidamente.

—Desde que estoy aquí, siento que me estoy redescubriendo, como si finalmente estuviera aprendiendo quién soy. Pero al mismo tiempo... me pregunto si él siquiera piensa en mí, si me extraña tanto como yo lo extraño a él.

Las palabras quedaron flotando en el aire, un susurro cargado de anhelo. No había palabras suficientes para describir el vacío que las llenaba. Continuó hablando con Sonnia, pero pronto, como una bruma al amanecer, el recuerdo comenzó a desvanecerse. Era como si algo estuviera roto, incompleto. Sin embargo, lo poco que pudo rescatar fue suficiente para dejar una sensación de vacío, una maraña de preguntas sin respuesta.

"¿De verdad soy algo más para ella, o solo soy su héroe?", se preguntaba Link, atormentado por la incertidumbre.

Pensó en sus momentos juntos: las risas, los silencios cómodos, los largos viajes compartidos. No necesitaba títulos ni gestos grandiosos; solo deseaba que Zelda lo viera como alguien completo, no como una figura idealizada.

Pero los recuerdos que siguieron interrumpieron sus cavilaciones, deslizándose rápidamente, casi sin dejar rastro. La mayoría se correspondían con las escenas de los murales en el subsuelo, por lo que apenas les prestó atención.

De repente, un último recuerdo, el más doloroso de todos, se presentó ante Link. En él, Zelda daba vueltas, preocupada en su estudio, con Mineru a su lado, destrozada y llena de heridas, respirando con dificultad. Link dedujo que debía ser la batalla posterior al encierro del Rey Demonio.

"Va a volver dentro de diez mil años. Todo lo que hemos hecho ha sido en vano. La única arma que puede dañarlo es la Espada Maestra, y en este momento está destrozada," dijo Zelda, con voz quebrada, mientras señalaba a La Espada Maestra que yacía en un rincón del estudio de Mineru. Link vio como su hoja estaba consumida por la malicia. Link recordó cómo, meses antes, en el Templo del Tiempo, había visto la espada desaparecer de sus manos al acercarse al altar. En ese momento, todo se aclaró. Finalmente comprendió.

Volvió a mirar a Zelda, quien discutía con Mineru sobre lo que podían hacer. Zelda se dio cuenta que la única forma de restaurarla, era imbuir la espada con su propio poder de luz, pero, como había señalado Mineru, no viviría los diez mil años que se necesitarían hasta que Link regresara a recogerla.

Zelda, con la mirada perdida, se volvió hacia la ventana. Un dragón blanco y majestuoso sobrevolaba las montañas. Sabedora de la inmortalidad de esos seres, Zelda suspiró, sumida en un sueño distante.

"Ojalá yo también fuera un dragón, así podría entregarle la Espada a Link dentro de diez mil años."

Mineru soltó una pequeña risa.

"Es imposible. Nadie tiene el poder de convertirse en uno."

Zelda miró su piedra secreta en silencio, pensativa.

"¿Y si…? Eso me aseguraría…"

Vio a Mineru girarse, su cara mostraba un gesto de gran preocupación intentando decirle algo a Zelda. Pero, en ese momento, alguien tocó su hombro, disipando el recuerdo en un resplandor dorado.

—Hermano, ¿estás bien?

La luz comenzó a desvanecerse, devolviéndolo al frío y a la penumbra del abismo.

Cuando por fin Link abrió los ojos, se dio cuenta de que estaba llorando, sin poder evitarlo, mientras las últimas imágenes seguían en su mente. Sidon, que acababa de aterrizar, lo estaba observando mientras le sacudía suavemente, tratando de devolverlo a la realidad.

Secó con cuidado el clip empapado por sus lágrimas y lo guardó en su bolsillo. Bajo la tenue luz de las antorchas, el pequeño objeto destelló suavemente, como si llevara consigo un fragmento de esperanza. Su mirada se posó entonces en la espada, ahora completamente restaurada. Un torrente de recuerdos lo envolvió: el sacrificio de Zelda, su esencia misma entregada para imbuir el arma con un poder sagrado, preservándola a través de diez mil años... Su corazón se llenó de orgullo y una profunda reverencia ante la magnitud de su decisión. Abrazó la espada con solemnidad, como si así pudiera honrar su sacrificio. "Honraré tu sacrificio, Zelda. Terminaré lo que comenzaste hace diez mil años. No te fallaré".

En su ensoñación, extendió la mano hacia la Espada Maestra y dejó que sus dedos rozaran su hoja. Al tocarla, Link no solo sentía el inmenso poder con el que el dragón la había imbuido durante diez mil años, sino algo más, algo oculto. Un amor profundo, una devoción insondable que no comprendía, estaba ahora inscrito en su hoja, como si aquella arma eterna hubiera capturado y preservado un fragmento de un alma que jamás dejó de velar por él.

Se enjugó las lágrimas que seguían cayendo, rebeldes, mientras alzaba la vista hacia el techo del abismo, donde el dragón blanco había desaparecido momentos antes. "Te traeremos de vuelta, Zelda," pensó, cada palabra grabándose en su mente con una determinación férrea. Lentamente, se incorporó, con la resolución de un guerrero que había encontrado un propósito irrompible: no rendirse nunca ante la oscuridad.

Mientras tanto, los demás llegaron uno por uno al fondo del pozo. Al aterrizar, se acercaron a Link, rodeándolo con una expresión de preocupación. Algo parecía estar sucediendo, y no podían evitar sentirse inquietos.

—¿Entonces, te encuentras bien? —preguntó Sidon una vez más, su voz grave, teñida de una preocupación genuina. Sus ojos observaban a Link con atención, reflejando una mezcla de empatía y alerta. Era evidente que buscaba algún indicio, por pequeño que fuera, de lo que pasaba por la mente de su amigo.

—Desde que saltamos del dragón, te noto cada vez más inquieto —continuó Sidon, inclinándose ligeramente hacia él, como para acercarse a su mundo interior—. Sabes que puedes confiar en nosotros, ¿verdad? Si algo te preocupa o necesitas compartirlo, estamos aquí.

Link asintió lentamente, aunque sus ojos mostraban una inquietud profunda, una tormenta interna que no lograba calmar.

—Sí... simplemente encontré esto al llegar —dijo, mientras enseñaba el clip dorado, un símbolo de un pasado distante—. Al verlo... no sé, no pude evitar...

Sidon le cortó, levantando una mano con gesto tranquilo, como si quisiera evitar más palabras dolorosas.

—Eh, eh, está bien, tranquilo...

Mineru, que había observado todo en silencio, dio un paso al frente. Su mirada se suavizó al ver el sufrimiento de Link, pero sus palabras estaban teñidas de culpa.

—Entiendo cómo te sientes. Por un lado, la ves tan cerca de ti, y, sin embargo... Le advertí que no lo hiciera, que no procediera con el ritual prohibido... Lo siento tanto, Link. Fui yo quien le habló de su existencia. —Su voz temblaba ligeramente, la culpa pesando en sus hombros como una carga imposible de sacudirse.

Link respiró hondo, cerrando los ojos por un momento antes de hablar. Su voz era suave, casi quebrada, pero sus palabras eran firmes.

—No te preocupes, Mineru —dijo, mirando a la sabia con una comprensión profunda—. Ella fue la que tomó la decisión final, no tú. Yo... supongo que... algún día lo superaré, pero ahora... cada vez que veo esto... —Su voz se desvaneció, y sus ojos, vacíos por un instante, miraron el clip dorado como si pudiera encontrar en él todas las respuestas que buscaba.

Riju, que había estado callada hasta ese momento, lo miró fijamente y, con una sonrisa decidida, trató de infundirle algo de fuerza.

—Ya te dijimos antes, Link —dijo, su tono firme, pero lleno de aliento—. Cuando todo esto acabe, buscaremos por cielo y tierra hasta encontrar una forma de traerla de vuelta. No la dejaremos atrás.

Yunobo, cuya voz resonaba con la firmeza de alguien que había compartido demasiadas batallas, intervino.

—Link, —dijo, su voz tan firme como una roca—. Has cargado con nuestro peso durante todo el día. Déjanos ser nosotros esta vez quienes estemos a tu lado.

Link se rascó la nuca, avergonzado, sus ojos azules brillando con una mezcla de gratitud y frustración.

—Lo siento... —murmuró, mirando alrededor, su incomodidad palpable—. Este lugar tan frío... me trae tantos recuerdos dolorosos…

Riju lo miró, sus ojos cargados de comprensión.

—Recuerda lo que tú mismo nos dijiste, Link —añadió con una sonrisa suave—. No debemos dejarnos llevar por la oscuridad.

Link intentó esbozar una sonrisa, pero esta se desvaneció rápidamente, como si el esfuerzo fuera demasiado.

—Supongo… —dijo con voz débil, como si una carga invisible lo aplastara— también me siento algo cansado…

Tureli, al ver la fragilidad de Link, intervino de manera decidida, como siempre lo hacía en momentos de tensión.

—Creo que todos lo estamos, después de la carrera de antes —dijo, con tono firme y resolutivo—. Yo voto porque nos sentemos a descansar un rato. Parece que se han calmado los temblores por ahora.

Todos asintieron con decisión, había sido un momento de mucha adrenalina para todos. A continuación, con un gesto casi automático, los sabios sacaron cada uno una antorcha de su mochila y las encendieron. Pronto, las llamas danzaban en la oscuridad, proyectando sombras largas y temblorosas sobre las paredes del pozo. El silencio que siguió fue denso, pero reconfortante, como si cada uno estuviera buscando el coraje para seguir adelante.

Mientras tanto, Link activó una cápsula Zonan que contenía una cacerola portátil. Los sabios lo observaron con atención, curiosos, mientras veían cómo el héroe echaba varios ingredientes: un poco de trigo, leche fresca, un trozo de manteca y algo oscuro que no pudieron identificar.

La ritualidad del gesto de Link, la forma en que sus manos se movían con una calma inesperada en medio de tanta incertidumbre, sorprendió a los sabios. Además, cuando comenzó a tararear una cancioncilla, una melodía suave y desconocida que llenaba el aire, la sorpresa se convirtió en una sonrisa compartida. Era un canto simple, casi infantil, pero con una calidez que desmentía el peso del momento.

Al escucharla, por alguna razón, en la mente de todos se dibujó vagamente la imagen de un bosque verde y acogedor, donde una figura con un traje de hojas, tocando una ocarina, parecía estar suavemente conectada con la melodía. Un hadita la acompañaba, dando vueltas con sus brillantes alas. La visión, lejana, pero reconfortante, llenó momentáneamente el espacio de una paz que les reconfortó, otorgándoles una sensación de calma y esperanza. ¿Dónde habría aprendido Link esa melodía y por qué parecía tener esos efectos tan extraños? Nadie lo sabía, ni lo sabría nunca.

Los sabios se miraron entre sí, esbozando sonrisas silenciosas, sabedores del amor que Link le tenía a la cocina. A su manera, el joven héroe espantaba la oscuridad que lo acechaba, buscando en la sencillez de la comida algo de consuelo, algo que pudiera hacerle olvidar, aunque solo fuera por un momento, la pesada carga sobre sus hombros.

Link continuaba removiendo la sopa en silencio, el sonido suave de la cuchara contra el metal el único eco en la habitación. Su mente no dejaba de atormentarlo, repasando los eventos de los últimos meses, especialmente las horas recientes, cuando el Rey Demonio le había revelado su más oscuro y profundo deseo. Esa revelación seguía dándole vueltas, como una daga clavada en su pecho. No podía seguir viviendo así, arrastrando ese sufrimiento constantemente. Tenía que encontrar una manera de tranquilizarse.

Pero, ¿cómo hacerlo? Al final, la realidad era inevitable: Zelda nunca podría corresponderle. Su posición como reina estaba ligada a un peso tan grande de responsabilidades que solo alguien de su nivel, alguien capaz de entender y gestionar todo lo que conllevaba reinar, podría compartir su vida. Y Link sabía que él no era ese alguien.

A veces se encontraba maldiciendo en su interior. "Se supone que soy el héroe y los héroes se casan con princesas, ¿no? Entonces, ¿por qué no puedo tener a la mía? ¿Por qué tengo que seguir arrastrándome detrás de ella, siempre a su sombra, como si no fuera suficiente? Ella nunca verá en mí a un igual. Estoy cansado de ser solo el maldito protector."

De repente, como un destello en su mente, una idea lo golpeó. Volvió a la confrontación en Fuerte Vigía, el enfrentamiento final con el Rey Demonio. ¿Acaso no le había dicho algo muy parecido al mismo rey? ¿Acaso no había dedicado los últimos años de su vida ayudando en todo lo que podía a los ciudadanos de Hyrule, haciendo todo lo que estaba a su alcance para servir al reino?

Pero, entonces, ¿por qué Zelda no…?

La duda quedó suspendida en el aire, sin respuesta, cuando el suave zumbido del fuego le indicó que la sopa ya estaba casi lista. Con un suspiro profundo, Link se obligó a salir de sus pensamientos. No, basta. Zelda nunca lo vería como a un igual, como algo más que un simple protector. Tenía que concentrarse en lo que realmente importaba: la misión. Acabar con el Rey Demonio, rescatar a Zelda, sí… pero no por él mismo, sino por su lealtad al reino.

Y después… tal vez podría relajarse. Tal vez podría dejarlo ir. Renunciar a todo lo que había soñado, a la idea de estar con ella. Sí, eso haría. Lo había decidido.

Se giró hacia su mochila con un suspiro resignado, esforzándose por controlar el nudo en su garganta que amenazaba con transformarse en lágrimas. Sacó varias botellas y las dejó a un lado, listas para rellenarlas con el extraño brebaje que había cocinado. Cada movimiento mecánico le tranquilizaba, acercándolo más a su realidad, a la misión, a la despedida de lo que nunca sería.

Pero en lo más profundo de su mente, una verdad que se negaba a aceptar seguía susurrándole al oído: se estaba engañando a sí mismo.

En los confines del abismo, el dragón blanco descansaba enroscado en su cubil, su aliento pesado resonando en las sombras. Había llevado a los aventureros sobre su lomo, y aunque sus músculos clamaban descanso, algo más profundo lo inquietaba. La inminencia de la batalla final contra el Rey Demonio ardía como una chispa en su conciencia, exigiéndole preparación. Cerró los ojos, buscando paz, pero la voz milenaria que lo había guiado a lo largo de los siglos susurró en su interior.

Ese eco familiar trajo consigo el recuerdo de un joven guerrero de ojos azules y una espada de luz. La conexión inexplicable con aquel ser lo estremeció. Recordó el peso de sus palabras, siempre llenas de calma y fuerza, como un susurro llevado por el viento. Una lágrima de luz pura resbaló por su garra, reflejo de una pérdida que no podía nombrar.

Era una lágrima que no entendía, pero que sentía profundamente, como un reflejo de algo que ya había perdido. Mientras, su conciencia se desvanecía hacia un sueño profundo.

En el cálido hogar de Hatelia, Zelda desesperada, intentaba despertar a Link, sentada a su lado, lo miraba con preocupación.

—¿Otra vez esa pesadilla? —preguntó con dulzura.

—No lo recuerdo bien, —respondió él, frotándose los ojos. Las imágenes de la caída se desvanecían rápidamente, pero una sensación de vacío persistía.

Mientras Zelda descendía las escaleras, su mente vagó hacia las semanas recientes. Las pesadillas de Link se habían vuelto cada vez más frecuentes, pero él se negaba a darles importancia, como siempre lo hacía. Era su naturaleza, pensó, siempre dispuesto a cargar con todo el peso del mundo sin una palabra de queja.

En la planta baja, mientras organizaba su equipo, recordó cómo aquella casa había llegado a convertirse en su refugio. Pasaba más tiempo allí que él, entregada a la escuela que había fundado, mientras él entrenaba a los soldados en Fuerte Vigía. Habían hablado muchas veces de mejorar la casa, de ampliarla, quizás incluir establos o hasta un estudio. Aunque la idea la llenaba de ilusión, siempre había una sombra que la acompañaba: ¿acaso esos planes eran más que sueños?

Escuchó los pasos de Link bajando las escaleras, bostezando y frotándose el cabello desordenado. Lo observó desde la distancia, notando cómo su presencia llenaba el espacio con una mezcla de calma y torpeza, esa energía que solo él era capaz de desprender.

—Vamos, dormilón —dijo Zelda con una sonrisa cálida—. Prunia nos espera en Fuerte Vigía. Tenemos que investigar la grieta que está provocando esa enfermedad.

Mientras preparaban el equipo, Zelda no pudo evitar dejarse llevar por una breve fantasía: una vida distinta. Una vida en la que Link no fuera solo el héroe destinado a protegerla, sino alguien con quien pudiera compartir los momentos sencillos, cotidianos. Se imaginó cocinando junto a él, riendo frente al fuego durante las frías noches de invierno, sintiendo por un momento la tranquilidad que solo los lazos más simples y humanos podían ofrecer.

Pero rápidamente desechó ese pensamiento. Las responsabilidades, inquebrantables, seguían recordándole el peso de su posición. Las cartas de alianzas matrimoniales se apilaban sobre su escritorio, cada una cargada con promesas de conveniencia, pero vacías de cualquier emoción real. El Consejo, siempre vigilante, presionaba cada vez más para que asumiera su rol como soberana. La coronación se acercaba con una certeza que la aplastaba, trayendo consigo una decisión inevitable: no solo debía garantizar la continuidad del linaje real a través de un heredero, sino encontrar a alguien que no solo compartiera el trono, sino también el peso abrumador de gobernar Hyrule.

El problema era que su corazón ya había elegido a quien deseaba a su lado, y con ello rechazaba una y otra vez las propuestas que llegaban. La indecisión y la duda, sin embargo, se apoderaban de ella, incapaz de abrirse con sinceridad. Sabía que Link comprendía Hyrule mejor que nadie, incluso mejor que ella misma. Conocía cada rincón del reino, cada corriente de aire en sus montañas, cada latido de vida que habitaba su tierra. Su juramento de protegerla lo había llevado a sacrificios inconmensurables, tan profundos que solo pensar en ellos le provocaba un nudo en el pecho.

Ese pensamiento la hizo detenerse, y el dolor la envolvió como un peso insoportable. Un nudo se formó en su garganta. Era tan irreal, tan lejano. Link no la veía como alguien con quien compartir un futuro. Él la veía como una misión, como un deber. Su amor por ella no era el amor de un igual, sino el amor de un protector.

"Él no me ve así," pensó, mientras ajustaba nerviosa su alforja. "Soy solo una carga, una obligación." Esa idea la rodeaba, pesada y fría, como una sombra constante.

Pero también sabía algo más, algo que la llenaba de incertidumbre: a Link le gustaba su libertad. Esa manera de moverse como el viento, impredecible y salvaje. A veces se perdía en las montañas, cazando con destreza, recogiendo gemas ocultas en las cuevas o enfrentándose a desafíos por el simple placer de hacerlo. Era una esencia que Zelda admiraba profundamente, pero que también la llenaba de dudas.

Si él aceptaba estar con ella… ¿Lo haría por verdadera convicción o por compromiso? ¿Estaría dispuesto a cambiar sus días de aventuras por los muros de un castillo, por la rigidez de una corte, por las demandas incesantes de un reino herido que necesitaba sanar?

La pregunta flotaba en el aire, suspendida, sin respuesta, como un eco que no se atrevía a desvanecerse. Aunque su corazón deseaba aferrarse a esa posibilidad, su mente sabía que el precio de un error sería demasiado alto.

La tristeza que la invadió fue fugaz, pero profunda, como un eco en su corazón. Respiró hondo, tratando de apartar esos pensamientos, y se centró en los preparativos. Las responsabilidades de ser la futura reina no dejaban espacio para esas fantasías. Nerviosa, se pasó una mano por el cabello, tocando sin querer los nuevos clips que Riju le había regalado para su cumpleaños. Eran de filigrana Gerudo, la base dorada brillaba suavemente, con una delicada princesa de calma en tonos azul y blanco, adornando los extremos.

Cuando Link terminó de ajustarse las botas y la túnica, Zelda ya estaba junto a la puerta, esperándolo con una sonrisa que escondía sus pensamientos.

—No podemos llegar tarde otra vez, —bromeó, rompiendo el silencio.

Link, como siempre, respondió con una mirada tranquila y un leve rubor. Ella se recordó, una vez más, que debía enfocarse en lo que importaba ahora: el camino, la misión, y la reconstrucción de Hyrule.

Pero mientras cabalgaban hacia Fuerte Vigía, una sensación de inevitabilidad la invadió. El Consejo ya estaba impaciente por saber su decisión sobre su futuro matrimonio. No tenía elección. Hablaría con Link esa noche.

"Al menos si me rechaza, si no está dispuesto a estar conmigo como mi igual," pensó, con un nudo en el estómago, "tendré el camino libre."

El sueño se disolvió en un resplandor dorado. El dragón blanco tembló, sintiendo el dolor que le atravesaba, un dolor que no comprendía, pero que lo marcaba profundamente. Ante sus ojos, se dibujaban las figuras de dos personas: un guerrero de ojos azules, empuñando una espada sagrada, junto a una princesa de ojos verdes y cabello dorado como el sol. Su mirada, cargada de tristeza, reflejaba la distancia inalcanzable que los separaba, a pesar de estar tan cerca el uno del otro.

El sufrimiento que esas imágenes provocaron en el dragón le arrancó una lágrima, luminosa como una estrella, que cayó hacia el abismo, perdiéndose en su insondable oscuridad.

Cuando la lágrima tocó el vacío, el dragón volvió a ver el resplandor dorado. En la vastedad del abismo, una voz suave de mujer resonó, como un susurro en la inmensidad.

—Link, ojalá encontremos un camino que nos una…


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