El campo de batalla, aún caliente por el combate reciente, vibraba con la energía oscura que Rivon y Sera habían desatado. Los rebeldes humanos, una fuerza otrora decidida a resistir el avance de la Dinastía del Caos Ardiente, yacían ahora esparcidos como escombros, cuerpos desmembrados cubriendo el suelo mientras los gritos de los moribundos se desvanecían en el aire. El silencio, roto solo por el zumbido distante de las naves de la flota, comenzaba a asentarse sobre el planeta.
Rivon caminaba entre los cuerpos, cada paso reforzando su poder y la influencia del Núcleo del Deseo. La sangre que empapaba el suelo parecía vibrar en sintonía con él, como si el mismo planeta reconociera su supremacía. Las sirvientas, sus sombras personales, se mantenían cerca, sus nuevas armaduras brillando con la sangre derramada, pero sus expresiones permanecían tan serenas y vacías como siempre. Eran armas vivientes, sus cuerpos y mentes totalmente sometidos a su amo.
Sera, mientras tanto, se movía con gracia entre los restos de la batalla, evaluando las defensas capturadas y las posibles riquezas que podían ser aprovechadas. Este no era simplemente un planeta conquistado, sino una nueva pieza clave para expandir el control de la Dinastía sobre los sectores circundantes. Desde aquí, podrían dirigir más ataques hacia otros sistemas, consolidando su poder y asegurando su dominio absoluto.
— Las defensas de este planeta no fueron suficientes, — murmuró Sera mientras inspeccionaba una torre de comunicaciones aún humeante. — Pero podrían ser mejoradas. Fortaleceremos este lugar y lo convertiremos en una fortaleza inquebrantable.
Rivon asintió, sus ojos recorriendo el horizonte. Sentía el poder creciendo en su interior, y con cada victoria, ese deseo oscuro que lo impulsaba se hacía más intenso. Las sirvientas lo seguían en silencio, esperando sus órdenes, listas para cualquier tarea que les encomendara.
— Este es solo el principio, — dijo Rivon, su voz resonando como un eco en el aire enrarecido. — Pronto, no habrá lugar en esta galaxia donde no se hable de nuestra dinastía. Nuestra influencia será absoluta.
Nyxalia, Lyrissia, Thalennia, Zephyra y Aelynn se mantenían alerta, sus ojos observando cada rincón del campo de batalla. Aunque sus rostros no mostraban emoción, dentro de ellas ardía el deseo de servir a su amo en cualquier capacidad, ya fuera en la batalla o en la intimidad de sus aposentos. Cada una de ellas sabía que su destino estaba ligado al de Rivon, y no había nada más que anhelar que complacerle en cada sentido.
De repente, uno de los oficiales del ejército se acercó apresuradamente, inclinándose ante Rivon y Sera.
— Mis señores, hemos interceptado una transmisión. Otro grupo de rebeldes ha sido localizado en uno de los sectores cercanos. Están debilitados, pero han comenzado a reunir refuerzos.
Sera sonrió fríamente.
— No importa cuántos intenten resistir. Ninguno de ellos podrá escapar de nuestra sombra.
Rivon se volvió hacia sus sirvientas, una sonrisa calculadora en sus labios.
— Nyxalia, Lyrissia, Thalennia, Zephyra, Aelynn, — dijo en un tono bajo, pero lleno de autoridad. — Preparaos. Aún queda más sangre por derramar.
Las cinco mujeres asintieron sin dudar, moviéndose en sincronía perfecta hacia las naves de transporte. No había palabras, solo acción. Sabían que su destino era servir, y en cada misión que cumplían, lo hacían con una devoción ciega.
Sera, observando la partida de las sirvientas, se acercó a Rivon, su mirada fija en el horizonte.
— Ellas harán su trabajo. Pero la verdadera destrucción… la llevaremos nosotros.
— Así es, hermana, — murmuró Rivon, su voz impregnada de una oscura satisfacción. — Y lo que se avecina será el caos más puro.
Las naves de la Dinastía del Caos Ardiente comenzaron a despegar, su curso marcado hacia el próximo objetivo. Mientras tanto, Rivon y Sera se preparaban para continuar su ascenso imparable, llevando el caos y la destrucción a todos los rincones de la galaxia que aún se atrevieran a resistir.
Las naves de la Dinastía del Caos Ardiente surcaban el espacio, deslizándose como sombras silenciosas hacia el nuevo objetivo. Dentro de la Devastatrix, Rivon permanecía en silencio, observando el exterior a través de las gruesas ventanas de la sala de mando. El vacío del espacio solo servía para intensificar el poder que sentía crecer dentro de él. Cada victoria, cada planeta sometido, lo acercaba más a su destino final: la dominación total de la galaxia.
A su lado, Sera supervisaba las órdenes militares que serían ejecutadas al llegar al nuevo sistema rebelde. Las estrellas brillaban a lo lejos, indiferentes al caos que Rivon y Sera llevaban consigo. Pero la tranquilidad del cosmos no duraría mucho más, pues allí donde llegaba la Dinastía, la destrucción y la desesperación seguían inevitablemente.
— La resistencia es inútil, — dijo Sera, sin apartar la vista de los informes que sus comandantes le proporcionaban. — Estos humanos se aferran a una ilusión de libertad. No entienden que ya están condenados.
Rivon esbozó una sonrisa oscura.
— No es necesario que lo entiendan. Solo importa que suelten todo lo que creen poseer… hasta que no les quede más que el deseo de servirnos.
Las palabras de Rivon eran pesadas, cargadas de un poder ancestral que emanaba desde lo más profundo del Núcleo del Deseo. Él no necesitaba susurrar para que el eco de sus palabras resonara en la mente de todos los presentes. Incluso los oficiales más endurecidos sentían un estremecimiento al estar cerca de él, como si la mera proximidad a su presencia fuera suficiente para desmoronar su voluntad.
Mientras tanto, en la sección inferior de la nave, Nyxalia, Lyrissia, Thalennia, Zephyra y Aelynn se preparaban para lo que estaba por venir. Aunque su misión era la guerra, su verdadera lealtad era a Rivon, a quien servirían de cualquier manera que él deseara. Sus nuevas armaduras, creadas a medida para ellas por el propio Rivon, las cubrían con una elegancia letal: eran herramientas de guerra, pero también símbolos de su absoluta sumisión. Eran armas vivientes, tanto en el campo de batalla como en la intimidad.
— Hoy, demostraréis vuestra devoción, — dijo Rivon cuando las reunió en la cámara privada antes de la batalla. — Si cumplís con lo que os he enseñado, seréis recompensadas.
El tono de Rivon estaba lleno de promesas veladas, pero para sus sirvientas no había confusión: entendían lo que significaba su mirada y su control absoluto sobre ellas. El Núcleo del Deseo vibraba con intensidad en la sala, llenando el aire de una energía densa y sofocante que las envolvía en una niebla de devoción ciega.
Nyxalia, la más experimentada de las cinco, fue la primera en inclinarse ante Rivon, seguida de sus hermanas en armas. El poder del Núcleo corría a través de sus cuerpos como una corriente interminable, moldeándolas según los oscuros deseos de su amo.
— Mi señor, — susurró Nyxalia sin alzar la mirada. — Haremos lo que sea necesario para complacerte.
Rivon caminó lentamente frente a ellas, observando cada uno de sus cuerpos preparados para la guerra. Las armaduras brillaban con una luz tenue, reflejando la sangre derramada en combates anteriores, y sus rostros permanecían serenos, vacíos de todo excepto de la lealtad absoluta.
— En esta batalla, — continuó Rivon, su tono suave pero firme, — tenéis la oportunidad de mostrarme cuán lejos estáis dispuestas a llegar por mí. Lucíos bien, y recibiréis el premio que os prometí.
Cada una de las sirvientas asintió, su devoción hacia Rivon inquebrantable. Para ellas, no había mayor gloria que la de servirle en la batalla y en los oscuros rincones de su reino. Eran guerreras, pero también símbolos de lo que significaba la verdadera sumisión: poder y destrucción en nombre de un amo que las poseía en cuerpo y alma.
— Ahora, id, — ordenó Rivon con un gesto despreocupado, pero cargado de autoridad. — Y no regreséis hasta que hayáis teñido este sector con la sangre de nuestros enemigos.
Las cinco sirvientas se levantaron, sin pronunciar palabra, y salieron de la sala, listas para cumplir con su deber.
Las cinco sirvientas avanzaban con precisión militar hacia las plataformas de desembarco, donde aguardaban las naves de transporte que las llevarían al corazón del combate. No pronunciaban palabra alguna, pero la energía de la batalla inminente vibraba en el aire. Cada una sentía el peso de la mirada de Rivon sobre sus hombros, incluso cuando ya no estaba presente. Sabían que no importaba el resultado de la batalla, su lealtad debía demostrarse con cada gota de sangre derramada.
Nyxalia, la líder de las sirvientas, se adelantó y fue la primera en abordar la nave de transporte, seguida de Lyrissia, Thalennia, Zephyra y Aelynn. A medida que las puertas del transporte se cerraban, un silencio cargado de tensión se instalaba entre ellas. No había lugar para el miedo ni la duda; solo para el cumplimiento de su misión. El interior de la nave estaba iluminado tenuemente, un reflejo del caos y el deseo que envolvía todo lo que tocaban Rivon y Sera.
— Hoy, será un día de sangre, — dijo Nyxalia en voz baja, más para sí misma que para las demás.
El transporte despegó y, desde la ventana, podían ver cómo la Devastatrix lanzaba sus cañones de energía contra la flota enemiga en los sectores cercanos. Las explosiones iluminaban el espacio, y las naves enemigas comenzaban a arder como estrellas fugaces cayendo en desgracia.
Cuando la nave de transporte tocó el suelo del campo de batalla, el caos ya había estallado. Los gritos de los soldados resonaban en el aire mientras las fuerzas de la Dinastía del Caos Ardiente se enfrentaban a los humanos rebeldes. Las tropas leales a Rivon y Sera avanzaban con brutalidad, aplastando a todo aquel que intentara oponerse. La sangre salpicaba el suelo, y los cuerpos caían a su alrededor como hojas secas en otoño.
Nyxalia y sus compañeras descendieron del transporte, sus armaduras brillando con una ferocidad siniestra. No necesitaban instrucciones; sabían cuál era su papel. Las cinco mujeres se separaron, desplegándose en el campo de batalla como sombras mortales, cazando a los rebeldes uno por uno.
Nyxalia fue la primera en entrar en combate. Su espada, una creación forjada en los oscuros rituales del Núcleo del Deseo, se movía con una precisión letal, cortando a los soldados enemigos como si fueran de papel. Cada golpe era mortal, y con cada vida que tomaba, sentía la energía del Núcleo fluir a través de ella, intensificando su poder.
A su alrededor, Lyrissia dirigía pequeños escuadrones de tropas con una estrategia impecable. Su mente afilada calculaba cada movimiento con precisión, asegurándose de que las fuerzas de Rivon mantuvieran la ventaja táctica en todo momento. Su Bolter rugía a quemarropa, destrozando las defensas de los humanos y enviando a sus cuerpos al suelo con estruendosas explosiones de sangre.
Thalennia, envuelta en la energía mística que había aprendido a manejar bajo el mando de Sera, invocaba oscuros hechizos de destrucción. Sus manos se alzaban hacia el cielo mientras rayos de energía oscura caían sobre los enemigos, consumiéndolos en llamas. La magia de Thalennia no solo destruía cuerpos, sino que también desmoronaba la voluntad de los rebeldes, dejándolos vulnerables a los ataques implacables de las fuerzas de Rivon.
Zephyra y Aelynn, por su parte, trabajaban en conjunto, cortando a los soldados enemigos con una precisión fría y calculada. Aelynn, como experta en tecnología y armas, desactivaba las defensas tecnológicas de los rebeldes, abriendo brechas para que Zephyra pudiera atacar con una fuerza devastadora. Cada una de ellas se movía como una extensión del deseo y la voluntad de Rivon, dejando tras de sí un rastro de muerte y destrucción.
La batalla alcanzaba su punto álgido. Los gritos de los rebeldes se mezclaban con el estruendo de las explosiones y el retumbar de las naves en el cielo. Sin embargo, a pesar de la masacre, los humanos seguían luchando con una desesperación feroz. Sabían que la rendición no era una opción. Para ellos, perder significaba el sometimiento total a Rivon y Sera, y preferían morir antes que arrodillarse ante sus amos.
Nyxalia, cubierta de la sangre de sus enemigos, levantó la vista hacia el cielo. Las naves de la flota de Rivon continuaban su asalto implacable, y la Devastatrix brillaba como un faro de destrucción en la distancia.
— Esto solo es el principio, — murmuró para sí misma, mientras cortaba el último enemigo que se interponía en su camino.