Al día siguiente, desperté con el cuerpo adolorido y muy confundido al sentir la intensa luz del sol en mi rostro. Me costó asimilar que no estaba en casa hasta que recordé todo lo que había sucedido horas antes. Una hermosa melodía sonaba a lo lejos y, tras frotar mis ojos para que mi vista se adaptase a la claridad, noté que Eva tocaba su guitarra de pie y al borde del risco, como si fuese un escenario.
—Buenos días —musité.
Ella volteó y esbozó una bella sonrisa, no me saludó con palabras, pero sí lo hizo con un cálido abrazo y un beso en mi mejilla.
—Vayamos a tu casa —dijo—, no quiero que enfrentes solo a tus padres... Te ayudaré a decirles la razón por la cual te quedaste conmigo.
—No deberías preocuparte por eso. Aunque te iba a pedir que vinieses a casa, ya que no tienes a dónde ir.
—Oye… A partir de ahora estoy sola, no quiero que te preocupes por mí. Detesto la idea de ser una carga, y tampoco hagas locuras con tal de ayudarme.
—¿Sola? ¿Quién dijo eso?—pregunté con un dejo de indignación—. Desde que nos conocimos, a propósito y con capricho me metí en tu vida, así que no vuelvas a decir que estás sola.
—Lo que quiero decir es...
—Eva, te seré sincero de una vez —dije al interrumpirla—. La verdad es que no tengo idea de cómo serán las cosas a partir de ahora, pero haré lo posible para que tengas un hogar.
Eva se asombró con mis palabras, tanto que por unos instantes se quedó callada. Sus ojos se humedecieron, y apenas pudo contener su sollozo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con voz entrecortada.
—Que les diré a mis padres que te dejen vivir con nosotros—respondí con seguridad.
Del tema en cuestión no se habló más, porque iniciamos nuestro retorno a casa, descendiendo con pasos lentos a través del bosque y hablando de lo buena que fue la señora Cecilia. Al pasar por las ruinas quemadas de madera de lo que alguna vez fue su hogar, Eva ignoró mirar los escombros quemados, y yo apenas lo miré de reojo. La sensación de culpa emergió de nuevo.
Al salir del barrio, caminamos unos cuantos metros hasta llegar a una avenida bastante transitada, donde detuvimos un taxi que nos llevó a casa y cuyo chofer se pasó el trayecto hablando más que un radio encendido y, para colmo, tenía un apestoso aliento que impregnó todo el carro; tuvimos que pedirle que bajase las ventanillas fingiendo tener calor.
Nos sentimos aliviados cuando llegamos a casa, y al pagar, ni siquiera esperé el cambio. Sin embargo, el alivio duró poco tiempo, pues una vez que entramos y notamos la presencia de toda mi familia en la sala de estar, nos invadió el miedo a ambos; Eva palideció y yo sentí que se me iba a salir el corazón.
—¡Tengo una explicación! —exclamé antes de que papá me regañase.
—Pues, más te vale que sea muy buena—replicó papá.
—Lamentablemente, es muy mala—hice una pausa, mi voz se quebró por instantes—. La abuela de Eva falleció ayer, su casa se quemó, y lo acaba de perder todo.
Eva pellizcó la parte baja de mi espalda al notar la forma en que manipulé la verdad; algunas lágrimas de dolor recorrieron mis mejillas mientras sobaba con disimulo mi llantita de grasa. Entonces, todos hicieron silencio, y la única en acercarse a mi amiga fue mamá.
Mamá le dio un cálido abrazo, al mismo tiempo que le daba el pésame y decía que todo iba a estar bien. Papá, mis hermanos y mis cuñadas replicaron su acto, y la única en considerar la lógica de la situación fue Francis.
—¿Dónde será el acto fúnebre? —preguntó.
Fruncí el ceño y me molesté con ella, aun cuando hacía una pregunta lógica.
—¿Qué parte de que Eva lo perdió todo no entendiste? —repliqué.
—Está bien, una disculpa, don delicado —dijo con sarcasmo.
—¡Francis! No le hables así a mi hermano —intervino Noel.
Minutos después, cuando mis hermanos se despidieron de mis padres y de nosotros, y papá se fue al trabajo, mamá le pidió a Eva que la acompañase a la sala de estar.
—Querida, cuánto lamento tu pérdida, es una pena que sucediese justo ayer —le dijo mamá.
—Lo único que lamento es no haber estado en sus últimos minutos de vida —musitó Eva—. Ya sabía que podía morir tarde o temprano, y mi abuela no paraba de decir que estaba cansada.
—Todo es mi culpa —intervine. Ambas me miraron con asombro.
—No digas eso, hijo, no eres adivino ni sabías que eso sucedería… Nunca estamos preparados para los golpes de la vida, así que ven aquí —dijo al notar que empezaba a llorar. El consuelo de mamá era lo que necesitábamos.
—Bueno, ya supongo que debo irme —musitó Eva.
—¿Adónde vas? —preguntó mamá, preocupada.
Eva no pudo responderle, ¿cómo podía? Si no había una respuesta alentadora para esa pregunta.
—Eva, ¿me puedes decir cuántos años tienes? —preguntó.
—Dieciséis —musitó, después de tragar saliva.
—Querida, puedes quedarte en esta casa todo el tiempo que quieras, tenemos espacio de sobra aquí.
—¡Mamá! —exclamé asombrado, porque incluso para mí, era un ofrecimiento descabellado, además de que era algo que quería hablar seriamente con ella y papá.
—Hablaré con tu padre para adoptar a Eva —dijo con firmeza—, querida, no dejaré que andes por las calles cuando aquí tienes la oportunidad de tener un hogar y una familia.
Eva y yo cruzamos miradas, no sabíamos cómo objetar a las palabras de mamá, quien para colmo solía ser muy terca al proponerse algo, y más cuando era repentino.
—Mamá, yo tenía la idea de pedirles eso a papá y a ti… Pero tomarlo a la ligera me parece un poco irresponsable —dije.
—Además, no quiero ser una molestia ni una carga, señora —continuó Eva.
—Una molestia no serás, y mucho menos una carga, ya que gracias a Dios, nuestra familia goza de estabilidad económica y, además, a tu padre le asignarán un gran proyecto en su trabajo, por lo que ganará más dinero —replicó mamá.
—Pero, mamá…
—Paúl, hijo, entiendo que quieras tener un punto de vista maduro respecto a esta situación, pero sé que es una decisión que puedo tomar y que tu padre aceptará —objetó mamá al interrumpirme.
—¿Qué hay de Eva? ¿Ella no tiene derecho a tomar una decisión? —repliqué.
—Pues claro que la tiene, pero las oportunidades son únicas en la vida como para rechazarlas —respondió mamá, que giró hacia Eva para tomarla de las manos—. Dime, Eva, ¿no te gustaría vivir con nosotros? Aunque sea temporalmente.
Eva no pudo responder con palabras, apenas asintió con un dejo de vergüenza y el rostro ruborizado. Me hubiese gustado que tomase la decisión con serenidad y con la mente despejada, aunque también me alegré de que la situación se fuese por ese rumbo.
Eva, más que nadie, merecía la oportunidad de vivir bien, de crecer en un ambiente normal y como una chica de dieciséis años, aunque fuese por poco tiempo.