Ye Cheng no tuvo que esperar mucho antes de que Ye Xin entrara en su estudio. Su rostro pálido y los ojos ya estaban rojos e hinchados. Él suspiró interiormente. A su madre le gustaban más las niñas que los niños; desde pequeño le pidieron que cediera a los deseos de su hermana, y con el tiempo se acostumbró. También se había convertido en un hábito para él tratar bien a su hermana. Cuando era joven, se decía una y otra vez que la amaba más que a nadie, y por eso debía cederle. Con el tiempo, eso le hizo creer que de verdad la amaba más que a cualquier otra persona. Los hábitos eran cosas realmente aterradoras.
—Hermano, ¡piensa rápido cómo resolver esto para mí! —dijo Ye Xin mientras las lágrimas le caían por la cara de nuevo.
Ye Cheng sacó un cigarrillo y lo encendió. Tras dar una calada, dijo:
—No es que no haya forma de manejar esto, pero depende de si estás dispuesta a cooperar o no...
Los ojos de Ye Xin se iluminaron. —¿Qué es? ¡Hermano, dímelo!.