En un gran salón, siete reyes y reinas se reunieron alrededor de una formidable mesa, sus miradas fijas en tensa anticipación. El aire crepitaba con una energía palpable, una mezcla de urgencia y escepticismo.
—Entonces, Arturo, si entiendo correctamente, un ejército de muertos vivientes marcha hacia tu continente con la intención de aniquilarlo, ¿no es así? —Uno de los reyes se levantó de su asiento, una sonrisa burlona marcada en su rostro. El Rey Alfredo, conocido por su agudeza e ingenio, saboreaba la oportunidad de provocar.
—Rey Alfredo, lo tengo en alta estima, pero ya he dicho esto varias veces en las últimas dos horas... No tengo el puto tiempo para repetirme, una y otra vez. —Un hombre, de unos 58 años, con cabello verde vibrante y penetrantes ojos verdes, habló con un toque de cansancio en su voz. No era otro que el Rey Arturo, el resuelto gobernante del continente que Anon llamaba hogar.