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57.14% Tras el rastro del maestro / Chapter 8: El encuentro VII. El pagano. Una historia de héroe y villanos entre dos tierras

Capítulo 8: El encuentro VII. El pagano. Una historia de héroe y villanos entre dos tierras

Llegué a tiempo, cinco y media, a mi encuentro con aquel colega de aventuras. La hora justa para contar estos arquetipos propios que uno vive y que no vislumbraba a simple noción, por ser de raíces fantásticas, pero recurrentes al mismo tiempo. No tiene en sí una representación realista, sino todo lo contrario, es todo parte de una falta de respeto a las leyes de universo. Esto sí es realmente subversivo, pues viola todas las normas de la vida. Creo que ni siquiera Rene Guy de Maupassant podría explicarlo. Estamos combinando todo lo fantástico, lo maravilloso y lo insólito. Y dentro de todo este género la posibilidad de que sea real y nosotros una fantasía.

Estoy justo entre las calles que don José me mencionó: Rua Heliodoro Salgado y la Rua Cabo verde. El lugar indicado. Espero unos momentos, no más tiempo, y hace su aparición. Un poco apurado, un poco agitado, un poco extralimitado. Un poco de ambas cosas. Y todas al mismo momento.

–Camarada, ¿cómo le va? –expresa, sin aire como un enfermo de asma que precisa urgente ese aparato que da oxígeno. Es la impericia de no realizar actividad física y deportiva que pesa en los cuarenta años.

–¡Muy bien! Un poco confundido.

–Aquí a veinte metros tenemos un buen lugar para platicar, invito el café, mi amigo, tenemos mucho para conversar y cuando le digo de conversar le hablo de ciertas cuestiones irrisibles, fuera de contexto normal. Una confusión como la suya.

Es ahí donde me reí con ironía. Estábamos en medio de un círculo, sin poder salir. Un país lleno de magia, una ciudad llena de magia como expresó Alberto Caeiro.

–Ja, ja, ja, mi buen colega, esto recién comienza. Es un fruto para madurar. Todavía no es hora de comer la deliciosa pulpa que nos trae.

–Qué quiere decir, camarada –objeta el portugués.

–Alberto Caeiro, Bernardo Soares, y otros, mi amigo, solo eso.

–¡Ricardo! –me comenta el portugués.

–Y todos a un solo hombre para localizar: Antonio Moura, Antonio Mora, quien sea.

–Ya tenemos descifrada la ubicación del tal Antonio. Pasado el atardecer.

–Perfecto y déjeme contarle, camarada –me dice don José– , que años en

adelante esto se convertirá en una historia, y será una gran historia. La mejor de todas

–No lo dudo, mi amigo, no lo dudo.

Entramos a otro sucucho de Lisboa, otro bar. A Dulcinea. Nos sentamos en la mesa del medio y allí pedimos al mozo dos cafés, el mío con azúcar y el de mi amigo portugués negro.

Comenzamos desde mi confrontación con Alberto Caeiro y sus palabras andantes en medio de la noche, luego Raphael, hombre al cual ya había mencionado y Bernardo. Él escuchaba atento cada palabra que salía de mi boca y no es de extrañar, ambos vivimos en la misma objetividad material de un mundo físico en el que lo tocamos, lo vemos, oímos, y olemos. Vivimos en la materialidad sustantiva fuera de toda metáfora marxista de los medios de producción. Esta mesa está aquí y la toco. Este vaso, el café que vertieron dentro y lo bebo sin ningún inconveniente. El portugués hizo su pausa y me clarificó que, según Ricardo, Alberto o Bernardo, todos personajes clasificados uno por uno, los sucesos acontecidos son parte de nuestra existencia. Pero dentro de este estado en el que estamos ellos permanecen, viven en él, aunque son solo una ficción. Ellos viven aquí. Forman parte de lo que llamamos animas creadas y controladas por el maestro que cada vez que puede sale de aquel limbo donde está confinado por ese pacto ridículo al cual se sometió y con ello sometió a sus hijos. A sus creaciones condenándolas a estar aquí en la realidad por materializarse y desaparecer al mismo tiempo como fantasmas.

–¿Usted no cree que los personajes de Pessoa tomaron vida propia, y al mismo tiempo siguen siendo parte de Pessoa?

–Lo creo, don José, pero creo otra cosa, según la carta fue un pacto malogrado. Los heterónimos tomaron vida y murieron y sus espíritus están aquí pudiendo materializarse y no lo hacen. O sea son seudoespíritus que no lograron descansar. No llegan a ser fantasmas completamente y entonces se camuflan entre la gente. Como porteros, médicos, bibliotecarios, médium, pastores. Tienen el don de desaparecer por haber muerto y de reaparecer vivos.

–Es ilógico y a la vez increíble, ¿no lo piensa, mi amigo? –replica don José–. Nadie entendería cómo lo logran. Fantasmas que pueden aparecer y desaparecer en la materia misma burlando la cadena de átomos y que al mismo tiempo no son otra cosa paranormal, que conductores de una sola persona la cual no ha podido hacer lo que ellos, y quedó condenada a consolarse con el único síntoma que ese trato le dio: el dolor eterno. Imagine lo que debe ser sentir ese dolor día por día por el resto de la eternidad en medio de la soledad del halo. Intentando con todas

sus fuerzas que alguien aparezca y tenga la certeza y valor suficientes para sacarlo de la condena a la que está sometido.

–Usted cree que podemos –le dije con ánimo de alguna esperanza encontrada por ahí.

–Mi amigo, luego de estos episodios, estamos metidos hasta las narices en el baile. No podemos echarnos atrás. Hay que proseguir con esta empresa, se prolongue el tiempo que se prolongue. ¡Rescatar al poeta, carajo!

–Ja, ja, ja, esas son palabras propias de mi tierra.

–Y es que he aprendido mucho de usted, mi buen amigo. Luego de determinada toda esta trama, ¿qué hará?

–La verdad es que tengo algunas ideas, pero no son fijas, ¿y usted?

–Creo que daré cuerda a mi cabeza. Es hora de construir algo que valga la pena. Una historia. Una novela. Es hora de contar algo que valga la pena.

–Me parece fantástico. ¿Algo tan loco como esto?

–Algo así o más todavía.

Nos reímos, las circunstancias lo pedían y nosotros precisábamos de un poco de risa para calmar tantas quimeras salidas de la nada, con disimulo por supuesto.

–No se preocupe, mi buen amigo, todos los de este bar tal vez no sean más que otros mitos creados y el bar mismo sea un mito.

–Y nosotros seamos mitos.

–Todo parte de la creación del maestro. Una mitología pessoana.

–Así es que forma parte de la humanidad, con una raza de heterónimos, dentro del globo. ¿Con una tierra redonda o plana? No lo sabemos, puede que movida por una base de tortugas. Me gustaba más esa teoría.

–Ahora solo un problema, el tal Pessoa no era hombre a quien le agradaran las dictaduras y las guerras.

–Tal vez Dios las creó para evitar tanta reproducción de seres provenientes de la mente humana. Usted sabe, uno los deja y ellos se reproducen –ríe jocosamente el portugués.

–Es cierto, mi amigo.

Ambos nos quedamos intercambiando placeres convertidos en opiniones, sea de historia, ideología o filosofía y en ella no había más de la verdad de este cosmos que padecemos. Parecía que nos burlábamos constantemente de todo lo vivido, pero al mismo tiempo tomábamos en serio nuestros términos. Nuestro lenguaje era a lo mejor incomprensible para aquellos seres externos porque era la lengua divina de lo surreal. Y esa lengua no puede transmitirse sino para quien la ha vivido. Se dice que las religiones también poseen esa lengua divina. Caída del

cielo, enviada por nuestro todopoderoso Dios a sus seguidores para cuando entrasen en un trance. Una comunicación con él, poder hablar. Manifestarse. Expresarse con pasión y fe. Estas son las claves para poder llegar al juramento, compromiso propio para con el Todopoderoso.

–Sabe, ese fantasma, el guardador de rebaños, me ha llamado la atención, en algunos asuntos propios de mi persona. Me interrogó en aquel sueño de manera incesante. Creo que de algún modo quieren ayudarnos. o el propio maestro en persona por intermedio de ellos o ellos y el poeta. ¿No lo estima de este modo?

–Armando, es que ellos están por ese mismo motivo, sospecho. Para ayudarnos. Esto es mutuo, nosotros a ellos y ellos a nosotros. Un contrato para cumplir. Alguien tiene que aparecer en este momento y decirle los vocablos justos con los que usted pueda entrar en cierto raciocinio. Use su inteligencia escondida, guardada dentro de sí. Libere ese poder que posee y tome al mundo con sus manos. Esa es toda la historia que hay que decir. Prescinda de ese malestar que escapa de su inseguridad, de sus temores y miedos. Deje su empleo chato y busque otro que le otorgue el placer de tener un poco de dignidad, viaje si es lo que desea, bese a la chica que quiere, sea en el lugar que sea. Atreverse dando el primer paso es un indicio. Revelación de lo que vendrá. Y le aseguro que será lo mejor, porque es lo que queremos. Lo que tanto piden nuestras mentes y almas. Somos un símbolo de lucha. No solo por una ideología, sino por una pasión. Vaya entonces por aquello que tanto añora, vaya porque, si no, ganará el olvido y quedará guardado en su interior como una bandera blanca de rendición, ante la pérdida de una batalla y luego la guerra. De repente advertí la necesidad de mencionar estos términos, ¿será la influencia de Ricardo?

–Gracias, usted es un gran amigo, don José. De los pocos que he tenido. En mi tierra solo tengo uno, y somos muy diferentes. Rodolfo, un luchador implacable de la libertad e ideología. Él es periodista y comunista. Espero que todo siga bien en mi tierra. Uno deja su hogar y cuando vuelve todo está como cambiado de lugar, los muebles, las paredes, los pastos, las personas, las doctrinas.

–Usted es una gran persona, y sepa que aquí en esta tierra tiene un amigo. Alguien en quien confiar. La amistad, mi querido, es tener un espejo y verse a uno mismo en un reflejo tal cual es desde que del vientre fue despedido llorando por recibir el peso de lo que vendrá. Verse de la misma manera que nos vemos nosotros. Si lloramos, lloramos los dos, si reímos los dos, si sonreímos, sonreímos los dos. Inflamos el pecho los dos y nos llenamos de ese júbilo. Todo en uno solo. Esa es la amistad, tener a tu doble enfrente de ti y saber que eres tú mismo

con tus mismas mañas e inquietudes y poder conversarlas con tanta claridad que sentirás que eres tú mismo.

–Lo estimo, mi amigo, por sus palabras.

–Y esta patria, don Armando, si es que puedo llamarlo don Armando. Esta tierra es parte de usted. Usted es parte de Lisboa, de Portugal. Y habrá que festejar cuando todo este periplo termine, ¿qué le parece? No puede cruzar el Atlántico sin una última celebración.

–Claro que no, habrá celebración en el mismo bar que nos vio juntarnos para tomar una botella de ginjinha.

–Así se habla y ahora qué le parece si vamos por ese ser humano, el tal Antonio.

–Vamos por él entonces.

–Rua Garret, Duas igrejas.

–¡Perfecto!

Pagamos la cuenta del bar la Dulcinea. Nombre extraído de aquel brillante libro de Cervantes. Parecíamos como un don Quijote y Sancho Panza enfrentando a los molinos. Vamos Sancho, me dice don José (don Quijote) y me acordé de la famosa frase del libro de Cervantes que dice: por la libertad, y como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida… y salimos del bar hasta dar con la Rua Heliodoro Salgado. Caminamos lo suficiente para tratar de no ser vistos por policías ni por el hombre de sombrero, saco, bigote que fumaba su tabaco. Que por cierto no apareció para nada y ya eso era un alivio para nosotros que estábamos ahí en un paso certero de llegar al tal Antonio.

Don José extendió la mano y paró un taxi. Como recomendación era mejor ir en taxi. La Rua Garret quedaba justo cerca de A Brasileira, aquel lugar mítico donde don Fernando Pessoa pasaba sus tardes.

El chofer comenzó con un par de vueltas confusas en su taxi. Primera a la derecha, izquierda, retomó en una diagonal. Siempre en sentido de poder escapar a la cantidad de transeúntes. Hablaba con don José, mientras me dedicaba a escudriñar el paisaje de las casas, y las calles. Este le comentaba al conductor, taxista de bigote ancho, pelo semicorto, hombre gordo de cincuenta años, que sería de la región de Oporto, de cómo había crecido la ciudad. El taxista mencionaba que Oporto también estaba muy bella, que quería volver, ya que toda su familia estaba allá, solo que por cuestiones económicas era mejor trabajar en Lisboa.

Eso también era una moneda corriente en el país, el hecho de tener políticas económicas corruptas y al mismo tiempo dictatoriales no producía más que desazón en la población local que todos los días se levantaba a ganarse el pan de

cada día como lo decía la Biblia. Te ganarás el pan con el sudor de tu frente. Entonces no era justo que los impuestos aumentaran como producto de una mala economía y de una inflación que crecía hasta las nubes.

Al escucharlos no pude evitar pensar mucho en mi país y su larga lista de desgracias, desde tiempos coloniales. Guerra civil entre mandos diferentes. Luego lucha de décadas infames entre oligarcas y socialistas. Rurales y estancieros. Golpe tras golpe. En un Estado deficitario. Ni siquiera con el mismo Keynes implantando sus ideas en el mundo nuestro Estado logró salir adelante.

La verdad es que terminamos resignándonos como un grupo de ratones en una jaula para experimentos, y eso es lo más terrible. Pero los tiempos cambiarán, de eso estoy seguro. No sabemos cuándo ni cómo, pero eso lo dirá el futuro. Ahora me pierdo en el paisaje. Don José sigue su charla amena con el taxista, que le indica que es mejor doblar por otra calle, ya que la Rua Garret está colmada de personas, turistas, comerciantes, estudiantes y todo lo que se parezca a un ser humano. Asentimos a la sugerencia de nuestro colega taxista. Luego de muchas vueltas nos dejó cerca de una intersección por la rua Antonio Maria Cardozo. No bajamos en esa calle. Y caminamos un poco para retomar.

–Sabe, don José, creo que tengo el mapa de Lisboa en mi cabeza, conozco todas las calles y de tanto ir y venir. Podría hasta dedicarme a ser un guía de turismo,

¿usted no cree?

–Mi amigo, lo que usted desee Lisboa se lo dará.

–¿Tan mal está la economía en el país?

–No es que sea mala. La política de Salazar es obra de dictadores. Usted que cree que un dictador puede dar al pueblo.

–La verdad no mucho.

–¿Por eso podemos decir que con la violencia se llega a algo?, dígame.

–No, la violencia no. Pero recuerdo unas palabras del general Juan Manuel de Rosas. Quien fue gobernador de la llamada Confederación Argentina que explicaba que cuando se está rodeado de enemigos la violencia es la única manera de llegar a restablecer el orden y la seguridad. Me quedo dubitativo a saber si la verdadera forma de evitar una catástrofe y levantar un país es la violencia contra el enemigo. Y levantó una campaña antes de su ingreso al poder. Otros tantos han armado su fortaleza bajo estas mismas palabras.

–No, hombre, cómo puede mencionar que la violencia es un género viable para establecer el orden. ¿Cómo le fue al tal Rosas, el tal dictador o tirano? Sabe muy bien que la violencia engendrada para un centralismo conlleva poder y el poder

miseria. Robespierre lo sabía muy bien y así la igualdad, libertad y fraternidad se transformó en pesadilla de miles de franceses. Piénselo, mi amigo.

–Ciertamente coincido. Para resumirle quizás tenga razón en sus dichos. No le fue muy bien sobre el final. Pero se mantuvo casi veintidós años en el poder. Tuvo una buena campaña de Gobierno en un primer momento y la segunda etapa luego de años le fue mal. Fue vencido por errores tácticos, en la llamada batalla de Caseros por parte de las fuerzas del general Urquiza, aquel que fue hombre de confianza de él, e influenciado por terceros. Pero tuvo un régimen de violencia extrema con los unitarios, el Partido Conservador, y era este del Partido Federal. Creo que hasta podría mencionar que ante la muerte de un coronel llamado Manuel Dorrego por manos de Juan G. Lavalle, un fusilamiento ante la libre influencia de fuerzas externas dio lugar a la contienda. Un estallido de olas de persecuciones unitarias y el federalismo retomó nuevamente el poder. Vencieron a los últimos unitarios: el general Paz (atrapado en una suerte de emboscada por un soldado de Estanislao López), Lavalle (sitiado en Buenos Aires por Rosas) y Lamadrid (batalla de Ciudadela por Quiroga en el norte) y poco a poco fueron exiliados todos los caudillos y e intelectuales. Esa es la historia, tras una revolución en diciembre de 1829, la cual Rosas adquirió el poder como gobernador de Buenos Aires, honrándose con el título de restaurador de las leyes e instituciones de la provincia. Así de simple se forma un país. Sepa que así son las cosas con las revoluciones y dictaduras. Los federales querían un país determinado y los unitarios otro. Con batallas y persecuciones que Esteban Echeverría cantaría con tinta y papel en su libro El matadero. Debe leerlo, ¡sabe! Como le conté con Urquiza, los unitarios volvieron para retomar la batalla. En 1852 se pone fin a la carrera del llamado dictador. Al exilio o el fusilamiento, los perdedores deben elegir, y en sus palabras Rosas decía: … Creen que soy federal; no, señor, no soy de partido alguno sino de la Patria... En fin, todo lo que yo quiero es evitar males y restablecer las instituciones, pero siento que me hayan traído a este puesto.

Estas eran las palabras del hombre que dominó por un largo tiempo la

Argentina. Creo que, si no fuera por ese deseo de poder, este hombre y otros hubieran dado algo notable al país.

–Era un dictador, mi amigo, ¡por lo que me dice! –contesta enojado el portugués–. ¿Qué puede ofrecer un dictador? ¿Una nación con su propio credo?

¿Eso?

–No lo puedo asegurar. Con certeza no sabría cómo decirle. Ni unitario, ni federal, solo un hombre estratega en política y un régimen que propició. Tenía

una sombra de su mismo partido. Otro caudillo llamado Juan Facundo Quiroga, quien empezó esta película ante las miserias de Buenos Aires contra el Litoral, queriendo negociar las tierras y mineras que desde los llanos se veían y arrancó las batallas en nombre del federalismo con su caballo el moro. El bucéfalo de Alejandro, o el bruto de Julio César. El moro es tan veloz y valiente como el corcel de Philotas y tan sagrado y magnífico como el de Calígula. Daba los consejos con el lenguaje de la naturaleza, a su montaraz que se decía tenía el poder de anticipar mentalmente el pensamiento. Sabemos bien que un caballo es aliado de la gloria y compañero salvador en la derrota. Ese era el moro transmitiendo una predilección supersticiosa de la batalla como una vez que no se dejó montar y Quiroga fue vencido por Paz. Como una adivinanza parecida a los caballos del César antes de cruzar el Rubicón y pronunciar su famosa frase alea jacta est. A él la suerte le fue favorable. A este relato le podemos sumar más superstición con su guardia personal, un grupo de guerreros llamados capiangos, mitad hombre, mitad bestia, como contaba Paz en sus memorias. Tan misteriosa es la historia y rica en fábulas y mitologías que hasta estos hechos ocurren, y encanta recordarlos, pero no me quiero desviar con microrrelatos de dos hombres. El tal Rosas era dictador sí, y Quiroga quería una Constitución que de una vez por todas pusiera el país en orden. Rosas como todo dictador se rehusaba con el argumento de que todavía no era prudente. Y aquí pienso, ¿no?, que si una nación no tiene los medios para formarse como país es viable tener un papel que plasme derechos. ¡Creo que sí!, pues de alguna manera tenemos que organizar un sistema de democracia y no como un pater familias monárquico. ¡Hay que madurar! Decían en aquellos tiempos. La madurez la da el tiempo. Y mientras tanto ponerle freno a Francia e Inglaterra, que eran comerciantes que disponían de las resoluciones finales. De algo estoy seguro de ese federalismo, tenían al margen a los verdaderos dictadores, cuando eran dictador político uno y caudillo dictador el otro. Los intolerantes, los grandes oligarcas, la aristocracia, la burguesía, los monarcas, los empresarios, los medios de comunicación. Ahí los tiene, manipuladores, y mueren en militares. ¿Eran dictadores quienes defienden los intereses de un país? ¡Ni usted, ni yo lo sabemos! ¿Entonces quién es malo y quién es bueno? Dígamelo usted que vive en un país arrollado por una dictadura, cuyo vecino también, cuyos países que se acercan sufrieron una de las mayores guerras de la historia.

–Dictadores son dictadores –replica el portugués–. Son tiranos y punto.

–Vea, un país que fue contaminado por otra clase de demonios merece que con una mano férrea lo restablezcan. Eran esos que ejercían la dictadura desde los

capitales extranjeros los que deberían haber sido expulsados; esos que querían el poder para sí mismos. ¿Me explico? Hay miles de caudillos, señores, plebeyos, ricos y pobres, y perdone mi orgullosa manera de retratar a hombres como Rosas, San Martín, Belgrano, Dorrego mismo, Lavalle, Lamadrid, Paz, al mencionado Juan F. Quiroga, Güemes, Pringles y otros tantos. Una vez en una clase nos dieron una carta de caudillo a caudillo y en unas palabras célebres se exponía un fragmento interesante que decía: … la sangre se vierte ahora es verdad, se verterá acaso infinito, pero el mundo imparcial y la severa historia dará la justicia al que tenga entre los que intentan dominar, y los que pelean por no ser esclavos. Hay que pelear una vez con todas las fuerzas para no pelear toda una vida. El verdadero hombre es aquel que lucha por una soberanía. Un credo, ¿no lo cree? El general San Martín, otro personaje de la historia del país que le menciono, cruzó una cordillera en pleno invierno con un grupo de soldados para marcar un camino en la contienda de los realistas españoles. A pesar de las disputas lo hizo con un grupo de inexpertos soldados y se lanzó como Aníbal de Cartago a los Alpes a enfrentar a nuestros romanos. Vamos al corazón del enemigo. Ahí es el sitio que guarda su fuerza. Y expulsó a las milicias realistas, citaba algo muy cierto… Cuando la patria está en peligro, todo está permitido, excepto, no defenderla. Avala estas palabras mi sentido de que, si uno impone un sistema dictatorial contra los suyos, enemigos de la nación. ¿No le parece bien? Aquí no se reconocen títulos, sino gloria. Y no hay dictador como el César en ningún sentido. Y no hay traición como la de Bruto en aquel idus de marzo. Cuídate, César, aunque sueñes que te matarán, sabes que se hará realidad. Y ocurrió por los propios traidores de la república. ¿Me entiende ahora? Todo lo contrario, son fascistas aquellos que influyen, en nombre de otros por complot de intereses ajenos, o propios. Senado romano, unitarios, vendedores de un país. No se puede culpar a quien intenta la libertad, la soberanía, como Rosas que estaba de acuerdo con una política de unificar desde el norte al sur si eso trajera el orden.

–¿Ahora usted me habla de esos caudillos, mi amigo? Y veo perfecto en todas sus glorias defender una nación contra el invasor extranjero y contra invasores nacionales. Me habla de dos paradigmas diferentes. ¡Un defensor de la libertad y un tirano! ¿Usan la guerra como excusa y un desquiciado nos termina dominando. Matando no solo en cuerpo, ¡sino en mente! ¡Matan la cultura, la raza y la etnia! Pero admiro sus expresiones. Hay un tanto de razón. Pero el hecho de vivir con una restricción de libertad me ha vuelto parco y obtuso hacia la temible palabra dictador. Y hay un precio que se paga por tanto barullo impuesto.

–El precio del orden, mi amigo, el orden. Al precio de guardar un poco de paz. Ese libertador y este tirano peleaban para el mismo bando. Tenían el mismo sentido. El orden.

–¿El orden dubitativo? Paz, ¿qué paz? Explíquese bien. Esa sagacidad de querer contar los hechos abre un abanico de interrogantes que me gustaría que me pudiera de forma clara explayar por fases de tiempo.

–Sí, ¡el orden! El orden a veces se gana a la fuerza y como muchos otros, a los que llamaré infames, usaron su nombre y el de otros. Porque también teníamos desalmados que querían el poder que influenciaban como aquel Senado romano a los verdaderos héroes a quienes enviaban al matadero. Prefiero no nombrarlos para no subir mi furia, mi amigo. Y cada uno de los hombres a los cuales hice mención lleva un respeto. Recuerdo. Le contaré otra historia de caudillos si gusta. Ya le di un panorama que no fue de su agrado.

–La verdad, para nada, mi amigo. Pero lo aprecio en algún sentido a ese dictador. Tendría poder de personalidad y decisión.

–Pues vea que el general Rosas, como le dije, puso freno a esos intolerantes que quieren el pastel para ellos y proclamarse únicos líderes tanto en lo político como lo económico. Le contaré, mi buen amigo, cuando mi profesor de Historia nos relataba leyendas de ellos. Creíamos en héroes. Leyendas vivas que buscaban el orden en el desorden porque no hay tranquilidad sin caos…, pero había otras narraciones porque dictadores los hay no solo con la espada, sino con las palabras como le vengo expresando.

–La palabra, ¿y el poder económico–político? Y el caos predomina ante dos serenas ecuaciones matemáticas. Una fórmula tan simple para quien la domine en su desesperado afán de obtener y ser parte de la cima de la pirámide en la cual la injusticia yace en la parte más honda. Un sitio desolado en el cual se esconde al pueblo.

–¡Ambos! Y si de pueblo se habla las voces nunca serán escuchadas y aquella vez reinaban épocas de conspiraciones. Los franceses querían intentar una suerte de colonialismo. Y bloquearon el puerto de Buenos Aires. Montevideo, ciudad de la República del Uruguay que estaba cargada de armas en ella. El poder de la monarquía francesa se hacía notar. Pero ocurre que Rosas estaba bien preparado y estos galos les temían a los gauchos de color rojo a los que miraban en el puerto. Y entonces aprovecharon influencias y las guerras civiles con los unitarios, el partido de coalición contrario al régimen. Alberdi y Florencio Varela convencieron a Juan Lavalle, la espada sin cabeza como le decían por ser un

hombre de lo más aguerrido, y de lo más ingenuo. Aquí hago un paréntesis histórico.

–Permítame decirle que, si un hombre es osado, muy difícilmente puede ser engañado. Solo existe el interés. Para tontos estamos quienes creemos en la personalidad de quien quiere detentar el poder con bellas retóricas que no son otra cosa que falacias ad populum, en un sentido democrático o con la fuerza de las armas. El poder siempre está dentro de quien lo detenta o intenta detentar.

–Posiblemente, camarada. El fuero interno del humano es muy complejo en su mente. Y lo era, como le dije, un ingenuo. Pero le contaré esa historia. Mucho tiempo antes existía otro personaje que ya he expuesto. El coronel Dorrego. Hombre del Partido Federal, el mismo partido de Rosas. Hablaba en voz del pueblo. Un socialista de la época. Era a diferencia de Lavalle, la espada sin voz, relegado. Y era un estratega ejemplar que llevó su espada durante varias batallas hasta expulsar a los realistas españoles en el norte del país con el llamado grupo de cazadores de la cuadrilla del regimiento de Belgrano. Podría nombrar otras tareas como un plan para secuestrar al emperador Pedro I de Brasil con ayuda de mercenarios alemanes e irlandeses, puntos que le darían el apodo de loco, por ejemplo. El hombre murió fusilado ante una última voluntad de que la patria no derrame más sangre. Y Rosas le daría los honores siendo la nueva voz. ¿Cuál es la diferencia? Que uno utilizaba la fuerza y una violencia contra el enemigo.

–¿O sea que por no utilizar la violencia terminó fusilado? –justifica don José–.

¡Según usted el uso de la fuerza hace a los resultados!

–Por eso quería nombrar este punto de la historia. Dorrego cayó por las influencias del embajador de Inglaterra que junto a los capitales privados privó de financiamiento al coronel. Y una noche los llamados dictadores, entre ellos Salvador María del Carril, Valentín Alsina, Varela, Álvarez Thomas (todos individuos contrarios al régimen, influyentes), se reunieron para dar fin al asunto Dorrego y liquidarlo por Lavalle y entre ellos Paz. Ellos, y no otros fueron nombrados. Y tantos más unitarios y federales. Caudillos y dictadores. Dorrego cayó vencido ante el ataque de Lavalle en la batalla de Navarro. El general Rosas le sugiere que huya a Santa Fe, una provincia del país y ahí poder agruparse, pero esa es harina de otro costal. El hecho es que, traicionado por sus subalternos y entregado a Lavalle, Dorrego es fusilado. ¿Ahora me entiende, mi amigo? La historia es fiel a sus acontecimientos. Es por eso por lo que el uso de la fuerza a veces es precisa para acallar a las masas de los que buscan su beneficio, sea psicológicamente o por el uso de las armas.

–¡Guau! Camarada, me deja atónito. Y admito que usted sabe con pasión

expresar los hechos históricos, ¿y luego de liquidado el tal Dorrego?

–Ja, ja. ¿Un poco de sarcasmo? ¿O verdadera admiración? Esta es solo una parte pequeña. Lavalle huye al norte, mientras el brigadier Manuel Oribe promete tomar su cabeza y llevarla a Rosas. Lavalle se suicida se dice, otros hablan de que fue asesinado, por traición, como en una misma suerte que el coronel Dorrego.

–¿Muerto?

–El otro caballo de batalla: José María Paz, quien estaba a la cabeza en la parte litoral del país de combate a combate contra el caudillo federal Estanislao López, cae prisionero en un bosque tras una boleadora de un gaucho montonero al servicio de los hermanos Reynafé, que golpea su corcel. Capturado, es exiliado luego de unos años. Ahora note el ardid malicioso de quienes eran esos hermanos. Los hombres que contratarían a un sicario para asesinar a otro caudillo de renombre al que fue fundador de la lucha por el federalismo que le mencioné, ¿se acuerda? Al salamanquero de las brujerías y de su caballo consejero don Juan F. Quiroga. El hombre fue enviado a mediar más adelante por una contienda entre dos gobernadores y a su vuelta fue emboscado y el final ya estaba dicho. Jamás se supo el porqué de matarlo tan sanguinariamente con un tiro por parte de un despiadado. ¿Un complot?, seguro fue por esa razón. El ingenuo derrotado en una guerra casi imposible fue el títere enviado por otros a ver si podía cambiar el paisaje del lienzo que ya Rosas comenzaba a pintar. Muerto este y otros tantos, los llamados dictadores de palabras tuvieron que pergeñar otro plan. Curioso laberinto de personajes del mando contrario y el mismo mando. Quienes lo mataron eran partícipes de un mismo ideal. Entonces el señor Pessoa me viene a la cabeza con su banquero anarquista cuando dice que el ideal debe profesarse por uno mismo, ya que en grupo estos te avasallan imponiendo poder. Me recuerda la sublevación de esclavos haitianos, y por qué no a la Revolución francesa. No obstante, y para terminar este discurso que le doy con fe, a las llamadas espadas invencibles solo les quedó la fidelidad de sus nombres. Los hombres al final de cuentas son manipulados por demonios para vencer dictadores. Dictadores intelectuales contra otra clase de dictadores que buscan restablecer el orden. Y en el medio los tontos que no saben qué hacer ante tal situación. Al final, mi amigo, los honorables de la patria pierden el juego. Esta es la historia que deseaba contarle. Un pequeño resumen, mi amigo, de héroes e ingenuos. De poderosos y miserables. Desde entonces esta nación de la que le hablé tendrá innumerables sucesos dictatoriales. Décadas infames, golpes de Estado.

Don José se queda pensativo, muy pensativo, tocándose con la mano el mentón:

–Interesante resumen histórico, don Armando. Y lo respeto mucho. Es mejor a veces callar y no nombrar a los infames. Los traidores. Esas alimañas que no merecen más que el exilio de un desierto saharaense, o una Siberia rusa, por no decir otra barbaridad. La verdad, usted sabe mucho de historia. Podría prestarle un libro de historia de Portugal. Verá las similitudes. Como la historia del caudillo lusitano Viriato y ahora déjeme que yo le cuente un poco. Nunca es innecesario un poco de información de quien luchó contra las hordas romanas. Para orientarlo en esta etapa, mi amigo. Roma como usted al ser historiador sabe, tenía una política expansionista y ocurrió que a la llegada a la península ibérica nuestros latinos se encontraron con un sinfín de pueblos celtas, íberos, galaicos, cántabros, astures, vetones, y entre ellos nuestros ancestros, los lusitanos. Los romanos se expandieron en Hispania y ante la presentación de este pueblo aguerrido los muy cobardes no tuvieron mejor idea que reunirlos y tenderles una trampa allá por la zona de Galva. Los romanos tenían este estilo, lo hacían con los suyos, sepa la historia de quien fue un hombre valiente y táctico como lo era Publio Cornelio Escipión en africano. Roma lo precisaba para acabar con Aníbal de Cartago y lo logró o Aecio para acabar con Atila. Lo mismo aconteció con su historia de esos hombres caudillos. Retomando a Viriato. A partir de ese momento, se inició bajo su liderazgo la llamada guerra de guerrillas contra Cayo Vetilio y los vencieron en una primera batalla cerca de un desfiladero del río Barbesuda. Tuvo varias contiendas, pero el terreno portugués es hostil y a los romanos no les gusta ese estilo de sitios donde puedan luchar cuerpo a cuerpo. Era un Vietnam como se dice para los Estados Unidos. El tal caudillo instaló una guerra de guerrillas y ante una tregua varios de sus hombres, por unas supuestas monedas que Roma les daría, asesinaron a traición a Viriato. Ellos fueron por su paga y Roma los engañó. Ella no paga a traidores. Le ocurrió lo mismo que a ese tal Dorrego, lo mismo que a nuestro señor Jesús, pero volviendo al tema que nos incube sobre la violencia. No le fue bien con la extrema aplicación a nadie que yo sepa en adelante. La violencia, sea psicológica o física, jamás funcionará, pero lo lamentable es quienes pagan el precio de otros por confiar. La confianza es una materia impoluta la cual no a cualquiera debe ofrecerse –objeta don José–. Vea, mi amigo, vea lo ocurrido, no le fue bien al tal Lavalle con esa rabiosa decisión. ¿Qué logró Dorrego? ¿El personaje de Rosas? A todos al final los cuelgan o fusilan en nombre de la ingenuidad o la resignación. O son vencidos. Nuestro pobre Viriato traicionado y cuántos más en esta historia oficial. Si es que la es.

–Sí, todos y cada uno sufrieron por ello. Por eso traje a mención al general

Rosas que utilizó un sistema con su policía secreta. La llamada mazorca que vestían de rojo y degollaban a cualquier opositor. Y eso le concedió título de tirano. ¿Por qué? ¿Por defender el país de chacales y hienas extranjeras y nacionales vendedores de la patria? Lavalle muerto a tiros, ¿o tal vez se suicidó, por la vergüenza que sentía? ¿Dorrego fusilado pidiendo que seamos uno ya que él no podría hacerlo, aunque en su corazón deseaba un país unido? ¿San Martín exiliado luego de ver en lo que se convirtió su utopía al echar a los realistas y un Quiroga con una bala en su cabeza?

–Lo entiendo, ¿pero ve? –replica don José–. Eso es lo que todos los conspiradores del poder hacen. Lo que hicieron con estos hombres. La violencia generalizada; un estigma del pueblo en su férrea ideología y caudillos en búsqueda de opositores. El uso de otros incitándolos al mal empleo de sus fuerzas contra otros y luego ¡paff! Una patada y listo. En este país ocurre lo mismo. Solo violencia generalizada. Uso de métodos arcaicos. Todo para restablecer el orden. ¿Qué orden? Si no hay opositores, y los que continúan solo luchan por un puñado de míseros derechos a ser oídos.

–¡Lo sé!, solo daba un ejemplo de caudillos que actuaron en una época de guerras civiles cruentas donde muchos de ambos bandos luchaban por una patria lamentablemente y aquellos hombres como Rosas usaban la misma táctica que Julio César en Roma o que Filipo de Macedonia o el Ghengis Khan en las estepas asiáticas. La violencia contra sus enemigos. No lo veía errado para erradicar el problema solo que luego no saben cómo proceder. En el caso de Rosas sus políticas económicas terminaron en desastre como muchos. Y era hora de retirarse y allí estaban los verdaderos detentadores de poder esperando su deceso en una batalla con un colega.

–Descuide, mi amigo, le ocurre a todos los políticos e incluso a los dictadores y aquellos que suben a la pirámide de cualquier otra forma. Y digo todos. Pero los dictadores. ¡Ah! Eso si no saben. No saben manejar las arcas del Estado y agotan los recursos. Y solo saben subir los impuestos como medida de salvataje. Son los déspotas a los que se los llama para restablecer el orden y luego dejarlo en su lugar para nuevas elecciones, ¿no cree que no deben ya soltar el cordel y que la democracia nazca? ¿Que ese gobierno de todos se lleve a cabo? Entonces al no existir consenso definitivo, ante la permanencia de estos bravos salvajes no queda otra que la ideología de la masa de un grupo, o de unos. Por manos de la anarquía, el comunismo, el socialismo y quién sabe qué otra forma de pelea contra estos mercenarios canallas mal habidos. Los demás, los que se dejan influenciar, son pobres personas honorables que suben como monigotes de otros.

–Lo sé, hace años tuvimos a un hombre honorable: don Arturo Umberto Illia dentro del Partido Radical (un partido político de la Argentina). No duró lo que un vuelo de pájaro. Asumió una presidencia ante un control de las fuerzas armadas. ¿Sabe lo que hizo? ¡Cometió un delito grave!! Querer anular contratos petrolíferos que Frondizi, otro jerarca de la política, firmó con empresas extranjeras. Y era solo un médico, pero no alcanza. El honor y la honestidad no sirven en este mundo, y un día del año 66 se produjo un nuevo golpe militar en nuestro país. ¿Sabe, don José?, los golpes militares en América son moneda corriente y la verdad está en que el poder lleva a desterrar los mejores deseos de la república. No existe pues en la historia poder que no se haya corrompido. Acaso Robespierre no entró en un estado de locura luego de apoyar el ideal de la libertad, igualdad, y fraternidad.

–Qué mentira, por Dios –se lamenta el portugués–, cuántos han caído en esa revolución: ¿un millón? ¿Dos millones o más?

–No se sabe a ciencia cierta cuántos, muchos han caído y para qué. Todo en nombre de la corrupción y el poder, y luego vendrá un dictador a limpiar el terreno manchado de hambre, y sangre con más sangre. Y surge Napoleón Bonaparte. ¡Un pequeño hombre con ideas grandes y un ejército grande!

–Y al surgir les costó a España y Portugal. La tierra por la que tanto se ha derramado en el río Tajo la sangre de los poros de individuos que ahora deben vagar mirando al río y diciendo a cada uno que observa el rojo del sol fusionarse con las aguas al atardecer. Es aquí donde caí para tal belleza de la que pueden merecer de goce los portugueses hoy.

–Cierto, y con eso un alivio para nosotros, pero cuidado, no quiero decir que esté fuera una ventaja espléndida. Nosotros luchamos nuestra guerra con la colonia española, contra los ingleses, y portugueses para defender tierras. Dimos aviso a todos los seres que amaban esa tierra. Y todos los seres respondieron con aceite hirviendo. En nombre de todos los santos, en nombre de todas las cosas no estamos discutiendo nada de eso ahora. Sino el hecho de que las dictaduras son solo una llave para restablecer y luego se vuelven una droga peligrosa que puede matarte.

–Usted lo ha dicho, mi amigo, descuide. El hombre padece y espera y trabaja en este reino y sus palabras son sugestivas y por algo lo estamos conversando. El tal Napoleón de todas formas tuvo su Waterloo al final.

–Sus palabras me hacen recordar a un amigo y su lucha. Me hacen recordar revoluciones, usted es un célebre Ti Noel carpentiense.

–Soy lector empedernido y no se podía como todo lector escapar a tanto

realismo maravilloso de las revoluciones. Vea, ahí tiene el ejemplo claro de expulsión de colonialismo y dictaduras constantes como en su tierra. Desde los Estados Unidos hasta el sur de su país han dictado la regla de oro de ser, y no ser dominados. Y solo porque somos capaces de libertad y amor seguimos hallando la grandeza. Y vea que la historia es fiel de repetición. Otros como Hitler tuvieron su Stalingrado. Pero sepa que el poder ha llevado a las miserias del mundo. Napoleón, Hitler, Stalin y su despiadado régimen, Mao en China, las revoluciones en África, en Arabia, Sudamérica. El propio Henri Christophe y su loca ciudadela de la Ferriére. Y hasta los hermanos de la libertad: Estados Unidos, Francia o Inglaterra y España con Franco, la Italia de Mussolini y bueno la Argentina con Onganía y Portugal con Salazar. ¿Me explico?. Soy franco en mis palabras de que ellas llegan ante la desesperación de la gente como lo fue en la Alemania de la segunda guerra, en la cual la gente se encontraba en condiciones terribles de hambre y miseria. Y el hambre y la miseria son las armas del diablo con las que un líder surge. Un líder loco. Un orate que quiere sus propias reglas. Que esconde los deseos de la democracia, de la gente, la propia carta magna en un cajón y saca el código marcial.

–Y si se quiere decir más. El poder se expande por el tiempo. Acarrea el mal

uso de la información para confundir a las personas. Las dictaduras sin duda son el mal, pero no por ellas, sino por las personas que la ejercen en su beneficio propio. No debería llegarse al termino de usar una dictadura si un gobierno está totalmente estable. No debería tenerse un ejército con la necesidad de querer restablecer el desorden que un político corrupto creó. ¿No lo ve así?

–Y es aquel punto al que quiero llegar. La dictadura es un medio al cual no debería recurrirse, ya que destruye y va en contra del sistema institucional, solo ante un estado de sitio, de necesidad de urgencia. Llámese si se prefiere fuera civil. Y solo ahí extraordinariamente podría aplicarse para luego retirar ese cargo.

Al escuchar esas palabras aquel colega lusitano se acordó de la vieja historia romana nuevamente. Será que Roma tiene mucho para decir.

–Sabe, don Armando, en Roma este instituto fue muy utilizado. Julio César ante Pompeyo, por ejemplo. Pero lo que menciona se aplica con más vehemencia en el caso de Lucio Quincio Cincinato. Un pastor, granjero, agrario que estaba trabajando una mínima porción de la tierra. Era militar, pero retirado y Roma sufría las tensiones de un pueblo celta muy poderoso. Roma tuvo infinidad de guerras y esta era una de las más cruentas. La batalla contra lo ecuos. Pueblo salvaje y muy belicoso. La cuestión es que Cincinato fue nombrado a restablecer el orden y se le dio los poderes extraordinarios para vencer a los ecuos. Y lo logró.

Ganó la guerra y volvió al Senado, entregó sus poderes y volvió a su tierra. No quería gloria, ni poder ni nada. Se retiró tranquilo a su granja a seguir labrando la tierra que le daba de comer y nada más.

–Impresionante.

–¿Vio? No todos son iguales. Hay contados casos.

–Así es, mi amigo, así es. Ya estamos cerca de las iglesias.

–Sí, me pregunto dónde se presentará este hombre. Creo que de tanto hablar del asunto me he olvidado del tal Antonio Mora o Antonio Moura.

–Yo también, mi amigo, yo también.

–Sabe, la historia nos dice que todos esos hombres a lo mejor son heterónimos creados para un objetivo. ¿O no?

–No creo que el maestro haya sido inmortal, don José –y comencé a reír.

–¡Ja, ja! No, mi amigo. Pero mire, si tuviéramos una función, un objetivo, cada uno de nosotros. Creados por otro no sería sino un proyecto de nuestro señor. Nuestro Dios. Salimos de su cabeza para un objetivo claro. Como de la cabeza del tal poeta.

–¿Lo cree? ¿Es religioso?

–¿Es darwinista? –vuelve su rostro y replica.

–Para nada.

–Pues créalo, amigo –y sonrió con una mueca perseverante.

Nos detuvimos cerca de la iglesia. Era el lugar justo y adecuado para encontrar al Sr. Antonio Moura. Buscamos un banco donde permanecer sentados mientras releíamos un poco los papeles sobre los apuntes que hasta el momento habíamos tomado sobre toda la pesquisa para encontrar al tal Pessoa. Don José, que es más ordenado, poseía una carpeta limpia de datos. Con todo lo relacionado con el asunto. Un organigrama perfecto del maestro con sus heterónimos, como si el mismo Fernando fuera el sol y cada flecha que salía de él era un personaje diferente, y cada uno de estos seres imaginarios era un maestro de profesión de otro. Las flechas más lejanas eran las que llevaban a los más pequeños. Los mayores: Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos y Bernardo Soares. Luego vendrían los llamados personajes menores, otros heterónimos. Se sabe que él guardaba más se cien personas, en su interior mental. Podría crear hasta una ciudad completa con todos los personajes que traía consigo.

Cada uno con una emoción, sentimiento de placer, odio, alegría. Uno serio, el otro alegre, me pregunto cómo será el tal Antonio. El portugués estaba leyendo y con seguridad pensaba lo mismo que yo. De repente vemos pasar a una señorita muy linda y lo codeo con elegancia. Este levanta la cabeza inmediatamente, y me

mira con el gesto de qué está pasando, le señalo con la vista las piernas de la señorita. Este ríe, y me dice:

–Mi amigo, la mujer portuguesa lleva magia, sus piernas son una escalera a la fama. Se lo aseguro.

–Creo que me quedaría en este país, sabe.

–¡Le aseguro fama y fortuna!, y de no ser así, que caiga en las fauces de cancerbero por mis ilusas palabras.

–Creo que la mujer es una bendición. ¿Qué haríamos sin ellas? Uno no puede no vivir sin ellas. Ellas te atrapan como una araña hambrienta y toman todo ese jugo que llevas dentro con un beso apasionado. Te hacen conocer el amor.

–La mujer, mi amigo, es un misterio. El mayor de todos, vea, vea a cada una, son perfectas. Flacas, gordas, piernas largas, cortas, nariz grande, pequeña, ojos verdes, claros o café; pelo castaño, rubio, morenas, blancas, amarillas. No importa cómo sean. Son perfectas las mire por donde las mire en su exterior. Y luego su interior guarda la sinceridad del ángel enviado por Dios a la tierra. ¿Y lo mejor sabe qué es, mi amigo?

–¿Qué es?

–Que ellas al final te dan el tesoro que pides. Y con eso eres el hombre más afortunado de la tierra. Al final obtienes lo que te dan. Luego vendrán otras cuestiones, pero eso es otra historia. Ahora solo podemos admirarlas sea de cerca o de lejos. No es por nada que la Venus dio vida. No llegó por algo. Y el respeto que merecen es único e irrefutable porque sin ellas nosotros no somos nada. No estaríamos aquí hablando, charlando, compartiendo buenos momentos. Es a ellas a quienes debemos la vida, sea el rol de madres, hermanas, amigas, novias, comprometidas, esposas, amantes, prostitutas o amas de casa lo que sea. Todas tienen mi respeto y mi cariño incondicional. Le dije que soy divorciado, y a pesar de ello mi ex mujer es grandiosa, tiene el temple de un soldado, firme en la noche vigilando, la fuerza de un huracán que arrasa con todo y al mismo tiempo de un junco que se dobla ante la violencia del mismo poder sin quebrarse, y aguantar los que se aproxime. Tiene el valor de criar a nuestros hijos y darles lo mejor cuando estoy ausente y esto que le explico también viene a mis otras novias, a mi santa madre, y mi santa abuela. Como si un poder interno que llevan las hace salir adelante sin miedo. A veces pienso que me gustaría tener ese valor, esa voluntad de romper cadenas de opresión. De levantarse y seguir batallando hasta terminar victoriosa en la guerra. Ojalá nosotros tuviéramos esa dádiva que ellas poseen.

–Es que ellas están acostumbradas a volverse fuertes desde un principio. Desde

los albores de la historia ellas llevaban las riendas de una sociedad matriarcal. Los lobos, la manada, tienen un líder. Una loba que vigila que todo esté en orden. Cuando tienen una cría luchan hasta el final por defenderla y darle el alimento preciso. En la historia Juana de Arco, que llevó a los franceses a la victoria; Emilia Pardo Bazán, la escritora española; Marie Curie, pionera de la radioactividad; Mata Hari, la dama espía; la propia Frida Kahlo, y su arte; Virginia Woolf la escritora, y puedo nombrar en mi tierra a las damas de honor de la política, de los años 50 con una Eva Perón, y la milicia de Juana Azurduy,

quien luchó en la colonia como una guerrera celta. Hay tantas que no sabría qué de–cPiro.r eso lo digo, mi amigo, ellas son un tesoro de las que no sabemos descifrar su código. No cuesta comprender muchas cosas y entre todas esas a las mujeres. Cada una especial a su manera, con un sabor y un deseo diferente. Que vivan las mujeres, mi amigo. Que vivan por siempre.

–Que vivan, mi camarada.

Nos quedamos parte de la tarde viendo ir y venir a cada dama que pasaba por aquí, por allá. De una cuadra a otra. Del lado izquierdo al lado derecho y en un ir y venir. Alguna que otra intrépida nos sonreía y nosotros como buenos caballeros devolvíamos los encantos con cumplidos apreciables y de respeto que merecen por el solo hecho de pasar y sonreír. Es un regalo la sonrisa. Un privilegio que pocos pueden obtener y nosotros los teníamos por el hecho de estar allí observándolas. La sonrisa, el regalo que Dios otorgó a los humanos para hacer un tanto tolerable la instancia terrenal.

Continuamos nuestra espera. En aquel banco hablando de muchas cosas, habíamos tocado todo tipo de temas especiales. Era un baúl de temas. Solo cuestión de tomar uno, y soltar la lengua para conversar como dos amigos de toda la vida, pero también como dos intelectuales de un siglo controvertido. Esto es lo que hace generosa la socialización de los humanos, cuando encontramos al fin con quién poder tener el privilegio de comunicarnos. Como decía el portugués, verse como un espejo a sí mismo. Reflejar los propios sentimientos que uno tiene hacia otro y que estos sean devueltos con empatía. Sinónimo de ponerse en el lugar del otro. Esto como proceso de pronoia, ese poder de llevar y ver el mundo conspirar de manera positiva con nosotros y nosotros con el mundo.

Y ahí estábamos dos amigos insumidos en la aventura de encontrar a quien nos llevara con el maestro. Ese hombre loco que escapó años atrás de un hospicio y que tiene la clave para llegar a él. Clave que otros personajes no pueden dar, producto del pacto que don Pessoa firmó por desgracia de él y de ellos que ahora

caminan entre los nuestros, parte humana, parte fantasma. Parte sentir parte, vivir, parte en parte y parte en todo.

Pidiendo ayuda a dos hombres para dar por terminada con la llamada maldición pessoana. Y me pregunto qué pasará luego si esto termina bien. ¿Existirá tal poema?, y si no, no pasará nada, ¿y si existe? El mundo cambiará, tendrá las llaves para los males, o será una caja de Pandora que se abra y todo sea peor hasta dar con el fin del mundo. El fantasma de Pessoa aparecerá ¿y qué nos dirá? ¿Qué ocurrirá? La incertidumbre de jugar con fuerzas desconocidas lleva a uno a pensar que se está metiendo en terrenos desconocidos. Con fuerzas que uno no comprende bien en realidad.

A mi colega lo veo muy tranquilo y respecto del asunto del poema no dice nada.

–¿Qué piensa sobre el poema de Pessoa?

–No pienso mucho, mi amigo.

–¿Por qué?

–Ricardo no lo ha nombrado, ¿acaso los demás sí?

–No, para nada.

–Entonces puede que no exista. Que solo sea un invento.

–Ellos solo piensan en liberarse.

–Sí. Ahora creo que si existiera debemos dejarlo ahí. No podemos manejar lo que no entendemos. ¿Qué pasaría si tuviera en sus manos el arca pedida?

–Seguro la abriría.

–Y revelaría los poderes extraños contra la voluntad de Dios.

–Tal vez, si no fuera por el misterio, no estaría aquí con usted ahora.

–Jaque mate, mi amigo, es verdad. Pero no creo que deba ser leído. Algo me dice que debe morir con Pessoa de una vez por todas.

–¿Y si mejoramos el mundo con él?

–¿Y si lo empeoramos? ¿La teoría de Einstein ha mejorado el mundo?

–Sí.

–¿Con la bomba atómica? Mi amigo, el ser humano no está preparado para recibir un poder. Este se corrompe. Ya hemos hablado de lo que produce la codicia.

–Jaque mate, mi amigo. Tiene razón ahí.

–Gracias, pero no es por narcisista que me alegra tener la razón, sino hacer saber que el hombre es intolerante, violento, codicioso y este poder en malas manos llevaría a nuestro fin. Y no quiero eso, sino mejorar las cosas. Aunque me vuelva pesimista a veces por un mundo pésimo.

–Es verdad. Ya sabremos qué hacer.

Ambos nos dimos la mano. Y esperamos nuevamente. El sol ante la caída de la tarde se rehusaba al retiro. A pesar de todo se ponía.

Del ir y venir esperamos sentados. Una iglesia de tipo cristiana católica. Puerta grande de tres entradas. Algunos fieles ingresaban y otros salían de la misa que había terminado. No duran más de una hora. Y el silencio es el rezo de los fieles en la sala principal. Una puerta que conduce a una capilla menor a nuestra Virgen María. Otra puerta a la alcoba de la cocina, baños. Una escalera al último piso del campanario. Y otra puerta escondida a un subterráneo. Tal vez para custodiar los infiernos. Que ni Astaroth, ni Baal, ni Asmodeo desciendan del hades con su insoportable séquito de lacayos, aunque deben haber cavado algún túnel, por lo que se vive y nos queda la acción fiel de luchar con ese mal. Nuestro hombre no debía ir a misa solo para quedarse en las cercanías de las afueras del edificio sacro. La iglesia se llama Nossa Senhora dos Mártires. Su arquitectura tiene contornos básicos, fue construida en tres cuerpos, con tres ventanas luminosas, y en el techo se destaca la pintura de la Santísima Trinidad. Fue mandada a construir por el rey Alfonso Henriques y levantada en 1147 en un principio en Monte Fragoso. Con una antigüedad de respetar, restaurada en varias oportunidades, en 1476, 1598 y 1603. Su sede mantenía bajo sus tierras los cuerpos de las muertes cruzadas dada por los ingleses. Ante un terremoto en 1755, quedó completamente destruida, lo que hizo que en 1769 Reinaldo Manuel dos Santos la trasladara a la Rua Garret para que nosotros hoy, en este día de nuestro año calendario gregoriano, podamos encontrar al hombre que nos llevará al maestro.

Una señora está sentada en el sector derecho de las escalinatas. Para ser específico, en el tercer escalón. Espera impaciente que las limosnas lleguen. Es una anciana de ochenta años, con un pañuelo negro en su cabeza al estilo gitano, por sus rasgos posiblemente de origen búlgaro. Don José se levanta del asiento y me dice que ya vuelve, no tardará mucho. Camina hasta donde se encuentra la mujer, se acerca a ella y mete su mano en el bolsillo de su pantalón. Saca unos escudos. No mucho, pero lo suficiente para que la mujer tenga un plato de comida.

–Dios lo bendiga, señor –manifiesta con la cabeza gacha la anciana que no levanta la mirada por la vergüenza del diezmo.

Este asiente los agradecimientos.

La mujer seguía ahí con su mirada direccionada al suelo de la base de una escalera de concreto. La cuarta base y cada transeúnte que pasaba dejaba algo. El que iba y venía dejaba unas monedas, algunos hacían el movimiento de la cruz.

Mientras las campanas grandes dedicadas a la virgen señalaban la llegada del anochecer para la reencarnación de Cristo y daban rienda suelta a sus sonidos celestiales, marcando el horario de oír la palabra de Dios, orar y alabarlo.

–Muchos fieles se acercan. ¿Vendrá?

El portugués no me contesta, se queda fijo mirando el infinito del ir y venir en la iglesia.

Más fieles concurren. Con paso reservado, calmados por la paz que el edificio les da. Poca velocidad por ingresar. Un joven no mayor de treinta y tres años camina. Hasta la iglesia. Rubio, hombros encogidos y manos en los bolsillos. Los fieles ingresan. Parece uno de ellos, pero se queda observando los contornos de la fachada y luego se sienta en la escalinata del lado izquierdo, observa el edificio de enfrente y mueve la cabeza como contando una por una las ventanas de aquella criatura artificial que come personas y bienes materiales. Se queda y sigue contando. Tiene un pantalón marrón, zapatos y una camisa blanca. Un poco de barba rubia, con el tono amarillo de la falta que requiere afeitarse. Parece un hombre nórdico por decirlo así, pero es de sangre portuguesa. De Lisboa. Sigue con los hombros encogidos y ahora mira el suelo y toma sus manos. Se queda unos instantes y vuelve a mirar el edificio, hasta dar con lo más alto del cielo. La mujer anciana sigue mientras con su cabeza gacha permanece esperando que llegasen de sus plegarias otras bendiciones de la buena gente que prosigue su andar.

El hombre de camisa blanca y pantalones ahora mueve sus zapatos tocando suavemente el suelo de la escalera como inquieto. Nos observa fijamente. Don José se percata de esto. Y comienza a devolverle la mirada fijamente como francotirador de la segunda guerra, dispuesto a dar en el blanco. No obstante, permanezco distraído con otras inquietudes, al sacar mis anotaciones sobre lo recorrido en Lisboa hasta el momento. El portugués, hombre bastante perspicaz, sigue observando, estaba más espabilado que de costumbre. Ahora me codea despacio, lo miro como quien no entiende bien, ya que me encontraba absorto en mi lectura.

–Mi amigo, creo que tenemos al tal Antonio Moura, o Antonio Mora –cree agudizando su visión mi amigo lusitano.

–¿Dónde? ¿cómo?

–Vea ese hombre de pelo rubio sentado allá.

–¿Será él? Un joven espera, recordé de inmediato. ¡Es él! Hay seres a los cuales el tiempo solo les da experiencia, no vejez.

–Posiblemente no perdemos nada con caminar a él y preguntarle su nombre y

qué hace.

–¿Pensará que somos policías?

–Todo el mundo lo piensa. Cuando se entra a observar personas, estas toman la idea de que uno es detective o agente de Salazar.

–Es la caída del atardecer, debe ser él entonces.

–Vamos y despejemos esa duda que nos invade.

–Perfecto.

Nos levantamos del asiento que daba enfrente de la iglesia. Al mismo paso fuimos a interceptar al hombre rubio, nuestro supuesto hombre Antonio Moura, ya no le diremos más Antonio Mora para resguardar su identidad verdadera de portugués de Lisboa.

El hombre estaba distraído visualizando unos pájaros volando por los cielos. Ni se percató de que dos personas, una de treinta y pico de años y otra de cuarenta, lo estaban por abordar de manera simple como si fueran policías.

Al llegar lo miramos, el hombre bajó la mirada y nos observó. ¿Cómo empezar una charla? De aquí en adelante se produce un impase en donde el emisor quiere expresar algo y el receptor espera lo que no sabe que ocurrirá, invadiendo a este un miedo que su mente crea.

El hombre nos mira ya con desprecio y temor. Un raro interés le despertamos como si fuéramos envidados del dictador, no de Salazar, sino del mismísimo demonio.

Se incorpora rápido y se echa para atrás.

–¿Quiénes son ustedes? –le dice con temor a los engendros que iban a su rumbo desdeñando.

–Disculpe, ¿señor Moura? ¿Antonio Moura?

–¿Qué? ¿Cómo sabe mi nombre maldito?, usted, ser miserable. Aléjese, le contesta el ser que en estado de licantropía se enceguece.

–Cálmese, señor –le dice el portugués.

El hombre que veíamos acongojado era otra persona, se asienta atrás y echa pasos sin perder la vista nuestra. Comenzamos a acercarnos, con júbilo y él se aleja hasta que echa a correr. Por la primera calle que encuentra. La misión se nos escapa. En la iglesia se cantaban unos oficios escoltados con las campanas de la tarde–noche.

–Don José, ¡se nos escapa como roedor espantado! –le grito con sumo desespero.

–¡Lo sé, vamos!

Comenzamos a correr al hombre por la Rua Do Carmo. Las personas iban y

venían como apuradas y el Tajo estaba inestable con olas que levantaban en movimiento a los barcos. Un hombre perro con una velocidad de galgo. El portugués no se veía en un buen estado y es claro que yo tampoco lo estaba, nos mantenía en carrera el hecho de que esa persona no era buen hombre para los deportes tampoco. Seguimos por la misma ruta sus pasos hasta llegar a Rua 1 de Dezembro. Don José me grita que vaya por la calle paralela hasta la Rua Aurea, lo llevaré por esa calle. Perfecto, le manifiesto con agitación de quien ha dejado los pulmones campo atrás. Tomo las indicaciones, del camino señalado. Nuestro personaje cambia el rumbo como mi amigo dijo.

Con el rumbo, acelero la velocidad de piernas en la Rua Aurea, me dirijo por ella hasta interceptar la Rua 1 de Dezembro con lo último que queda de mí. Llego justo a la esquina y cruzo a mi colega, que me dice tomándose los muslos, totalmente agitado: Lo he perdido, cómo huyó tan fugaz era la pregunta de expresión. No pasan segundos y lo vemos entrar a un túnel de la Rua dos Sapateiros. Listo, vamos por él. Nos armamos en una definitiva maratón. El perro metamorfoseado ahora en ave quería salir del plano. Parecía que volaba. Después de estos, ambos prometemos en un voto primordial que haremos de aquí en adelante actividad física, que perdimos en el tiempo, como homenaje a nuestro cuerpo que nos los impone como obligación si es que queremos vivir más.

Llegamos al túnel abierto y con una cierta penumbra con olor a tierra. Vemos la sombra entre varias piedras en medio casi de la noche de quien apoya una mano en una pared tratando de respirar ante el susto de sus captores y expulsando una flema de fumador compulsivo. No se ve y nos dice que nos alejemos. La figura redonda, aplanada en la pared de un muro de rocas perfectamente alineadas. Sus ojos saltados, su sien con una vena casi a estallar como atizando lumbre de su respiración. La sombra se mueve ahora ligero a un costado en un espectáculo de inútil esfuerzo.

Don José detiene mi avance y me dice:

–Espere, camarada, tengo una idea.

–Espero que sepa lo que hace, amigo, no sé si podré volver a correr nuevamente. Mi cuerpo está totalmente acalambrado.

–Descuide.

–Oiga, señor Antonio Moura, o si le gusta más, Antonio Mora. Por empezar no tenga miedo, no somos ladrones, ni agentes de Salazar, ni del diablo ni nada. Solo comentaré lo siguiente, si puede calmarse:

¡Oh, éter celeste y vientos de rápida carrera, oh, fuentes de los ríos y sonrisa infinita

de las olas marinas y tierra, nuestra madre

Antonio Moura lo escucha y con un esfuerzo de respirar dice:

y sol, que miras todo con tu ojo circular,

¡yo os invoco! ¡Ved cómo tratan a un dios los dioses!

Expresa jubiloso una sonrisa. Don Antonio Moura estaba calmo como el río Tajo que recuperaba su estabilidad, ante un poco de vaivén de las aguas. Parecía que tenía vida con el andar de las personas. El rostro de Antonio Moura se había transformado, y ahí estaba el hombre que nos daría el pase para ver al maestro.

–¿Quiénes son ustedes, señores? –expresó con la inquietud, ya calma, de quien corría desesperadamente al peligro que no existía. –– ¿Qué es lo que quieren? ¿O precisan de un loco como yo que no hace más que tener sueños extraños, recurrentes?

Se dio vuelta observando ya la luna que hoy esta radiante de blanco. Ya en la noche recitando un pasaje de Daniel 2,3 que responde: tuve un sueño y no estaré tranquilo, mientras no sepa lo que significa.

–¿Qué clase de sueño, don Antonio?

–Un sueño raro en donde había una única religión, y un dios supremo. Como la cristiana, pero no es cristiana, no. Era diferente. Usted sabe, he escrito libros, he estudiado todo lo que pude de la filosofía platónica, aristotélica, volteriana y realicé mis esfuerzos por comprender el paganismo y al mismo tiempo a las fuerzas del cristianismo, la judaica y los llamados musulmanes. Hinduistas, tibetanos, confucianismo, taoístas por experiencia de vida, como los budistas y el sintoísmo japonés. He estudiado las culturas del antiguo régimen egipcio, sumerio y quién sabe más junto a las americanas y todas tienen un orden, ¿pero qué respuesta esconden? Y yo estoy aquí, y no sé para qué estoy, pero estoy.

¿Cuál sería mi función?

–Su función ¿cuál sería? –con calma dice Don José.

–¡No lo sé, le dijo!, nunca lo pude saber. Un amigo tomó mis notas, y libros y puede que tenga la respuesta, pero no desea otorgarla a mi persona. ¿Una maldición?

–¡Está claro!

–Un pacto tal vez y por eso no quiere confesar nada de nada y aquí estoy sufriendo el día a día en la tierra del señor. Sea quien sea.

–¡Nosotros no somos lo que cree!

–De ustedes también tenía un sueño. Sin claridad. Dos personas. Algo borroso e indeterminado. Puedo saber quién va a aparecer, pero no puedo discernir el bien y el mal.

–Entonces ¿por qué huyó? –le pregunto.

–Porque como le expresé no puedo determinar el bien y el mal del ser. Solo soy un hombre que no sabe si aún ha salido de las fauces de un hospicio, en el cual estuve años.

Nos miramos con don José.

–En el murmullo de aquel significado de frases, mi camarada cree que esa respuesta negada sea del tal Fernando Pessoa.

–Posiblemente, y posiblemente estemos ante una creación de él. Otro personaje de fantasía.

–Así es, que fue engendrado con esa información y esa clase de vida. Como si fuera un robot que tiene una función.

–Es posible. Ya vimos cómo los otros personajes deambulan por los alrededores y no sería nada raro, si no damos con el fantasma me rindo!

Dejamos de murmurar unos instantes, Antonio ya se había recuperado. Era aquel hombre taciturno que levantaba su mirada al cielo, para no olvidarse de que existe. Tratamos de ser lo más cordiales. Ya eran horas tardías y las calles no son seguras.

–Señor Antonio, ¿tiene usted un tiempo para cedernos? ¡Tenemos algunas preguntas! No se preocupe, no son capciosas ni coactivas.

–¡Sí, por supuesto!, siempre y cuando las sombras no interfieran.

–¡Aquí en la calle no!, ¿le parece bien si cenamos los tres? Tómelo como una invitación.

–No me parece mal nada que venga de los interiores del placer de un recinto que ofrece una buena comida. Las preguntas se irán respondiendo.

La manera de expresarse del tal Antonio, don Antonio, era un poco poética y siniestra al mismo tiempo. No sabíamos si era producto de la locura, de las lecturas que lo llevan a ser un espécimen, no sabemos si esa capacidad de comunicarse fue un don que le dio Fernando Pessoa. Su dios padre, científico, y ocultista creador. De él y todos los otros personajes y posiblemente quién sabe nosotros también. Todos con un estereotipo fijo. ¡Para Antonio la incertidumbre de saber qué hace aquí y por qué el don de la cordura que se escapa de su ser de a instantes! Bien se sabe que la cordura del orate dura un intervalo de lucidez, en el cual el ser insano explaya una normalidad correcta de caballero parsimonioso y

amable, y ante la pérdida de la luz, el desquiciado vuelve a la carga con un rejunte de palabras incoherentes. Hilvanando un tejido complejo de párrafos que para el entendimiento humano serían pavadas de una insalubre mente que a veces puede convertirse en mórbida si llega a la esquizofrenia total, de la cual la razón se escapa o desaparece en un asesinato.

Nuestro personaje, Antonio, solo por simple vista parece el llamado demente, lunático. No olvidemos que estamos en medio de la noche, luna llena. El factor lunático era la expresión que definía entre ellos su creador Paracelso, médico suizo, cuando solían aparecer los ataques de epilépticos, criminales y el hombre lobo (en su mitología) y también a las incoherencias de fragmentos de narraciones orales sin sentido. Todo por culpa de la luna y sus manifestaciones con los asteroides. Y aquí se encuentra nuestro amigo y sus palabras bien expresadas en tono cordial. Un Antonio que parece una seda, un ser de luz y paz.

–Tenemos un buen restaurante por estas cercanías –dice mi colega de aventura– ir a cenar ahí y comentarle nuestro asunto. ¿Vive muy lejos, señor Moura?

–No, estoy a algunas calles de por aquí y por acá, y me quedo a veces y a veces no. Por ese lugar y por el otro, estoy en varios lados y en ninguno.

–No comprendo, ¿usted escapa del régimen?

–No, solo soy errante de alma.

Con el portugués pensamos lo difícil que sería mantener una conversación con alguien cuyas expresiones parecen dibujos rupestres, o pictográficas hititas, egipcias o alquimistas. Inentendibles para un ojo y razonamiento humano. Interesante el mundo del chiflado. Me pregunto si será feliz en su tierra de ficción, si no es que él ya es una ficción, que por lo que ya estamos dispuestos a admitir lo es. Creación viva de carne y hueso, mente, corazón, conocimiento, y un alma. Dotado de ciertos beneficios y ciertas desgracias. Un ser humano como mi colega, como yo o como Milagros Das Flores.

Cómo la extraño a ella. El milagro. ¿Habrá sido creada por el maestro? ¿Y puesta en mi camino para darme un poco de paz a la soledad que invade mi cuerpo y mente? Tal vez.

Preguntas y más preguntas. Tanto para saber y al mismo tiempo no poder saber e irse del mundo queriendo saber. Y el saber permanecerá allí para los que quieran saber cómo un manojo de respuestas de los cuales nos separa un puente que nadie puede cruzar y quien lo cruce no llegará jamás; un puente interminable o sin terminar que nos guarda las respuestas del otro lado.

Los seres del universo queriendo lo imposible. ¿Y por qué imposible? ¿Solo porque aún no hemos llegado? No hemos llegado, pero llegaremos, y daremos

crédito de ello. Nuestro legado quedará por siempre para que las nuevas generaciones lo sepan y sigan más allá del otro lado del camino del puente y sus respuestas, y si no llegáramos, no importa, dejaremos pistas para que otro llegue. Pudimos cruzar océanos, mares y ríos, sortear selvas, volar como pájaros, escondernos y crear hoyos como topos y lombrices, y pudimos traspasar la capa de la tierra y lograr hace poco en naves módulo, el paso a ese asteroide brillante y luminoso llamado luna. Podemos y lo haremos.

Ahora no hay motivo para echarse atrás cuando todo está por venir de una u

otra forma. Don José pensará lo mismo, supongo. Solo que él es más escéptico en lo imposible, aunque cavilo en mi ser que luego de cruzarse a Reis, el médico de Pessoa, tendrá otra postura.

Porque un escéptico no es un intolerante y puede como el agnóstico modificar su rumbo y su pensamiento material a otro paradigma total y diferente. En donde lo absoluto se encuentra bajo el reino de lo relativo y no hay fanatismo que entorpezca.

Don José, desde que lo conocí, lo poco que lo conocí, creció en su pensamiento. Veo a un hombre, amigo y compañero diferente. Me hace acordar mucho a Rodolfo. Y es que ambos buscan e intentan crecer como seres humanos. Y el conocimiento es la única e irrefutable forma de hacerlo. No hay más nada que pueda por medio del paso del tiempo hacer que una persona crezca en su intelecto, sino por la cultura. Bueno, habrá intelectuales que tienen el don

especial del talento, pero este debe crecer a base de cultura, si no es una piedra sin pulir. Eso opino, creo, y defiendo.

Eso es lo que creo que el mundo más necesita, conocimiento, y con ello acabaremos las dictaduras que nos quieren ver como entes sin capacidad para poder manejarnos a gusto. Eso decía mi amigo Rodolfo, mi viejo amigo de la Argentina. Y lo dice don José, mi nuevo amigo de Portugal. La suerte te cruza gente que clama conocimiento. Personas que contienen en su recipiente las heridas aprendidas de la experiencia y conllevan las mismas inquietudes que este

ser que soy yo, se pregunta. La suerte no cruza en un camino a cualquier ser. Algo de alguna forma nos quiere decir.

Antonio no es de hablar demasiado, incluso hace votos de silencio y cuando abre la boca solo salen laberintos lingüísticos. Nos acercamos al restaurante al cual mi camarada (es buen termino) nos arrastra. Un perro ladra bruscamente contra ahora el llamado don Antonio. Nuestro señor se agarra el susto de su vida. No mencionamos que este hombre es propenso a las fobias. En este caso canina y por poco no es fobia humana. Por mi parte solo le he tenido miedo desde

pequeño a una cosa: las arañas. Odio las arañas. Sean del tipo que sean. Esos seres de ocho patas, ocho ojos, dos colmillos, a veces pelos, y esa maquiavélica manera de esperar que una presa caiga. Un estilo infalible de cazar. Y no puedo ni siquiera verlas, menos que menos tocarlas. Es un miedo que alguna vez deberé superar y enfrentar a mi araña. Mi amigo Rodolfo también tiene fobia y en eso se parece a don José. Fobia a los dictadores. Siendo sincero con la galaxia entera,

¿quién no tiene fobia a los dictadores?

Damos unas vueltas por una avenida, mi corta visión esta vez no me deja determinar cuál avenida es De todas formas el portugués nos lleva como si fuéramos niños. Caída la noche recordemos que no se debe dar muchas vueltas. La policía, ¡ustedes saben! Don José observa para todos lados siempre, se encuentra alerta, don Antonio es la diferencia rotunda del ser distraído que por eso pasa desapercibido en la ciudad, el país, la región, el mundo, el universo y dígase la vida.

Ya estamos por alcanzar la meta. Restaurante A delicia lusitana. En la calle Rua da Prata. Un lugar poco común. Puerta de madera, ventanales de vidrio grandes donde se ve gente cenando. No mucha. En nombre en su techo A delicia lusitana y el logo de un muñeco con bigote gracioso con gorro de cocinero. Bastante gastado. La puerta tiene un ruido de años de no poner aceite a las bisagras y arandelas. La madera misma parece mufada del agua de las lluvias. Al parecer esta parte de la ciudad se inunda en todo caso. Pero estábamos en el restaurante A delicia lusitana.

–Llegamos, amigos

Antonio no dijo nada, solo miró, yo me remití a hacer lo mismo.

–Llegamos. He aquí el restaurante A delicia Lusitana. No hay mejor lugar donde cenar. Una buena carne, donde tomar un buen vino. Hay lugares como A brasileira del maestro para tomar ginjinha, pero para estos menesteres este es el mejor lugar –con entusiasmo clama don José

–Hemos llegado, caballeros –nuevamente repite con entusiasmo el portugués.


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