El encuentro fue preciso. Nueve horas a Rua Das Cozinhas y a Rua Do Espíritu. En paso lento llegué al punto exacto de mi encuentro con don José. Alguien en medio de la oscuridad esperaba y me percaté ante mi llegada de que nadie me siguiera ante la duda del peligro que se podía correr a las nueve de la noche entre un cruce de calles en la Lisboa de Salazar.
Con sumo cuidado caminé con la mirada atenta, por cada lado, de adelante hacia atrás, y los costados (izquierdo y derecho). Atento a que el hombre de sombrero y saco no estuviese siguiendo mi rastro. Sabueso especializado.
Don José, el portugués, me estaría aguardando con su pregunta clave para identificarnos. Él estaría ahí en medio de la noche plutónica. Nadie más lo sabría. Excepto Raimundo Silva.
Algún que otro farol antiguo brillaba. En eso se podía ver que no todos funcionaban a la perfección. Algunos totalmente apagados con sus focos quemados, otros a media luz débil de fuerza ante el desgaste de la lámpara, por lo que la noche era más codiciosa en su oscuridad para no dejar visible más que lo que se podía reflejar por una luna semipresente.
No se oye un alma por la Rua Das Cozinhas. Es que ellas son silenciosas cuando están en pena y posiblemente sea esa la razón. Hay muchas almas en pena. La niebla comienza hacerse presente como una Londres victoriana de Jack el destripador esperando atacar a sus víctimas.
Continúo, y continúo. Paso por paso. Pisada tras pisada. La calle está empedrada, solo la luz de los faroles. Una pequeña luz deja iluminar el suelo. Hace calor debido a alguna anomalía climática y posiblemente llueva de nuevo. Es una especie de calor de la noche que soñolienta despierta a las criaturas de la oscuridad. El calor húmedo cada vez que tenía contacto con el cuerpo, el fluido terminaba por volverse pegajoso como el ruido que ahora se hacía presente de unas chicharras, insectos que no entienden del silencio, no saben que no es temporada de verano o se confunden como toda criatura de la naturaleza. Ellas no dejan de cantar a coro. Y Dios que mis pasos ni dejan de seguir su rumbo. Ahora las chicharras hacen una pausa. Unos minutos. A lo mejor más tiempo y vuelven a la misma operación.
Dentro de los faroles, y en los alrededores, hay otra especie de insectos hipnotizados por la luz de mercurio, que expanden los pocos focos que aún funcionan y se apegan a ellos en grupos como extasiados.
Un perro aúlla, otro sigue su coro, ambos queriendo tocar una melodía ante el sonido de una guitarra portuguesa de la casa aledaña a metros de mis pasos. El sonido viene acompañado de una sombra a la luz de una vela. Una silueta vieja de un hombre con barba que se refleja ante el movimiento de la cortina por la brisa proveniente del Tajo que me llama.
El Tajo, ese río místico al que siempre veo apuntando para una dirección. Y el hombre toca su guitarra y los perros siguen aullando. Las chicharras se suman y una orquesta se ve en la Rua das Cozinhas, y nosotros ahí, a fin de llegar a un encuentro donde se cruzan los atajos de la Rua das Cozinhas y la Rua do Espíritu y la niebla. La fuerte y espesa nube nocturna no deja nada a la imaginación que con la música nostálgica de un fado de guitarra podría dar, y ese hombre vendrá y hablaremos de Pessoa y de Pessoa hablaremos.
Y yo mencionaré la trama que me atrae y la dama con la cual pasé una noche ante un verso de Gardel.
Y le presentaré en aquellos sonidos que de mi boca salen los de una dama que era Milagros das Flores. Era un milagro. Y volveremos a mencionar al poeta y a la policía asediando por las noches a aquellas personas que por un puñado de fascistas se convirtieron en amigos. La ciudad de los amigos.
Y la música de fado y los perros, las chicharras, unos faroles que iluminan y otros no. Luciérnagas, y otros insectos. Niebla espesa como bruma. Y solo ver el empedrado irregular. El castillo de San Jorge (Castelo de Sao Jorge) por encima de los cielos para vigilar que nunca más Portugal sea atacada.
Y ante un movimiento de la neblina un hombre con sus manos en los bolsillos de un saco que solo de casualidad alcanzo a ver, está ahí parado esperando a alguien. Ese alguien es un extranjero, y por la misma razón que él, este (yo), ha llegado ahí. A ese tramo del juego.
Un metro setenta. Pelo corto. Unos cuarenta años. Ropa negra. Pantalón de vestir pinzado estilo italiano. Camisa blanca y una corbata color gris. La neblina y un oscuro y tétrico callejón. Marcos ideales para reunirnos.
–¿Cuál es su clase social?
–Soy el banquero anarquista– –Francamente me sentía un idiota, en este juego de espías. Parecía el servicio secreto de las SS del Tercer Reich, o la CIA norteamericana. En fin, así era el asunto.
–Y yo un comunista hormonal. Un gusto conocerlo
Al escucharlo me quedé perplejo. ¿Un comunista hormonal? El hombre se mofó con buen sentido, y estrechó su mano con la mía. Era un gusto conocerlo.
–Mi nombre ya lo habrá escuchado de mi amigo Raimundo Silva. José
Sarachago para servirle ¿y usted?
–Un placer. Armando César.
–Extranjero, ¿no?
–Sí, de Argentina.
–Mi padre fue policía un tiempo, y de pequeño viví en ese país. La gracia y enigmas de Buenos Aires son una cuota pendiente.
–No se pierda con su duda de esa tierra. No se va a arrepentir de la visita, si es que ansía regresar.
–Claro, mi amigo. Pero vayamos a algún lugar. Cerca de aquí hay un bar cerrado en sus apariencias. y abierto en su realidad.
–¿En sus apariencias?
–Sí, ¡usted sabe! Es la noche en un Estado de férrea política militar.
–Vamos.
Nos fuimos caminando por la Rua do Espíritu para salir del alcance de cualquier policía que observara con ligera sospecha nuestro encuentro.
Éramos dos personas yendo a un bar comentando lo bello de Portugal. Empleado en una redacción y un periódico con trabajos externos. Era escritor, aunque todavía las editoriales no aprobaban sus textos, y mientras el tiempo pasaba. En sus palabras me dijo: ha pasado mucho tiempo, y sigue pasando y es que no tengo nada para decir desde la última vez que tomé la pluma, expresa. Y yo le contesto que siempre hay algo por decir, pero hizo caso omiso de mis palabras con un gesto negativo de no en forma facial.
–Don José, ¿si puedo llamarlo de este modo?
–Ja, ja. –Una mínima carcajada se suelta de su rostro–. Hombre, estamos entre pares, hasta puede decirme portugués. No existe título de nobleza en estas épocas y si lo hubiera no corresponde a mi actuar.
–Está bien. Ahora ¿por qué el banquero anarquista?
Don José se detuvo y se quedó parado. Por lo que nos quedamos mirando ambos el cielo. Llevó su mano al mentón moviendo lentamente sus dedos.
–El banquero anarquista es un cuento de don Fernando Pessoa.
–Es verdad, ahora entiendo
–¿Entiende?
–Sí. Usted eligió ser un anarquista contra el régimen, y su fanatismo por Pessoa lo llevó, digamos, a algo menos conflictivo. El Partido Comunista.
–Usted deduce muy bien. Sigamos caminando.
Fueron pasando pavimentos de piedras irregulares. Piedras en el camino. Guardemos todas, nos mencionan las paredes. Rocas apiladas una por una con
un trazo semiperfecto, en definitiva, son piedras. Estas no son deformadas como las que vi en mi paseo. No tienen la desproporción de una pieza desfigurada. Luces y niebla que cada vez era más potente y espesa. Lugar de escasa defensa en donde se presupone que el sadismo de lo arcano al fin hace contacto con santos, señas, ánimas.
–¿No le parece hermoso el Tajo de noche con la mixtura de los buques?
–Sí, el Río de la Plata posee un encanto parecido, aunque muy diferente también
–Su tierra es la evidencia de lo real y maravilloso, ¿sabe? Quién no quiere ese significado prodigioso lleno de ensalmos hacia la vida. Lástima que este mundo sea tan pésimo para volverlo a uno pesimista. Una historia mística y válida la de nuestras ciudadelas que se separan por un Atlántico y algunas millas.
–No creo que uno deba ser pesimista. Me parece significativo creer que no todo ser humano piense de la misma forma. Aun en muchos lugares a pesar de todo se cantan himnos mágicos de alabanza a la dignidad en pueblos de todos los confines del planeta.
–No, pero lo obligan a uno a conservar ese tal pesimismo a pesar de haber ceremonias resistentes con ese instinto fantástico nacido del lobo del hombre hobbiano.
–¡Tal vez sí! ¡tal vez no!
–No soy anarquista. No podría serlo. Pero soy un creyente del cambio. Creo a pesar de todo en una sociedad, pero no en esto y tampoco en un libertinaje. Se lo dije, mi buen amigo, soy un comunista dentro de la fe que hay en mí desde mi juventud en un pueblito.
–Lo respeto, señor portugués. Yo también lo era –dije jactándome enfáticamente.
–¿Y ahora qué nos depara?
–¿Y ahora? Nada más que seguir… Vea. La virginidad, la formación de esta fáustica tierra de vida. Ante la oscura consignación del suceso se amedrenta una aparente y sistemática lucha por defender esta nuestra alegría. Y nos rehusamos al sistema de letras de A, B, C que nos quieren imponer.
–¿Quiere ser fútil, tener una familia?
–¡Pessoa!
–¡Pessoa!
Seguimos casi llegando al destino que el señor José Sarachago me había indicado.
–Entonces un cuento del tal poeta lo llevó hasta donde está.
–No, el cuento fue una de mis tantas lecturas a las que accedí al entrar en el mundo de ese personaje de sombrero y lentes. Sus heterónimos. Su vida y su leyenda.
–Por lo tanto, ¿cree lo que yo?
–¿El poema y su fantasma?
Don Sarachago lentamente reduce su paso. Suspira y me dice:
–Tengo la loca creencia de que es verdad, y a veces pienso que es solo un error, mentiras creadas por ancianos fanáticos que quieren dar renombre a la figura de Fernando Pessoa. El escritor y poeta.
–Pero todo parece muy valedero. Las pistas. Versiones.
–¿Pistas? ¿Versiones?, puras pavadas.
–Usted se deja vencer por la resignación.
–No es eso, sino que años y años y nunca tuve la posibilidad de tener indicio suficiente.
–Y de qué sirve dejar todo afuera como un principio de mediocridad. Porque es una actitud derrotista no llegar a descubrir la verdad si es que existe.
–¿Y cuál es la verdad? ¿Usted la tiene?
–No lo sé, ¡no logro saber! ¿Qué verdad tengo y que no? ¡Ni siquiera sé si es lo que adquirí!
–¿No lo sabe y me habla de verdad? ¿De misterio? Nunca la adquirimos, porque no estamos seguro de si es la verdad.
–La verdad no es una cuestión que podamos manejar a la ligera.
–Dígame qué es lo que realmente busca señor César. De lo contrario, no me haga perder el tiempo.
Cavilé unos instantes con aquel yo interno. Continué meditando y entre ese sopesar de intercambios se me ocurrió solo manifestar:
–Busco al poeta. Lo necesito. ¡Preciso saber de él!
–¿Por qué?, ¡él está muerto!
–Pero no su obra.
–Y si ya la tiene. Y busca un poema que tiene poder. Quiere poder, ¿quiere ser famoso por un fantasma?
–No me interesa su poema, de hecho no busco poder ni ser famoso. Solo que su persona me inspira. Me da seguridad. Me dá voluntad y decisión en cada prosa y verso. Y el hecho de que mi curiosidad, aunque fracase me lleve a una mentira vil
es suficiente para decirme a mí mismo que intente algo extraño y a la vez interesante. Y mostrar que yo también podría haber sido un Pessoa.
Me miró y asintió de forma positiva. Sonriendo con sus lentes puestos.
–Mi buen amigo, era lo que quería escuchar de esa persona que Raimundo me envió. Por cierto, llegamos.
–Bien. No quise importunarlo, don José. Mi persona cree en la verdad. En la búsqueda de esa verdad. Y lo creo con la seguridad de quien busca el último rastro. Tan seguro como hasta para decirle que el zorzal criollo Charles Romuald
Gardés, más conocido como Gardel, es francés y naturalizado argentino, ¿o eso dicen?
–¡Ja, ja! –nuevamente rio–. ¡Qué historia esa!
–Totalmente.
–Ya trabajaremos en ese asunto. Por el momento entremos.
–¿Usted lo cree?–Y aproveché para reír mientras abría la puerta.
–Lo creo y lo aseguro.
La puerta se abrió y junto a ella un bar normal con fotos de antaño. Música de mera tristeza y algunos retratos de hace ya muchos años de figuras de la sociedad portuguesa. Colgados del techo unas figuras de embutidos de utilería. En la barra principal podía notarse algunas botellas vacías y otras llenas. Vinos tintos, blancos, en un intercambio de gustos. Un modular lleno de especies: sésamo, romero, mijo, pimienta, pimentones. Es menester tener presente que era un lugar bastante acogedor para una familia.
Tenía varias mesas, y sillas. Madera retocada con el bello brillo del barniz. Atrás muy atrás la barra. Un hombre sirve tragos. Gorra, y camisa con tirantes.
Los tirantes son una moda. Don José saluda a unas personas sentadas a un costado de la ventana. Del otro sector cerca de la pared en la cual se puede apreciar un cuadro de una pintura del estilo cubista de Picasso, un señor con boina un tanto pasado de copas forma un gesto levantando su copa de ginjinha en saludo al portugués.
–Salud, amigo mío, salud, don José, el escritor y libertador de los oprimidos.
–Salud, mi buen amigo –le contesta él.
–Salud para su amigo sea quien sea. Porque aquí en este régimen somos todos amigos.
–Salud –le contesté.
Tales son los halagos de los que llegan al fondo del vaso y vuelven al punto de partida para una nueva inmersión. Por borrachos y ebrios existen los saludos entre personas desconocidas.
Tomamos con el portugués la mesa del fondo. En ella no había un ápice de luz y entre la oscuridad de la penumbra nos comunicábamos.
–¿Qué desea tomar, mi buen amigo? –me expresa con precisión.
–La verdad es que estoy en la duda de beber.
–Un buen vaso de ginjinha nunca está de más.
La urbe pide que sea la bebida sagrada a la cual rinden culto los portugueses en esa noche electa, la premiada.
–Claro, pero voy a dar un paso al costado.
–Excelente por usted.
–Un café lo veo más idóneo.
–Que sean dos cafés.
–No quiero importunarlo con una bebida de este tipo.
–No es importuno, de hecho, un café negro no me vendría mal.
–Si no le molesta, señor, lo pediré con azúcar.
–Adelante, hombre, adelante. El café por extraño que parezca es un néctar. Estimula neuronas; reactiva el cerebro que se encarga de enviar las señales adecuadas a nuestro sistema nervioso.
–Impresionante. ¿Ha estudiado medicina?
–No, mi buen amigo, es que al trabajar en un periódico en redacciones, uno recibe infinidad de material con el cual nutrirse culturalmente y de aquí en adelante manifestar opiniones varias. Que sean certeras. En el mundo ya existe demasiada mentira, historias calumniadas, falacias, si le gusta más, en nombre de los escritores universales. No cree usted que tal vez la historia de su país es totalmente diferente y no cree también que podría haber sido diferente el presente y dar rienda suelta a un futuro, a un dibujar otra realidad. La verdadera realidad. La verdad ante todo y una justicia ante aquellos que no contaron blasfemias para calumniar a muchos y vanagloriar a otros. Perdone si soy entrometido y mis dichos no son acordes a la ocasión. Y le digo más. Le puedo comentar sobre calidades, o sobre cantidades, de todo.
Tomó un respiro. Tocó la servilleta de papel y la sujetó con sus manos. Hizo un pequeño bollo y lanzó fuerte como el disparo de una bala de cañón. Volvió a respirar hondo.
–Sabe, don Armando, el poder calumnia y manipula. La violencia que por naturaleza llevamos nos obliga a querer avasallar al otro sin razón alguna la dicha célebre de ser poderosos ante el otro. Subyugar. El poder equivale siempre a una pizca grande de maldad. Desde los tiempos de las cavernas. Los neandertales y los Homo sapiens luchando por sobrevivir destruyéndose los unos a los otros, armando clanes, castas y otras diferencias, sean étnicas, raciales o lo que Dios mande. Y ya que lo menciono, quizás si gusta más desde el Génesis mismo de la Santa Biblia. Con un Adán y una Eva consumidos por el pecado de una fruta y
condenados por el poder divino del Señor. Y de esa forma poblar la tierra de hombres y mujeres. De guerras y hambre. Es así, mi amigo.
–Sí, pero ¿sabe una cosa?, en la guerra hay quienes prefieren hacer crear un minúsculo lugar un poco más habitable.
–Son los menos, camarada. Mis dedos no llegan a contar en número completo a las personas que han mejorado el mundo. Pésimo para cualquiera de nosotros que intentamos en provecho de la historia y su trascendencia en cada capítulo cambiar las leyes de la sociedad por algo un tanto mejor que eso que Carlos Marx llamó capital. Dígame usted cómo ha sufrido su país a lo largo de tanta historia. Dígamelo. No conozco mucho del nuevo continente.
–Sus palabras no son desacertadas, mi señor. Nuestro país tuvo el subyugamiento de sus vecinos ahora sublevados que atienden a los designios de Franco como aquí Salazar. Hemos tenido nuestros dictadores, y los seguimos teniendo. Fuimos, y somos una nación sin unidad e identidad. Tenemos colonias de todo tipo. ¿Qué país no estaría satisfecho de tal efecto?, y sin embargo enarbolan los sentimientos de sus naciones: españolas, inglesas, italianas, ¿quién sabe? Un país entero que fue dividido entre los partícipes de un colonialismo, y los luchadores de la libertad. Unitarios, federales, conservadores, radicales. Peronistas, y otros. ¿Me entiende? Si me permite, también este pedazo de tierra ha tenido en los albores de la historia su enfermedad contra los moros, luego Napoleón, y hasta han luchado contra ustedes, en rebelión a esa colonia antigua de un nuevo mundo: Brasil, que al fin de cuentas no era otra cosa que nosotros mismos con España. Uno debe, o tenemos que aprender que ceder la vida a la nación es un acto de patria sublime.
–Me conmueve lo que dice con tanta elocuencia. Algún día quisiera viajar a su nación y conocer más de aquella tierra. He pasado mucho tiempo en esta península. En este continente rodeado de castillos, de campos y guerras. Y míreme, sobrevivo a un ambiente hostil, desde mi nacimiento en un pequeño pueblo en las cercanías de Lisboa. Ahora trabajo en un diario, aspiro a escribir, formo parte del Partido Comunista y Salazar y sus hombres nos molestan cada tanto. Me intereso por el poeta, y su leyenda, pero una ex esposa, y un par de hijos insumen tiempo, sabe, y es que vivo el momento de cada día con el tiempo que poseo y de repente mi buen camarada Raimundo me dice que alguien venido de muy lejos quiere saber de mí, y del poeta. Y entonces ocurre lo inesperado en un rincón de la calle, ante una fuerte neblina. Un hombre de treinta y pico de años de estatura mediana, patillas de restaurador, poco pelo, nariz y ojos grandes se pone en frente de mí.
–¡No está mal, señor!, no resulta insalubre encontrarse con alguien como yo. Resulta ante todas las opiniones que haya hacia mi persona, que puede ser un tanto positivo si usted entiende bien la personalidad de un objeto lleno de cosas inesperadas, y sensaciones que si realmente las comprende hasta pueden ser amenas.
–Ja, ja, ja. Es verdad, mi buen amigo.
Se interrumpe la charla con las tazas de café. Un vaso de agua y azúcar. El portugués manifiesta que su bebida será sin azúcar, no así, decidí tomar el mío con dos cucharadas para que no sea muy fuerte el líquido negro, y espeso.
Él tomó un sorbo de un golpe. La posición fue más discreta, dos cucharadas, y revolver lentamente.
Volvió a tomar otro sorbo, esta vez pequeño.
–Cuénteme, amigo, a qué se dedica, y por qué tanto empeño en el tal Pessoa. Tenga por hecho que un poema y un fantasma han sido trama de muchas narraciones y para serle sincero no hay prueba de nada a lo cual podamos manifestar que hay algo de realidad en esas narraciones. Creo que soy específico en lo que expongo ante usted. No obstante, me interesa el asunto, sus palabras fueron inmediatas a mi persona.
–Soy nacido en Buenos Aires, Argentina. Un país del sur del continente americano. Una tierra lejana del nuevo continente sudamericano. Trabajé como profesor, y luego en una editorial, edito, escribo, me formé en la carrera de historiador, solo que aún no entregué mi tesis, porque soy partidario de que no era mi momento y no por eso no considero el hecho de dejar una puerta abierta; al contrario, volveré para ser un licenciado como corresponde, pero no por ahora. En la editorial en que trabajaba era por un salario que me ayudaba a mantenerme; una cierta cantidad de horas suficientes y dejaba mi trabajo acorde para el otro día. Vivo en un país que como el suyo está atado al régimen dictatorial. No soy militante, pero sí tengo un amigo muy querido que lo es y cada tanto se mete en embrollos por sus ideas. Él también es como usted un comunista. Y con relación al asunto Pessoa. Señor, algo le he adelantado, pero también desde mi época en la universidad comencé a leer el material de la filosofía del poeta, algo llamo mi atención, no lo sé, me atrajo en toda esa leyenda. Su poesía, escritura, su vida y sus vínculos con el esoterismo. Luego vino a mí a través de un profesor, quien fue el primero en vincularme con el asunto de que podría llegar a existir un poema que según fuentes secretas tendría una fórmula sobre la existencia humana, Dios y lenguas y otras cuestiones. Después se han corrido los rumores de que en las calles de Lisboa un hombre desciende de
un Carris y aparece de la nada en la niebla. Este ómnibus impulsado por nada, prácticamente envuelto en la noche y la oscuridad, hace un ligero ruido, una tenue luz, y este para y de ese vehículo se ve la figura con un sobretodo, sombrero y lentes de una persona que desciende lentamente hasta dar con el suelo. Tiene sus manos atrás y camina despacio. El Carris sigue su curso al retomar camino y desaparece en medio de la noche. Nuestro poeta camina y sigue sus pasos hasta dar con la neblina y desaparecer. Justamente esas son las historias de lugareños que pudieron verlo.
–Así es. Los lugareños. Esos seres fantásticos que usted menciona son solo personas indigentes que viven en las calles junto a una botella de vino y años de estar tirados sin motivo para una vida. Se lo digo con verdad de causa porque también tenía las mismas ansias, deseos irrefutables de poder encontrarme una noche por las calles y localizar al poeta, don Fernando Pessoa. El mismísimo poeta mágico que dio a luz y el nombre a muchos individuos. Hijos de Portugal, y del mundo. Poeta de estirpe gloriosa. Que ante su afán por el ocultismo en aquellos años en que Lisboa era una ciudad extraña que todavía guardaba secretos de alquimia y brujerías musulmanas puede que él también haya querido pasar a la historia con un escrito de un dios o de un nigromante.
–Sí, y puede también que tenga las mismas incógnitas que, solo por mencionar algunos, El libro de Thot egipcio; el Necronomicón y sus demonios de ese autor misterioso llamado Lovecraft; el llamado Manuscrito de Vonich del medioevo; La gallina negra del siglo XVIII de un autor francés; Las estancias de Dzian, considerado el primer libro escrito hace millones de años; Palimsesto de Arquímedes y otros tantos.
–Y se ha olvidado muchos otros, ¡Codex seraphinianus!
–Exacto, entonces cómo no tener una curiosidad por ese poema. Todos estos libros que le mencioné traen poderes. Hay una verdad en ello, no se sabe a ciencia cierta, si algunos existen y los que existen no se sabe para qué. Entonces entra el imaginario colectivo de los antepasados que hablan sobre ellos mencionando que pueden cambiar el mundo, tanto para mejorarlo como para destruirlo. ¿No cree que en este planeta debería haber una razón para cada uno de
nosotros? De saber para qué estamos; un interés en rastrear respuestas que quizás tengamos al alcance de nuestras manos. Y por esa razón me lanzo a una búsqueda arqueológica imposible.
El portugués vuelve a tomar la taza de café. Otro sorbo. Un suspiro y piensa.
–Armando, usted es una persona muy curiosa y creo que las personas curiosas merecen un término mayor a nivel de considerar lo que emprenden. Me cae bien,
y le comento que también soy un curioso fanático de lo que puede ser imposible, porque nuestra vida está llena de estos llamados misterios, pero no atendemos, a una miseria de rutina. Nacer, trabajar, estudiar, comer, cagar, tener una esposa, hijos, separarse y cumplir ese mismo designio que Dios nos otorgó de poblar la tierra. Y ahí están esperándonos otros placeres que nadie se atreve a mencionar por la razón de no romper su estado de confort. Hay un sinfín de deseos que el ser humano anhela y soy partidario de que tiene que cumplirlos, aunque con ello nos traiga derrota tras derrota. Pero no siempre uno queda vencido en cada batalla. Del error se aprende. Y venceremos y encontraremos ese poema y si no por lo menos habremos intentado darle un poco de razón a nuestras vidas. Y cuando nos vayamos de esta tierra hermosa podremos decir con júbilo en nuestros rostros que valió la pena el esfuerzo de querer lograr pasar a la historia con este recuerdo descabellado.
–¡Así es!, ¿de qué sirve encerrarse en una cápsula en donde todo está mandado hacer por orden divina o por orden terrenal? Debemos actuar con todo el poder. El poder mismo.
–Mi buen amigo. El poder es síndrome de corrupción. Lo sabían el rey Salomón, Nerón y Stalin, para no ser tan antiguo en mis personajes. A pesar de todo eligieron las dictaduras y tomar el mundo por ellos sin pensar en el sufrimiento que se causaría. Y quienes vanagloriaron su victoria tras vencerlos no eran distintos a ellos. Nuestros reyes, sus presidentes. Aliados y quién sabe quiénes otros. Acaso ellos creían en un mundo libre. El poder corrompe, mi buen amigo. Hasta nosotros los comunistas nos vemos obligados a actuar de manera individual, ya que como los anarquistas queremos destruir las ficciones sociales. Las naturales ya las mencionó Pessoa. Son propias de los seres y nada podemos hacer. Nadie elige ser bajo, alto, gordo, flaco, lindo o feo; pero las sociales, ¡ah!, esas sí son obra nuestra. Y entonces los anarquistas quieren acabar con ellas, pero en masa. En su conjunto confunden los términos e intentan dar un orden a su propio desorden, y romper las reglas que ellos fundaron de mala manera. Quieren avasallar a sus propios colegas por ese orden. Entonces se produce una escala en la pirámide donde arriba se encuentran los poderosos. Los nuevos poderosos y abajo los desdichados. Todos luchan por el ideal, pero con diferencias. Y si no existe el que se encarga constantemente de cubrir las diferencias y desatenciones, problema del otro. Ese cuidado, esa protección, al final termina siendo un avasallamiento de una persona a otra que no deja que este pula sus errores. ¿Me entiende? Y soy yo un comunista. Porque nosotros a diferencia del anarquista queremos que el sistema capitalista nos respete.
Creemos que todos los medios deben llegar a manos de las partes porque todos trabajamos para ello y no un grupo selecto que domine a través de la economía a las personas, pero como le dije, mi buen amigo, todo ideal conlleva un sacrificio y al trabajar en masa, colectivamente, en un grupo de personas, va a llevar a que el poder tarde o temprano se haga presente. De quien quiera imponer el orden entre nosotros. El ser humano es individualista naturalmente, puede vivir en sociedad, pero su ego, su libre albedrío, no pueden ser dejados de lado, y termina corrompiéndose. Entonces ocurre que quien un día es anarquista o comunista, al otro día es un capitalista, y liberal. El hombre tiene en su esencia caracteres naturales que no dejan que este actúe con un código de honor como hablan los japoneses. El hombre tiene su libre albedrío y por eso nuestro mundo funciona como funciona. Por mi parte opté por seguir mis instintos y profesar mi ideal comunista por mi cuenta, aparte del partido, para no crear confusiones externas entre mis camaradas. ¿Me explico? Hombre, le he contado demasiado sobre mi persona y sé mucho sobre la suya. Y ambos tenemos un mismo objetivo: encontrar al tal Pessoa. ¿Qué sugiere?
–Lo mismo iba a comentarle. La verdad en la búsqueda del poeta venía por usted que me podría dar respuestas.
–No se preocupe. No hace mucho recibí una carta de un amigo que se ha mudado al pueblo de Cascais. Me mencionó que un hombre de la región le habló de alguien que sabe bien cómo encontrarse con el tal poeta en la noche, el problema está en que no sabemos su paradero. Aparentemente se encuentra en la ciudad, por suerte en la nuestra, pero por otra parte debemos saber dónde. Todos nos conocemos a causa del régimen, pero este hombre es una total incógnita.
–¿Y cómo podemos localizar a su amigo para ampliar datos?
–Tiene que llegar una carta en la cual me manifestará más sobre ese sujeto. Mientras tanto sabemos solo conjeturas: un poema y un fantasma que viene en un tranvía por la noche a veces, solo a veces. O eso dicen.
–¿Y en qué calle aparece ese tranvía?
–El vehículo aparece, dicen, en donde se fundó la primera estación: Cais Don Sodré, situada cerca de la plaza de los duques. Se dice que desde ahí sale un tranvía desconocido. Otros hablan de que en Bica, a la altura aparece entre la humareda un autobús público muy antiguo y por último se habla de la Rua Poias de Sao Bento hasta llegar a Rua Vale. Una suerte de pasadizo. Ahí cerca termina su corto recorrido.
–Usted que conoce Lisboa. ¿Qué piensa?
–Las dos primeras son erradas. Ambas son estaciones fuera de radio. El
llamado tranvía desconocido no es otro carro que un ómnibus abandonado, perteneciente a un lugareño de la zona. He hablado con los moradores y han manifestado lo mismo. El Carris en el barrio de Bica se vio en la Rua a Sao Paulo, pero suele ser una calle muy abierta por la noche y transitada. Alguien debía haber visto algún indicio. Y siempre por ser turístico pasan los tranvías. La última opción es la Rua Poias de Sao Bento y su intersección con Rua Vale. Creo que es la más indicada. No suele tener gente en las calles. Está cerrada al tumulto de autos, llegando al cruce con la Rua Vale se cierra. Generalmente se dice que la niebla se hace más espesa en aquel lugar. Podríamos cerrar que en ese sitio se ha dado en mostrarse el tal poeta. Lo que aún no sabemos es cuándo suele aparecer y por qué. Señor, hasta este momento solo conozco estos datos. ¿Usted qué cree?
Ahora termina su café, y llama con un gesto, chasqueando los dedos.
–¿Señor?
–Sí, ¿podría traerme un vaso con agua por favor si es tan amable?
–Enseguida.
–Y como le dije, ¿usted qué piensa?
Me quedé cavilando unos segundos todo lo que el portugués me comentaba y la explicación certera para dar con el paradero del tal Pessoa. Dar con un fantasma. Porque ni siquiera en carne y hueso podríamos dar con alguien que ya ha muerto hace mucho tiempo y sin embargo aquí estábamos los dos locos, elaborando un plan para encontrar un anima en pena y un poema que ni siquiera hay certeza de su existencia. Aquí estamos dos locos en busca de lo imposible.
–Pienso infinidad de cosas. Pero como le expliqué, los datos que poseo no son más extensos de lo que usted me cuenta. Ahora tengo una curiosidad: el tal Pessoa era patriota. Un hombre sedentario en su tierra. Amaba mucho Portugal y Lisboa, ¿no?
–Sí, ¿por qué lo trae a este punto?
–Puede que surja una duda. Porque han mencionado que hay un cuarto lugar donde poder encontrarlo, y eso es en la calle más bonita que existe en Lisboa.
–Se refiere a…
–Sí, a la Rua da Bica Do Duarte Belo y una intersección que lleva a una cima. A Rua TV Do Sequeiro.
–Sí, perdón por mi imprudencia, me faltó manifestar que también se lo ha visto en ella, pero es la menos probable. ¿En qué se basa para tal motivo?
–Mi conjetura es la siguiente: cerca de por ahí se dice que él llevó de la mano por primera vez a su enamorada Ofelia Queiroz. La única mujer que fue la presunta novia y enamorada del poeta.
–Continúe –anunció intrigado, en tanto se tocaba el mentón sigilosamente con sus dedos.
–Presiento por las cartas del poeta que su alma no descansa por ella. La mujer que él mismo rechazó por miedo.
–Perfecto. Conozco esa historia. Pero nadie nunca ha visto el Carris que se sepa.
–No, porque para ser exactos ese transporte pasa, y para por muchos lados. Todos esos lugares que usted me menciona fueron sitios que en el fuero interno de Fernando Pessoa él recorría. No sabemos por qué, a lo mejor para crear su mundo fantástico de heterónimos. Recuerdo a Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Bernardo o el mismísimo Ricardo vienen a Lisboa y viven sus vidas. Ahora bien, en orden cronológico, él ha aparecido en los tres lugares que me acaba de mencionar.
–Totalmente.
–Entonces queda solo que aparezca en la Rua do Duarte Belo y la Rua tv do Sequeiro si es que estoy en lo cierto. Solo nos resta esperar la carta de su amigo para verificar a la persona que podamos ubicar, y que nos dé la certeza justa.
–Mi amigo, usted es un genio, pero son conjeturas arbitrarias.
–Sí, lo son. Puede que siga apareciendo en los sitios de los cuales me habló y puede que aparezca en otros lugares. La figura de ese hombre es amplia. Todas las calles, barrios, regiones son Pessoa. Él puede aparecer en cualquier sitio. ¿Y por qué no aparecer en todos lados, sino en uno solo, en la Rua do Duarte Belo?
–Todo puede ser, mi amigo.
–Por eso le explico, camarada (ya me sentía un comunista hormonal). Todo puede ser y en la Rua Tv do Sequeiro, mi teoría es que allí caminó de la mano con Ofelia y le declaró un profundo amor con un poema de flores y encantos como él mismo sabía decirlo. Un poema que jamás publicó, sino que fue un regalo para Ofelia. Fue a viva voz.
–¿No cree que también puede ser el poema místico que andamos queriendo encontrar? Tal vez la vida fue ese poema en palabras que conocemos y no podemos explicar con nuestro razonamiento, porque en sí, el razonamiento que nosotros utilizamos es el que nos enseñaron de generación en generación. Y esa farfulla de definiciones no es otra cosa que un error y esas palabras tienen otro sentido, otra acción. ¡Otro poder!
Allí fue donde me quedé meditando y sopesé que podría ser verdad. O no. Ambos nos quedamos entonces con nuestras hipótesis. Dos pessoistas en busca de la verdad. Podría ser que el amor fuera el todo de la razón. El misterio del
universo. No, son solo suposiciones. Si el amor fuera la razón, ¿por qué simple respuesta el mundo padece los avatares de un sufrimiento total hasta llegar a la terrible hazaña de autodestruirse sin necesidad más que de su propia maldad? No hay lugar en este planeta para aplicar la fórmula del amor.
Don José estaba en lo cierto. No nos decíamos palabra alguna, pero ambos creíamos lo mismo y con las miradas sabíamos bien lo que el otro cavilaba profundamente.
Son las 2 horas de la mañana. El bar está cerrado, pero nosotros seguimos en su interior, charlando. Es un lugar especial, lejos de la persecución de Salazar y la policía nocturna que frecuenta hacer sus paseos de aquí para allá.
A veces me contó con claridad don José que una que otra redada caía y todos terminaban en la jefatura declarando las razones de por qué estaban allí en un recinto y a altas horas de la madrugada. Sin pruebas suficientes para inculpar opositores, volvían todos a sus casas.
Como toda dictadura crea rebelión y al otro día volvían. A pesar de las clausuras, y aprietes de amenazas, la subversión de querer nuevamente estar ahí impulsaba a los atrevidos a ello. El portugués era un hombre ya marcado por la policía, por lo que se movía sigilosamente. El solo hecho de ser comunista representaba una blasfemia opositora. Continuamos prolongando nuestra charla. Son pasadas las horas y hay mucho que platicar. Pessoa, Ofelia, el amor, anécdotas, y la dictadura.
–El mozo habrá olvidado traer mi agua –dice el portugués.
–Probablemente, pediré otro café con algo de alcohol.
–Le propongo una ginjinha.
–La he probado, pero igualmente acepto la invitación.
–No se va a arrepentir. Nuestras bebidas aquí son especiales.
–No conozco bien la procedencia de esta bebida. Sé que era costumbre del maestro, tomarla en A Brasileira.
–Cierto. Es una bebida antigua de azúcar y aguardiente, las ginjas son unas
cerezas con canela, y listo el cóctel especial. Se mezcla, se agita durante unas semanas y luego se deja que repose durante unos meses el alcohol. Tres para ser exactos. También sepa, camarada, que es una bebida muy fuerte y como toda bebida de alcohol puede causar unos terribles dolores al hígado y úlcera. De todas maneras, vale más el sabor de vivir cuarenta años inolvidables y no cien de pura rutina.
–Cierto, allá nosotros los porteños solemos ingerir vino o cerveza. Hace tiempo la inmigración trajo desde el continente viejo alguna que otra bebida, refresco y
brebajes mágicos en honor a Baco, y su equivalente Dionisio. El fernet desde Italia ante la creación de un boticario italiano, y su fiel ayudante. A base de uvas fermentadas y hierbas y un poco de bebida cola. Hay variedad de alcoholes, pero no como este. A pesar de todo también ingerimos mate y café.
–¿Mate? Debe ser esa bebida con una hierba pastosa donde le agregan una suerte de tubo donde aspiran para tomar el agua.
–Así es, camarada –y me eche a reír–, pero no es una bebida de nuestra tierra, sino que pertenece a una región que involucra varios países entre ellos la Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil. Es una infusión como el té.
–¡Ah, Brasil! Ellos tienen una bebida llamada caipirinha muy fuerte.
Asentí con agrado. Quién no ha probado la caipirinha brasilera y puede contarlo con consentimiento de causa.
–¿Usted ha probado esa bebida?
–Claro, he probado otras de otros países: la cerveza de los bávaros alemanes; la rakia en Yugoslavia, Bosnia, típica de rituales; el matango camerunés; la sangría española; la crème de cassis; el pito de Ghana; y podría nombrar muchos más: el sake de Japón; el tequila mexicano; el vodka ruso; el kunu de Nigeria; el celtia de Túnez; la Guinness irlandesa; el ouzo griego; el maotai en China y otros tantos.
–Increíble. Usted sabe tanto de licores como de Pessoa.
–Es que me gusta tanto la gastronomía como las bebidas de otros países. Ingiriendo una bebida y una comida, usted logra conocer parte de una cultura y aprende de ella, la quiere, llora con ella y ríe y sobre todo la respeta. Algo que hoy no se hace en el mundo.
–Es verdad. De todas maneras, faltó mencionar en Sudamérica el aguardiente colombiano, el pisco chileno, el grappamiel de Uruguay, y por supuesto nuestra bebida digestiva –y seguí riendo.
–Es verdad, mi amigo, me falta mucho todavía por conocer en culturas y lugares. Me gustaría en alguna etapa antes de dejar pasar los años viajar al continente americano y sentir la calidez latina de una mujer –y se rio don José con la picardía de un adolescente.
–Allá las mujeres son una bendición, ¿qué sería de nosotros sin ellas, no?
–Ellas y las bebidas, mi amigo.
–Por nuestro vino, y las mujeres, el tango, el mate y el fútbol y las escrituras.
–Por nuestras damas, la ginjinha, mi amigo, que aquí levanto en honor a Dios y las personas. Por ella que nos une junto con el fado y el fútbol también.
El mozo apareció y entre su llegada también las disculpas por el vaso de agua
que prometió y nunca logró su destino. Don José asintió en forma positiva la disculpa. Y le dijo que no hay problema, suele ocurrir entre idas y venidas.
–Podría traer para mí y mi amigo una botella de ginjinha.
–Enseguida, señor.
–Gracias.
–Y como le decía, Armando. Esta bebida es una manera de unirnos ante la desigualdad, ideologías y otras cuestiones que separan al ser humano y hasta me atrevo a decir que podría sentarse a tomar una botella con su ex esposa como si fuera su mejor amiga (sabiendo que anda con otra, u otras), y con sus hijos alcanzada la mayoría de edad. No suelo codearme con engaños, pero… –mira con un campo visual superior, y distraído el portugués.
–Ja, ja, es perfecta esa bebida.
Me eché en mi regocijo a reírme como nunca. Ocurre que, durante muchos años, uno aprende a reírse de la nada, de nada sobre cosas que no llevan a nada. Anécdotas y cuentos de cuestiones tan distintas que me hacen pensar que mi objetivo es otro, en tanto mi nuevo amigo que me comentaba sobre la bebida mágica de los portugueses también sonrió y rió. Y es que en la risa figura la facción de un sentido interno de felicidad y es el dolor que se siente en el estómago aquel que vale la pena tener.
El único que fuera de todo sufrimiento, nervios o desdicha nos sentimos con
orgullo de exhibir sin vergüenza. Aquel instante que se revela el golpeteo fuerte abajo cerca del abdomen y uno pone su mano mientras suelta su carcajada, motivo del mensaje de su interlocutor, que le hace el comentario o gesto que genera la risa estrambótica.
Es la mejor evidencia de que, si una persona nos hace reír, es considerado un amigo. No conocía hasta entonces a don José, pero ahora lo veo en el marco pleno de la persona que tiene las dos caras del teatro griego: la tragedia y la risa. Ante tales comentarios en su exposición expulsó las carcajadas sanas de un bromista, tocándose el orificio de la parte baja del estómago (el ombligo) por no poder contenerse. Los señores de al lado observaban.
–Amigos, ¿qué les causa tanta gracia?
–¡Ya sabe!, la ginjinha y esa prosperidad de poder beber con su ex mujer, mientras se va con otra dama usted.
–Es cierto –y los hombres se rieron, hasta el mozo que, de pasada a la mesa de la derecha, alzó el oído, y escuchó nuestra charla.
–Ustedes entiendan, mis amigos, uno no se anda con mentiras, ella parecía encantada ante la borrachera de verme con otra mujer.
–Que viva la ginjinha.
El mozo se volteó y fue a dejar un pedido. Los hombres pararon de reír y siguieron su charla. Al rato nuestro mozo trajo la botella y sirvió en nuestros vasos.
–¡Salud! –nos dijo con una sonrisa jocosa de esas que no se consiguen sino en el rostro de un mozo.
–¡Salud! –le contestamos con risas.
–¡Salud! –levantaron sus copas los hombres.
Del otro lado del bar, en otras mesas, se sentía a la gente levantando copas.
–¡Salud, amigos!
–¡Salud a todos!
Y todos brindamos por esa noche. Cada uno con su historia. La nuestra, las risas de las mujeres, la ideología, Pessoa y su misterio. Para otros tal vez sea trabajo: como ser camionero y la descarga que debía llevar a tiempo, o el hombre de los periódicos que resolvió quedarse despierto para recibir la mercadería matutina de las cuatro de la mañana. Y enviar a su empleado en bicicleta a repartir por las calles. Otros hablando de lo duro de la dictadura.
En la radio de Lisboa sonaban algunas músicas actuales, noticias nocturnas y un poco de fado para no perder la costumbre de que estamos en Portugal y son recién las 2: 30 de la mañana, en un bar que ya tiene sus puertas cerradas, pero mantiene a la gente por costumbre ante las épocas que se viven. Encerrados, divirtiéndose, alegrándose y disfrutando antes de volver a la realidad de una vida que les ha clausurado la noción esa de querer ser libres.
Seguimos tratando el asunto del poeta, hasta entradas las 3 horas de la mañana.
Demasiado tarde, era mejor retirarse. Ya habíamos conversado lo suficiente para tener presente que al otro día él debía esperar la llegada de la carta que no era con seguridad que llegara tal día, pero ya se había programado si en el servicio postal no ocurría problema alguno, como tampoco al cartero, que la misiva llegara pasada la tarde. Don José me daría aviso para emprender la búsqueda del sujeto, un hombre que nos podría dar cierta información sobre el poeta y su misterioso poema.
Mi cabeza ha empezado a dar vueltas producto de la ginjinha portuguesa. Un
último brindis de salud colectivo. Aquí sí que beben los portugueses y fuerte. Me sorprende que al otro día puedan ir a sus empleos, y sus universidades, su vida cotidiana como si nada.
Nos levantamos de la mesa y saludamos y nos retiramos por la puerta de atrás, para no dar pie a sospechas raras. La noche seguía su rumbo. Nos
intercambiamos números de teléfono y direcciones. Don José me dio la mano al mejor estilo romano tomando el antebrazo. Son raros los lusitanos.
Una tenue luz desde el castillo de Sao Jorge dió en la retina de mi ojo izquierdo.
–Es el castillo de Sao Jorge, mi amigo. –Ambos nos quedamos en el poderoso
titán, Leviatán de batallas–.Ante la reconquista de los cristianos, Alfonzo Enríquez pidió el auxilio de los cruzados flamencos y alemanes. ¿Sabe por qué se tiene ese nombre? Le contaré. Una leyenda explica que ante el asedio portugués a los moros infieles un caballero cruzado, Martin Moniz, se interpuso entre una puerta abierta con su cuerpo impidiendo que los sarracenos la cerrasen y permitiendo el acceso de nuestros hombres. El martirio de él dio lugar al nombre San Jorge al que muchos cruzados le dedicaron su devoción y apoyo en la lucha. Irónico, ¿no? El valor de un hombre y el patrón del ejército, un santo que bendice a las hordas dictatoriales. Siempre veo con coraje el castillo y me acuerdo de este hombre y de los valores que el ser humano por conciencia debería tener y por razones desconocidas ha perdido o nunca las adquirió y solo unos pocos se pueden vanagloriar de poseerlas. Tiene un bello mirador al río que siempre nos está llamando. Si puede visítelo, no se va a arrepentir. Su manera de mencionarlo y contar era tan noble que percibí que amaba su país. No emití sonido. No era
preciso, solo me quedé contemplando al gigante dormido entre el cielo y la tierra. No despedimos, él se fue para el norte y yo para el sur.
Comencé a caminar a paso lento casi en péndulo. Trataba de evitar que algún centinela de la ley me viera y preguntara qué hacía a esta hora. Por suerte solo vi una figura que era la de un anciano indigente tirado en el suelo y nada más.
Seguí mi rumbo hacia un callejón y tomé el atajo más próximo al hotel. Paso a paso, me iba acordando de cada trago y de lo que me había mencionado don José sobre Pessoa. Tal vez esto sea toda una mentira y nosotros malgastamos el tiempo en ídolos inexistentes, figuras de leyenda que no existen. Un cáliz de Cristo, un arca perdida de la alianza, el cuerpo de Adán y Eva. Y el poema de Fernando Pessoa.
No hay duda, hay que seguir la búsqueda, algo aparecerá. Seguía tambaleando y tambaleando, y al dar vuelta en la dirección justa al hotel, un policía me avista y se aproxima hacia mí lentamente y me hace una señal de alto. Paro y espero tranquilo. Estoy acostumbrado a que los agentes estén parando y preguntando antecedentes como un delincuente marcado por la marca caliente del acero fundido.
–Señor, lo veo perdido por aquí.
–Buenas noches, oficial. Para nada, solo caminando un poco.
–Documentos si me permite, ¿qué está haciendo a estas horas por aquí? Es muy tarde.
–Disculpe, oficial, es que estoy de vacaciones y quería salir a la ciudad de noche. El oficial huele el alcohol impregnado en mi ropa y mi aliento al hablar.
–¿Estuvo tomando?
–Sí, la verdad es que quería probar la ginjinha portuguesa, quería saber si es tan buen como dicen.
–¿Y le gustó?
–Es genial y luego decidí pasear. Tomé una botella, me pareció muy deliciosa, junto a sus comidas oriundas de Lisboa. Tanto es así que no me percaté del horario.
–¡Está bien!
El oficial estudia mi pasaporte y me ve.
–También, oficial, estoy cerca del hotel, aquí a unas calles. Intento no alejarme.
–¡Perfecto!
El oficial devuelve la documentación, el pasaporte.
–Vaya y no esté dando vueltas por aquí de noche, no es seguro. Y la próxima vez tome la ginjinha en pequeños vasos y no una botella. La disfrutará más.
–Le agradezco por el consejo, oficial, ¡que tenga buenas noches!
–¡Buenas noches!
El oficial siguió su curso y paró en una esquina. Casi casi estaba en el hotel. La bebida me ayudó a dar una buena coartada. Toco timbre en la puerta del hotel y me abre una persona que se encuentra de sereno cubriendo al encargado de llaves. Lo saludo sin decir nada para evitar el olor a alcohol de mi aliento.
Voy por las escaleras y llego a mi cuarto, abro la puerta y estoy listo para desmayarme. Por hoy solo dormiré.