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93.33% La Niña Que Bebió Luz de Luna / Chapter 14: En el que Antain hace una visita

Capítulo 14: En el que Antain hace una visita

las hermanas de la estrella siempre tenían un aprendiz, que siempre era un

chico. en realidad no era un aprendiz, sino un criado. lo contrataban con

nueve años de edad y lo despedían con una nota.

todos los chicos recibían la misma nota. nunca cambiaba.

«teníamos grandes esperanzas —rezaba—, pero nos has decepcionado.»

había chicos que estaban en servicio solo un par de semanas. un

compañero de la escuela de antain había durado solo un día. la mayoría

hacía las maletas a los doce años de edad, justo cuando empezaban a sentirse

cómodos. cuando empezaban a cobrar conciencia de lo mucho que podía

aprenderse en las bibliotecas de la torre y, en consecuencia, se les despertaba

el hambre de conocimiento, los despachaban.

antain tenía doce años cuando recibió su nota, justo un día después de

que le concediesen el privilegio (después de tanto solicitarlo) de acceder a la

biblioteca. fue un golpe abrumador.

las hermanas de la estrella vivían en la torre, una estructura

impresionante que perturbaba la vista y confundía la mente. la torre se

alzaba justo en el centro del protectorado, y su sombra se proyectaba hacia

todas partes.

infinitos pisos subterráneos albergaban las despensas, las bibliotecas

auxiliares y los armarios de las hermanas. había estancias reservadas para el encuadernado de libros, para la mezcla de hierbas, para el entrenamiento con

sable y para la práctica del combate cuerpo a cuerpo. Las Hermanas

dominaban todos los idiomas conocidos, la astronomía, los venenos, la danza,

la metalurgia, las artes marciales, el decoupage y todos los secretos del

asesinato. En las plantas superiores estaban las sencillas alcobas (triples), los

espacios para reuniones y para meditar, un sinfín de celdas impenetrables,

una sala de torturas y un observatorio celeste. Todo ello estaba conectado

mediante una intrincada estructura de pasadizos con ángulos estrambóticos y

escaleras entrecruzadas que iban y volvían desde el vientre del edificio y sus

profundidades hasta la corona de su mirador. Si alguien cometía la locura de

entrar allí sin permiso, podía pasarse días vagando en el interior sin encontrar

la salida.

Durante los años que Antain pasó en la Torre, escuchó los resuellos en las

salas de entrenamiento, oyó algún que otro llanto en las celdas y en la sala de

torturas, y también a las Hermanas enzarzadas en acaloradas discusiones

sobre la ciencia de las estrellas y la composición alquímica de las bombillas

de Zirin o el significado de un poema especialmente controvertido. Oyó a las

Hermanas cantar mientras molían harina, hervían hierbas o afilaban sus

cuchillos. Aprendió a escribir al dictado, a limpiar un retrete, a poner una

mesa, a servir una comida excelente y a dominar el exquisito arte de cortar el

pan. Aprendió los requisitos para preparar una taza de té insuperable y los

secretos de la elaboración de bocadillos; aprendió a permanecer inmóvil en el

rincón de una estancia y a escuchar una conversación, memorizando hasta el

último detalle de la misma, sin que los interlocutores se percataran de su

presencia. Durante su estancia en la Torre, las Hermanas lo elogiaron con

frecuencia, alabaron su dominio de la escritura, su rapidez y su conducta

educada. Pero aquello no era suficiente. Ni mucho menos. Cuanto más

aprendía, más comprendía lo mucho que había por descubrir. Los

polvorientos libros que guardaban en silencio aquellas bibliotecas albergaban

cantidades inmensas de conocimientos, y Antain ansiaba beber de ellos. Pero

no tenía permiso. Trabajó duro. Se esforzó al máximo. Intentó no darle más

vueltas.

Y un día, cuando entró en su habitación, descubrió que le habían hecho

las maletas. Las Hermanas le habían dejado una nota junto a la camisa y lo

habían enviado de vuelta a casa de su madre.

«Teníamos grandes esperanzas —decía la nota—, pero nos has

decepcionado.»

Nunca llegó a superarlo.

Ahora, como Anciano en Formación, se suponía que tenía que estar en el

Salón del Consejo, preparándose para las audiencias de la jornada, pero no

podía. Después de poner una excusa para librarse del Día del Sacrificio de

nuevo, Antain había notado una diferencia clara en la confianza de los

Ancianos. Cada vez más murmullos. La proliferación de miradas de soslayo.

Y, lo que era peor, había notado que su tío se negaba a mirarlo.

No había pisado la Torre desde sus tiempos como aprendiz, pero tenía la

sensación de que era el momento adecuado para hacerles una visita a las

Hermanas, que habían sido, para él, una especie de familia durante un corto

tiempo; una familia rara, poco amigable y, a decir verdad, asesina. «Pero, con

todo, la familia es la familia», pensó al aproximarse a la vieja puerta de

madera de roble y llamar.

(Había otra razón, naturalmente. Pero a Antain le costaba reconocerlo.

Por eso estaba tan nervioso.)

Abrió su hermano pequeño. Rook. Moqueaba, como era habitual, y

llevaba el pelo mucho más largo que la última vez que lo había visto, hacía

ya más de un año.

—¿Has venido para llevarme a casa? —preguntó Rook, con una mezcla

de esperanza y vergüenza en su voz—. ¿También las he decepcionado?

—Me alegro de verte, Rook —dijo Antain, rascándole la cabeza a su

hermano como si fuese un perro que se ha portado bien—. Pero no. Solo

llevas un año. Te queda aún mucho tiempo para decepcionarlas. ¿Está la

Hermana Ignacia? Me gustaría hablar con ella.

Rook se encogió de hombros, y Antain pasó por alto el gesto. La

Hermana Ignacia era una mujer increíble. Y aterradora. Pero Antain siempre

se había llevado bien con ella y ella siempre le había tenido cariño. Las

demás le comentaban que aquello era excepcional. Aunque Antain podría

haber llegado hasta allí con los ojos cerrados, Rook acompañó a su hermano

hasta el estudio de la Hermana Superiora. Antain conocía todos los peldaños,

todos los recovecos de aquellas viejas paredes, todas las quejumbrosas

planchas de madera que cubrían el suelo. A pesar de los años que habían

pasado, seguía soñando con regresar a la Torre.

—¡Antain! —exclamó la Hermana Ignacia desde detrás de su mesa.

Estaba, al parecer, traduciendo textos de botánica. Esa era la pasión

principal de la Hermana Ignacia. Tenía el despacho lleno de plantas de todo

tipo, en su mayoría procedentes de las partes más oscuras del bosque o del

pantano, pero también de otros lugares del mundo, que llegaban a ella a

través de mercaderes especializados de las ciudades del otro extremo de la

Carretera.

—Caramba, mi querido chico —dijo la Hermana Ignacia, levantándose de

la mesa y cruzando la perfumada estancia para acunar la cara de Antain entre

sus manos fuertes y nudosas. Le dio unos golpecitos suaves en cada mejilla,

pero igualmente dolían—. Estás mucho más guapo ahora que cuando te

mandamos a casa.

—Gracias, Hermana —dijo Antain, sintiendo una punzada de vergüenza

solo de pensar en aquel día horroroso en el que se vio obligado a abandonar

la Torre con una nota.

—Siéntate, por favor. —Miró hacia la puerta y dijo, subiendo el tono de

voz—: ¡CHICO! CHICO, ¿ME OYES?

—Sí, Hermana Ignacia —chirrió Rook, cruzando precipitadamente la

puerta y tropezando con el umbral.

A ella no le hizo ninguna gracia.

—Necesitaré té de lavanda y galletas de flores de Zirin —ordenó.

Le lanzó al chico una mirada tenebrosa, y él salió corriendo como si lo

persiguiera un tigre. La Hermana Ignacia suspiró.

—Me temo que tu hermano no tiene tus dotes —dijo—. Lo cual es una

lástima. Teníamos grandes esperanzas.

Le indicó a Antain que tomase asiento en una de las sillas. Estaba

cubierta con una especie de parra con pinchos, pero Antain se sentó de todos

modos, intentando ignorar los pinchazos en las piernas. La Hermana Ignacia

se acomodó enfrente y se inclinó hacia él, observándolo.

—Dime, querido mío, ¿te has casado ya?

—No, señora —dijo Antain ruborizándose—. Soy aún muy joven.

La Hermana Ignacia chasqueó la lengua.

—Pero te gusta alguien. Lo noto. A mí no puedes esconderme nada. No

lo intentes siquiera.

Antain se esforzó por no pensar en la chica de la escuela. Ethyne. Estaba

en algún lugar de aquella torre. Pero era una causa perdida y no podía hacer

nada al respecto.

—Mis deberes con el Consejo no me dejan mucho tiempo —dijo en tono

evasivo, lo cual era cierto.

—Claro, claro —replicó ella, agitando la mano—. El Consejo.

A Antain le dio la impresión de que había pronunciado la palabra con

cierta sorna. Pero luego estornudó, y pensó que se lo habría imaginado.

—Llevo solo cinco años como Anciano en Formación, pero ya estoy

aprendiendo... —Se interrumpió—. Mucho —remató con voz hueca.

«El bebé en el suelo.

»La mujer gritando desde las vigas.»

Por mucho que lo había intentado, era incapaz de sacarse de la cabeza

aquellas imágenes. Ni la respuesta del Consejo a sus preguntas. ¿Por qué

tratarían sus dudas con tanto desdén? Antain no tenía ni idea.

La Hermana Ignacia ladeó la cabeza y le lanzó una mirada inquisitiva.

—Si quieres que te sea franca, querido, cuando tomaste la decisión de

incorporarte a un organismo tan especial como ese, me quedé pasmada, y

confieso que di por sentado que no había sido decisión tuya, sino de tu...

encantadora madre —dijo, e hizo un mohín, como si se hubiera llevado a la

boca una cosa amarga.

Y era cierto. Era completamente cierto. En ningún momento fue Antain

quien tomó la decisión de incorporarse al Consejo. Él habría preferido ser

carpintero. De hecho, se lo había comunicado a su madre —a menudo y con

largas explicaciones—, pero ella no le había hecho caso.

—La carpintería es lo que me habría imaginado —continuó la Hermana

Ignacia, sin darse cuenta de la expresión de sorpresa de Antain al comprobar

que le había leído los pensamientos—. Siempre te gustó.

—¿Cómo...?

La Hermana Ignacia sonrió entrecerrando los ojos.

—Sé bastantes cosas, jovencito. —Hinchó las aletas de la nariz y

parpadeó—. Te quedarías pasmado.

Rook hizo su torpe entrada con el té y las galletas, y consiguió tanto

derramar el té como volcar las galletas sobre el regazo de su hermano. La

Hermana Ignacia le lanzó una mirada afilada como un cuchillo, y el chico

salió corriendo de la habitación presa del pánico, como si la cuchillada

hubiera sido real.

—Y bien —dijo la Hermana Ignacia, dando un sorbito al té y sin dejar de

sonreír—. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Pues... —dijo Antain, a pesar de tener la boca llena de galletas— solo

quería pasar a saludar. Porque hacía mucho tiempo que no venía por aquí.

Para ponernos al día. Para ver qué tal estaban.

«El bebé en el suelo.

»Los gritos de la madre.

»¿Y si llegara alguien antes que la bruja? ¿Qué sería entonces de

nosotros?

»Por todas las estrellas, ¿por qué tenemos que seguir con esto? ¿Por qué

nadie lo detiene?»

La Hermana Ignacia sonrió.

—Mentiroso —dijo, y Antain bajó la cabeza. La Hermana Ignacia

extendió la mano y le presionó la rodilla con cariño—. No te avergüences,

pobrecillo —dijo para calmarlo—. No eres el único que desea ver y

asombrarse ante nuestro animal enjaulado. Estoy planteándome incluso

cobrar entrada.

—Ah —dijo Antain, en señal de protesta—. No, yo...

La Hermana Ignacia hizo un gesto para indicarle que no siguiera.

—No es necesario. Lo entiendo perfectamente. Es como un pájaro

exótico. Un poco también como un rompecabezas. Un torrente de tristeza.

Suspiró y las comisuras de los labios le temblaron, como la punta de la

lengua de una serpiente. Antain frunció el entrecejo.

—¿Tiene cura? —preguntó.

La Hermana Ignacia se echó a reír.

—¡Mi dulce Antain! La tristeza no se cura.

Y esbozó entonces una amplia sonrisa, como si lo que acababa de decir

fuera una noticia excelente.

—Pero no creo que esto pueda durar para siempre —insistió Antain—.

Son muchos los que han perdido a sus hijos. Y no todo el mundo siente una

tristeza así.

La Hermana Ignacia cerró la boca con fuerza.

—No. No, claro que no. En su caso, la pena se ve amplificada por la

locura. O también podría ser que la locura tuviera su origen en la tristeza. O

tal vez se trate de algo completamente distinto. Lo cual la convierte en un

objeto de estudio interesante. Me gusta tenerla en nuestra querida Torre.

Estamos aprovechando muy bien los conocimientos que obtenemos a partir

de la observación de su mente. El conocimiento, al fin y al cabo, es un bien

precioso. —Antain se percató de que la Hermana Ignacia tenía las mejillas un

poco más rosadas que la última vez que la vio—. Pero si quieres que te sea

sincera, mi querido chico, por mucho que una vieja dama como yo valore la

atención de un joven tan guapo como tú, no tienes por qué salirme con

cumplidos. Llegará el día en que seas miembro de pleno derecho del Consejo.

Basta con que se lo pidas al chico que custodia la puerta y él mismo te

mostrará a los prisioneros que desees ver. La ley funciona así. —Su mirada se

volvió gélida. Aunque solo un instante. Sonrió entonces con calidez—. Ven

conmigo, pequeño Anciano.

Se levantó y se dirigió a la puerta sin emitir ningún sonido. Antain la

siguió, sus botas resonaban con fuerza contra la madera del suelo.

Pese a que las celdas estaban solo un piso por encima de ellos,

necesitaron recorrer cuatro escaleras para llegar hasta ellas. Durante el

trayecto, Antain fue asomando la cabeza en todas las estancias con la

esperanza de encontrarse por casualidad a Ethyne, la chica de la escuela. Y

vio a muchos miembros del noviciado, pero a ella no. Intentó que la

decepción no se le notara.

Las escaleras giraban a derecha e izquierda y luego descendían en espiral

hasta llegar a la sala central del piso de las celdas. Era un espacio circular, sin

ventanas, con tres Hermanas ocupando sendas sillas situadas justo en el

medio y dándose la espalda, formando un triángulo perfecto. Todas tenían un

arco que descansaba en el regazo.

La Hermana Ignacia miró con autoridad a la Hermana más próxima. Al

instante, indicó, señalándola con la barbilla, una de las puertas.

—Déjale pasar a la número cinco. Cuando esté listo, llamará a la puerta.

Y procura no dispararle sin querer.

Y entonces, con una sonrisa, miró otra vez a Antain y lo abrazó.

—Me marcho —dijo animadamente, y se encaminó hacia la escalera de

caracol mientras la Hermana más próxima se levantaba y abría la puerta

marcada con un 5.

Miró a Antain a los ojos y se encogió de hombros.

—No te servirá de gran cosa. Tuvimos que darle pociones especiales para

que se tranquilizase. Y hubo que cortarle su preciosa cabellera porque se

tiraba de los pelos. —Miró a Antain de arriba abajo—. No llevarás ningún

papel encima, ¿verdad?

Antain frunció el ceño.

—¿Papel? No. ¿Por qué?

La Hermana cerró la boca con fuerza antes de responder.

—No le está permitido tener papel —respondió.

—¿Por qué no?

La Hermana se quedó impertérrita. Su rostro era tan inexpresivo como

una mano en el interior de un guante.

—Ya lo verás —dijo.

Y abrió la puerta.

La celda era un caos de papel. La prisionera había doblado, retorcido,

rasgado y arrugado hojas para crear miles de pájaros de papel, de todas

formas y tamaños. En el rincón había cisnes de papel, garzas de papel en la

silla y minúsculos colibríes de papel colgados del techo. Patos de papel,

petirrojos de papel, golondrinas de papel, palomas de papel.

El primer instinto de Antain fue escandalizarse. El papel era caro.

Tremendamente caro. En la ciudad había fabricantes que confeccionaban

finas hojas de material para escritura a partir de una combinación de pulpa de

madera, totora, lino salvaje y flores de Zirin. Los mercaderes se llevaban

prácticamente toda la producción al otro lado del bosque. Cuando alguien del

Protectorado escribía alguna cosa, lo hacía solo después de dedicarle mucha

reflexión, consideración y planificación.

Y esta lunática... estaba desperdiciándolo. Antain estaba conmocionado.

Pero...

Los pájaros eran muy sofisticados y elaborados con gran detalle.

Atiborraban el suelo, inundaban la cama, asomaban por el borde de los dos

cajones de la mesita de noche. Y eran, eso era innegable, preciosos. Eran tan

bellos que Antain se llevó la mano al corazón.

—Ah —musitó.

La prisionera estaba en la cama, profundamente dormida, pero se agitó al

oír su voz. Se desperezó, poco a poco. Muy despacio también, dobló los

codos bajo el cuerpo y se acercó a un pequeño pupitre.

Estaba irreconocible. La preciosa melena negra había desaparecido,

estaba rapada al cero; tampoco vio ni el fuego de su mirada ni el rubor de sus

mejillas. Los labios mantenían una expresión plana y flácida, como si pesaran

tanto que no pudiera curvarlos, y tenía los pómulos hundidos y apagados.

Incluso la marca de nacimiento en forma de cuarto creciente de la frente era

una sombra de lo que fue, como una mancha de ceniza. Tenía las manos

cubiertas de cortes —del papel, supuso Antain— y las yemas de los dedos

manchadas de tinta.

Su mirada vagó de un extremo a otro de Antain, arriba y abajo, izquierda

y derecha, sin encontrar un lugar donde detenerse. No lo ubicaba.

—¿Te conozco? —preguntó muy despacio.

—No, señora —respondió Antain.

—Tu cara... —tragó saliva— me suena.

Era como si estuviera extrayendo las palabras de lo más profundo de un

pozo. Antain miró a su alrededor. Había también una mesita con más papel,

esta vez con dibujos. Mapas extraños y complicados, con palabras

incomprensibles y señales desconocidas. Y todos con la misma frase escrita

en la esquina inferior derecha: «Ella está aquí; está aquí; está aquí».

«¿Quién está aquí?», se preguntó Antain.

—Soy miembro del Consejo, señora. Miembro provisional, mejor dicho.

Anciano en Formación.

—Ah —dijo la mujer, y se dejó caer de nuevo en la cama, para quedarse

mirando el techo con cara inexpresiva—. Tú. Te recuerdo. ¿Has venido

también para ridiculizarme?

Cerró los ojos y soltó una carcajada.

Antain retrocedió. La risa le provocó un escalofrío, como si estuvieran

derramándole lentamente agua gélida por la espalda. Miró los pájaros de

papel que colgaban del techo. Era extraño, pues colgaban de lo que parecían

hilos de pelo largo, negro y ondulado. Y más extraño si cabe era que todos

miraban hacia él. ¿Estaban antes mirándolo de aquella manera?

Empezaron a sudarle las manos.

—Deberías decirle a tu tío —dijo la mujer, muy muy despacio, colocando

una palabra detrás de otra como si fuera una hilera de piedras grandes y

pesadas— que se equivocó. Que está aquí. Y que está muy mal.

«Ella está aquí», decía el mapa.

«Está aquí.»

«Está aquí.»

¿Qué significaba aquello?

—¿Quién está dónde? —preguntó Antain, sin poder evitarlo.

Pero ¿qué hacía hablándole?

«Razonar con una loca es imposible —se recordó—. No es factible.» Los

pájaros de papel aletearon por encima de su cabeza. «Debe de ser el viento»,

pensó.

—La niña que me robó. Mi hija. —Soltó otra risotada—. No murió. Tu

tío cree que está muerta. Pero se equivoca.

—¿Por qué tendría que creer mi tío que está muerta? Nadie sabe qué hace

la bruja con los niños.

Se estremeció. Percibió un temblor a su izquierda, un movimiento, como

el batir de un ala de papel. Se volvió, pero no se movía nada. Lo oyó entonces

a su derecha. Se volvió otra vez. Nada.

—Es lo único que sé —dijo la madre, incorporándose con dificultad.

Los pájaros de papel empezaron a moverse y a girar.

«No es más que el viento», se dijo Antain.

—Sé dónde está.

«Me estoy imaginando cosas.»

—Sé lo que hace tu gente.

«Tengo algo en la nuca. Dios mío. Es un colibrí. Y... ¡AY!»

En aquel momento, un cuervo de papel cruzó volando la celda, rozando

con el ala la mejilla de Antain y provocándole un corte que empezó a sangrar.

El chico estaba tan pasmado que no pudo ni gritar.

—Pero no importa. Porque el día del juicio se acerca. Se acerca. Se

acerca. Casi ha llegado.

Cerró los ojos y se balanceó de un lado a otro. Estaba loca. Su demencia

se aferraba a su alrededor como una nube, y Antain comprendió que, si no

quería contagiarse, tenía que marcharse cuanto antes de allí. Aporreó la

puerta, pero sus golpes no emitían sonido alguno.

—¡SACADME DE AQUÍ! —gritó a las Hermanas. Pero su voz murió en el

instante en el que abandonó su boca. Las palabras cayeron con un golpe

sordo a sus pies.

¿Estaría contagiándose de su locura? ¿Era eso posible? Los pájaros de

papel revolotearon, agitaron las alas y se agruparon. Levantaron el vuelo en

grandes oleadas.

—¡POR FAVOR! —gritó, justo cuando una golondrina de papel se lanzaba

a por sus ojos y dos cisnes le mordisqueaban los pies.

Pataleó y palmoteó, pero no lograba quitárselos de encima.

—Pareces un buen chico —dijo la mujer—. Elige otra profesión. Es mi

consejo.

Volvió a tumbarse en la cama.

Antain aporreó de nuevo la puerta. Pero los golpes siguieron siendo

inaudibles.

Los pájaros graznaban, insistían y chillaban. Afilaban como cuchillos sus

alas de papel. Se apelotonaron sin dejar de murmurar, se inflaron, se

contrajeron y volvieron a hincharse. Se prepararon para el ataque. Antain se

tapó la cara con las manos.

Y se le echaron encima.


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