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En el que una bruja encuentra una puerta
y también un recuerdo
Xan dio la espalda al pantano y enfiló el sendero cuesta arriba, hacia el cráter
donde el volcán había abierto su cara al cielo tanto tiempo atrás. El camino
estaba enlosado con piedras grandes y planas, tan bien encajadas entre ellas
que en las fisuras apenas cabía una hoja de papel.
Hacía años que no recorría aquel camino. Siglos, en realidad. Se
estremeció. Todo parecía muy distinto. Pero... no lo era.
En su día, en el patio del castillo había un círculo de piedras que rodeaban
la Torre central, la más antigua, como si fueran centinelas, y el castillo había
envuelto el círculo, como una serpiente que se come la cola. Pero la Torre
había desaparecido (Xan no sabía qué había sido de ella), el castillo estaba en
ruinas y las piedras habían quedado cubiertas por el volcán, o engullidas por
el terremoto, o destrozadas por el fuego, el agua y el tiempo. Solo quedaba
una, y era difícil de encontrar. La hierba alta la rodeaba como una cortina y
además estaba cubierta de hiedra. Xan pasó medio día intentando dar con ella
y cuando la encontró, tuvo que dedicar una hora entera a quitar la insistente
maraña de hiedra.
Cuando llegó a la piedra, se sintió defraudada. Tenía unas palabras
grabadas en la parte plana. Un mensaje sencillo en cada cara. Las había
escrito Zósimos mucho tiempo atrás. Las había grabado para ella cuando
todavía era una niña.
«No olvides», decía en un lado de la piedra.
«Lo digo en serio», decía en el otro.
—¿Que no olvide qué? ¿Qué es lo que dices tan en serio, Zósimos?
No lo sabía. A pesar de lo frágil de su memoria, una cosa que sí recordaba
era la tendencia de Zósimos hacia lo críptico. Creía que bastaba con palabras
vagas e insinuaciones, que tenían que ser perfectamente comprensibles para
todo el mundo.
Y después de tantísimos años, Xan sí recordaba lo fastidioso que aquello
le resultaba entonces.
—¡Que el cielo lo confunda! —refunfuñó.
Se acercó a la piedra y apoyó la frente en las palabas grabadas, como si la
piedra fuese Zósimos en persona.
—Ay, Zósimos —dijo, notando una oleada de emoción que no había
sentido en casi cinco siglos—. Lo siento. Lo he olvidado. No era mi
intención, pero...
La oleada de magia la golpeó como una roca caída del cielo y la impulsó
hacia atrás. Cayó al suelo sobre las caderas con un golpe sordo. Se quedó
mirando la piedra, boquiabierta.
«¡La piedra está enmagizada! —dijo para sus adentros—. ¡Claro!»
Y mientras miraba la roca, apareció una veta en la parte central y las dos
mitades se abrieron hacia el interior, como un par de puertas de piedra.
«No es que lo parezcan —pensó Xan—. Es que son un par de puertas de
piedra.»
El contorno de la roca seguía dibujándose contra el cielo azul, pero la
entrada se abría hacia un pasadizo en penumbra, y unos peldaños de piedra
desaparecían en la oscuridad.
Y de pronto, Xan recordó aquel día. Tenía trece años y estaba muy
impresionada con su inteligencia de bruja. Su maestro, que cuando era
pequeña era fuerte y poderoso, se debilitaba a pasos agigantados a cada día
que pasaba.
—Ten mucho cuidado con tu tristeza —le había dicho. Era muy viejo.
Increíblemente anciano. Su rostro era anguloso, su cuerpo, todo huesos, su
piel, fina como el papel; parecía un grillo—. La tristeza es peligrosa. No
olvides que aún está presente.
Y Xan había engullido su tristeza. Y también sus recuerdos. Los había
enterrado en lo más profundo de su ser para no volver a encontrarlos nunca
más. O eso creía.
Pero de pronto estaba rememorando el castillo. ¡Lo recordaba! Aquella
rareza en ruinas. Sus pasadizos sin sentido. Y la gente que vivía en él; no los
brujos y los sabios, sino los cocineros, los escribanos y los criados. Recordó
cómo echaron a correr por el bosque cuando el volcán entró en erupción.
Recordó los hechizos que elaboró para protegerlos a todos —menos a uno—
y que rezó a las estrellas para que los protegieran mientras huían de allí.
Recordó que Zósimos escondió el castillo en el interior de las piedras del
círculo. Que cada una era una puerta.
—El mismo castillo, puertas distintas. No lo olvides. Lo digo en serio.
—No lo olvidaré —dijo cuando tenía trece años.
—Lo olvidarás, a buen seguro, Xan. ¿O es que no te conoces? —Era tan
viejo... ¿Cómo había envejecido tanto? Se había convertido prácticamente en
polvo—. Pero no te preocupes. Está incluido en el hechizo. Y ahora, si no te
importa, cariño... Ha sido maravilloso conocerte, y he lamentado conocerte,
pero, a pesar de mí mismo, acabé riendo todos los días que pasamos juntos.
No obstante, esto forma parte del pasado, y tú y yo debemos separarnos.
Tengo muchos miles de personas a las que proteger de este maldito volcán, y
confío en que procures que se muestren siempre agradecidos; ¿lo harás,
cariño? —Negó con la cabeza con tristeza—. Pero qué digo. Claro que no.
Y entonces, él y el Dragón Simplemente Enorme desaparecieron entre el
humo y se arrojaron al corazón de la montaña, deteniendo con ello la
erupción y obligando al volcán a sumirse en un sueño inquieto.
Y desaparecieron para siempre.
Xan nunca hizo nada para salvaguardar su memoria ni para explicar lo
que Zósimos había llevado a cabo.
De hecho, transcurrido un año, apenas lo recordaba. Nunca se le ocurrió
que aquello fuera extraño: la parte de ella que lo habría encontrado raro había
quedado al otro lado de la cortina. Perdida entre la niebla.
Observó la penumbra en busca del castillo escondido. Le dolían los
huesos y la cabeza le funcionaba a toda velocidad.
¿Por qué había perdido todos aquellos recuerdos? Y ¿por qué Zósimos
había escondido el castillo?
No lo sabía, pero estaba segura de que acabaría descubriendo la respuesta.
Golpeó el suelo tres veces con el bastón para que produjera luz suficiente
para iluminar la oscuridad. Y se adentró en la piedra.