De: Graff%peregrinacion@colmin.gov A: Boromakot%pinto@IComeAnon.com Dirigido y enviado por IcomeAnon Encriptado usando código ********
Decodificado usando código *********** Sobre: Asesor financiero
Tu idea de convertir el software del Juego de Fantasía en un asesor financiero va sorprendentemente bien. No hemos tenido tiempo de hacer más que pruebas a corto plazo, pero hasta ahora ha sobrepasado a todos los expertos. Estamos suministrándole los fondos de la pensión de Ender. Como sugeriste, nos aseguramos de que todas las inversiones sean hechas bajo identidades falsas; también nos aseguramos de que el software esté enganchado ampliamente por las redes en una interminable serie de formas autovariantes. Será imposible de localizar y de eliminar a menos que alguien haga un esfuerzo internacional sistemático para borrarlo, cosa que es improbable que suceda, pues nadie sospecha de su existencia.
Ender no tendrá ninguna necesidad de dinero en su colonia, y lo hará mejor si no es consciente de que existe. La primera vez que entre en las redes después de su vigésimo primer cumpleaños subjetivo, el software se le revelará junto con la suma de sus inversiones. Dado el tiempo transcurrido en el viaje, Ender cumplirá la mayoría de edad con una fortuna apreciable. Considerablemente más, he de añadir, que las proyecciones más optimistas sobre el valor de los bonos de la Hegemonía.
Pero las finanzas de Ender no son una emergencia y tus hijos sí que lo son.
Un equipo distinto está estudiando la base de datos que Ferreira nos envió para que nos proporcione información más útil. Eso implica un montón de investigaciones adicionales, no con búsquedas de datos pelados, sino con operadores individuales siguiendo bases de datos médicas, electorales, fiscales, inmobiliarias, de mudanzas, transportes y demás, algunas de ellas no accesibles legalmente. En vez de conseguir miles de positivos, ninguno de los cuales es probable que
sea útil, estamos obteniendo cientos de positivos de los cuales algunos puede que nos lleven a alguna parte.
Lamento que tarde tanto, pero cuando conseguimos un positivo decente, tenemos que comprobarlo, a menudo con personal de tierra. Y por motivos obvios, no tenemos muchos agentes con los que trabajar.
Mientras tanto, te sugiero que recuerdes que nuestro trato depende de que conviertas a Peter en Hegemón de hecho además de serlo de nombre antes de marcharte. Me preguntaste cuál sería mi baremo de éxito. Podrás irte cuando Peter tenga control firme sobre más del cincuenta por ciento de la población mundial o cuando tenga suficiente fuerza militar para asegurarse la victoria aunque algún oponente potencial sea dirigido por graduados de la Escuela de Batalla.
Por tanto: sí, Bean, esperamos que vayas a Ruanda. Somos la mejor esperanza de que tú y tus hijos sobreviváis, y tú eres nuestra mejor esperanza de que Peter prevalezca y consiga la unidad y la paz general. Tu tarea comienza consiguiendo para Peter esa fuerza militar irresistible y la nuestra empieza encontrando a tus bebés.
Como tú, espero que ambas tareas puedan conseguirse.
* * *
Alai creía que, cuando tomara el control del complejo de Damasco, sería libre para gobernar como califa.
No tardó mucho en descubrir su error.
Todos los hombres del complejo de palacio, incluyendo sus guardaespaldas, le obedecían sin rechistar. Pero en cuanto intentó salir, incluso para cabalgar alrededor de Damasco, aquellos en quien más confiaba empezaron a discutir con él.
—No es seguro —dijo Ivan Lankowski—. Cuanto te deshiciste de la gente que te controlaba aquí, sus amigos sintieron pánico. Y sus amigos son también quienes dirigen nuestros ejércitos en todas partes.
—Siguieron mi plan en la guerra —respondió Alai—. Creía que eran leales al califa.
—Eran leales a la victoria —dijo Ivan—. Tu plan era brillante. Y tú... estuviste en el grupo de Ender. Fuiste su amigo más íntimo. Claro que siguieron tu plan.
—Así que creyeron en mí por la Escuela de Batalla, pero no como califa.
—Creyeron en ti como califa, pero más como la clase de figura simbólica que hace vagos pronunciamientos religiosos y discursos para levantar los ánimos, mientras que los señores de la guerra y los caudillos hacen todo el trabajo tedioso de tomar decisiones y dar órdenes.
—¿Hasta dónde llega su control?
—Es imposible saberlo —contestó Ivan—, Aquí, en Damasco, tus servidores leales han capturado y eliminado a varias docenas de agentes. Pero yo no te permitiría subir a un avión en Damasco... ni militar ni comercial.
—Entonces, si no puedo confiar en los musulmanes, llévame a los Altos del Golán, a Israel, y permíteme volar en un jet israelí.
—El mismo grupo que se niega a obedecerte en la India está también diciendo que nuestro acuerdo con los sionistas fue una ofensa contra Dios.
—¿Quieren empezar de nuevo esa pesadilla?
—Añoran los viejos tiempos.
—Sí, cuando los ejércitos musulmanes eran humillados allá donde estuvieran y el mundo temía a los musulmanes por los muchos inocentes asesinados en nombre de Dios.
—No tienes que discutir conmigo —recordó amablemente Ivan.
—Bueno, Ivan, si me quedo aquí, algún día mis enemigos terminarán en la India... ganen o pierdan. Sea cual sea el resultado, vendrán aquí, enloquecidos por la victoria o por la derrota indistintamente. Sea como sea, estaré muerto, ¿no te parece?
—Oh, clarísimamente, mi señor. Tenemos que encontrar un modo de salir de aquí.
—¿No hay ningún plan?
—Todo tipo de planes —dijo Ivan—. Pero todos implican salvar tu vida. No salvar al califato.
—Si huyo, el califato está perdido.
—Y si te quedas, el califato será tuyo hasta el día de tu muerte. Alai se echó a reír.
—Bueno, Ivan, lo has analizado bien. Así que no tengo elección. Tengo que ir a donde están mis enemigos y destruirlos.
—Sugiero que utilices una alfombra mágica como medio de transporte más digno de confianza.
—¿Crees que sólo un genio podría llevarme a la India para enfrentarme al general Rajam?
—Vivo, sí.
—Entonces debo contactar con mi genio.
—¿Es buen momento? —preguntó Ivan—. Con el último vídeo de esa loca en todas las redes y los medios, Rajam va a estar muy cabreado.
—Es el mejor momento —contestó Alai—. Por cierto, Ivan, ¿puedes decirme por qué el sobrenombre de Rajam es Andariyy?
—¿Te aclararía algo si te digo que eligió el sobrenombre de «cuerda gruesa» él mismo?
—Ah. Así que no se refiere a su tenacidad ni a su fuerza.
—Él dice que sí. O al menos a la tenacidad de una parte concreta de su cuerpo.
—Y sin embargo... la cuerda es flácida.
—La cuerda gruesa no lo es.
—La cuerda gruesa es tan flácida como cualquier otra, a menos que sea muy corta. Ivan se echó a reír.
—Me aseguraré de repetir ese chiste en el funeral de Rajam.
—No lo repitas en el mío.
—No asistiré a tu funeral, a menos que sea un funeral de masas.
Alai se puso al ordenador a redactar unos cuantos correos electrónicos. A la media hora de haberlos enviado recibió una llamada telefónica de Félix Starman de Ruanda.
—Lamento decirle que no podemos permitir maestros musulmanes en Ruanda — dijo Félix.
—Afortunadamente, no he llamado para eso.
—Excelente.
—Llamo en interés de la paz mundial. Y tengo entendido que ya ha tomado usted la decisión de quién es la mejor esperanza de la humanidad para conseguir ese objetivo... No, no diga nombres.
—Puesto que no tengo ni idea acerca de a quién se refiere...
—Excelente —dijo Alai—. Un buen musulmán siempre asume que los no creyentes no tienen ni idea. —Los dos se echaron a reír—. Lo único que le pido es que se sepa que hay un hombre cruzando a pie el Rub'al Khali porque su camello no lo deja montarlo y galopar.
—¿Y desea que alguien ayude a ese pobre vagabundo?
—Dios cuida de todas sus criaturas, pero el califa no siempre puede extender la mano para cumplir la voluntad de Dios.
—Espero que ese pobre desdichado reciba ayuda lo antes posible —dijo Félix.
—Que sea pronto. Estoy dispuesto en cualquier momento a oír buenas noticias suyas.
Se despidieron, y Alai se levantó y fue a buscar a Ivan.
—Haz las maletas —dijo. Ivan alzó las cejas.
—¿Qué necesitarás?
—Ropa interior limpia. Mi vestido de califa más llamativo. Tres hombres que maten a mis órdenes y que no se vuelvan contra mí. Y un hombre leal con una cámara de vídeo y una batería cargada a tope y cinta de sobra.
—¿El hombre del vídeo tiene que ser uno de los soldados leales o una persona distinta?
—Que todos los soldados leales formen parte del equipo de filmación.
—¿Y yo seré uno de ellos?
—Eres tú quien tiene que decidirlo —dijo Alai—. Si fracaso, los hombres que me acompañen seguramente morirán.
—Mejor morir rápidamente ante el rostro del siervo de Dios que lentamente a manos de los enemigos de Dios.
—Mi ruso favorito —dijo Alai.
—Soy turco kazajo —le recordó Ivan.
—Dios fue bueno al enviarte.
—Y bueno cuando te entregó a todos los fieles.
—¿Dirás lo mismo cuando haya hecho lo que pretendo hacer?
—Siempre —dijo Ivan—. Siempre seré tu fiel servidor.
—Sólo eres servidor de Dios —dijo Alai—. Para mí, eres un amigo.
Una hora más tarde, Alai recibió un correo electrónico que sabía que era de Petra, a pesar de la inocente firma. Era una solicitud para que rezara por un niño que iba a ser operado en el hospital más grande de Beirut a las siete de la mañana siguiente.
«Nosotros comenzaremos nuestras oraciones a las cinco de la mañana —decía la carta—, para que el amanecer nos encuentre rezando.»
Alai simplemente contestó: «Rezaré por su sobrino, y por todos los que lo aman, para que viva. Que sea la voluntad de Dios y nos alegremos de su sabiduría.»
Así que tendría que ir a Beirut. Bueno, el trayecto era bastante fácil. El problema era hacerlo sin alarmar a ninguno de los espías que le habían colocado sus enemigos.
Cuando salió del complejo de palacio, fue en un camión de la basura. Ivan había protestado.
—Un califa que tiene miedo de ensuciarse cumpliendo la misión de Dios es indigno de gobernar —le dijo Alai. Estaba seguro de que esto sería anotado y, si vivía, sería incluido en un libro sobre la sabiduría del califa Alai. Un libro que esperaba que fuera largo y mereciera la pena leer, en vez de breve y vergonzoso.
Disfrazado de anciana piadosa, Alai viajó en el asiento trasero de un viejo coche que conducía un soldado vestido de civil y con una barba falsa mucho más larga que
su barba real. Si perdía, si lo mataban, el hecho de que vistiera de esa forma se tomaría como prueba de que nunca fue digno de ser califa. Pero si ganaba, formaría parte de la leyenda de su astucia.
La anciana aceptó una silla de ruedas para entrar en el hospital, empujada por el hombre de la barba que la había llevado hasta Beirut.
En el terrado esperaban tres hombres con maletines corrientes. Eran las cinco menos diez.
Si alguien del hospital hubiese advertido la desaparición de la anciana o buscado la silla de ruedas, o se hubiera preguntado por los tres hombres que habían llegado por separado, cada uno con ropa para un familiar que iba a recibir el alta médica, entonces la noticia ya habría llegado a los enemigos de Alai. Si alguien se ponía a investigar y lo mataban, sería igual que disparar una alarma en la cama del propio Rajam.
A las cinco menos tres minutos, dos médicos jóvenes, un hombre y una mujer, subieron a la azotea, en teoría para fumarse un cigarrillo.
Pero no tardaron en quedar fuera de la vista de los tres hombres que esperaban con sus maletines.
Ivan miró a Alai, inseguro. Alai negó con la cabeza.
—Han venido a besuquearse —dijo—. Tienen miedo de que los denunciemos, eso es todo.
Ivan, cuidadoso, se levantó y se acercó a un sitio desde donde poder verlos.
Regresó y se sentó.
—Están haciendo algo más que besuquearse —susurró.
—No deberían hacerlo si no están casados —dijo Alai—. ¿Por qué la gente piensa siempre que las dos únicas opciones son seguir el shari'ah más duro o descartar todas las leyes de Dios?
—Nunca has estado enamorado.
—¿Crees que no? Que no haya conocido a ninguna mujer no significa que no haya amado.
—Con la mente —dijo Ivan—, pero sé que con tu cuerpo has sido puro.
—Claro que soy puro. No estoy casado.
Un helicóptero médico se acercó. Eran exactamente las cinco. Cuando se aproximó lo suficiente, Alai pudo ver que procedía de un hospital israelí.
—¿Envían a Beirut doctores israelíes? —preguntó Alai.
—Los médicos libaneses envían pacientes a Israel.
—¿Entonces debemos suponer que nuestros amigos esperarán hasta que este helicóptero se marche? ¿O son éstos nuestros amigos?
—Te has escondido en la basura y te has disfrazado de mujer —dijo Ivan—.
Comparado con eso, ¿qué es viajar en un helicóptero sionista?
El helicóptero aterrizó. Se abrió la puerta. No salió nadie.
Alai recogió el maletín que sabía suyo porque era liviano (estaba lleno solamente de ropas, no de armas) y se acercó atrevidamente a la puerta.
—¿Soy el pasajero que han venido a buscar? El piloto asintió.
Alai se volvió hacia donde la pareja había ido a besarse. Vio movimiento. Lo habían visto. Hablarían.
Se volvió hacia el piloto.
—¿Puede el helicóptero llevarnos a los cinco?
—Sin problema.
—¿Y a siete?
El piloto se encogió de hombros.
—Volamos más bajo, más lento. Pero lo hacemos a menudo. Alai se volvió hacia Ivan.
—Por favor, invita a nuestros jóvenes amantes a venir con nosotros.
Alai subió al helicóptero. Se quitó rápidamente la ropa de mujer. Debajo llevaba un sencillo traje occidental.
Instantes después, una pareja de aterrorizados médicos subió al helicóptero a punta de pistola, en distinto estado de desnudez. Al parecer les habían ordenado que mantuvieran un silencio absoluto, porque cuando vieron a Alai y lo reconocieron el hombre se puso blanco y la mujer empezó a llorar mientras intentaba abrocharse la ropa.
Alai se arrodilló ante ella.
—Hija de Dios —dijo—, no me preocupa tu inmodestia. Me preocupa que el hombre a quien has ofrecido tu desnudez no es tu marido.
—Vamos a casarnos —respondió ella.
—Entonces, cuando ese día llegue, tu desnudez bendecirá a tu marido y su desnudez te pertenecerá a ti. Hasta entonces, ten esta ropa.
—Le tendió el disfraz que había llevado—. No pido que te vistas así siempre. Pero hoy, cuando Dios ha visto cómo intentaba pecar tu corazón, tal vez deberías recubrirte de humildad.
—¿No puede esperar a vestirse hasta que estemos en el aire? —preguntó el piloto.
—Por supuesto —contestó Alai.
—Que todo el mundo se ate el cinturón —dijo el piloto.
No había suficientes asientos en los lados: el centro había sido concebido para alojar una camilla. Pero el conductor de Alai sonrió e insistió en quedarse de pie.
—He ido en helicóptero a la batalla. Si no puedo mantener el equilibrio en un helicóptero médico, me merezco algunas magulladuras.
El helicóptero se ladeó al ascender, pero pronto recuperó el equilibrio, y la mujer se desabrochó el cinturón y empezó a vestirse torpemente. Todos los hombres apartaron la mirada, excepto su compañero, que la ayudó.
Mientras tanto, Alai y el piloto conversaron, sin hacer ningún intento por bajar la voz.
—No quiero a estos dos con nosotros para la empresa principal —dijo Alai—. Pero tampoco quiero matarlos. Necesitan tiempo para encontrar su camino de vuelta a Dios.
—Pueden quedarse en Haifa —contestó el piloto—. O puedo hacer que los lleven a Malta, si le conviene más.
—Haifa valdrá.
No fue un viaje largo, aunque volaran despacio y bajo. Para cuando llegaron, los médicos guardaban silencio y parecían arrepentidos. Tomados de la mano, trataban de no mirar demasiado a Alai. Aterrizaron en el tejado de un hospital, en Haifa, y el piloto apagó el motor y salió a conversar un momento con un hombre vestido de médico. Luego abrió la puerta.
—Tengo que volver a despegar —dijo—, para dejar sitio a su transporte. Así que tienen que salir. Todos menos estos dos.
Los médicos se miraron entre sí, asustados.
—¿Estarán a salvo? —preguntó Alai.
—Mejor si no ven su transporte ir y venir —dijo el piloto—. Pronto amanecerá y hay un poco de luz. Pero estarán a salvo.
Alai los acarició a ambos cuando salió del helicóptero.
Sus hombres y él vieron cómo el helicóptero médico despegaba. Al instante llegó otro helicóptero, pero esta vez uno de combate y largo alcance, lo bastante grande para transportar a muchos soldados a la batalla, y armado lo suficiente para sobrepasar un montón de obstáculos.
La puerta se abrió y bajó Peter Wiggin. Alai se acercó a él.
—Salam —dijo.
—La paz sea contigo también —dijo Peter.
—Te pareces más a Ender de lo que se ve en las fotografías oficiales.
—He retocado las imágenes en mi ordenador para parecer más viejo y más listo. Alai sonrió.
—Has sido muy amable al transportarnos.
—Cuando Félix me contó la triste historia de ese caminante solitario no pude dejar pasar la oportunidad de ayudarlo.
—Creía que vendría Bean.
—Hay un montón de hombres entrenados por Bean —dijo Peter—. Pero Bean está en otra misión. En Ruanda, casualmente.
—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Alai.
—Oh, no —dijo Peter—. No haremos nada hasta que veamos que resulta de nuestra pequeña aventura.
—Entonces vamos.
Peter cedió el paso a Alai, pero luego entró antes que ninguno de sus soldados. Ivan hizo amago de protestar, pero Alai le indicó que se relajara. Alai ya lo había apostado todo a que Peter iba a ser cooperante y digno de confianza. Aquél no era el momento de preocuparse por secuestros o asesinatos. Aunque ya había dentro veinte soldados de la Hegemonía, además de un buen montón de equipo. Alai reconoció al comandante tailandés como alguien que conocía de la Escuela de Batalla. Tenía que ser Suriyawong. Lo saludó con un gesto de cabeza. Suriyawong le devolvió el saludo.
Cuando estuvieron en camino (esta vez sin ninguna mujer avergonzada teniendo que ser reprendida oficialmente y perdonada y vestida) Peter señaló a los dos hombres que le acompañaban.
—Pensaba que el caminante solitario del que me habló nuestro mutuo amigo no necesitaba una gran escolta.
—Sólo la suficiente para llevarme a donde cierta cuerda gruesa se enrosca como una serpiente.
Peter asintió.
—Tengo amigos que intentan localizar su paradero exacto. Alai sonrió.
—Supongo que está lejos del frente.
—Si está en Hiderabad —dijo Peter—, entonces estará bien protegido por su guardia. Pero si ha cruzado la frontera de Pakistán, la seguridad no será tan férrea.
—Sea como sea, no permitiré que tus hombres se expongan al peligro.
—Ni que sean identificados —dijo Peter—. No serviría de nada a nadie saber que conseguiste el poder real con la ayuda del Hegemón.
—Pareces estar cerca cada vez que hago un movimiento por el poder.
—Ésta será la última vez, si ganas.
—Será la última vez de todas formas —dijo Alai, y luego sonrió—. Los soldados me seguirán o no.
—Lo harán. Si tienen la oportunidad. Alai indicó su pequeña escolta.
—Por eso ha venido mi equipo de cámaras.
Ivan sonrió y se levantó un poco la camisa para mostrar que llevaba un chaleco antibalas y granadas y cargadores y una pistola ametralladora.
—Oh —dijo Peter—. Ya veo que has ganado peso.
—Los chicos de la Escuela de Batalla siempre tenemos un plan —dijo Alai.
—No vas a abrirte paso luchando, entonces.
—Vamos a entrar como si esperáramos ser obedecidos. Con las cámaras rodando. Es un plan sencillo. Pero no tiene que funcionar mucho tiempo. A esa cuerda gorda siempre le han gustado las cámaras.
—Un hombre engreído y brutal, según mis fuentes —dijo Peter—. Y no estúpido.
—Ya veremos.
—Creo que tendrás éxito.
—Yo también.
—Y cuando lo tengas, creo que vas a hacer algo sobre las cosas de las que se ha quejado Virlomi.
—Es por esas cosas por lo que no podía esperar un momento más oportuno.
Quiero lavar al islam de esa mancha sangrienta.
—Creo que contigo como califa, el Pueblo Libre de la Tierra puede coexistir con un islam unido —dijo Peter.
—Yo también lo creo. Aunque no pueda decirlo.
—Pero lo que yo quiero es la seguridad de poder usarlo en caso de que no sobrevivas. O bien hoy o en algún momento futuro, quiero asegurarme de no tener que enfrentarme a un califa con el que no pueda coexistir.
Peter le tendió a Alai un par de hojas de papel. Un guión. Alai empezó a leer.
—Si mueres de muerte natural y dejas tu trono a alguien que hayas elegido, entonces no tendré ninguna necesidad de esto —dijo Peter—. Pero si te asesinaran o secuestraran o te exiliaran o te destronaran por la fuerza, entonces quiero esto.
—¿Y si a ti te asesinan o te expulsan a la fuerza de tu cargo? —preguntó Alai—.
¿Qué pasará entonces con este vídeo, suponiendo que yo diga estas cosas ante la cámara?
—Trata de animar a tus seguidores para que no piensen que matarme sería bueno para el islam, y mis soldados y doctores se encargarán de protegerme de cualquier otra causa posible de muerte.
—En otras palabras, tendré que arriesgarme —dijo Alai.
—Vamos, este vídeo sólo valdrá si no estás presente para desmentirlo. Y si yo estoy muerto, no tendrá ningún valor para mi indigno sucesor.
Alai asintió.
—Cierto.
Se levantó, abrió su maletín y se vistió con el llamativo traje de califa con el que el pueblo musulmán esperaba verlo. Mientras tanto, el hombre de la cámara de Peter emplazó su equipo... y dispuso un fondo, para que no fuera obvio que se grababa en un helicóptero de batalla lleno de soldados.
* * *
Tres motocicletas se detuvieron ante la puerta del complejo militar de Hiderabad, antiguo cuartel general del Ejército indio, luego de los ocupantes chinos y en aquel momento de los «libertadores» paquistaníes. Cuatro hombres viajaban en dos de las motos, en la tercera lo hacía un único pasajero con una mochila en el asiento de atrás.
Se detuvieron bien lejos de la puerta protegida, para que nadie supusiera que se trataba de un atentado suicida. Todos levantaron las manos para que ningún guardia de gatillo fácil les disparara mientras uno de los hombres sacaba una cámara de vídeo de la mochila y le colocaba un conector satélite.
Eso atrajo la atención de los guardias, quienes inmediatamente telefonearon pidiendo consejo a alguien de más autoridad.
Sólo cuando la cámara estuvo lista el hombre que iba solo en su motocicleta se despojó del abrigo que llevaba. Los guardias casi quedaron cegados por la blancura de su túnica, mucho antes de que se colocara el turbante de kaffia y el cordel en la cabeza.
Incluso los guardias que no estaban cerca para reconocer su rostro dedujeron por la ropa y por el hecho de que se trataba de un joven negro que su califa había ido a verlos. Ninguno de los soldados rasos y pocos de los oficiales sospechaban que el general Rajam no fuera a alegrarse de recibir una visita del califa. Así que estallaron
en vítores, algunos de ellos con un ulular que recordaba los gritos de los guerreros árabes al cabalgar a la batalla, aunque todos aquellos soldados eran paquistaníes.
La cámara empezó a rodar cuando Alai alzó los brazos para recibir la aclamación de su pueblo.
Atravesó el puesto de control sin ser molestado.
Alguien le ofreció un jeep, pero él lo rechazó y siguió caminando. El hombre de la cámara y su equipo, no obstante, se subieron al vehículo y viajaron junto al califa primero y luego por delante de él. Mientras, el ayudante del califa, Ivan Lankowski, vestido de civil como el resto del equipo, explicaba a los oficiales que corrían junto a él que el califa había ido a otorgar al general Rajam los honores que se había ganado. Esperaba que el general Rajam y aquellos hombres que desearan compartir ese honor saludaran al califa en la plaza abierta, delante de todos los soldados del califa.
La noticia corrió rápidamente, y poco después el avance de Alai fue acompañado por miles de soldados uniformados que vitoreaban y lo llamaban por su nombre. Abrieron un camino para el equipo de filmación, y los que pensaban que estaban dentro del campo de la cámara hicieron una muestra especialmente exuberante de su amor por el califa, por si alguien de casa estaba viendo y los reconocía.
Alai se sentía razonablemente confiado de que fuera lo que fuese que estuviera planeando Rajam no lo haría durante una transmisión en directo vía satélite, con miles de soldados mirando. Rajam hubiese preferido que Alai muriera en accidente de avión por el camino, o asesinado en alguna parte, lejos de él. Ya que estaba allí, tendría que esperar, ver qué pretendía Alai, mientras buscaba una manera aparentemente inocente de deshacerse de él, matarlo o capturarlo y enviarlo de vuelta a Damasco y mantenerlo bajo estrecha vigilancia.
Como Alai esperaba, Rajam lo estaba esperando en lo alto de las impresionantes escaleras que conducían al edificio más hermoso del complejo. Pero Alai sólo subió unos cuantos escalones y se detuvo, le dio la espalda a Rajam y se dirigió a los soldados... y la cámara. La luz era buena.
El equipo de grabación ocupó su puesto al pie de las escaleras.
Alai alzó los brazos pidiendo silencio y esperó. Los gritos se acabaron.
—¡Soldados de Dios! —gritó.
Un enorme rugido, que remitió de inmediato.
—¿Dónde está el general que os ha dirigido?
Otro rugido... pero ostensivamente menos entusiasta. Alai esperó que a Rajam no le molestara demasiado la diferencia de popularidad.
Alai no miraba: contaba con que Ivan le indicara el momento en que Rajam estuviera cerca. Vio cómo le hacía señas para que ocupara su puesto a la izquierda de Alai, directamente delante de la cámara.
Ivan hizo una señal. Alai se volvió y abrazó y besó a Rajam.
Apuñálame ahora, quiso decir Alai. Porque ésta es tu última oportunidad, perro traicionero y asesino.
En cambio, le habló en voz baja al oído.
—Como solía decir mi viejo amigo Ender Wiggin, Rajam, la puerta del enemigo ha caído.
Entonces interrumpió el abrazo, ignorando la sorprendida expresión del rostro de Rajam, y le tomó la mano, ofreciéndolo a los vítores de los soldados.
Alai alzó las manos para exigir silencio y lo obtuvo.
—¡Dios ha visto todas las acciones que se han realizado en su nombre aquí en la India!
Aplausos. Pero también, en algunos rostros, incertidumbre. Habían visto los vídeos de Virlomi, incluido el más reciente. Algunos de ellos, los más inteligentes, sabían que no podían estar seguros de lo que Alai pretendía con aquello.
—¡Y Dios sabe, como todos vosotros sabéis, que nada se ha hecho en la India excepto por la voluntad del general Rajam!
Los aplausos fueron decididamente tibios.
—¡Hoy es el día que Dios ha elegido para pagar la deuda de honor debida!
Los aplausos apenas habían empezado cuando el equipo de grabación echó mano a sus pistolas ametralladoras y llenó de balas el cuerpo de Rajam.
Al principio muchos de los soldados pensaron que era un intento de asesinato del califa, y se produjo un clamor. Alai se alegró de ver que aquéllos no eran los musulmanes de la historia: pocos huyeron de las balas y muchos se abalanzaron hacia delante. Pero Alai alzó los brazos y pasó a un escalón superior, sobre el cadáver de Rajam. Al mismo tiempo, como les había instruido, Ivan y los dos hombres que no sostenían la cámara subieron las escaleras y se colocaron en fila junto a Alai y alzaron las armas sobre sus cabezas.
—¡Alá akbar! —gritaron al unísono—. ¡Mahoma es su profeta! ¡Y Alai es el califa!
De nuevo alzó Alai las manos y esperó hasta que consiguió un silencio relativo y la carrera hacia las escaleras se detuvo. Ya había soldados a su alrededor.
—¡Los crímenes de Andariyy Rajam han llenado de hedor el mundo! ¡Los soldados del islam vinieron a la India como libertadores! ¡Vinieron en nombre de Dios, como amigos de nuestros hermanos y hermanas de la India! ¡Pero Andariyy Rajam traicionó a Dios y a su califa animando a algunos de nuestro pueblo a cometer crímenes terribles!
»¡Dios ya ha declarado el castigo por esos crímenes! Ahora yo tendré que limpiar al islam de ese mal. ¡Nunca jamás tendrá ningún hombre mujer ni niño motivos para
temer al ejército de Dios! ¡Ordeno a todos los soldados de Dios que arresten a cualquier hombre que cometa atrocidades contra el pueblo que vinimos a liberar! Ordeno a las naciones del mundo que no den refugio a esos criminales. Ordeno a mis soldados que arresten a cualquier hombre que haya ordenado esas atrocidades y a cualquier hombre que supiera de esas atrocidades pero no hiciera nada para castigar a los ofensores. Arrestadlos y testificad contra ellos, y en el nombre de Dios yo los juzgaré.
»Si se niegan a someterse a mi autoridad, entonces se declararán en rebelión contra Dios. Traédmelos para que los juzgue; si no se resisten a vosotros y son inocentes, no tienen nada que temer. ¡En toda ciudad y fortaleza, en cada campamento y aeródromo, que mis soldados arresten a los ofensores y los conduzcan ante los oficiales que son leales a Dios y al califa!
Alai mantuvo su pose durante diez largos segundos mientras los soldados vitoreaban. Entonces vio que la cámara bajaba, mientras algunos soldados arrastraban ya a varios hombres hacia él y otros corrían hacia edificios cercanos en busca de otros.
Era una justicia burda la que iba a imponerse mientras el ejército musulmán se hacía pedazos. Y sería interesante ver con quién se alineaban hombres como Ghaffar Wahabi, el primer ministro de Pakistán. Iba a ser una lástima tener que usar ese ejército para someter a un Gobierno musulmán.
Pero Alai tenía que actuar con rapidez, aunque fuera de manera sanguinaria. No podía permitirse dejar escapar a ninguno de los ofensores para que conspiraran contra él.
Mientras veía cómo le colocaban delante a los acusados, bajo la dirección de Ivan y sus hombres (quienes, después de todo, no iban a morir aquel día), Alai habló para sí mismo: ¡Ahí tienes, Hot Soup! Mira cómo Alai ha adaptado tu treta a sus propósitos.
Los soldados del grupo de Ender todavía aprendemos los unos de los otros.
Y en cuanto a ti, Peter, guárdate tu pequeño vídeo. Nunca hará falta. Pues todos los hombres son sólo herramientas en las manos de Dios, y yo, no tú, soy la herramienta que Dios ha elegido para unir al mundo.