De: TuFresca%Legumbre@Freebie.net Para: MiDama%Piedra@Freebie.net Sobre: Ven a casa
Está muerto.
Yo no.
No los tenia.
Los encontraremos, de un modo u otro, antes de que yo muera.
Ven a casa. Ya no hay nadie que intente matarte.
Petra voló en un jet comercial, en un asiento reservado, con su propio nombre, usando su propio pasaporte.
Damasco estaba lleno de excitación, pues ahora era la capital de un mundo musulmán unido por primera vez en casi dos mil años. Los líderes sunitas y chiítas habían apoyado por igual al Califa. Y Damasco era el centro de todo.
Pero la excitación de Petra era distinta. En parte por el bebé que maduraba en su interior y los cambios que ya estaban produciéndose en su cuerpo. En parte por el alivio de estar libre de la sentencia de muerte que Aquiles le había impuesto hacía tanto tiempo.
Pero, principalmente, era la sensación mareante de haber esta do a punto de perderlo todo, y de ganar después de todo. La inundaba mientras recorría el pasillo del avión, y sintió las rodillas como de goma y estuvo a punto de caer.
El hombre que tenía detrás la cogió por el codo y la ayudó a recuperar el equilibrio.
—¿Se encuentra bien?
—Sólo estoy embarazada —dijo ella.
—Debe aprender a no caerse antes de que el bebé se haga demasiado grande.
Ella se rió y le dio las gracias, y luego colocó la bolsa en el portaequipajes superior sin ayuda, gracias... y tomó asiento.
Por un lado, era triste volar sin su marido al lado.
Por otro lado, era maravilloso volar para reunirse con él en casa.
Él la recibió en el aeropuerto y le dio un enorme abrazo. Sus brazos eran muy largos. ¿Habían crecido en los días que habían pasado desde que se marchó?
Ella se negó a pensar en eso.
—He oído que salvaste al mundo —le dijo cuando el abrazo terminó por fin.
—No te creas esos rumores.
—Mi héroe.
—Prefiero ser tu amante —susurró él.
—Mi gigante —susurró ella a su vez.
Por respuesta, ella lo volvió a abrazar, y entonces se echó hacia atrás, alzándola. Ella se rió mientras giraba a su alrededor como una niña.
Como hacía su padre cuando era pequeña. Como él no haría nunca con sus hijos.
—¿Por qué estás llorando? —le preguntó él.
—Son sólo lágrimas —respondió ella—. No estoy llorando. Me has visto llorar, y no es así. Son lágrimas de felicidad por verte.
—Eres feliz por estar en un lugar donde los árboles crecen sin tener que esperar a que los planten y los rieguen.
Salieron del aeropuerto unos minutos más tarde y él tenía razón: Petra se alegró de haber dejado atrás el desierto. En los años que habían vivido en Ribeirao ella había descubierto su afinidad por los lugares exuberantes. Necesitaba que la Tierra estuviera viva a su alrededor, todo verde, toda aquella fotosíntesis en público, sin una mota de modestia. Cosas que comían luz del sol y bebían lluvia.
—Es bueno estar en casa.
—Ahora yo también estoy en casa—dijo Bean.
—Ya estabas aquí.
—Pero tú no, hasta ahora. Ella suspiró y se aferró a él. Cogieron el primer taxi.
Fueron al complejo de la Hegemonía, naturalmente, pero en vez de ir a su casa (si, en efecto, era su casa, ya que la habían dejado cuando dimitieron del servicio del Hegemón aquel día en Filipinas), Bean la llevó directamente al despacho del Hegemón.
Peter la estaba esperando allí, junto con Graff y los Wiggin. Hubo abrazos que se convirtieron en besos y apretones de manos que se convirtieron en abrazos.
Peter contó lo que había sucedido en el espacio. Entonces hicieron que Petra les hablara de Damasco, aunque ella protestó diciendo que no era nada, sólo una ciudad celebrando la victoria.
—La guerra no ha terminado todavía —dijo Peter.
—Están contentos por la unidad musulmana.
—Lo siguiente será que los cristianos y los judíos se unan —dijo Graff—. Lo único que se interpone entre ellos, después de todo, es ese asunto de Jesús.
—Es buena cosa —dijo Theresa—, tener un poco menos de división en el mundo.
—Creo que van a hacer falta un montón de divisiones para tener menos división
—dijo John Paul.
—He dicho que son felices en Damasco, no que pensara que hagan bien en estarlo —dijo Petra—. Hay signos problemáticos. Hay un imán predicando que la India y Pakistán deberían reunirse bajo un solo gobierno de nuevo.
—Déjame adivinar—dijo Peter—. Un gobierno musulmán.
—Si les gustó lo que Virlomi les hizo a los chinos, les encantará lo que pueda hacer para que los hindúes se liberen de los pakistaníes —dijo Bean.
—Y a Peter le encantará esto —continuó Petra—. Un político iraquí dio un
discurso en Bagdad donde señaló claramente: «En un mundo que ha elegido un Califa, ¿por qué necesitamos un Hegemón?»
Se echaron a reír, pero sus rostros se pusieron serios cuando terminaron de hacerlo.
—Tal vez tenga razón —dijo Peter—. Tal vez cuando esta guerra se acabe, el Califa sea el Hegemón, de hecho si no de nombre. ¿Es tan malo? El objetivo era unir al mundo en paz. Me ofrecí voluntario para hacerlo, pero si otra persona lo consigue, no voy a hacer que maten a nadie para quitarle el puesto.
Theresa lo agarró por la muñeca, y Graff se echó a reír.
—Sigue hablando así y comprenderás por qué te he estado apoyando todos estos años.
—El Califa no va a sustituir al Hegemón —dijo Bean—, ni a borrar la necesidad de que haya uno.
—¿No? —preguntó Peter.
—Porque un líder no puede llevar a su gente a un sitio donde no quieran ir.
—Pero quieren que gobierne el mundo —dijo Petra.
—Pero para gobernar el mudo, tiene que conseguir que el mundo entero esté contento bajo su mando —dijo Bean—. ¿Y cómo podemos contentar a los no musulmanes sin hacer que los musulmanes ortodoxos estén enormemente descontentos? Fue lo que descubrieron los chinos en la India. No se puede engullir a una nación. Siempre encuentra una manera de que la vomites. Y perdona por el ejemplo, Petra.
—¿Se dará cuenta de esto vuestro amigo Alai, y no intentará gobernar sobre los no musulmanes? —preguntó Theresa.
—Nuestro amigo Alai no tendrá ningún problema con esa idea —dijo Petra—. La cuestión es si lo tendrá el Califa.
—Espero que no recordemos este día como el momento en que empezamos a librar la siguiente guerra —dijo Graff.
Peter tomó la palabra.
—Como dije antes, la guerra no ha terminado todavía.
—Los dos frentes chinos en la India han sido rebasados y el nudo se está tensando —dijo Graff—. No creo que vaya a haber una defensa numantina, ¿no? Los ejércitos turcos han alcanzado el Hwang He y el Tíbet acaba de declarar su independencia y está masacrando a las tropas chinas. Los indonesios y árabes son imposibles de capturar y están causando serios problemas a las comunicaciones internas en China. Es cuestión de tiempo que se den cuenta de que no tiene sentido seguir matando gente cuando el resultado es inevitable.
—Hacen falta muchos soldados muertos antes de que los gobiernos lo comprendan —dijo Theresa.
—Mi madre siempre ve el lado alegre de las cosas —dijo Peter.
Pero finalmente, le tocó a Petra el turno de escuchar la historia de lo que había sucedido dentro del complejo. Peter acabó contándola casi toda, porque Bean seguía saltándose detalles y corriendo a la conclusión.
—¿Crees que Aquiles creyó que Suriyawong realmente mataría a Bean por él?—preguntó Petra.
—Creo que Suriyawong le dijo que lo haría —dijo Bean.
—¿Quieres decir que pretendía hacerlo y cambió de opinión?
—Creo que Suri planeó ese momento desde el principio. Se hizo indispensable para Aquiles. Se ganó su confianza. El precio fue perder la confianza de todos los demás.
—Menos tú —dijo Petra.
—Bueno, verás, conozco a Suri. Aunque en realidad no se puede conocer a nadie... No vuelvas mis palabras contra mí, Petra...
—¡No lo he hecho!
—Entré en el complejo sin un plan, y con sólo una ventaja real. Sabía dos cosas que Aquiles no sabía. Sabía que Suri nunca se entregaría al servicio de un hombre como Aquiles, así que si parecía hacerlo, era una mentira. Y sabía algo sobre mí. Sabía que podría, de hecho, matar a un hombre a sangre fría si era necesario para salvar a mi esposa y mis hijos.
—Sí —dijo Peter—. Creo que es lo único que no creyó, ni siquiera al final.
—No fue a sangre fría —dijo Theresa.
—Sí que lo fue —repuso Bean.
—Lo fue, madre —dijo Peter—. Fue lo adecuado, y él eligió hacerlo, y lo hizo.
Sin tener que sufrir por ello.
—Es lo que hacen los héroes —dijo Petra—. Lo que es necesario por el bien de su pueblo.
—Cuando empezamos a decir palabras como «héroe» —dijo Peter—, es hora de irse a casa.
—¿Ya? —preguntó Theresa—. Petra acaba de llegar. Y tengo que contarle historias terribles sobre lo duros que fueron mis tres partos. Es mi deber aterrorizar a la futura madre. Es una tradición.
—No se preocupe, señora Wiggin —dijo Bean—. La traeré cada pocos días, al menos. No vivimos tan lejos.
—¿Me traerás? —preguntó Petra.
—Dejamos el empleo del Hegemón, ¿recuerdas? —dijo Bean— Sólo trabajamos para él para tener el pretexto legal para combatir a Aquiles y a los chinos, así que no hay nada que tengamos que hacer. Tenemos suficiente dinero de nuestras pensiones de la Escuela de Batalla. Así que no vamos a vivir en Ribeirao Preto.
—Pero me gusta este sitio —dijo Petra.
—Uh-oh, pelea, pelea —dijo John Paul.
—Sólo porque no has vivido todavía en Araraquara. Es un sitio mejor para criar
hijos.
—Conozco Araraquara. Viviste allí con sor Carlotta, ¿no?
—Viví en todas partes con sor Carlotta —respondió Bean—. Pero es un buen
sitio para criar hijos.
—Tú eres griego y yo soy armenia. Naturalmente, tenemos que educar a nuestros hijos para que hablen portugués.
La casa que Bean había alquilado era pequeña, pero tenía un segundo dormitorio para el bebé, y un jardín pequeñito y encantador, y monos que vivían en los altos árboles que se alzaban tras la propiedad. Petra imaginó a su hijito o a su hijita saliendo a jugar y oyendo el parloteo de los monos y disfrutando del espectáculo que ofrecían a todo el mundo.
—Pero no hay muebles —dijo Petra.
—Sabía que me jugaba la vida escogiendo la casa sin ti. Los muebles son cosa
tuya.
—Bien. Haré que duermas en una habitación rosa chillón.
—¿Dormirás allí conmigo?
—Por supuesto.
—Entonces el rosa chillón me parece bien, si es lo que quieres.
Peter, nada sentimental como era, no vio ningún motivo para celebrar un funeral por Aquiles. Pero Bean insistió en que hubiera al menos un servicio junto a la tumba, y pagó la lápida. Bajo el nombre «Aquiles de Flandes», el año de su nacimiento, y la fecha de su muerte, la inscripción decía:
Nació lisiado de cuerpo y espíritu.
Cambió la faz del mundo.
Entre todos los corazones que rompió
y las vidas a las que puso fin demasiado jóvenes estuvieron su propio corazón
y su propia vida. Descanse en paz.
El grupo que se congregó en el cementerio de Ribeirao Preto era pequeño. Bean y Petra, los Wiggin, Peter. Graff había vuelto al espacio. Suriyawong se había llevado a su pequeño ejército a Tailandia, para ayudar a expulsar de su patria a los conquistadores y recuperarse.
Nadie tuvo mucho que decir sobre la tumba de Aquiles. No pudieron fingir que no se alegraban de que estuviera muerto. Bean leyó la inscripción que había escrito, y todos estuvieron de acuerdo en que no sólo era justo con Aquiles, era generoso.
Al final fue Peter quien tuvo algo que decir que surgiera del corazón.
—¿Soy el único aquí que ve algo de sí mismo en el hombre que está dentro de ese ataúd?
Nadie tuvo respuesta, ni sí ni no.
Tres sangrientas semanas más tarde, la guerra terminó. Si los chinos hubieran aceptado los términos que el Califa les había ofrecido en primer lugar, habrían perdido solamente sus nuevas conquistas, más Xinjiang y el Tíbet. En cambio, esperaron a que Canton cayera, a que Shanghai fuera asediada, y a que las tropas turcas rodearan Beijing.
Así que, cuando el Califa dibujó el nuevo mapa, la provincia de la Mongolia Interior fue entregada a la nación de Mongolia, y Manchuria y Taiwan consiguieron su independencia. Y China tuvo que garantizar la seguridad de los maestros de religión. Se había abierto la puerta al proselitismo musulmán.
El gobierno chino cayó poco después. El nuevo gobierno repudió los términos del alto el fuego, y el Califa declaró la ley marcial hasta que se pudieran celebrar nuevas elecciones.
Y en algún lugar en las tierras montañosas del este de la India la diosa del puente vivía entre sus adoradores, pasando el tiempo, esperando a ver si la India iba a ser libre o simplemente había cambiado una tiranía por otra.
Después de la guerra, mientras indios, tailandeses, birmanos, vietnamitas, camboyanos y laosianos buscaban en la tierra de sus antiguos conquistadores a los familiares que habían sido trasladados, Bean y Petra también buscaban a través del ordenador, esperando encontrar algún registro de lo que habían hecho Volescu y Aquiles con sus hijos perdidos.
Agradecimientos
Al escribir esta secuela de LA SOMBRA DE ENDER y LA SOMBRA DEL HEGEMÓN, me enfrenté a dos nuevos problemas. Primero, estaba expandiendo los roles de varios personajes secundarios de los libros anteriores, y corría el serio riesgo de inventar aspectos de su apariencia o su pasado que contradijeran algún detalle olvidado de algún volumen previo. Para evitarlo en lo posible, me apoyé en dos comunidades online.
La Web Filótica {http://www.philoticweb.net) tiene una línea temporal que combina las historias de EL JUEGO DE ENDER y LA SOMBRA DE ENDER, que me resultó de gran ayuda. Fue creada por Nathan M. Taylor con la ayuda de Adam Spieckerman.
En mi propia web, Hatrack River (http://www.hatrack.com), colgué los primeros cinco capítulos del manuscrito de esta novela, con la esperanza de que los lectores que hubieran leído los otros libros de la serie más recientemente que yo pudieran pillar inconsistencias inadvertidas y otros problemas. La comunidad de Hatrack River no me decepcionó. Entre los muchos que respondieron (y les doy las gracias a todos) encontré particularmente valiosas las sugerencias de Keiko A. Haun («accio»), Justin Pullen, Chris Bridges, Josh Galvez («Zevlag»), David Tayman («Taalcon»), Alison Purnell («Eaquae Legit»), Vicki Norris («CKDexter- Haven»), Michael Sloan («Papa Moose»), y Oliver Withsandley.
Además, tuve la ayuda, capítulo a capítulo durante todo el libro, de mi equipo regular de primeros lectores: Philip y Erin Absher, Kathryn H. Kidd, y mi hijo Geoffrey. Mi esposa, Kristine A. Card leyó como acostumbra cada capítulo cuando las páginas estaban aún calientes tras salir de la LaserJet. Sin ellos, no podría haber continuado con este libro.
El segundo problema de esta novela fue que la escribí durante la guerra en Afganistán entre Estados Unidos y sus aliados y las fuerzas de los talibán y Al Qaeda. Ya que en MARIONETAS DE LA SOMBRA tenía que mostrar el futuro estado de las relaciones entre los musulmanes y el mundo Occidental, y entre Israel y sus vecinos musulmanes, tuve que hacer una predicción sobre cómo podría resolverse algún día la actual situación de odio. Como me tomo bastante en serio mi responsabilidad hacia las naciones y pueblos de los que escribo, para comprender las causas de la actual situación me basé en el libro de Bernard Lewis What Went Wrong: Western Impact and Middle Eastem Response (Oxford University Press, 2001). Este libro está dedicado a los padres de mi esposa. Además de que gran parte de la paz y alegría en mi vida y la de Kristine procede de nuestra íntima y armoniosa relación con nuestras amplias familias, estoy en deuda con James B. Alien, por su excelente labor como historiador, sí, pero más personalmente por haberme enseñado a acercarme a la historia sin temor, dirigiéndome allá a donde apunten las pruebas, asumiendo ni lo mejor ni lo peor sobre los pueblos del pasado, y adaptando mi visión personal del mundo cada vez que tiene que ser reajustada, pero sin descartar descuidadamente ideas previas que sigan siendo válidas.
A mis ayudantes, Kathleen Bellamy y Scott Alien, les debo mucho más de lo que les pago. Y en cuanto a mis hijos, Geoffrey, Emily y Zina, y a mi esposa, Kristine, son el motivo por el que merece la pena levantarse de la cama cada día.