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58.82% Kerabán el Testarudo / Chapter 20: Capítulo IV

Capítulo 20: Capítulo IV

Capítulo IV

EN EL CUAL TODO SUCEDE ENTRE EL RESPLANDOR DEL RAYO Y EL FULGOR DE LOS RELÁMPAGOS

Todos se habían levantado, y acercándose precipitadamente a las ventanas, miraban al mar, cuyas olas, pulverizadas por el viento, atacaban con una violenta lluvia la caseta del faro. La oscuridad era profunda, y hubiese sido imposible ver nada, ni aun a algunos pasos, si grandes relámpagos no hubiesen iluminado el espacio.

Durante uno de estos relámpagos, Ahmet señaló un punto que se movía, y que aparecía y desaparecía en el horizonte.

—¿Una embarcación? —exclamó.

—Y si es una embarcación, ¿habrá disparado el cañonazo? —añadió

Kerabán.

—Voy a subir al faro —dijo uno de los guardas, dirigiéndose hacia la escalera interior, situada en un ángulo de la habitación.

—Os acompaño —respondió Ahmet.

Mientras tanto, Kerabán, Van Mitten, Bruno, Nizib y el segundo guarda, a pesar de la borrasca, se situaban al lado de las ventanas rotas. Ahmet y su compañero subieron prontamente al nivel del techo, a la plataforma que servía de base a la torre. Desde allí, entre las vigas y los travesaños, se destacaba una escalera al descubierto, cuyos peldaños se adaptaban a la parte superior del faro, soportando el aparato de iluminación.

La tormenta era tan violenta, que esta ascensión no podía por menos de ser peligrosa. Los sólidos montantes de la torre oscilaban por su base. Por instantes, Ahmet se sentía tan pegado al pasamanos de la escalera, que temía arrancarlo: pero aprovechando algunos instantes de calma, subía dos o tres peldaños a la vez, y, siguiendo al guarda, no menos

embarazado que él, pudo llegar a la galería superior.

Desde allí, ¡qué espectáculo tan conmovedor! Un mar embravecido estrellándose contra las rocas en monstruosas olas; montañas de agua chocando entre sí violentamente, y cuyas aristas se dibujaban en crestas blanquecinas a pesar de la difusa luz que las iluminaba; un cielo negro cargado de bajas nubes, corriendo éstas con gran velocidad, y descubriendo a veces otras masas de vapores más elevadas, más densas, de las que se escapaban algunos de esos lívidos relámpagos, iluminación silenciosa y pálida, reflejos tal vez de lejanas tempestades.

Ahmet y el guarda se habían asido al punto de apoyo de la galería superior. Colocados a derecha e izquierda de la plataforma, miraban, buscando, ya fuese el punto móvil ya entrevisto, ya el resplandor de un cañonazo que señalase el sitio en que se hallaba.

Por otra parte, no hablaban porque no hubieran podido entenderse, pero bajo sus ojos se desarrollaba un amplio espacio. La luz de la linterna encerrada en el reflector que le servía de pantalla, no podía engañarles, y ante ellos proyectaba su haz luminoso en un radio de muchas millas.

Sin embargo, ¿no era de temer que la linterna se apagase bruscamente? Por momentos, una ráfaga llegaba hasta la llama, que se extinguía hasta el punto de perder toda su claridad. Al mismo tiempo, aves marinas, enloquecidas por la tempestad, acababan de precipitarse sobre el aparato, semejándose a enormes insectos atraídos por una lámpara, y se rompían la cabeza contra el enrejado de hierro que la protegía. Eran otros tantos ensordecedores gritos añadidos al rugido de la tormenta. El viento se había desencadenado de tal manera, que la parte superior de la torre sufría espantosas oscilaciones. Esto no debe sorprender, pues las torres de mampostería de los faros europeos experimentan tales sacudidas, que las pesas de los relojes se desordenan y no funcionan. Por lo tanto, con más razón los edificios de madera, cuya armadura no puede tener la rigidez de una construcción de piedra. Allí, en aquel sitio, Kerabán, al que las olas del Bósforo eran suficientes para marearle, hubiese tenido un mareo horroroso.

Ahmet y el guarda buscaban en medio de un claro el punto que habían entrevisto. Pero, o aquel punto había desaparecido, o los relámpagos no iluminaban el sitio que ocupaba. Si era una embarcación, nada tenía de particular que hubiese zozobrado bajo los golpes del huracán. De pronto,

la mano de Ahmet se extendió hacia el horizonte. Su mirada no podía engañarle. Un espantoso meteoro acababa de dirigirse desde la superficie de las nubes hasta la del mar.

Dos columnas, de forma vesicular, gaseosas por la parte superior, líquidas por la inferior, se confundían en una punta cónica, animadas por un movimiento giratorio de extremada velocidad, presentando una vasta concavidad exteriormente, que se hundía haciendo remolinos en el agua. Durante los instantes de calma se oía un agudo silbido de tal intensidad que debía propagarse a gran distancia. Rápidos relámpagos en zigzag surcaban el enorme penacho de aquellas dos columnas que se perdían en las nubes.

Eran dos trombas marinas, y no tiene nada de particular el asustarse a la aparición de aquellos fenómenos, cuya causa no se ha determinado todavía.

Instantáneamente, a poca distancia de una de las trombas se oyó una sorda detonación, precedida de un vivo resplandor.

—¡Un cañonazo! —exclamó Ahmet extendiendo la mano en la dirección observada.

El guarda había concentrado sobre aquel punto todo el poder de su mirada.

—¡Sí…! ¡Allí…, allí…! —dijo.

Y, a la luz de un relámpago, Ahmet acababa de percibir una embarcación de mediano tonelaje que luchaba contra la tempestad.

Era un barco desmantelado, con su gran antena destrozada.

Sin ningún medio para poder resistir, derivaba irremisiblemente hacia la costa. Con las rocas de ésta, con la proximidad de aquellas dos trombas que se dirigían hacia él, era imposible que pudiese escapar de su perdición: o naufragando, o rompiéndose en pedazos: esto no era cuestión más que de algunos instantes.

Y, sin embargo, resistía. Tal vez, si escapaba a la atracción de aquellas trombas, ¿encontraría alguna corriente que le condujera al puerto? Con aquel viento, aun a palo seco, ¿sabría tal vez dar en el canal, en donde la luz del faro le indicaría la dirección? Era una última aventura. Así es que el

barco trató de luchar con el más próximo de aquellos meteoros que amenazaba atraerle a aquel torbellino. De ahí el disparar aquellos cañonazos, que si no eran de destreza eran de defensa.

Era necesario romper aquella columna acribillándola de proyectiles. Lo conseguían, pero de una manera incompleta. Una bala atravesó la tromba hacia la tercera parte de su altura; los dos segmentos se separaron, flotando en el espacio como dos trozos de algún fantástico animal; después se reunieron y volvieron a tomar su movimiento giratorio aspirando el aire y el agua por su paso.

Eran entonces las tres de la mañana. El barco derivaba siempre hacia la extremidad del canal.

En aquel momento sopló un violento huracán que movió la torre hasta su base. Ahmet y el guarda temieron que fuese arrancada del suelo. Las vigas crujían amenazando salirse de los travesaños que las unían. Fue necesario volver a bajar lo más pronto posible y buscar abrigo en la caseta.

Esto fue lo que hicieron Ahmet y su compañero. Y no sin bastante trabajo, pues la escalera se combaba bajo sus pies. Lo lograron, sin embargo, y aparecieron en los primeros escalones que daban acceso al interior de la habitación.

—¿Y bien? —preguntó Kerabán.

—Es un barco —respondió Ahmet.

—¿Perdido?

—Sí —repuso el guarda—, a menos que no dé directamente en el canal de Atina.

—¿Puede conseguirlo…?

—Puede, si su capitán conociese ese canal iluminado por el faro.

—¿No se puede hacer nada para guiarle…, para socorrerle? —preguntó

Kerabán.

—¡Nada!

Instantáneamente, un inmenso relámpago iluminó toda la caseta. El rayo estalló. Kerabán y sus compañeros se quedaron como paralizados por la conmoción eléctrica.

Al mismo tiempo, un ruido espantoso se dejaba oír. Una pesada masa se abatió sobre el techo, que se descuajó, y el huracán, precipitándose por aquella gran abertura, invadió el interior de la habitación, cuyos muros de madera se derrumbaban.

Por un milagro providencial ninguno de los que se encontraban allí resultó herido. El techo arrancado habíase, por decirlo así, deslizado a la derecha, mientras que ellos estaban agrupados en el ángulo izquierdo, cerca de la puerta.

—¡Fuera! ¡Fuera! —exclamó uno de los guardas lanzándose sobre las rocas de la playa.

Todos le imitaron, y allí reconocieron la causa de aquella catástrofe.

El faro, alcanzado por una descarga eléctrica, se había roto por base. En seguida se había producido el hundimiento de la parte superior de la torre, que en su caída había destrozado el techo de la habitación. Después, en un solo momento, el huracán acabó la demolición de la caseta.

¡Ni una sola luz para iluminar el canal del puertecillo de refugio! Si el barco escapaba del naufragio con que le amenazaban las trombas, nada podría evitarle encallar en los arrecifes.

Se le veía entonces irremisiblemente tumbado, mientras las columnas de aire y agua se arremolinaban a su alrededor.

Apenas medio cable le separaba de una enorme roca que sobresalía cincuenta pies o más de la punta Noroeste. Evidentemente, allí era donde el pequeño barco iría a estrellarse, a perecer.

Kerabán y sus compañeros iban y venían por la playa, miraban con horror aquel conmovedor espectáculo, dispuestos a socorrer al barco en peligro, pudiendo ellos apenas resistir a la violencia del huracán desencadenado que les cubría de barro en el que la arena se mezclaba con el agua de mar.

Algunos pescadores del puerto de Atina se habían reunido, sin duda para disputarse los restos de aquel barco, que la resaca hubiera bien pronto

arrojado sobre las rocas. Pero Kerabán, Ahmet y sus compañeros no pensaban lo mismo. Querían hacer todo lo posible para ayudar a los náufragos. Querían más todavía; indicar en lo posible la dirección del canal. ¿No podía ser conducido por alguna corriente, evitando los escollos de derecha e izquierda?

—¡Antorchas…, antorchas! —exclamó Kerabán.

En seguida, algunas ramas resinosas, arrancadas de un bosquecillo de pinos marítimos, reunidas a un costado de la destruida caseta, se encendieron y ésta fue la luz fuliginosa que remplazó, bien o mal, al apagado fuego del faro.

Sin embargo, el barco derivaba todavía. A través de las estrías de los relámpagos, se veía a su tripulación maniobrar. El capitán trataba de izar una vela sin envergar, a fin de dirigirse hacia la luz de la playa; pero, apenas izada, la vela se desrelingó bajo la violencia del huracán, y pedazos de tela volaron hasta las rocas pasando como una bandada de petreles, que non las aves de las tempestades.

El casco del barco se elevaba a veces a una altura prodigiosa y volvía a caer en un inmenso abismo en donde hubiera naufragado si hubiera tenido por fondo alguna roca submarina.

—¡Desgraciados! —exclamaba Kerabán—. Amigos míos, ¿no podemos hacer nada para salvarlos?

—¡Nada! —respondieron los pescadores.

—¡Nada…, nada…! ¡Pues bien, mil piastras…, diez mil piastras… cien mil… a quien los socorra!

Pero las generosas ofertas no podían aceptarse. Era imposible arrojarse en medio de aquella furiosa mar para establecer una estacha entre el barco y la extremidad del canalizo. Tal vez, con uno de esos nuevos inventos, esos cañones porta-amarras, se hubiese podido arrojar un cable; pero esos cañones faltaban, y el pequeño puerto de Atina no poseía ni un bote de salvamento.

—No podemos dejarlos perecer —repetía Kerabán, que no podía contenerse a la vista de aquel espectáculo.

Ahmet y sus compañeros, horrorizados como él, como él estaban reducidos a la imposibilidad de hacer nada.

De pronto, un grito que partió del puente del barco, hizo estremecer a Ahmet. Le pareció que su nombre, ¡sí, su nombre!, se había oído entre el fragor de las olas y el viento.

Y, en efecto, durante una corta calma, aquel grito fue repetido, y distintamente oyó esto:

—¡Ahmet…, a mí…, Ahmet!

¿Quién podía llamarle así? Bajo un irresistible presentimiento su corazón latía precipitadamente. Le pareció reconocer aquel barco… ¿Dónde? ¿No había sido en Odesa delante de la mansión del banquero Selim, el mismo día de su partida?

—¡Ahmet…, Ahmet…!

Este nombre se dejó oír todavía.

Kerabán, Van Mitten, Bruno y Nizib se habían aproximado al joven, quien, con los brazos extendidos hacia el mar, permanecía impasible como si estuviese petrificado.

—¡Tu nombre…, es tu nombre! —repetía Kerabán.

—¡Sí, sí! —decía él—. Mi nombre.

De pronto, un relámpago, cuya duración pasó de dos segundos, se propagó de un horizonte a otro, iluminando todo el espacio.

En medio de aquel inmenso fulgor, el barco apareció tan claramente como si estuviese recortado sobre fondo blanco. El palo mayor acababa de ser herido por un rayo y ardía como una antorcha alimentada por una ráfaga de aire.

En la popa de la embarcación, dos jóvenes, enlazadas, por decirlo así, la una a la otra, gritaban:

—¡Ahmet, Ahmet!

—¡Ella, ella…! ¡Amasia! —exclamó el joven, subiendo a una de las rocas.

—¡Ahmet, Ahmet! —exclamó Kerabán a su vez.

Y se precipitó hacia su sobrino, no para retenerle, sino para ayudarle, si era necesario.

—¡Ahmet, Ahmet!

Este nombre fue repetido todavía por última vez. No había duda posible.

—¡Amasia, Amasia! —exclamó Ahmet.

Y lanzándose en la espuma de la resaca, desapareció.

En aquel momento, una de las trombas cogió a la embarcación por la proa, y arrastrándola entre su inmenso torbellino, la arrojó sobre los arrecifes de la izquierda, hacia la misma roca, en el sitio en donde se elevaba cerca del pico Noroeste. Allí, el pequeño barco se estrelló con un ruido que dominó al de la tormenta; después se sumergió en un abrir y cerrar de ojos, y el meteoro, también deshecho con aquel rudo choque, se desvaneció, estallando como una gigantesca bomba, quedando en el mar su base líquida y en las nubes los vapores que formaban su redondeado penacho.

Podía darse por seguro que estaban perdidos todos los que conducía la embarcación, ¡perdido el valiente salvador que se había precipitado en socorro de las dos jóvenes!

Kerabán quiso lanzarse en aquellas furiosas aguas, con el fin de ayudarle… Sus compañeros tuvieron que luchar con él para impedirle el correr a una muerte segura.

Pero, durante aquel tiempo, se pudo ver a Ahmet al resplandor de los continuos relámpagos que iluminaban el espacio. Con un vigor sobrehumano acababa de subir a la roca. ¡Llevaba en sus brazos a una de las náufragas! La otra, cogida a sus vestidos, subía con él…

Pero salvo ellas, nadie había aparecido… Sin duda toda la tripulación del barco, que se había arrojado al mar en el momento en que la tromba lo asaltó, había perecido, y las dos mujeres eran los únicos sobrevivientes de aquel naufragio.

Cuando Ahmet se puso fuera del alcance de las olas, se detuvo un instante y miró la distancia que le separaba de la punta del canalizo. Lo más, unos quince pies. Y entonces, aprovechando el retroceso de una enorme ola, que dejaba apenas algunas pulgadas de agua sobre la arena, se lanzó con su carga, seguido de la otra joven hacia las rocas de la playa, a donde difícilmente pudo llegar.

Un minuto después, Ahmet estaba entre sus compañeros.

Allí cayó a causa de la emoción y la fatiga, después de haber puesto en los brazos de éstos a la que acababa de salvar.

—¡Amasia, Amasia! —exclamó Kerabán.

¡Sí, era Amasia…, Amasia, que había abandonado Odesa; la hija de su amigo Selim! ¡Era ella la que se encontraba a bordo de aquella embarcación, la que acababa de naufragar a trescientas leguas de allí, en la otra extremidad del mar Negro! Y con ella, Nedjeb, su sirvienta. ¿Qué había sucedido? Pero ni Amasia, ni la joven zíngara, hubieran podido decirlo en aquel momento; ambas habían perdido el conocimiento.

Kerabán cogió a la joven entre sus brazos, mientras que uno de los guardas del faro llevaba a Nedjeb.

Ahmet había vuelto en sí, pero como loco, como hombre que no tiene el sentimiento de la realidad.

Después, todos se dirigieron al pueblo de Atina, en donde uno de los pescadores les dio asilo en su cabaña. Amasia y Nedjeb fueron depositadas en el hogar, donde ardía un buen fuego de sarmientos.

¡La llamaba…, le hablaba!

—¡Amasia, mi querida Amasia…! ¡No me oye…, no me contesta…! ¡Ah, si está muerta, me moriré!

—¡No, no está muerta! —exclamó Kerabán—. Respira, Ahmet, vive. En aquel momento Nedjeb acababa de levantarse.

Después, arrojándose sobre su ama, exclamó:

—¡Señorita, mi querida señorita…! ¡Sí, vive…, sus ojos se entreabren! Y, en efecto, los párpados de la joven acababan de levantarse.

—¡Amasia, Amasia! —exclamó Ahmet.

—¡Ahmet, mi querido Ahmet! —respondió la joven. Kerabán los abrazaba contra su pecho.

—Pero ¿qué embarcación era ésa? —preguntó Ahmet.

—La que debíamos visitar, señor Ahmet, antes de vuestra partida de

Odesa —respondió Nedjeb.

—¿El Güidar, del capitán Yarhud?

—¡Sí… él es quien nos ha raptado!

—Pero, ¿por qué motivo?

—Lo ignoramos.

—¿Y dónde iba ese barco?

—Lo ignoramos también, Ahmet —respondió Amasia—; pero vos estáis aquí… ¡Ya todo lo he olvidado!

—¡No lo olvidaré yo! —exclamó Kerabán.

Y si en aquel momento se hubiera vuelto, hubiera apercibido a un hombre que espiaba a la puerta de la cabaña, huir rápidamente.

Era Yarhud, único sobreviviente de su tripulación.

En seguida, sin ser visto, desapareció en una dirección opuesta al pueblo de Atina.

El capitán maltés lo había oído todo. Sabía, sin embargo, que, por una fatalidad inconcebible, Ahmet se hallaba en el lugar del naufragio del Güidar, en el momento en que Amasia iba a perecer.

Después de haber pasado las últimas casas de Atina, Yarhud se detuvo a la vuelta del camino, y dijo:

—El camino de Atina al Bósforo es largo, y yo sabré poner en ejecución las órdenes de Saffar.


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