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32.35% Kerabán el Testarudo / Chapter 11: Capítulo XII

Capítulo 11: Capítulo XII

Capítulo XII

EN EL QUE VAN MITTEN CUENTA UNA HISTORIA DE TULIPANES QUE TAL VEZ INTERESE AL LECTOR

El carruaje, arrastrado por caballos de refresco, había abandonado Odesa hacia la una de la tarde. Kerabán ocupaba el lado izquierdo del cupé, Van Mitten el derecho y Ahmet el centro. Bruno y Nizib se habían subido al cabriolé, donde pasaban el tiempo durmiendo, ya que su conversación se reducía a alguna que otra palabra.

Un sol bastante vivo alegraba la campiña, y las aguas del mar se destacaban en azul oscuro sobre las parduscas rocas del litoral.

Los viajeros del cupé no tardaron en estar tan silenciosos como los del cabriolé, pues si estos últimos empleaban su tiempo en dormitar, los primeros se habían entregado por completo a la reflexión.

Kerabán se abstraía por completo en sus sueños de testarudo, y no pensaba más que en las caras que pondrían a su vuelta las autoridades otomanas.

Van Mitten pensaba en aquel imprevisto viaje, y no dejaba de preguntarse por qué él, ciudadano de las provincias bátavas, se había lanzado a los caminos del litoral del mar Negro, cuando podía estar tranquilamente en el barrio de Pera, en Constantinopla.

Ahmet había resueltamente tomado su partido respecto a aquel inesperado viaje. Estaba decidido a no economizar la bolsa de su tío en el caso en que fuera preciso evitar una tardanza cualquiera o franquear un imprevisto obstáculo, a fuerza de plata. Irían por el camino más corto; pero, así y todo, procuraría hacerlo menos largo.

El joven daba vueltas en su imaginación a todos esos proyectos, cuando, al alcanzar la cima del acantilado, percibió en el fondo de la bahía la finca del banquero Selim. Sus ojos se fijaron en aquel punto (tal vez en el

momento en que la vista de Amasia se dirigía hacia allí) y es probable que sus miradas se cruzaran sin haber podido verse.

Después, dirigiéndose a su tío, Ahmet, resuelto a tocar una cuestión de las más delicadas, le preguntó si había establecido minuciosamente todos los detalles del itinerario.

—Sí, sobrino —respondió Kerabán—. Seguimos, sin abandonarlo jamás, el camino que va bordeando el litoral.

—Y en este momento nos dirigimos a…

—A Koblewo, a doce leguas de Odesa, donde cuento llegar esta noche.

—¿Y una vez en Koblewo? —preguntó Ahmet.

—Viajaremos toda la noche, con el fin de llegar a Nikolaiev mañana al mediodía, después de haber salvado las dieciocho leguas que separan esta ciudad de la pequeña villa.

—Muy bien, tío; se trata de ir muy de prisa, y en efecto… Pero una vez en

Nikolaiev, ¿no pensaréis en llegar rápidamente a los distritos del Cáucaso?

—¿Y cómo?

—Usando los ferrocarriles de la Rusia meridional, que, por Alexandrov y

Rostov, nos permitirán efectuar una buena parte de nuestro viaje.

—¡Los ferrocarriles! —exclamó Kerabán.

En aquel momento Van Mitten tocó ligeramente con el codo a su joven compañero, y le dijo en voz baja:

—¡Inútil, discusión inútil…! ¡Siente horror por los trenes!

Ahmet conocía las ideas de su tío respecto a aquellos medios de locomoción, demasiado modernos para uno de los fieles de los antiguos turcos; pero en aquellas circunstancias le parecía que Kerabán podría, oír una sola vez, desistir de sus deplorables prevenciones.

¡Pero Kerabán ya no hubiese sido Kerabán si, en cualquier circunstancia, diese su brazo a torcer!

—Creo que estás hablando de ferrocarriles… —dijo.

—Sí, tío

—¿Quieres que yo, Kerabán, consienta en hacer lo que no he hecho todavía?

—Me parece que…

—¿Quieres que yo, Kerabán, me haga estúpidamente transportar por una máquina de vapor?

—Cuando vos sepáis…

—Ahmet, es evidente que no has reflexionado en lo que has tenido el valor de proponerme.

—¡Pero, tío…!

—Digo que no reflexionas, puesto que te permites formular esa proposición.

—Os aseguro, tío, que en los vagones…

—¿Vagones…? —dijo Kerabán, repitiendo aquella palabra de procedencia extranjera con una entonación difícil de explicar.

—Sí…, los vagones que se arrastran sobre los rieles…

—¿Rieles…? —dijo Kerabán—. ¿Qué son esas horribles palabras, y en qué lenguaje hablamos?

—El lenguaje de los viajeros modernos.

—Di, sobrino mío —respondió el testarudo Kerabán, animándose más—;

¿acaso tengo yo algo de viajero moderno para consentir alguna vez en subir a un vagón, haciéndome arrastrar por una máquina? ¿Tengo yo necesidad de desplazarme sobre rieles pudiendo rodar mi carruaje por un camino cualquiera?

—Cuando se tiene prisa, tío…

—Ahmet, obsérvame mejor y no hables de eso; si no hubiera carruajes, iría en carreta; y si no hubiera carretas, iría a caballo; si no hubiera caballos, iría en asno, y de no haber asnos iría a pie; y, si no, de rodillas; y, si no iría…

—¡Amigo Kerabán, deteneos, por Dios! —exclamó Van Mitten.

—¡Iría arrastrándome! —replicó Kerabán—. ¡Sí, arrastrándome! Y cogiendo por los brazos a Ahmet, le dijo:

—¿Has oído tú alguna vez decir que Mahoma tomase el tren para ir a La

Meca?

A este argumento, no había evidentemente nada que responder. Así es que Ahmet, que hubiera podido replicar que, si hubiese habido entonces ferrocarriles, Mahoma los hubiera preferido, se tuvo que callar, mientras que Kerabán continuaba refunfuñando en su rincón, desnaturalizando a su gusto todas las palabras de la jerga ferroviaria.

Sin embargo, si el carruaje no pretendía luchar en rapidez con un expreso, por lo menos marchaba bien. El tiro, sobre un piso bastante bueno, avanzaba al trote largo, y no había por qué quejarse. Los caballos no faltaban en los relevos. Ahmet, que se había encargado de todos los gastos (su tío había voluntariamente consentido), abonaba los precios estipulados, y daba propina a los postillones con una generosidad imperial. Los billetes salían de su bolsillo, y podía decirse que era un caballero sembrando rublos a su paso.

Tan de prisa se hizo marchar al vehículo, que el mismo día el carruaje, rodeando el litoral, pasó por los pueblos de Schumirka, Alexandrovka, y hacia el anochecer llegó a Koblewo.

Desde allí, durante la noche, subiendo hacia el interior de la provincia, y haciendo por atravesar el Bug a la altura de Nikolaiev, a través del gobierno de Kerson, los viajeros llegaron fácilmente a aquella ciudad, hacia el mediodía del 28 de agosto.

Tres horas se detuvo el carruaje delante de un regular hotel, donde les sirvieron una no menos regular comida, a la que Bruno hizo honor. Ahmet aprovechó aquella parada para escribir al banquero Selim, diciéndole que

el viaje se hacía en condiciones aceptables, añadiendo muchos recuerdos para Amasia. Kerabán no creyó pasar mejor aquellas horas, sino prolongando los postres entre las suaves absorciones del moka, y las olorosas aspiraciones de su narguile.

En cuanto a Van Mitten, de acuerdo con Bruno en que era necesario que aquel singular viaje les sirviese de instrucción, fueron a visitar la ciudad de Nikolaiev, cuya prosperidad aumenta visiblemente a expensas de su rival Kerson, amenazando en sustituir su nombre por el de ésta en la apelación geográfica del Gobierno.

Ahmet fue el primero que dio la orden de partir.

El holandés no se hizo esperar. Kerabán dio la última chupada a su narguile en el momento en que el postillón montaba, y el carruaje volvió a tomar el camino que desciende hacia Kerson.

Había que recorrer diecisiete leguas de un país poco fértil. A un lado y otro del camino se veían algunas moreras y no pocos álamos y sauces. En las proximidades del Dniéper, cuyo curso, de cerca de cuatrocientas leguas, termina en Kerson, se extendían largas filas de cañaverales que parecían salpicados de grajos; pero, asustados, volaban al ruido del carruaje; eran azulados, y su gorjeo desagradaba tanto a los oídos como agradaban a la vista sus resplandecientes colores.

El 29 de agosto, al despuntar el alba, Kerabán y sus compañeros, después de una noche sin incidentes, llegaban a Kerson, cabeza de partido del Gobierno, cuya fundación es debida a Potemkin. Los viajeros no pudieron sino felicitarse de aquella creación del favorito de Catalina II. Allí, en efecto, encontraron un buen hotel, en el cual se detuvieron algunas horas,

y almacenes suficientemente abastecidos para llenar la despensa del carruaje (en lo que Bruno, más resuelto que Nizib, se desquitó maravillosamente).

Algunas horas más tarde llegaban al importante pueblo de Aleski y se dirigían, descendiendo, hacia el istmo de Perekop, que une a Crimea con el litoral de la Rusia meridional.

Ahmet no había olvidado dirigir a Odesa una carta desde el pueblo de Aleski. Cuando tomaron sus respectivos puestos en el carruaje, éste se lanzó directamente por el camino de Perekop, y Kerabán preguntó a su

sobrino si había tenido la atención de mandar sus mejores saludos, al mismo tiempo que los suyos, a su amigo Selim.

—No lo he olvidado, tío —respondió Ahmet—, y he añadido que hacíamos todo lo posible para llegar pronto a Scutari.

—Has hecho muy bien, sobrino; y es necesario no olvidar darle noticias nuestras siempre que tengamos una administración de correos a nuestra disposición.

—Desgraciadamente, como no sabemos de antemano donde nos detendremos —dijo Ahmet—, nuestras cartas quedarán siempre sin respuesta.

—En efecto —añadió Van Mitten.

—Pero, a propósito —dijo Kerabán, dirigiéndose a su amigo de Rotterdam—; me parece que no os apresuráis a escribir a la señora Van Mitten. ¿Qué pensará esa excelente señora de vuestro olvido hacia ella?

—¿La señora Van Mitten…? —dijo el holandés.

—Sí.

—La señora Van Mitten es una perfecta señora. Como mujer, no he tenido todavía una sola queja que dirigirle, pero como compañera de mi vida… Amigo Kerabán, ¿por qué hablamos de la señora Van Mitten?

—¿Cómo que por qué? Pues porque recuerdo que era una excelente señora.

—¡Ah! —dijo Van Mitten, como si le dijesen una cosa nueva para él.

—¿No te hablé de ella en los mejores términos, sobrino Ahmet, cuando volví de Rotterdam? —preguntó Kerabán.

—Es cierto, tío.

—Y durante mi viaje, ¿no he estado particularmente encantado de la acogida que me hizo?

—¡Ah! —repitió Van Mitten.

—Sin embargo —repuso Kerabán—, convengo en que también tenía algunas singulares ideas; caprichos…, vapores… Pero eso es inherente al carácter de las mujeres, y si no se les tolera esas nimiedades, más vale no casarse. Precisamente es lo que yo hago.

—Y hacéis bien —respondió Van Mitten.

—¿Le gustan los tulipanes como verdadera holandesa? —preguntó

Kerabán.

—Apasionadamente.

—¡Vamos, Van Mitten, hablemos con franqueza! ¡Os encuentro algo frío hacia vuestra esposa!

—¡Frío sería una expresión demasiado caliente para lo que yo experimento hacia ella!

—¿Qué decís…? —exclamó Kerabán.

—Digo —respondió el holandés— que yo no os hubiera hablado jamás de la señora Van Mitten; pero, puesto que me habláis de ella, y la ocasión se presenta, os voy a hacer una confesión.

—¿Una confesión?

—¡Sí, amigo Kerabán! La señora Van Mitten y yo estamos separados.

—¿Separados —exclamó Kerabán— de común acuerdo?

—De común acuerdo.

—¿Y para siempre?

—Para siempre.

—Contadme eso, a no ser que la emoción…

—¿La emoción? —respondió el holandés—; ¿y por qué queréis que tenga yo emoción?

—¡Vamos, hablad, Van Mitten! —repuso Kerabán—. En mi calidad de

turco me gustan las historias, y como soltero me gustan las historias de casados.

—Pues bien, amigo Kerabán —repuso el holandés con el tono del que cuenta las aventuras de otro—; desde hace algunos años la vida era intolerable entre la señora Van Mitten y yo. Discutíamos incesantemente sobre todas las cosas, a la hora de levantarse, al acostarse, al desayuno; sobre lo que se comería, sobre lo que no se comería; sobre lo que se bebería y no se bebería; sobre el tiempo que hacía, el que iba a hacer y el que había hecho; sobre si los muebles se colocarían aquí o se colocarían allí; sobre el fuego que era necesario encender en una habitación más que en otra; sobre si convenía abrir la ventana y convenía cerrar la puerta; sobre las plantas que se sembrarían en el jardín o las que se arrancarían; en fin…

—¡En fin, eso marchaba bien! —dijo Kerabán.

—Como veis, y aún así iba empeorando; en el fondo soy de temperamento dócil, y yo cedía, sobre todo, por no armar escándalo.

—¡Era lo más acertado! —dijo Ahmet.

—Era, por el contrario, lo menos acertado —respondió Kerabán, dispuesto a sostener una discusión sobre aquel motivo.

—Yo no sé nada —respondió el holandés—; pero, fuera como fuese, el caso es que en nuestra última disputa quise resistir… ¡He resistido, sí, he resistido como un verdadero Kerabán!

—¡Por Alá! ¡Eso no es posible! —exclamó el tío de Ahmet, que se conocía muy bien.

—¡Más que un Kerabán! —añadió Van Mitten.

—¡Mahoma me proteja! —respondió Kerabán—. ¡Pretender que sois más testarudo que yo…!

—¡Evidentemente, es poco probable! —respondió Ahmet con un acento de convicción tal, que llegó hasta el corazón de su tío.

—Vais a verlo —respondió Van Mitten—, y…

—No veremos nada —exclamó Kerabán.

—¿Queréis oírme hasta el final? Fue a propósito de los tulipanes la discusión que se entabló entre la señora Van Mitten y yo, de esos bellos tulipanes que cuentan con un número infinito de admiradores, de los llamados Tulipa gesneriana, que suben derechos por el tronco, y de los que hay más de cien varias especies. ¡No me costaba menos de mil florines el bulbo…!

—¡Ocho mil piastras! —dijo Kerabán, habituado a contar en moneda turca.

—¡Sí, cerca de ocho mil piastras! —respondió el holandés—. ¡Pues he aquí que la señora Van Mitten se obstina una día en arrancar un tulipán para sustituirlo por un girasol! ¡Aquello pasaba ya de los límites! Yo me opongo… Ella se empeña… ¡Quiero detenerla…! Lo arranca…

—Coste: ocho mil piastras —dijo Kerabán.

—¡Entonces me arrojo sobre su girasol, y lo rompo!

—Coste: dieciséis mil piastras —dijo Kerabán.

—Ella se lanza sobre un segundo tulipán… —dijo Van Mitten.

—Coste; veinticuatro mil piastras —respondió Kerabán, como si estuviese pasando las cuentas de su libro de caja.

—¡Yo le rompo otro girasol…!

—Coste: treinta y dos mil piastras.

—Y entonces comienza la batalla —repuso el holandés—. La señora Van Mitten no es dueña de sus actos. Y recibo dos magníficos bulbos, de los más grandes, en la cabeza…

—Coste: cuarenta mil piastras.

—¡Ella recibe otros tres en pleno pecho…!

—Coste: sesenta mil piastras.

—¡Era una verdadera lluvia de bulbos de tulipanes, como no se ha visto jamás! ¡Aquello duró media hora! ¡Todo el jardín quedó estropeado…! Y

después del jardín, el invernadero���! ¡No quedaba nada de mi colección!

—Y, finalmente, ¿os ha costado…? —preguntó Kerabán.

—Cerca de veinticinco mil florines.

—¡Doscientas mil piastras! —dijo Kerabán.

—¡Pero yo no me he rendido!

—¡Ya valía la pena!

—Y después —repuso Van Mitten— he partido, no sin haber dado órdenes para dividir mi parte de fortuna y enviarla al Banco de Constantinopla. Después he huido de Rotterdam con mi fiel Bruno, decidido a no entrar en mi casa hasta que la señora Van Mitten la abandone… para ir a un mundo mejor…

—¡O no arranque tulipanes! —dijo Ahmet.

—Y bien, amigo Kerabán —repuso Van Mitten—, ¿habéis tenido muchas terquedades que os hayan costado doscientas mil piastras?

—¿Yo? —respondió Kerabán, ligeramente picado por la observación de su amigo.

—¡Verdaderamente —dijo Ahmet—, mi tío las ha tenido, y por mi parte conozca una!

—¿Cuál? —preguntó el holandés.

—¡Esta terquedad que le obliga, por no pagar diez paras, a dar la vuelta al mar Negro, le costará mucho más caro que lo sucedido con vuestros tulipanes!

—¡Costará lo que costará! —respondió Kerabán con tono seco—. ¡Pero me parece que mi amigo Van Mitten no ha pagado muy cara su libertad!

¡He ahí las desventajas de no tener más que una mujer! ¡Mahoma conocía bien a ese sexo encantador cuando permitía a sus adeptos tener tantas como quisiesen!

—¡Cierto! —respondió Van Mitten—. ¡Creo que diez mujeres se gobiernan

mejor que una sola!

—Y mucho mejor es —añadió Kerabán— no tener ninguna mujer. Después de esta última observación la conversación quedó interrumpida.

El carruaje llegaba entonces a una casa de postas. Se relevó y anduvieron toda la noche. A la mañana siguiente, hacia el mediodía, los viajeros, bastante fatigados, pero, a instancias de Ahmet, decididos a no perder una hora, después de haber pasado por Bolschi-Kopani y Kalanchak, llegaban a la provincia de Perekop, en el fondo del golfo de su nombre, en la confluencia misma del istmo que une a Crimea con la Rusia meridional.


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