Cull encontró a Fyodor de pie en la calle, sujetando aún la cabeza de X entre sus brazos. Los dos empleados de la nueva ambulancia —demonios, supuso, y no hombres—, apoyados en el capó, masticaban con aplicación. No prestaron la menor atención ni a Cull ni a su compañero.
Cull necesitó algún tiempo para persuadir a Fyodor de que dejara la cabeza de X. El viejo balbuceaba palabras incoherentes, entre las cuales Cull reconoció algo acerca de la «sagrada sangre». Observó que el rostro y la barba de Fyodor estaban manchados de rojo.
—¿Acaso cree usted en la magia? —le preguntó—. ¿Acaso cree que se va a convertir en un santo por el simple hecho de cubrirse con su sangre? Muy pronto va a bebérsela como si fuera vino.
—¡Ya lo he hecho, ya lo he hecho! —gritó Fyodor en éxtasis.
—Y supongo que también habrá comido de su carne.
—¡Oh, sí! Y he notado la divinidad esparcirse en mis entrañas. Como si la tempestad descendiera por mi garganta y penetrara en todo mi ser. Me he sentido semejante a un dios. ¡No, esto es una blasfemia! He sentido la impresión de formar parte de Él.
—Así pues, ahora es usted X —dijo Cull—. ¿Tiene acaso la intención de tomar su lugar?
Y se detuvo repentinamente. Fyodor continuó andando unos metros antes de girarse para ver qué le ocurría a su compañero.
Cull se preguntaba por qué ni él ni nadie habían pensado antes en aquello. A menos que sí hubieran pensado en ello, y X no fuera, pese a su muerte actual, más que su prueba viviente. Pero, si tal era el caso, entonces X pertenecía a una organización detentadora de unos medios de que no podía disponer la ínter.
Claro que esto no impediría a la ínter servirse de falsos X que recogieran a los muertos y los entregaran al mercado negro, de tal modo que, cuando se presentara el verdadero X, fuera acusado de impostor por los agentes de la ínter. La multitud, excitada a la violencia, lo despedazaría… exactamente como acababa de ocurrir. En menos tiempo del que tarda en caer un grano de arena de un reloj, la ínter habría eliminado así a la oposición.
Sólo que… Si X era una de esas Autoridades a las que nadie había visto nunca, o uno de sus agentes, las Autoridades tomarían represalias contra la ínter. Hasta entonces nunca se habían mezclado en sus asuntos, pero la ínter tampoco se había ocupado nunca de las Autoridades.
Sin embargo, X había sido atacado y muerto por la multitud otras veces, en el pasado. Pero siempre había sido el resultado de una violencia espontánea. Y, por lo que sabía, los asesinos no habían sido nunca castigados.
¿Acaso las Autoridades no existían?
Tenían que existir, ya que ningún ser humano era capaz de resucitar a los muertos ni de llegar tan rápidamente al lugar de los hechos.
¿Entonces? ¿Acaso las Autoridades habían confiado a algunos seres humanos unos ciertos poderes —o unos ciertos medios científicos—, que les permitían resucitar a los muertos, tras lo cual se habían vuelto al lugar de donde habían venido?
Había tan sólo un medio para saberlo, y Cull se hubiera dado de golpes por no haber pensado antes en él.
Alarmado al ver que daba media vuelta y volvía sobre sus pasos, Fyodor gritó:
—¡Hey! ¿Adónde va?
—A buscar la cabeza de X —dijo Cull.
La cabeza seguía en medio de la calle, allá donde la había depositado Fyodor con tanta ternura. El rostro miraba hacia el cielo. Pese a la violencia que la había desgajado del resto de cuerpo, las gafas oscuras seguían en su lugar ante sus ojos. Cull estaba tan impresionado por todo lo que había ocurrido que hasta aquel momento no se dio cuenta de lo sorprendente del detalle. Ahora se dijo que bastaba retirarlas para ver los ojos de X. Y esto pensaba hacer, incluso si para ello tenía que levantar personal mente sus párpados.
¿Por qué llevaba siempre X gafas oscuras? ¿Era acaso un demonio? Los demonios, fuera cual fuese su apariencia, humana o monstruosa, tenían todos ojos parecidos a los de los gatos o los lobos, que brillan en la oscuridad cuando una luz se refleja en ellos.
Los ángeles, según le había dicho a Cull un hombre que afirmaba haber visto a uno, poseían también el mismo tipo de ojos. Era lógico, puesto que los ángeles eran demonios no caídos. Si Cull se llevaba la cabeza a un lugar oscuro y dirigía hacia ella un rayo de luz, y aunque sus ojos la reflejasen, no sabría tampoco si X era de origen celeste o infernal. Pero al menos sabría que no era humano.
Uno de los empleados de la ambulancia, inclinado aún sobre el capó, levantó la vista para mirar a Cull. Adivinando sus intenciones, corrió hacia la cabeza de X, se apoderó de ella y, girando sobre sí mismo como un experimentado jugador de rugby, echó a correr, huyendo. Pero Cull tuvo tiempo de verle esbozar una sonrisa sarcástica que descubrió sus caninos… dos caninos tan largos y afilados que no podían pertenecer a un ser humano.
—¡Detente! —gritó Cull—. ¡Te haré despellejar vivo, maldito, como no te detengas!
El fugitivo giró la cabeza para dirigirle una mueca obscenamente burlona, y siguió corriendo. Cull se lanzó en su persecución, no solamente para recuperar la cabeza, sino también para intentar descubrir por qué aquel demonio se mostraba tan desobediente. Muchos hechos extraños se habían producido recientemente, y quería intentar descubrir la causa.
Las calles comenzaban a llenarse de nuevo. El demonio atravesó los grupos de gente, que se dispersaron rápidamente al ver el objeto que llevaba entre sus brazos.
Cull iba perdiendo terreno. Sus músculos estaban rígidos, su largo viaje a lomos de hombre lo había agotado. Si el demonio hubiera seguido corriendo, muy pronto hubiera estado fuera de su alcance y de su vista. Pero se detuvo para levantar, con una mano, la pesada piedra que obturaba una de las bocas de los albañales, en medio de la calle, y se metió dentro. Cuando Cull llegó finalmente, no vio más que la oscuridad iniciándose a menos de tres metros del suelo.
Unos segundos más tarde lo alcanzó Fyodor, jadeante, y le preguntó con voz ronca por qué quería recuperar la cabeza de X. Cull le expuso algunas de sus razones.
—Pero —añadió— será mejor abandonar. No podemos seguir a ese demonio aquí dentro.
—¡Oh, sí podemos! —respondió Fyodor, con una extraña sonrisa—. Y ahora mismo si quiere. De todos modos, eso es precisamente lo que teníamos que hacer. —Se metió en el orificio y empezó a descender los peldaños de la escalera de piedra que conducía hasta el fondo del albañal.
—¿Está usted loco? —exclamó Cull.
Fyodor se detuvo, con la cabeza al nivel de la calle, y levantó hacia Cull sus ojillos azul-grises, torciendo la boca en una mefistofélica sonrisa.
—Quizá —dijo—. Pero ésta es la única manera de desvelar algo de los misterios y enigmas de este mundo. Hace ya un tiempo que me di cuenta de ello, sobre todo después de haber visto a individuos muy extraños salir de los albañales o penetrar en ellos mientras yo recorría de noches las calles. Me dije que quizá por aquí se pudiera llegar hasta la morada de X… o, como la llaman algunos, la Casa de los Muertos.
»»Así que, a fin de poder hallar mi camino en esos lugares sin luz y afrontar los peligros que nos esperan… los cuales, puede creerme, son muy numerosos, me he dedicado a ocultar bastantes cosas que pueden sernos útiles en lugares segundos de estas tenebrosas profundidades.
El hedor que surgía de la boca del albañal producía náuseas a Cull.
—Vamos, baje —dijo Fyodor—. El olor no va a matarlo. ¿Esperaba llegar al fondo de las cosas sin tener que chapotear en la basura y la corrupción?
—Espere —dijo Cull—. Debo telefonear.
—No tenemos tiempo —dijo Fyodor, y se hundió en las profundidades—. Apresúrese —llegó su voz—, o la cabeza se nos va a escapar.
—¡Nuestras cabezas son las que se nos van a escapar! —gruñó Cull. Pero empezó a descender los peldaños.
En el momento en que sus ojos llegaban a la altura del pavimento, vio a una mujer y cuatro hombres surgir de una esquina. La mujer corría desesperadamente, aunque era evidente que sus fatigadas piernas se negaban cada vez más a obedecer las órdenes de su cerebro. Su carrera era irregular, tropezaba constantemente, y varias veces estuvo a punto de caer. Unos pocos metros más y se derrumbaría definitivamente.
—¡Phyllis! —gritó Cull, deteniendo su descenso. Más lejos vio a un buen número de hombres y mujeres que, por las apariencias, estaban persiguiendo a Phyllis y a los cuatro porteadores del palanquín. Corrían tras ellos gritando insultos y amenazas y agitando los unos armas, los otros simplemente sus puños desnudos.
Cull sintió que el terror lo invadía, no tanto a causa del peligro inmediato que corría Phyllis sino por el significado real de aquella escena. Porque, para que la multitud se atreviera a atacar a los agentes de la ínter, era necesario que todo el sistema de valores se hubiera trastocado y que se estuvieran produciendo extraños y terribles acontecimientos. El mundo estaba en plena desintegración.
Phyllis corrió hacia él, jadeante, los ojos desorbitados, la boca ansiosamente abierta, el rostro crispado.
—¡Espere! —gritó Cull a Fyodor, y saltó afuera.
Phyllis, viendo surgir ante ella aquella forma humana que parecía emerger del mismo suelo, adelantó las manos para apartarla, al tiempo que intentaba cambiar de dirección, sin conseguir otra cosa que derrumbarse en brazos de Cull.
Éste la levantó y la arrastró hasta la boca del albañal, tendiéndola a Fyodor y descendiendo luego él. Apresuradamente, volvió a colocar la piedra sobre la entrada.
Llevando a Phyllis, el uno por los hombros, el otro por los pies, Fyodor y Cull se pusieron en marcha en la oscuridad. Cull se sintió presa del pánico al pensar que los perseguidores de Phyllis podían descender por la boca del albañal para proseguir la persecución. Por un momento sintió la tentación de abandonar a Phyllis allí mismo. Hubiera sido lo más justo, ya que esto precisamente era lo que había hecho ella con él: abandonarle.
Pero nadie levantó la losa que cubría la boca del poco de entrada. En pocos segundos, Cull y sus compañeros se hallaban fuera del alcance de los gritos que llegaban desde la calle.
Habían recorrido unos quinientos metros en la oscuridad cuando Fyodor dijo:
—¡Alto! Debe ser aquí.
Dejó las piernas de Phyllis en el suelo, y Cull hizo lo mismo con el resto de su cuerpo. La mujer permaneció tendida en el lugar donde la habían dejado, respirando fatigosamente.
—Que nadie se mueva —dijo Fyodor—. Si dan un paso en una dirección equivocada, pueden caer en las aguas del albañal.
Cull se estremeció, aunque estaba empapado de sudor, al oír el gorgoteo, algunos metros más abajo, de la fangosa y nauseabunda corriente. De pronto, el hedor y el calor se le hicieron intolerables, y sintió tentaciones de huir. Nada le impedía abandonar a Fyodor y Phyllis: no le costará mucho encontrar el camino hasta la escalera y subir de nuevo a la luz y al aire fresco. Ahora, los perseguidores debían haberse dispersado, y aun suponiendo que algunos manifestantes se hallaran aún en la calle, le bastaría a Cull unirse a ellos. ¿Cómo podrían saber que era él precisamente quien les había escamoteado una de sus víctimas?
Además, seguir en los albañales era ponerse en manos de Fyodor. No era imposible que éste les hubiera atraído hasta aquel lugar para abandonarlos allí o quizá incluso matarlos. ¿Quién puede saber lo que pasa por la mente de un fanático? Era un hombre de constitución débil y, muy probablemente, un cobarde. Debía odiar al hombre que se había burlado de su fe y que, con sus sarcasmos, había lanzado a la multitud contra X.
Pero no nos alteremos, se recomendó a sí mismo Cull. Quizá sea yo el cobarde. Lógicamente, Fyodor no tiene ninguna razón para desearme algún mal. ¿Me habría invitado a acompañarle si no hubiera deseado realmente mi ayuda para atravesar estos oscuros y peligrosos túneles? ¿Acaso no cree sinceramente en todas esas estupideces acerca de la fraternidad entre los seres humanos y el amor que hay que sentir hacia los demás, ya que el Padre lo quiere así?
Phyllis, que había recuperado su aliento, preguntó:
—Jack, ¿eres tú realmente quien me ha salvado? ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Sí, soy yo, por supuesto —dijo Cull—, aunque debo confesarte que no sé exactamente por qué lo he hecho. Hubiera debido quedarme mirando cómo te despedazaban: es lo que te merecías.
—Entonces, es que aún sigues amándome —dijo ella, sorprendida.
—¡Ni lo sueñes! —exclamó él duramente—. Deseo tu cuerpo. ¿Qué hombre no lo desearía? ¡Pero te odio!
La voz de Fyodor surgió en aquel momento de la oscuridad:
—Hermano Cull, hermana Nilstrom, vengan. Cojan mi mano y síganme. He encontrado el lugar donde oculté mis provisiones.