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18.63% EL Mundo del Río / Chapter 52: EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (21)

Capítulo 52: EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (21)

Llegó la tarde del día siguiente. Sam Clemens y Juan Sin Tierra habían estado discutiendo toda la mañana. Finalmente, Sam, exasperado, dejando a un lado precauciones y razonamientos, dijo:

-¡No podemos permitir que Hacking nos corte sus suministros de bauxita! ¡No podemos permitir que suceda nada que retrase la construcción del barco! ¡Puede que estés haciendo esto para forzar una guerra contra Soul City! ¡Y te va a salir el tiro por la culata. Majestad!

Sam había estado paseando arriba y abajo, agitando una panatela mientras hablaba. Juan estaba retrepado en una silla junto a la mesa redonda de roble de la timonera de Sam. Joe Miller se sentaba en un rincón en una silla muy grande hecha especialmente para él. El corpulento mongol paleolítico, Zaksksromb, estaba de pie detrás de Juan.

De pronto, Sam se giró y posó ambos puños sobre la mesa. Apoyado en ella, el puro en los labios, la espesura rojiza de sus cejas enarcadas, dijo a Juan:

-Cediste una vez, en Runnymede, cuando firmaste la Carta Magna. Fue la única cosa decente que hiciste en todo tu reinado... Y los hay que dicen que cruzaste los dedos al firmar. Bien, ahora se presenta otra ocasión en que debes hacerlo, Juan, Majestad. ¡O te disculpas ante Abdula, que tiene derecho a tus excusas, o convocaré una sesión especial del consejo que determine si eres digno o no de continuar como corregente!

Juan le miró furioso un momento. Luego dijo:

-Tus amenazas no me asustan. Pero es evidente que provocarías la guerra civil en esta tierra antes que luchar contra Soul City. No comprendo esta locura, pero un hombre racional nunca logra entender la irracionalidad. Así que me disculparé. ¿Por qué no? Un rey puede permitirse ser magnánimo con un plebeyo. Nada le cuesta y fomenta su popularidad.

Juan se levantó y salió andando pesadamente, con su vigoroso guardaespaldas tras él. Diez minutos después, Sam supo que Juan se había presentado en la casa de los invitados oficiales y había presentado sus disculpas. Abdula X, aunque ceñudo, las había

aceptado. Era evidente que le habían ordenado hacerlo así.

Un momento antes de que los silbatos de las fábricas anunciasen el final de la hora de la comida, entró Cawber. Se sentó sin esperar a que Sam se lo indicase. Sam enarcó las cejas, porque era la primera vez que sucedía esto. Había en la actitud de Cawber algo indefinido. Sam, observándole cuidadosamente, analizando cada inflexión de su voz, concluyó que su actitud era la de un esclavo que ha decidido dejar de serlo.

Cawber sabía que iba a ser el emisario de Parolando en Soul City. Se sentó, echado hacia adelante, con sus inmensos brazos negros sobre la madera de roble y las manos extendidas. Habló en esperanto y, como la mayoría, utilizan do sobre todo el presente, y añadiendo un adverbio de tiempo para indicar futuro y pasado si deseaba aclarar.

El equipo de Cawber había hablado con cada uno de los tres mil negros puros, aproximadamente, que había en Parolando. Existía cierta confusión al clasificar a algunos de los prehistóricos. Un tercio deseaba, aunque no apasionadamente, ir a Soul City en un intercambio con los ciudadanos que Hacking no quería. Predominaban los negros de finales del siglo xx. Los otros decían que tenían un trabajo que les proporcionaba prestigio, que les gustaba vivir en pie de igualdad con los blancos, y que no querían perder su oportunidad de viajar en el gran barco fluvial.

Esto último quizá fuese lo más determinante, a juicio de Sam. El no era el único que soñaba con el gran barco fluvial. Este surcaba los sueños de muchos, relampagueando como una joya con una libélula atrapada en su interior.

Firebrass y su gente fueron invitados a acudir a la mesa de conferencias. Firebrass llegó tarde porque había estado inspeccionando el aeroplano. Se burló de su fragilidad y lentitud, pero de todos modos le daba envidia que von Richthofen fuese el único que pudiese pilotarlo.

-No te preocupes, también tú tendrás posibilidad de pilotarlo -dijo Sam-. Siempre que continúes aquí, claro está, cuando...

Firebrass se puso serio.

-¿Cuál es vuestra decisión, caballeros, respecto a la propuesta de mi gobierno?

Sam miró a Juan, que indicó con un gesto que le cedía la palabra. Juan pretendía que cualquier posible ataque se dirigiese primero contra Sam.

-Esto es una democracia -dijo Sam-. Y nosotros no podemos decir a nuestros ciudadanos que se vayan a menos que hayan incurrido en conducta ilegal. Así que, según mi opinión, según nuestra opinión, cualquier ciudadano de Parolando puede irse a Soul City si lo desea. Creo que llegamos a un acuerdo básico sobre esto cuando nos reunimos la última vez. Corresponderá a tu gobierno negociar con cada ciudadano. En cuanto a lo de aceptar a vuestros árabes y dravidianos y demás, les daremos la posibilidad de venir a

vivir con nosotros si lo desean. Pero nos reservamos el derecho de expulsarlos si no se comportan como corresponde. Adonde tendrán que irse entonces, será cuestión suya.

-Está bien -convino Firebrass-. Supongo que Hacking no querrá a nadie que no desee vivir en Soul City, por muy negro que sea.

-¿Y qué me dices de los cargamentos de minerales?

-preguntó Sam-. ¿Se interrumpirán durante las negociaciones?

-Podría ser, aunque en realidad -explicó Firebrass- lo dudo. Tendría que conferenciar con Hacking para saberlo. Por supuesto, habéis de elevar la cuantía de mineral y armas que nos entregabais antes de que subiera el precio.

-Dices que podría ser -dijo Sam.

-Todo lo que digo está condicionado a su confirmación o negación desde Soul City - insistió Firebrass, con una sonrisa.

Se acordó luego que Cawber iría a Soul City como embajador de Parolando en cuanto pudiese alterarse la Carta de forma adecuada. Todo lo demás quedaba aún en el aire. Sam tuvo la impresión de que Firebrass no quería acelerar las cosas. Más bien al contrario. Estaba deseando que las cosas se prolongaran e incluso echar pie al freno si mostraban signo de aceleración. Quería seguir en Parolando, y Sam solo podía deducir que lo deseaba para poder espiar. Quizá quisiese también provocar conflictos.

Luego, examinó con Juan los resultados de la reunión. Juan estaba de acuerdo en que

Firebrass era un espía, pero no podía entender cómo iba a poder organizar conflictos.

-Lo lógico es que quisiera que se acelerara lo más posible la construcción del barco. Cuanto antes esté terminado, antes podrá Hacking apoderarse de él. ¿O acaso crees que Hacking no se propone apoderarse del barco? ¿Crees que hay uno sólo de nuestros vecinos que no pretenda apoderarse de él? Arturo realizó su abortada tentativa de conquistarnos a causa del odio que sentía por mí. Debería haber esperado a que el barco estuviese casi terminado, y unido entonces, con Cleomenes y los ulmaks, todas las fuerzas posibles en un ataque general. Todo funcionó mal, él y Cleomenes resultaron muertos, e Iyeyasu ha invadido sus países mientras sus sucesores combaten entre sí.

-Según tus espías, él está ganando también -dijo Sam-. Si consolida su estado con los otros dos, será un enemigo realmente formidable.

Y también lo serás tú, Juan Sin Tierra, pensó Sam. De todas las personas a las que tendré que vigilar una vez construido el barco, tú serás la que merezca una vigilancia más estrecha...

Firebrass anunció que él y su delegación permanecerían en la embajada de Soul City mientras se desarrollaban las negociaciones.

-Me alegro de poder teneros aquí -dijo Sam-. Pero Soul City tiene sus propias industrias. Sé que están usando nuestro mineral para hacer armas y otras cosas que mis espías no han podido determinar.

Firebrass le miró sorprendido, y luego se echó a reír ostentosamente.

-¡Has dado en el clavo, amigo! -dijo en inglés. Luego, añadió en esperanto-: Bueno,

¿por qué no somos francos? Lo prefiero. Sí, nosotros sabemos que tenéis espías en Soul City... como vosotros sabéis que hay espías nuestros aquí. ¿Quién no tiene espías en las tierras de sus vecinos? ¿Pero qué es lo que quieres decir?

-Tú eres el individuo con mayor preparación técnica que tiene Hacking. Eres un doctor. Estás al cargo de las fábricas y de la investigación y el desarrollo ¿Por qué te envía aquí Hacking siendo tan necesario en Soul City?

-He dispuesto las cosas para que todo funcione bien. Soul City no me necesita en este momento. Yo quise venir aquí.

-Para poder ver nuestra Mark I y nuestro aeroplano y el anfibio y su cañón de vapor... Firebrass esbozó una sonrisa, asintió con un gesto y dijo:

-Sí. ¿Por qué no? Si no veo yo esas cosas, algún otro lo hará. Sam se tranquilizó.

-Toma un puro -dijo Sam-. Puedes mirar cuanto quieras. No estamos haciendo nada que no puedas imaginar tú mismo, salvo el cañón de vapor, quizá. Que por cierto es un invento mío. Acompáñame. Estoy muy orgulloso de él y quiero enseñártelo. Está casi terminado.

El Dragón de Fuego I estaba bajo su andamiaje de madera. Era de un gris plateado y tenía la forma de un barco de fondo plano, pero con siete inmensas ruedas de metal con neumáticos de plástico a cada lado. Por la parte trasera sobresalían dos hélices gemelas protegidas por una pantalla. Tenía unos nueve metros de longitud, tres de manga y tres y medio de altura. De su cubierta superior surgían tres tórrelas. Una la del piloto, el radiotelegrafista y el capitán, aunque no hubiese aún aparatos de radio en Parolando. La torreta central era más alta que las otras y sobresalía en ella la masa corta y maciza de un arma. La última torreta estaba destinada a pistoleros que irían armados con pistolas Mark I y quizá con fusiles.

-El anfibio quema alcohol de madera para producir vapor -dijo Sam-. Entremos, por este acceso lateral de aquí. Verás que la caldera ocupa aproximadamente un tercio del interior. Hay buenas razones para ello, como comprobarás.

Subieron por una escalera al interior de la torreta central, en la que sólo había la luz de una bombilla. Firebrass lanzó una exclamación. Era la única bombilla eléctrica que había visto en el Mundo del Río. Sam le explicó que estaba alimentada por una célula de combustible.

-Y aquí está el Gran Cañón a Vapor -dijo él, y señaló un cilindro que salía de la masa gris de la torreta. Debajo había una como culata de pistola y una especie de gatillo. Firebrass se colocó debajo, puso el dedo en el gatillo y miró a través de la abertura que había sobre el cañón. Alzó y bajó el arma.

-Ahí habrá una silla para que el artillero se siente -dijo Sam-. Podrá girar la torreta en la dirección que desee mediante unos pedales. Podrá mover el cañón arriba y abajo en un ángulo vertical de veinte grados. El vapor de la caldera impulsará los proyectiles de plástico del calibre ocho. El arma se dispara con recámara abierta, es decir, no hay proyectiles en el cañón cuando se aprieta el gatillo. Al apretar éste, se suelta una clavija que impide a la recámara avanzar, impulsada por un muelle. Durante su movimiento hacia adelante, la recámara suelta una bala de plástico y la empuja hacia el cañón. Antes de que la recámara llegue al cañón, las lengüetas de ambos lados engranan y hacen girar la recámara un cuarto de vuelta hacia la derecha, bloqueándola así. ¿Me sigues?

Firebrass asintió.

-Bien, pues tan pronto como se completa ese cuarto de vuelta, el canal interior de la recámara se alinea con el canal de alimentación del canal de vapor a alta presión. Esto permite que el vapor caliente (unos 200° C., aproximadamente) penetre en el espacio de la recámara. El proyectil de plástico atraviesa el cañón impulsado por la expansión del vapor. Y éste, actuando al mismo tiempo contra la parte trasera de la cámara, comienza a forzar la recámara hacia atrás. Debido al gran peso de la recámara ésta no empieza a moverse hasta que la bala ha salido ya del cañón.

"Cuando el bloque de la recámara comienza a moverse hacia atrás, las presillas se introducen en sus cierres y el engranaje hace girar la rueda un cuarto de vuelta a la izquierda, cerrando así el paso al vapor. Con ello, el bloque de la recámara vuelve a su posición original. Si no se suelta el gatillo, la operación se repite indefinidamente.

-Estoy impresionado -dijo Firebrass-. ¿Pero no operaría el arma con más eficacia si su temperatura fuese la misma que la del vapor introducido a alta presión? De ese modo, se utilizaría menos energía del vapor en calentar el arma, y esto significa más vapor para impulsar el proyectil. ¡Ah, ya veo! Habéis hecho una cubierta agujereada alrededor de la recámara. El vapor pasa a través de ella antes de penetrar en el arma propiamente dicha,

¿verdad?

-Sí. Hay una cubierta aislante de plástico recubierta de madera. ¿Ves aquella válvula reductora? Permite enfriar el arma una vez usada... a los cinco segundos de haber disparado con ella. Si no se hiciese eso, el arma podría recalentarse. Y como su temperatura máxima es la misma que la del vapor de la caldera, no hay ningún peligro de que se queme la recámara. Se puede utilizar el arma como manguera. De hecho, solo así podría ser eficaz. La precisión de una bala ligera de plástico no es grande con una velocidad tan comparativamente baja.

Firebrass no parecía ni mucho menos deprimido por la superioridad militar que el anfibio proporcionaría a Parolando. Esto probablemente fuese porque estaba planeando construir uno en Soul City. O, si Parolando tenía uno, quizás pensase construir dos, en cuyo caso Parolando tendría que construir tres.

Soul City no podía superar a Parolando. Pero Parolando no podía cortar los suministros de mineral, porque entonces Soul City no entregaría la bauxita, la criolita, el platino y el iridio que Parolando necesitaba.

El entusiasmo por mostrar su mortífera invención se desvaneció de forma casi ostentosa en Sam. La única solución al problema, si Soul City iniciaba una carrera de armamentos, sería aplastar Soul City y tomar el control directo de los minerales. Esto significaba aplazar la construcción del gran barco fluvial. Y significaba también atacar a los dos estados, Publiujo y Tifonujo, que había entre Parolando y Soul City. Y si aquellos estados se unían, constituirían una fuerza formidable, con las armas que Parolando les había entregado a cambio de su madera.

Sam había pensado que aquella posibilidad era casi catastrófica. Pero unos días después Iyeyasu completó la conquista de sus estados vecinos y envió una misión a Parolando. No hacía peticiones que no pudiesen satisfacerse. En realidad, en cierto modo, sus propuestas podían ser de ayuda. Decía que su nación había perdido bastantes árboles y que preferiría darles la posibilidad de crecer otra vez. Pero por un incremento en la cuantía de armas que Parolando le entregaba, estaba dispuesto a proporcionar gran cantidad de madera y de excrementos para su industria de explosivos. Invadiría los territorios del otro lado del Río y se apoderaría de su madera.

Esto significaba que Parolando le pagaría a Iyeyasu por recoger madera por la fuerza en sus estados vecinos. Sería más barato y además mucho menos doloroso para Parolando, que no tendría que hacer directamente matanzas, esclavizaciones ni ataques.

Y Sam Clemens tendría con esto algo más que le robase el sueño. Juan Sin Tierra consideró excelente la proposición.

-Nuestras fábricas están construyendo armas con gran eficacia -dijo-. Podemos permitirnos exportar más. Y debemos construir una flota de Dragones de Fuego para que las espadas que entregamos a estas gentes sean fácilmente superadas por nuestras máquinas,

-¿Y cuándo vamos a empezar a construir el gran barco fluvial? -preguntó Sam.

Nadie le dio una respuesta; pero al día siguiente Van Boom, Velitski y O'Brien, sus ingenieros jefes, le enseñaron los primeros bocetos. Eran dibujos sobre planchas de plástico en blanco y negro con un lápiz conectado a una célula de combustible. El campo magnético de la punta del lápiz reordenaba la finísima y blanca cobertura de partículas por donde pasaba. Las líneas seguían polarizadas hasta que se pasaba sobre ellas un campo inverso. Así, se reducía notablemente la demanda de papel, y podían variarse los planos a voluntad.

Firebrass dijo que le gustaría colaborar en la construcción del barco. Se aceptó su propuesta, aunque Juan puso objeciones al principio. Sam contestó que cuanta más ayuda recibieran más pronto terminarían. Y no veía que Firebrass, por mucho que supiese, pudiera robar el barco. Aunque Sam no se lo explicó a Juan, tenía una idea respecto a Firebrass. Era la de meterle tanto en aquello, en la construcción del barco, que aceptase la oferta de un puesto en él.

La maquinaria necesaria para hacer las primeras planchas del casco estaba casi terminada. Hacía una semana que habían concluido los trabajos del embalse, y el agua de la catarata iba llenándolo. Estaban instalándose los alambres de aluminio de los generadores que serían movidos por el agua del embalse. El modelo de batacitor, que tendría cuatro plantas, estaría terminado en un mes, si se disponía de los materiales.

Unos días más tarde pidieron asilo en Parolando quinientos misioneros de la Iglesia de la Segunda Oportunidad, Iyeyasu los había echado de su nuevo estado prometiéndoles varios géneros de exquisitas torturas si intentaban volver. Sam no se enteró inmediatamente porque estaba en el embalse.

Los misioneros se negaron a irse cuando Juan les transmitió la orden de que se fueran inmediatamente. Juan Sin Tierra, al oír esto, sonrió agriamente, se mesó su cabello leonino y lanzó su juramento favorito:

-¡Por los dientes de Dios!

Sam estaba en el embalse supervisando la instalación de toneladas de dinamita en las paredes agujereadas. Este iba a ser un truco más que se guardaba en la manga, una operación inundaciones para un caso extremo. Una operación quizá suicida, por si alguna vez el enemigo lograba una invasión afortunada.

Von Richthofen, roja la cara y respirando pesadamente de correr colina arriba, le habló de la llegada de los misioneros y de su negativa a irse. No mencionó a Juan.

Sam dijo a Lothar que dijese a los misioneros que él bajaría por la noche. Que podían esperarle, pero que no saliesen de un radio de diez metros de la piedra de cilindros más próxima al lugar donde hubiesen desembarcado. De momento, pensó en ordenarles que se fuesen inmediatamente y en decir a los soldados que podían atizarles unos cuantos golpes con la espada plana si lo deseaban. Hacía calor y estaba sudado y cubierto de polvillo de cemento. Y sentía una especial animosidad hacia los miembros de la Iglesia de la Segunda Oportunidad. En aquel mundo bendecido por la ausencia de moscas y mosquitos, aquellos misioneros parecían decididos a llenar el hueco.

El estruendo y el chapoteo de hormigoneras gigantes que vertían su contenido, los gritos de los capataces y el rascar de las palas y el traqueteo de los carros con ruedas de madera y hierro, impidió a Sam oír el estruendo que se produjo una media hora más tarde. No supo nada de lo sucedido hasta que von Richthofen llegó corriendo hacia él. Sam tuvo la sensación de desmoronarse. Juan había probado las nuevas armas con los misioneros. Un centenar de pistolas Mark I habían liquidado a casi quinientos hombres y mujeres en tres minutos. El propio Juan había cargado y disparado diez veces, utilizando las últimas cinco balas para rematar a los heridos.

Unas treinta mujeres, la mayoría muy hermosas, se habían librado. Habían sido conducidas al palacio de Juan.

Mucho antes de llegar a la orilla, Sam vio una gran multitud reunida alrededor de la piedra de cilindros. Envió a Lothar delante para que le despejara el camino. La multitud se separó ante ellos como el Mar Rojo ante Moisés, según Sam pensó, pero el Mar Rojo se cerró de nuevo tras él después de pasar entre la multitud. Los cuerpos estaban amontonados, cubiertos de sangre, la carne destrozada, los huesos astillados por los proyectiles de gran calibre. En sus noventa y siete años de vida, Sam jamás había logrado acostumbrarse al silencio de los muertos. Parecía colgar sobre ellos como una nube invisible y estremecerse. La boca que no volvería a hablar, el cerebro que no volvería a pensar...

Poco le ayudó pensar que al día siguiente aquellas mismas personas, con los cuerpos sanos y renovados, volverían a resucitar en algún lugar de la ribera. El efecto de la muerte no se dejaba disipar con la racionalización.

Juan estaba dando órdenes para el traslado de los cadáveres a las fábricas de jabón y piel. Sonrió a Sam como un muchacho malo • sorprendido tirando del rabo al gato.

-¡Esto es una matanza! -gritó Sam-. ¡Una degollina! ¡Injustificada! ¡Imperdonable! ¡No había ninguna razón para ello, asesino, bestia sanguinaria! ¡Esto es lo que has sido siempre, un perro asesino, y es lo que siempre serás! ¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo!

Juan perdió su sonrisa y dio un paso atrás cuando Sam, con los puños cerrados, avanzó hacia él. El inmenso Zaksksromb, empuñando una gran maza de roble con pinchos de acero en la punta, avanzó hacia Sam.

-¡Cuidado!... ¡Si intervenís llamaré a Joe Miller! Y dispararé contra el primero que intente atacar a Sam.

Sam miró tras de sí. Lothar tenía en la mano una gran pistola, y apuntaba a Juan.

La piel oscura de Juan palideció y sus cejas se enarcaron. Incluso el iris azul claro de sus ojos pareció palidecer.

Más tarde, Sam pensó que debería haber dicho a Lothar que disparase; aunque los quinientos pistoleros fuesen hombres de Juan, podrían haber dudado si Juan moría del primer tiro. Estaban rodeados por hombres y mujeres armados, la mayoría de ellos nada adictos a Juan y casi todos impresionados por la matanza. Podrían haber rendido sus armas. Y aunque no lo hubieran hecho, Sam podría haberse tirado al suelo y no ser alcanzado por los primeros disparos. ¿Quién sabe lo que habría pasado después?

Pero de nada valía fantasear. El no había dado la orden.

Sin embargo, tenía que emprender una acción firme e inmediata. Si le permitía aquello a Juan perdería el respeto de todos, y desde luego el de sí mismo. Podría también renunciar a la corregencia. Pero en ese caso, perdería el barco.

Giró la cabeza levemente, aunque no tanto que no pudiese seguir controlando a Juan. Vio la cara blanca y los grandes ojos oscuros de Livy. Parecía a punto de vomitar. La ignoró y llamó a Cyrano de Bergerac, que estaba de pie en la primera fila, con su largo florete en la mano.

-¡Capitán de Bergerac! -Sam señaló a Juan-. Detenga al corregente. Juan tenía una pistola en la mano, pero no la alzó.

-Protesto -dijo con voz suave-. Les dije que se fuesen inmediatamente y se negaron. Les advertí y siguieron negándose... Así que ordené que dispararan... ¿Qué importa, además? Mañana estarán vivos otra vez.

Cyrano avanzó en línea recta hacia Juan. Se detuvo, saludó y dijo:

-Sus armas, caballero.

Zaksksromb lanzó un gruñido y alzó su maza de púas.

-No, Zak -dijo Sin Tierra-. Según la Carta, un regente puede detener al otro si cree que está actuando en contra de la Carta. No estaré detenido mucho tiempo.

Entregó su arma a Cyrano, por la culata, se quitó el cinturón y se lo dio también. En las fundas llevaba un cuchillo largo y una espada corta.

-Regresaré a mi palacio mientras tú y el Consejo decidís mi suerte -dijo-. Según la Carta debes convocarlo en el plazo de una hora después de la detención, y la decisión habrá de tomarse en dos horas, siempre que no interfiera una cuestión de emergencia nacional.

Se alejó, con Cyrano detrás. Los hombres de Juan dudaron un momento, y luego, bajo las órdenes de Zaksksromb, siguieron a Juan hasta el palacio. Sam les miró alejarse asombrado. Había esperado mayor resistencia. Y luego pensó que tal vez Juan supiese muy bien que Sam Clemens tenía que hacer lo que había hecho para no perder su prestigio. Y Juan conocía a Sam lo bastante como para saber que podría querer evitar una decisión que pudiese conducir a la guerra civil, pero que no lo haría si pensaba que estaba amenazado su gran barco fluvial.

Por eso Juan había aceptado su decisión. No quería forzar una ruptura, por ahora. Había satisfecho por el momento su sed de sangre. Los consejeros se reunirían y al final deducirían que, legalmente, Juan estaba en su derecho. Moralmente, no lo estaba. Pero entonces sus partidarios argumentarían que incluso moralmente sí lo estaba. Después de

todo, los muertos resucitarían al día siguiente y sería una buena lección para los de la Segunda Oportunidad. Se mantendrían alejados de Parolando por bastante tiempo. Y posiblemente Sam Clemens admitiera que aquello era deseable. Si los de la Segunda Oportunidad seguían haciendo conversos, el barco jamás se construiría. Además, otros estados, menos debilitados por la filosofía de los de la Segunda Oportunidad, invadirían Parolando. Y él, Sam Clemens, diría por su parte que después de aquello los partidarios de Juan reclamarían el derecho a torturar a la gente. Después de todo, el dolor no duraba gran cosa. Y todas las heridas quedaban curadas con sólo matar a la víctima. Y la violación estaría justificada, porque, después de todo, las mujeres no podían quedar embarazadas ni enfermar... Y si resultaban heridas, mala suerte. Se las mataba y a la mañana siguiente todo arreglado. Los daños mentales no importaban. Eso lo curaba la goma de los sueños.

No, diría Sam, no es cuestión de asesinato sino de justicia. Si matas a un hombre, le apartas sin su consentimiento de un lugar y lo envías tan lejos que podría caminar mil años por la ribera y no llegar jamás al primer sitio. Le separas de su amor, de sus amigos, de su casa. Eso es y fue siempre...

¡Oh, oh! ¡Tengo que controlarme!

-¡Sam! -dijo una encantadora voz.

Se volvió. Livy estaba aún pálida, pero sus ojos miraban normalmente.

-¡Sam! ¿Y las mujeres que se llevó?

-¡Dónde tendré la cabeza! -dijo en voz alta-. ¡Vamos, Lothar!

Al ver a Miller, con sus tres metros de altura, que cruzaba la llanura hacia ellos, le hizo una seña, y el titántropo se aproximó. Lothar ordenó a un centenar de arqueros que acababan de llegar que les siguieran.

Se detuvo junto al gran edificio de troncos. Juan sabía que su corregente se había olvidado de las mujeres, pero que pronto se acordaría de ellas. Y aunque estuviese dispuesto a someterse al juicio del consejo por la matanza, porque, legalmente, estaba en su derecho, entregar a las mujeres a Sam podía parecerle demasiado. Su vil carácter podía traicionarle, y estallar la guerra en Parolando.


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