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60% Hush-hush / Chapter 63: cap. 1

Capítulo 63: cap. 1

COLDWATER, MAINE.

En el presente

Incluso antes de abrir mis ojos, sabía que estaba en peligro.

Me agité ante los suaves pasos que se acercaban. Aún permanecía  con un destello de sueño, intentando enfocarme. Estaba de espaldas,  con un escalofrío filtrándose a través de mi camisa.

Mi cuello se había torcido en un ángulo doloroso, por lo que abrí los ojos. Piedras finas aparecieron entre la niebla de color negro azulado. Durante un momento extraño suspendido, una imagen de dientes torcidos me vino a la mente pero luego vi lo que realmente eran... Lápidas. 

Traté de impulsarme hacia arriba para sentarme, pero mis manos se deslizaron sobre la hierba mojada. La lucha contra la bruma del sueño todavía se desarrollaba en mi mente, por lo que rodé hacia el lado de una tumba medio hundida, tanteando el camino a través del vapor. Las rodillas de mi pantalón se empapaban de rocío a medida que me situaba entre la tumba y los monumentos. Un leve reconocimiento flotaba en el ambiente, aunque sólo por un momento; no podía concentrarme debido al insoportable dolor que irradiaba dentro de mi cráneo. 

Me arrastré por una verja de hierro forjado, apisonando una capa de hojas en descomposición que habían durado años en fabricación. Un macabro aullido provino desde lo alto y en el mismo momento sentí un estremecimiento a través de mí, no era el sonido lo que más me asustaba. Los pasos sobre la hierba pisoteada tras de mí, pero aún si estuvieran lejos o cerca, no podía decirlo. Un grito de persecución se coló a través de la niebla, por lo que apresuré el ritmo. Supe instintivamente que tenía que esconderme, pero estaba desorientada; estaba demasiado oscuro para ver claramente, la misteriosa niebla azul formaba un hechizo ante mis ojos. 

A lo lejos, atrapado entre dos paredes delgadas de los árboles y maleza, un mausoleo de piedra blanca brillaba en la noche. Levantando mis pies, corrí hacia él. 

Me deslicé entre dos monumentos de mármol y cuando salí del otro lado, él me estaba esperando. Una figura destacada, con el brazo levantado listo para golpear. 

Me tropecé hacia atrás. Al caer, me di cuenta de mi error: estaba hecho de piedra. Era un ángel levantándose en el cemento, cuidando de los muertos. Podría haber producido una risa nerviosa, pero mi cabeza chocó contra algo duro, nublando mi mundo por completo. La oscuridad invadió mi visión. 

No podría haber estado fuera durante mucho tiempo. Cuando la rígida niebla de inconsciencia se desvaneció, seguía teniendo dificultades para respirar debido al esfuerzo de correr. Sabía que tenía que levantarme, no podía recordar con qué propósito. Así que estaba allí, con el rocío helado mezclándose con el sudor de mi piel caliente. Por fin parpadeé y fue entonces cuando la lápida más cercana apareció claramente. Las letras grabadas del epitafio iban en una delgada línea fina. 

HARRISON GREY 

Esposo y padre devoto 

Muerto, 16 de marzo del 2008 

Me mordí los labios para no gritar. Ahora entendía que la sombra familiar que se había escondido por encima de mi hombro cuando me desperté hace un par de minutos. Estaba en el cementerio de la ciudad de Coldwater. En la tumba de mi padre. 

Una pesadilla, pensé. De hecho, aún no he despertado. Todo esto es sólo un sueño horrible. 

El ángel me observaba, con sus alas desplegadas detrás de él, su brazo derecho señalando a través del cementerio. Su expresión era cuidadosa, pero la curva de sus labios era más irónica que benevolente. Durante un momento, casi pude convencerme a mí misma de creer que era real y que no estaba sola. 

Le sonreí, entonces sentí un temblor en mi labio. Arrastré mi manga sobre mi mejilla, enjuagándome las lágrimas, aunque no recordaba haber empezado a llorar. Quería desesperadamente llegar a sus brazos, sentir el latido de sus alas en el aire mientras volábamos por encima de las puertas y lejos de este lugar. 

El continuo sonido de pasos me sacó de mi estupor. Ahora iban más rápido, estrellándose sobre la hierba. 

Me volví hacia el sonido, desconcertada por la sacudida de una luz encendiéndose y apagándose en la oscuridad. Su rayo subía y bajaba al ritmo de la contracción de los pasos —arriba... abajo... arriba... abajo. 

Una linterna. 

Me estremecí cuando la linterna se detuvo frente a mis ojos, dejándome ciega. Tuve el terrible pensamiento de que definitivamente no estaba soñando. 

—Mira aquí —gruñó la voz del hombre, escondido detrás del resplandor de luz—. No puedes estar aquí. El cementerio está cerrado. 

Volví mi rostro, sin que las motas de luz dejaran de bailar detrás de mis parpados. 

—¿Cuántos más hay? —exigió. 

—¿Qué? —Mi voz era un susurro seco. 

—¿Cuántos más están contigo? —continuó de forma más agresiva—. Pensaste que podías salir y jugar juegos nocturnos, ¿no es así? ―Esconder y Buscar‖, supongo. O tal vez ―Fantasmas en la Tumba‖. ¡Pues no mientras yo esté! 

¿Qué hacía yo aquí? ¿Había venido a visitar a mi papá? Busqué en mi memoria, pero estaba inquietantemente vacía. No podía recordar el hecho de haber venido al cementerio. No podía recordar casi nada. Era como si toda la noche hubiera sido arrancada debajo de mis pies. Peor aún, no podía recordar la mañana siquiera. 

No podía recordar vestirme, comer, la escuela. ¿Era al menos día de escuela? 

Momentáneamente el pánico apareció, concentrándome para orientarme físicamente y aceptar la mano tendida del hombre. Tan pronto como estuve en posición vertical, la linterna volvió a mirarme. 

—¿Cuántos años tienes? —quería saber él. 

Finalmente algo que de verdad sabía. 

—Dieciséis. —Casi diecisiete. Mi cumpleaños era en agosto. 

—¿Qué estás haciendo aquí sola? ¿No sabes que ya pasó el toque de queda? 

Miré alrededor sin poder hacer nada. 

—Yo... 

—No eres fugitiva, ¿o sí? Sólo dime que tienes un lugar a dónde ir. 

—Sí. —La casa de campo. Ante el recuerdo repentino de casa, mi corazón dio un brinco, seguido de la sensación de que mi estómago había caído hasta mis rodillas. ¿Pasado el toque de queda? ¿Cuánto tiempo? Intenté, sin éxito, dejar fuera la imagen de las palabras de mi madre enfurecida cuando caminé por la puerta principal. 

—¿Y ―si y tiene una dirección? 

—Hawthorne Lane. —Me puse de pie pero me balanceé violentamente cuando la sangre golpeó mi cabeza. ¿Por qué no podía recordar haber llegado hasta aquí? Seguramente había conducido. Pero, ¿dónde había aparcado el Fiat? Y, ¿dónde estaba mi maleta de mano? ¿Mis llaves? 

—¿Has estado bebiendo? —preguntó, entrecerrando los ojos. 

Sacudí mi cabeza. 

El haz de la linterna cayó marginalmente fuera de mi rostro, cuando de repente estuvo ubicado entre mis ojos una vez más. 

—Espera un segundo —dijo él, con una nota de algo que le desagradaba colándose en su voz—. Tú no eres esa chica, ¿o sí? Nora Grey —exclamó, como si mi nombre fuera una respuesta automática. 

Di un paso atrás. 

—¿Cómo... sabe mi nombre? 

—La televisión. La recompensa. Hank Millar lo publicó. 

Lo que sea que dijo después, quedó a un lado. Marcie Millar era lo más cercano que yo había tenido a un archienemigo. ¿Qué tenía que ver su papá con esto? 

—Te han estado buscando desde finales de junio. 

—¿Junio? —repetí, con una gota de pánico salpicando en mi interior—. ¿De qué está hablando? Estamos en Abril. 

¿Y quién estaba buscándome? ¿Hank Millar? ¿Por qué? 

—¿Abril? —Me miró de forma extraña—. Vaya, chica, estamos en septiembre. 

¿Septiembre? No. No podía ser. Sabría si el segundo año había terminado. Sabría si las vacaciones de verano hubieran empezado y terminado. Me había despertado hace un puñado de minutos, desorientada, sí, pero no estúpida. 

Pero, ¿qué razón tenía él para mentir? 

Con la linterna baja, lo miré, consiguiendo mi primera imagen completa. Sus pantalones estaban manchados, su vello facial mostraba días sin haberse rasurado, sus uñas de las manos eran largas y negras en las puntas. Se veía bastante como los vagabundos que abundaban en las vías del tren y se acostaban en el río durante los meses de verano. Eran conocidos por portar armas. 

—Tiene razón, debería irme a casa —dije, retrocediendo, pasando mi mano contra mi bolsillo. La protuberancia familiar de mi teléfono celular había desaparecido. 

Lo mismo con las llaves de mi auto. 

—¿A dónde crees que vas? —preguntó él, siguiéndome. 

Mi estómago se balanceó en un movimiento brusco y me eché a correr. Corrí hacia la dirección que señalaba el ángel de piedra, esperando que me llevara hasta la puerta sur. Hubiera usado la puerta norte, aquella que me resultaba familiar, pero eso hubiera requerido correr hacia el hombre, en lugar de alejarme. El piso se agrietaba bajo mis pies, por lo que caí. Las ramas me raspaban los brazos, los zapatos golpearon contra el terreno irregular y pedregoso. 

—¡Nora! —gritó el hombre. 

Quise sacudirme a mí misma por haberle dicho que vivía en Hawthorne Lane. ¿Y si me seguía?

Sus pasos eran largos, podía escuchar las pisadas detrás de mí, acercándose. Tiré mis brazos salvajemente golpeando una vez más las ramas que se hundías como garras en mi ropa. Su mano me sujetó el hombro, por lo que me di la vuelta, golpeándolo. 

—¡No me toque! 

—Espera un minuto. Te dije de la recompensa y voy a obtenerla. 

Se abalanzó sobre mis brazos una segunda vez y en un choque de adrenalina, dirigí mi pie hacia su espinilla. 

—¡Uuhn! —Se dobló sobre sí mismo, aferrándose a su pierna. 

Quedé sorprendida por mi violencia, pero no tenía otra alternativa. Balanceándose unos cuantos pasos, pude notar su mirada apresurada, observando a su alrededor, intentando orientarse. 

El sudor mojaba mi camiseta deslizándose por mi columna vertebral, causando que cada vello de mi cuerpo se irguiera. Algo estaba fuera de lugar. Incluso con mi memoria atontada, tenía un mapa claro del cementerio en mi cabeza, había estado aquí incontables veces para visitar la tumba de mi padre —pero mientras que el cementerio se sentía familiar con cada detalle, incluyendo el abrumador olor de hojas quemándose y agua de estanque viejo, algo sobre su apariencia estaba fuera de lugar. 

Y entonces puse mi dedo en la llaga. 

Los árboles de arce estaban pintados de rojo. Un signo inminente del otoño. Pero eso no era posible. Era Abril, no Septiembre. ¿Cómo podrían estar cambiando las hojas? ¿Era posible que el hombre estuviera diciendo la verdad? 

Miré hacia atrás para ver al hombre cojeando detrás de mí, presionando su teléfono celular cerca de su oreja. 

—Sí, es ella. Estoy seguro. Está dejando el cementerio, por el lado sur. 

Seguí hacia adelante con renovado temor. Dirígete a la valla, busca una zona bien documentada y poblada. Llama a la policía. Llama a Vee... 

Vee. Mi mejor amiga, en la que puedo confiar. Su casa era la más cercana a la mía. Había ido hasta allí. Su madre llamaría a la policía. Les describiría la apariencia del hombre y ellos lo perseguirían. Se asegurarían de que me dejara en paz. Hablarían conmigo sobre la noche, recobrando mis pasos, y de alguna manera los vacíos en mi memoria serían llenados y tendría algo con lo que trabajar. Me despojé de esa versión separada de mí misma, esa sensación de estar suspendida en un mundo que era mío pero que me rechazaba. 

Dejé de correr sólo para elevarme por encima de la valla del cementerio. Había un campo en una cuadra, justo en el otro lado del puente Wentworth. Lo crucé y me dirigí, zigzagueando por las calles de árboles —Olmo, Roble y Arce— cortando a través de callejones y patios laterales hasta que estuve segura dentro de la casa de Vee. 

Iba de prisa hacia el puente cuando el sonido agudo de una sirena retumbó a la vuelta de la esquina y un par de faros me congelaron en el lugar. Una luz azul Kojak estaba atada a la azotea de la berlina que paró en seco al otro lado del puente. 

Mi primer instinto fue correr hacia ella y señalar al oficial de policía la dirección del cementerio, describiendo al hombre que me había atrapado, pero a medida que mis pensamientos se revolvían, me llené de temor. 

Tal vez no era un oficial de policía. Tal vez estaba intentando lucir como uno. Cualquiera podía conseguir unas luces Kojak. ¿Dónde estaba su coche patrulla? Desde donde yo estaba, intentando ver a través del parabrisas, no parecía tener uniforme. 

Todos estos pensamientos me condujeron a un apuro. 

Estaba de pie en el puente inclinado, agarrando la pared de piedra para apoyarme. Estaba segura de que tal vez el oficial me había visto, pero me moví hacia la sombra de los árboles inclinándome sobre el borde del río. Desde mi visión periférica, el agua negra del río Wentworth brillaba. Cuando éramos niños, Vee y yo nos acurrucábamos debajo de este puente, capturando cangrejos de río desde la orilla mediante la inserción de lanzas en el agua. Los cangrejos de río tenían sus garras sujetas a la lanza, negándose salir. Incluso cuando los sacábamos del río, se negaban a salir del cubo. 

El río era profundo en el centro. También estaba bien oculto, a través de la propiedad sin desarrollar en la que nadie había invertido dinero para instalar el alumbrado público. Al final del campo, el agua se precipitaba hacia la zona industrial, pasando por las fábricas hasta el mar. 

En pocas palabras, me preguntaba si tenía alguna oportunidad para saltar del puente. Le tenía terror a las alturas y la sensación de caer, aunque sabía cómo para nadar. Yo sólo tenía que entrar en el agua... 

Una puerta de auto se cerró, regresándome hacia la calle. El hombre en el presunto coche de policía había salido. Parecía de la mafia: cabello oscuro y rizado y vestido formalmente con una camisa de color negro, corbata negra y pantalón negro. 

Algo en él me trajo un recuerdo inmediato. Antes de que pudiera entenderlo por completo, mi memoria se cerró de golpe y se perdió, como siempre. 

Una variedad de ramas cubrían el suelo. Me agaché y cuando me enderecé, sostenía una vara de la mitad del grueso de mi brazo. 

El presunto oficial fingió no ver mi arma, pero yo sabía que sí la había visto. Traía una placa en su camisa, levantó sus manos al nivel de los hombros. No voy a herirte, decía su gesto. 

No le creí. 

Caminó unos pasos hacia adelante, teniendo cuidado de no hacer movimientos bruscos. 

—Nora. Soy yo. —Me estremecí cuando pronunció mi nombre. Nunca había escuchado su voz y eso hizo que mi corazón latiera lo suficientemente duro como para que yo lo sintiera claramente en mis oídos—. ¿Estás herida? 

Lo sigo observando con una creciente ansiedad, mi mente lanzando en múltiples direcciones. La placa fácilmente podía ser falsa. Ya había decidido que la luz de Kojak lo era. Pero si no era un policía, ¿quién era? 

—Llamé a tu mamá —dijo él, subiendo la pendiente gradual del puente—. Se reunirá con nosotros en el hospital. 

No dejé caer el palo. Mis hombros subían y bajaban con cada respiración; podía sentir el aire jadeante entre mis dientes. Otra gota de sudor corrió por debajo de mi ropa. 

—Todo va a estar bien —dijo—. Todo terminó. No dejaré que nadie te haga daño. Ahora estás segura. 

No me gustaban sus zancadas largas, fáciles o la forma familiar en la que me hablaba. 

—No te acerques —le dije, el sudor de las palmas de mis manos dificultaba el agarrar el palo correctamente. 

Su frente se arrugó. 

—¿Nora? 

El palo en mi mano se tambaleó. 

—¿Cómo sabes mi nombre? —exigí, intentando no hacerle saber lo asustada que estaba. Lo mucho que él me asustaba. 

—Soy yo —repitió, mirándome directo a los ojos, como si esperara que las luces me iluminaran—. El detective Basso. 

—No te conozco. 

Él no dijo nada durante un momento. Luego intentó volver a acercarse. 

—¿Recuerdas dónde has estado? 

Lo miré con recelo. Me ahondé en lo más profundo de mi memoria, mirando hacia abajo, incluso en los pasillos más oscuros y antiguos, enfrentándome a una historia que no estaba allí. No tenía ningún recuerdo de él. Pero quería recordarlo. Quería algo, cualquier cosa, familiar para aferrarme, de manera de darle sentido a un mundo que, a mi manera de ver, había sido distorsionado. 

—¿Cómo llegaste al cementerio esta noche? —preguntó, inclinando la cabeza muy ligeramente en esa dirección. Sus movimientos eran cautelosos. Sus ojos eran cautelosos. Incluso la línea de su boca era política—. ¿Alguien te trajo? ¿Caminaste? —Esperó—. Necesito que me lo digas, Nora. Es importante. ¿Qué pasó esta noche? 

A mí también me gustaría saberlo. 

Una ola de nauseas me recorrió por completo. 

—Quiero ir a casa. —Escuché un ruido frágil cerca de mis pies. Demasiado tarde, me di cuenta de que había soltado el palo. La brisa se sentía fría en la palma de mi mano vacía. Yo no tenía que estar aquí. Toda la noche había sido un gran error. 

No, no toda la noche. ¿Qué sabía yo de él? No lo recordaba por completo. Mi único punto de partida era una tajada de tiempo, cuando me había despertado en una tumba, fría, perdida. 

Dibujé una imagen mental de la casa, segura y cálida y real, y sentí que una lágrima bajaba por un lado de mi nariz. 

—Puedo llevarte a casa. —Asintió con simpatía—. Sólo necesito llevarte primero al hospital. 

Apreté los ojos, cerrados, odiándome por reducirme a las lágrimas. No podía pensar en una manera mejor o más rápida de mostrarle lo asustada que en realidad estaba. 

Él suspiró, el más suave de los sonidos, como si deseara que hubiera una forma de evitar las noticias que estaba a punto de dar. 

—Has estado desaparecida durante once semanas, Nora. ¿Escuchas lo que estoy diciendo? Nadie sabe dónde has estado los últimos tres meses. Necesitas que te revisen. Necesitamos asegurarnos de que estás bien. 

Lo miré sin verlo realmente. Las campanillas sonaron en mis oídos pero muy lejos de meta. En lo profundo de mi estómago sentí una sacudida, traté de ordenar la materia lejos náuseas. Lloré enfrente de él, pero no iba a enfermarme. 

—Creemos que fuiste secuestrada —dijo, su rostro ilegible. Había cerrado la distancia entre nosotros y ahora estaba demasiado cerca. Diciendo cosas que no podía comprender—. Secuestrada. 

Parpadeé. Me quedé allí y parpadeé. 

Una sensación atrapó mi corazón, tirando y girando. Mi cuerpo se aflojó, se tambaleó en el aire. Vi la indefinida forma dorada de los faroles encima de nosotros, escuché el chapoteo del río bajo el puente, olía lo exhausto de su auto de huida. Pero todo estaba en el fondo. A último momento de mareo. Con sólo esa breve advertencia, me sentí balanceando, balanceando. Cayendo hacia la nada. 

Estaba inconsciente antes de que tocara el suelo.


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