5 PREPARADO O NO
-¿Por qué me entrego un pilluelo de cinco años para que lo atienda?
-Usted ya ha visto los resultados.
-¿Y se supone que tengo que tomármelos en serio?
-Dado que todo el programa de la Escuela de Batalla se basa en lo fiabilidad de nuestro programa de pruebas juveniles, sí, creo que debería tomar los resultados en serio. Realicé una pequeña investigación. No hay ningún niño que haya superado esas puntuaciones. Ni siquiera su alumno estrella.
-No dudo de la validez de las pruebas, sino de fa examinadora.
-Sor Carlotta es monja. Nunca encontrará a una persona más honrada.
-Las personas honradas también se engañan a sí mismas. Querer con tanto desespero, después de tantos años de búsqueda, encontrar a un niño, sólo uno, que haga que merezca la pena todo ese trabajo.
-Y ella lo ha encontrado.
-Mire cómo. Sus primeros informes señalan a ese Aquiles, y este... este Bean, esta Legumbre, es sólo una rectificación. Entonces Aquiles desaparece, no se le vuelve a mencionar. ¿Murió? ¿No quería ella conseguir que lo operaran de la pierna? Y ahora Haricort Vert es su candidato.
-Se llama a sí mismo «Bean». Igual que su Andrew Wiggin se llama «Ender».
-No es mi Andrew Wiggin.
-Y Bean tampoco es de sor Carlotta. Si ella tendiera a trucar las notas o repartir mal las pruebas, habría colocado a otros estudiantes en el programa hace mucho tiempo, y ya sabríamos que no es digna de confianza. Pero nunca se ha comportado de este modo. Encuentra a los niños más desesperados, les hace un sitio en la Tierra o en un programa no comando. Creo que simplemente está usted molesto porque ya ha decidido centrar toda su atención y energía en el chico Wiggin, y no desea que le distraigan.
-¿Cuándo me he dormido yo en los laureles?
-Si mi análisis es equivocado, perdóneme.
-Naturalmente que le daré una oportunidad a ese niño. Aunque no me crea la puntuación.
-No sólo una oportunidad. Promociónelo, hágale pruebas. Desafíelo. No lo deje languidecer.
-Subestima nuestro programa. Promocionamos, examinamos y desafiamos a todos nuestros estudiantes.
-Pero algunos están más capacitados que otros.
-Algunos aprovechan mejor el programa que otros.
-Me muero de ganas de hablarle a sor Carlotta de su entusiasmo.
lloró.
Sor Carlotta lloró cuando le dijo a Bean que era hora de que se marchara. Bean no
-Comprendo que tengas miedo, Bean, pero no temas -dijo ella-. Allí estarás a salvo, y
hay tanto que aprender... Por la forma en que adquieres conocimientos, serás muy feliz en un periquete. No me echarás de menos.
Bean parpadeó. ¿Por qué sospechaba que estaba asustado? ¿Por qué creía que la echaría de menos?
No sentía nada de eso. Al principio, tal vez habría estado dispuesto a sentir algo hacia ella. Era amable. Le daba de comer. Lo mantenía a salvo, le daba una vida.
Pero entonces encontró a Pablo, el conserje, y allí estaba sor Carlotta, impidiendo que hablara con el hombre que le había salvado mucho antes que ella. No le dijo nada de lo que le contó Pablo, ni nada que hubiera descubierto sobre el sitio limpio.
A partir de ese momento, dejó de confiar en ella. Bean sabía que fuera lo que fuese lo que estaba haciendo sor Carlotta no era por él. Lo utilizaba. No sabía para qué. Tal vez podría ser algo que él mismo habría elegido. Pero no le decía la verdad. Tenía secretos para él. Igual que Aquiles.
Así que durante los meses en que fue su maestra, se fue distanciando cada vez más de ella. Todo lo que le enseñaba, lo aprendía... y lo que no le enseñaba también. Realizaba todos los exámenes que le ponía, y los hacía bien; pero no le mostraba nada que hubiera aprendido que no le hubiera enseñado ella.
Naturalmente, la vida con sor Carlotta era mejor que la vida en las calles: no tenía ninguna intención de volver. Pero no le merecía confianza alguna. Estaba en guardia todo el tiempo. Tenía cuidado, como cuando era miembro de la familia de Aquiles. Aquellos pocos días, al principio, cuando lloraba delante de ella, cuando se permitía hablar libremente..., eso fue un error que no volvería a repetir. La vida era mejor, pero no estaba a salvo, y éste no era su hogar.
Sabía que cuando ella lloraba, era porque lo sentía. Lo quería de verdad, y lo echaría de menos cuando se marchara. Después de todo, había sido un niño perfecto, dócil, agudo, obediente. Para ella, eso significaba que era «bueno». Para él, era sólo un modo seguro de tener acceso a la comida y la educación. No era estúpido.
¿Por qué suponía ella que tenía miedo? Porque ella temía por él. Por tanto, debía de haber algo que temer. Tendría cuidado.
¿Y por qué suponía que la echaría de menos? Porque ella lo echaría de menos a él, y no podía imaginar que lo que sentía no fuera compartido por él también. Se había formado una falsa imagen de él. Como los juegos de «Imaginemos» que había tratado de jugar con él un par de veces. Regresaba a su propia infancia, sin duda, a la casa donde creció y donde siempre había comida. Bean no tenía que fingir nada para ejercitar su imaginación cuando deambulaba por la calle. En cambio, tenía que imaginar algún plan para conseguir comida, para hacerse amigo de una banda, para sobrevivir cuando sabía que parecía inútil a todo el mundo. Tuvo que imaginar cómo y cuándo decidiría Aquiles atacarlo por haberle dicho a Poke que lo matara. Y tuvo que imaginar peligros en cada esquina, un matón dispuesto a pelear por cada monda de comida. Oh, tenía imaginación de sobra. Pero no tenía ningún interés en jugar a «Imaginemos».
Ese era el juego de ella. Jugaba a él todo el tiempo. Imaginemos que Bean es un niñito bueno. Imaginemos que Bean es el hijo que esta monja nunca podrá tener de verdad. Imaginemos que cuando Bean se marche, llorará..., que no llora ahora porque tiene miedo de su nueva escuela, de su viaje al espacio, de mostrar sus sentimientos. Imaginemos que
Bean me ama.
Y cuando él comprendió esto, tomó una decisión: no me hará ningún daño si ella lo cree. Y quiere creerlo con todas sus ganas. Entonces, ¿por qué no ofrecérselo? Después de todo, Poke dejó que me quedara en la banda aunque no me necesitaba, porque no le haría ningún daño. Es el tipo de cosas que haría Poke.
Así que Bean se levantó de su silla, dio la vuelta a la mesa hasta sor Carlotta y la rodeó con sus brazos, todo lo más que pudo abarcar. Ella lo acurrucó en su regazo y lo apretó con fuerza, humedeciéndole el pelo con sus lágrimas. Bean deseó que no estuviera moqueando. Pero se agarró a ella mientras lo abrazaba, y la soltó solamente cuando ella lo soltó. Era lo que quería de él, la única paga que le había pedido jamás. Para compensarla por todas las comidas, las lecciones, los libros, el lenguaje, por su futuro, sólo debía participar en su juego de «Imaginemos».
Al cabo de un momento, ya se había terminado. Se separó de su regazo. Ella se secó los ojos. Entonces se levantó, lo tomó de la mano, y lo condujo hasta los soldados que esperaban, al coche.
Mientras se acercaba al coche, los hombres uniformados se alzaron sobre él. No era el uniforme gris de la policía internacional, los que llevaban los palos, sino el celeste de la Flota Internacional, que tenía un aspecto más limpio, y la gente que se congregaba alrededor para curiosear no mostraba ningún temor, sino más bien admiración. Éste era el uniforme del poder lejano, de la salvación de la humanidad, el uniforme del que dependía toda esperanza. Este era el servicio al que iba a unirse.
Pero era demasiado pequeño, y cuando lo miraron tuvo miedo después de todo, y se agarró con más fuerza a la mano de sor Carlotta. ¿Iba a convertirse en uno de ellos? ¿Iba a ser un hombre de uniforme? ¿Iba a sentir esa admiración? Entonces, ¿por qué tenía miedo?
Tengo miedo, pensó Bean, porque no veo cómo puedo llegar a ser tan alto.
Uno de los soldados se agachó, para subirlo al coche. Bean lo miró, desafiándolo a atreverse a levantarlo.
-Puedo hacerlo -resolvió.
El soldado hizo un leve gesto de aprobación con la cabeza, y se enderezó de nuevo. Bean enganchó la pierna en el estribo del coche y se aupó. Estaba muy alto, y el asiento al que se aferró era resbaladizo y apenas podía agarrarlo. Pero lo consiguió, y se colocó en medio del asiento trasero, la única posición que le permitía ver los asientos delanteros y formarse una ligera idea de adonde iría el coche.
Uno de los soldados se puso al volante. Bean esperaba que el otro se sentara detrás con él, y pensó que iniciarían una discusión sobre dónde debería sentarse Bean, en el centro o no. Pero el soldado se sentó delante también. Bean se quedó solo atrás.
Miró por la ventanilla a sor Carlotta. Todavía se estaba secando los ojos con un pañuelo. Le dirigió un pequeño saludo con la mano. Él le respondió. Ella sollozó un poco. El coche se deslizó sobre la pista magnética de la carretera. Pronto estuvieron fuera de la ciudad, deslizándose por el campo a ciento cincuenta kilómetros por hora. Por delante se hallaba el aeropuerto de Amsterdam, uno de los tres aeropuertos de Europa que podían disparar las lanzaderas que llegaban a la órbita. Bean se despidió de Rotterdam. Por el momento, al menos, se despidió de la Tierra.
Como nunca había volado en avión, Bean no comprendía lo diferente que era la lanzadera, aunque al principio pareció que los otros chicos sólo sabían hablar de eso. Pensé
que sería más grande. ¿No despega recto? Ésa era la lanzadera antigua, estúpido. ¡No hay bandejas! Eso es porque en gravedad cero no puedes sujetar nada, cabeza de chorlito.
Para Bean, el cielo era el cielo, y lo único que le importaba era si llovería o nevaría, o haría viento o calor. Subir al espacio no le parecía más extraño que subir a las nubes.
Lo que le fascinaba eran los otros niños. Niños varones, en su mayor parte, y todos mayores que él. En definitiva, todos más grandes. Algunos de ellos lo miraron con curiosidad, y oyó un susurro tras él:
-¿Es un niño o un muñequito?
Aún así, las observaciones despectivas sobre su tamaño y su edad no eran ninguna novedad. De hecho, lo que le sorprendía era que sólo oyera un comentario, y que fuera en susurros.
Se sintió cautivado, por aquellos niños. Eran todos tan gordos, tan blandos... Sus cuerpos eran como almohadas, sus mejillas llenas, su pelo tupido, sus ropas bien ajustadas.
Bean sabía, por supuesto, nunca había tenido tanta grasa encima, desde que escapó del sitio limpio; sin embargo, no se veía a sí mismo, sólo los veía a ellos, y no podía dejar de compararlos con los niños de la calle. Sargento podría hacerlos pedazos. Aquiles podría... Bueno, no tenía sentido pensar en Aquiles.
Bean trató de imaginárselos puestos en fila ante un comedor de caridad, o escarbando en las basuras envoltorios de caramelos que chupar. Qué ridículos. Nunca se habían saltado una comida en toda la vida. Bean quiso golpearlos con fuerza en el estómago para que vomitaran todo lo que habían comido ese día. Que sintieran un poco de dolor en las tripas, los mordiscos del hambre. Y también que lo sintieran de nuevo al día siguiente, y a la hora siguiente, de día y de noche, dormidos y despiertos, la debilidad constante aleteando dentro de la garganta, el cansancio tras los ojos, el dolor de cabeza, el mareo, la hinchazón de las articulaciones, la distensión del vientre, la reducción de los músculos hasta que apenas podías sostenerte. Estos niños nunca habían mirado a la muerte a la cara y luego habían decidido vivir de todas formas. Eran confiados. Eran inconscientes.
Estos niños no son rivales para mí.
Y, con la misma certeza, afirmaba que nunca los alcanzaría. Siempre serían más grandes, más fuertes, más rápidos, más sanos. Más felices. Hablaban unos con otros alardeando, añorando el hogar, burlándose de los niños que no habían conseguido calificarse para venir con ellos, fingiendo tener conocimientos sobre cómo funcionaba en realidad la Escuela de Batalla. Bean no abrió la boca. Sólo escuchó, los vio maniobrar, algunos de ellos decididos a asegurar su sitio en la jerarquía, otros más callados porque sabían que quedarían relegados a un puesto inferior; unos cuantos se mostraban relajados, despreocupados, porque nunca habían tenido que tomarse la molestia de guardar una orden, pues siempre habían estado en lo más alto. Una parte de Bean quería enzarzarse en la competición y ganarla, para abrirse paso con las uñas hasta la cúspide. Otra parte de él despreciaba a todo el grupo. ¿Qué significaría, realmente, ser el perro líder de una camada penosa?
Entonces se miró las manos, tan pequeñas, y las manos del niño que estaba sentado a su lado.
Es verdad. Parezco un muñeco comparado con los demás, se dijo.
Algunos de los niños se quejaban de que tenían hambre. Había una regla estricta que prohibía ingerir cualquier tipo de alimento las veinticuatro horas antes del embarque, y la mayoría de estos niños nunca había pasado tanto tiempo sin comer. Para Bean, veinticuatro horas sin comida apenas era un suspiro. En su banda, no te preocupabas por el hambre hasta
la segunda semana.
La lanzadera despegó, igual que un avión normal y corriente, aunque necesitaba una pista interminable para ganar velocidad por lo pesada que era. A Bean le sorprendió el movimiento del avión, la forma en que se abalanzaba hacia delante aunque parecía inmóvil, la manera en que se mecía un poquito y a veces se sacudía, como si rodara sobre irregularidades en una carretera invisible.
Cuando cobraron altitud, se encontraron con dos aviones de avituallamiento, que debían suministrar al cohete el combustible necesario para conseguir velocidad de escape. El avión nunca podría haber despegado del suelo con tanto combustible a bordo.
Durante la operación de llenado, un hombre salió de la cabina de control y se plantó ante las filas de asientos. Su uniforme celeste era nítido y perfecto, y su sonrisa parecía tan almidonada y planchada como sus ropas.
-Mis queridos niños -dijo-. Al parecer, algunos de vosotros todavía no sabéis leer. Los arneses de vuestros asientos tienen que permanecer en su sitio durante todo el vuelo.
¿Por qué hay tantos desabrochados? ¿Vais a alguna parte?
Un montón de chasquidos metálicos respondieron como si fueran aplausos dispersos.
-Y dejadme advertiros que no importa lo molestos o pesados que puedan ser los otros niños, mantened las manitas quietas. Tenéis que tener en cuenta que los niños que os rodean consiguieron en el test unas puntuaciones tan altas como vosotros, y algunos incluso superiores.
Eso es imposible, pensó Bean. Alguien tuvo que sacar la máxima puntuación. Al parecer, un niño al otro lado del pasillo tuvo la misma idea.
-Claro -dijo con sarcasmo.
-Tan sólo pretendía hacer una observación, pero quizás no os ha resultado interesante
-comentó el hombre-. Por favor, comparte con nosotros ese pensamiento tan apasionante que no has podido guardártelo para ti.
El niño supo que había cometido un error, pero decidió continuar adelante.
-Alguien tuvo que sacar la máxima puntuación.
El hombre siguió mirándolo, como invitándolo a seguir.
-Quiero decir, que usted ha asegurado que todo el mundo ha sacado una puntuación tan alta como todos los demás, y algunos incluso más alta, y eso obviamente no es verdad.
El hombre seguía a la expectativa.
-Es todo lo que tenía que decir.
-¿Te sientes mejor? -preguntó el hombre. El niño permaneció en silencio.
Sin perturbar su perfecta sonrisa, el hombre cambió su tono de voz. Ahora, en vez de brillante sarcasmo, en él se adivinaba una aguda nota de amenaza.
-Te he hecho una pregunta, niño.
-No, no me siento mejor.
-¿Cómo te llamas?
-Nerón.
Un par de niños que sabían algo de historia se rieron del nombre.
Bean conocía al emperador Nerón. Pero no se rió. Sabía que un niño llamado Habichuela no debería reírse de los nombres de los otros niños. Además, un nombre como ése podía ser una auténtica carga. Decía algo sobre la fuerza del niño, o era un indicativo al menos de su firme oposición a que lo apodaran.
O tal vez Nerón era su apodo.
-¿Sólo... Nerón? -preguntó el hombre.
-Nerón Boulanger.
-¿Francés? ¿O sólo hambriento?
Bean no pilló el chiste. ¿Era Boulanger un nombre que tuviera algo que ver con la comida?
-Argelino.
-Nerón, eres un ejemplo para todos los niños de esta lanzadera. Porque la mayoría son tan tontos que piensan que es mejor guardar sus pensamientos más estúpidos para sí. Tú, sin embargo, comprendes la profunda verdad de que debes revelar tu estupidez abiertamente. Conservar tu estupidez en tu interior es abrazarla, aferrarse a ella, protegerla. Pero cuando expones tu estupidez, te arriesgas a que se apoderen de ella, la corrijan y la sustituyan por sabiduría. Sed valientes, todos vosotros, como Nerón Boulanger, y cuando tengáis un pensamiento de una ignorancia tan supina que consideréis que es inteligente, aseguraos de hacer un poco de ruido, dejad que vuestras limitaciones mentales chirríen soltando un pedo como idea, para que así tengáis la posibilidad de aprender.
Nerón refunfuñó.
-Escuchad... otra flatulencia, pero esta vez aún menos articulada que antes. Cuéntanos, Nerón. Habla. Nos estás enseñando a todos con el ejemplo de tu valor, por tonto que pueda ser. Un par de estudiantes se rieron.
-Y escuchad... tu pedo ha atraído a otros pedos, de gente igualmente estúpida, pues piensan que son superiores a ti, y que no podrían haber sido elegidos como ejemplos de intelecto superior.
No hubo más risas.
Bean sintió una especie de temor, pues sabía que de algún modo este entrenamiento verbal, o más bien este ataque verbal en una dirección única; esta tortura, esta vergüenza pública, iba a encontrar algún tortuoso camino que llevara hasta él. No sabía cómo había surgido ese sentimiento, porque el hombre de uniforme ni siquiera lo había mirado, y Bean no había emitido ningún sonido, no había hecho nada para llamar la atención. Sin embargo sabía que él, no Nerón, acabaría recibiendo la incisión más cruel de la daga de este hombre.
Entonces advirtió por qué estaba seguro de que se volvería contra él. Esto se había convertido en una desagradable discusión sobre si alguien había obtenido una puntuación más alta en las pruebas que los demás presentes en la lanzadera. Y Bean había asumido, sin ningún motivo concreto, que ese niño era él.
Ahora que había dilucidado su propia creencia, se percató de que era absurda. Estos niños eran todos mayores y habían crecido en un medio con más facilidades. Él sólo había tenido a sor Carlotta como profesora... sor Carlotta y, por supuesto, la calle, aunque poco de lo que había aprendido allí se le había preguntado en los exámenes. Era imposible que Bean hubiera sacado la puntuación más alta.
Pese a ello, sabía, con absoluta certeza, que esta discusión suponía un grave peligro para él.
-Te dije que hablaras, Nerón. Estoy esperando. -Todavía no sé por qué lo que dije fue una estupidez -dijo Nerón.
-Primero, porque yo tengo toda la autoridad aquí, y tú no tienes ninguna, así que yo tengo el poder para convertir tu vida en un infierno, y tú no tienes ningún poder para protegerte. ¿Cuánta inteligencia hace falta para que tengas la boca cerrada y evites llamar la atención? ¿Qué decisión más obvia podría haber cuando te enfrentas a una distribución de poder tan desigual?
Nerón se rebulló en su asiento.
-Segundo, parecías estar escuchándome, no para descubrir información útil, sino para tratar de pillarme en una falacia lógica. Esto nos indica a todos que estás acostumbrado a ser más listo que tus profesores, y que los escuchas para pillarlos en un error y demostrar a los otros estudiantes lo ingenioso que eres. Es una forma tan insensata y estúpida de escuchar a los profesores que está claro que pasarán unos meses antes de que comprendas que la única transacción que importa es una transferencia de información útil por parte de adultos que poseen lo que no poseen los niños, y que detectar errores es un empleo equivo- cado y delictivo del tiempo.
Bean no estaba de acuerdo, pero se guardó de decir nada. Emplear mal el tiempo era señalar los errores. Detectarlos, advertirlos, era esencial. SÍ en tu mente no distinguías la información útil de la errónea, entonces no aprendías nada, simplemente sustituías la ignorancia por creencias falsas, lo cual no suponía ninguna mejora.
Parte de lo que el hombre decía era cierto; sin embargo, se refería a la inutilidad de hablar en voz alta. Si sé que el maestro está equivocado, y no digo nada, pensaba Bean, entonces soy el único que lo sabe, y con ello me aventajo a aquellos que creen al maestro.
-Tercero -prosiguió el hombre-, mi discurso sólo parece ser contradictorio en sí mismo e imposible porque no ahondas en la situación. De hecho, no tiene por qué ser cierto que una persona de esta lanzadera haya obtenido unas puntuaciones más altas. Eso se debe a que hay muchas pruebas, físicas, mentales, sociales y psicológicas, y muchas formas de definir «más alto» ya que existen muchas formas de estar física o socialmente o psicológicamente dotado para el mando. Los niños que obtienen unos resultados más altos en resistencia tal vez no sean los que obtienen una mayor puntuación en fuerza; del mismo modo, los niños que son más inteligentes tal vez no sean los mejores en análisis anticipatorio. Por último, los niños con notables habilidades sociales pueden ser más débiles en términos de gratificación. ¿Empiezas a comprender tu estrechez de pensamiento, que te llevó a esa estúpida e inútil conclusión?
Nerón asintió.
-Oigamos de nuevo el sonido de tu flatulencia, Nerón. Habla tan alto a la hora de reconocer tus errores como al cometerlos.
-Estaba equivocado.
En ese momento, cualquier niño de los que se encontraban en la lanzadera hubiera preferido estar muerto a ocupar el lugar de Nerón. Y, sin embargo, Bean sentía también una especie de envidia, aunque no comprendía por qué tenía que envidiar a la víctima de una tortura semejante.
-No obstante -añadió el hombre-, da la casualidad de que estás menos equivocado en esta lanzadera en concreto de lo que lo habrías estado en otra lanzadera llena de reclutas en rumbo a la Escuela de Batalla. ¿Y sabes por qué?
Decidió no hablar.
-¿Sabe alguien por qué? ¿Puede alguien imaginarlo? Os invito a hacer suposiciones. Nadie aceptó la invitación.
-Entonces dejadme que elija a un voluntario. Aquí hay un niño llamado, por improbable que parezca... «Bean». ¿Quiere hablar ese niño, por favor?
Ya estamos, pensó Bean. Estaba lleno de temor, pero también lleno de excitación porque era esto justamente lo que quería, aunque no sabía por qué. Mírame. Háblame, tú que tienes el poder, tú que tienes la autoridad.
-Estoy aquí, señor-dijo Bean.
El hombre echó una ojeada al grupo, y luego otra, haciéndose el loco. Fingía, por supuesto: sabía el sitio exacto en que estaba sentado Bean antes de que hablara siquiera.
-No puedo ver de dónde procede tu voz. ¿Quieres levantar una mano?
Bean levantó inmediatamente la mano. Advirtió, para su vergüenza, que su mano ni siquiera llegaba a lo alto del respaldo del asiento.
-Sigo sin poder verte -dijo el hombre, aunque por supuesto podía-. Te doy permiso para que sueltes tu cinturón de seguridad y te levantes.
Bean obedeció al instante. Se quitó el arnés y se puso en pie de un salto. Apenas era más alto que el respaldo del asiento que tenía delante.
-Ah, ahí estás -dijo el hombre-. Bean, ¿querrías ser tan amable de especular por qué, en esta lanzadera, Nerón está más cerca de la verdad que en ninguna otra?
-Tal vez alguien de aquí obtuvo la puntuación más alta en un montón de pruebas.
-No sólo en un montón, Bean. En todas las pruebas de inteligencia. En todos los tests psicológicos. En todas las pruebas referidas al mando. En todas. Más alto que nadie en esta lanzadera.
-Entonces yo estaba en lo cierto -concluyó Nerón, desafiante.
-No, no lo estabas -respondió el hombre-, Porque ese niño destacado, el que obtuvo la puntuación más alta en todas las pruebas relativas al mando, da la casualidad de que sacó las notas más bajas en todas las pruebas físicas. ¿Y sabéis por qué?
Nadie contestó.
-Bean, ya que estás de pie, ¿puedes especular por qué ese niño puede haber sacado menos nota en las pruebas físicas?
Bean era consciente que le habían tendido una trampa. Y se negó a descartar la respuesta obvia. La soltaría, aunque luego los demás lo odiaran por responder. Después de todo, lo iban a odiar de todas formas, no importaba quién contestara.
-Tal vez obtuvo menos puntuación en las pruebas físicas porque es muy, muy pequeño.
Se oyeron muchos gruñidos, en señal de disgusto. La respuesta que había dado era arrogante y vanidosa. Pero el hombre de uniforme asintió gravemente.
-Como era de esperar de un niño con tan notable habilidad, tienes toda la razón. De no haber sido por la estatura inusitadamente pequeña de este niño, Nerón habría tenido razón en que hay uno que ha obtenido unas notas mejores que todos los demás.
Se volvió hacia Nerón.
-Tan cerca de no ser un completo idiota. Y sin embargo... aunque hubieras tenido razón, sólo habría sido un accidente. Un reloj roto da la hora exacta dos veces al día. Siéntate ahora, Bean, y abróchate el arnés. La toma de combustible se ha acabado y estamos a punto de despegar.
Bean se sentó. Pudo olfatear la hostilidad de los otros niños. No había nada que pudiera hacer al respecto en aquel preciso instante, y no estaba seguro de que fuera una desventaja, de todas formas. Lo que importaba era una cuestión mucho más punzante: ¿Por qué le había preparado el hombre una trampa así? Si pretendía que los niños compitieran unos con otros, podría haber pasado una lista con las notas de todo el mundo en todas las pruebas, para que todos pudieran ver en qué destacaban. En cambio, lo había hecho levantar delante del grupo. Bean ya era el más pequeño, y sabía por experiencia que era un blanco idóneo para todas las ansias de venganza que anidaran en el corazón de los matones. Entonces, ¿por qué trazaban este gran círculo a su alrededor con todas estas flechas apuntándolo, si de este modo prácticamente se convertía en el blanco principal del odio y el
temor de todo el mundo?
Escoged vuestro blanco, apuntad con vuestras flechas. Voy a hacerlo tan bien en la escuela que algún día seré yo quien tenga la autoridad, y entonces no importará a quién le agrade, pensó Bean. Lo que importará será quién me agrade a mí.
-Como tal vez recordéis -continuó el hombre-, antes de que la boca de Nerón Bakerboy aquí presente se tirara el primer pedo, yo estaba intentando deciros algo. Os decía que, aunque algún niño de aquí pueda parecer el objetivo principal de vuestra patética necesidad de asegurar la supremacía en una situación donde no estáis seguros de ser reconocidos como el héroe que queréis que la gente piense que sois, debéis controlaros, y absteneros de pellizcar o morder, dar puñetazos o patadas, o incluso hacer observaciones capciosas o reíros como cerdos porque pensáis que alguien es un objetivo fácil. Y, sencillamente, debéis absteneros de hacer eso porque no sabéis quién en este grupo va a acabar siendo vuestro comandante en el futuro, el almirante cuando seáis simples capitanes. Y si pensáis por un momento que olvidarán cómo los tratáis hoy, entonces sois una panda de idiotas. Si son buenos comandantes, sabrán sacar el máximo partido de vosotros en el combate, no importa cuánto os desprecien. Pero no tienen por qué ayudaros a ascender en vuestra carrera. No tienen que nutriros y llevaros consigo. No tienen que ser amables y perdonaros. Pensad en eso, nada más. La gente que veis alrededor algún día os dará órdenes que decidirán si vivís o morís. Yo os sugeriría que trabajarais para ganaros respeto, no para derribar a los demás con el único propósito de alardear como si fuerais unos matones de patio.
Una vez más, el hombre volvió su helada sonrisa hacía Bean.
-Y apuesto a que Bean, aquí presente, ya está planeando ser el almirante que algún día dé las órdenes. Incluso está planeando cómo me destinará a montar guardia solitaria en el observatorio de algún asteroide hasta que mis huesos se derritan por la osteoporosis y me desparrame por la estación como una ameba.
Bean no había pensado, ni por un momento, en ninguna confrontación futura entre él y ese oficial en concreto. No albergaba ningún deseo de venganza. No era Aquiles. Aquiles era estúpido. Y ese oficial era estúpido por pensar que Bean estaría pensando en esos términos. No obstante, sin duda, el hombre creía que Bean estaría agradecido porque acababa de advertir a los demás de que no la tomaran con él. Pero Bean había sufrido el acoso de otros niños mucho más hijos de puta de lo que podrían ser ésos: así pues, no necesitaba la «protección» de este oficial, y lo único que consiguió fue hacer que la barrera que separaba a Bean de los otros niños fuera más grande que antes. Si Bean pudiera haber perdido un par de refriegas, lo habrían considerado más humano, tal vez incluso lo habrían aceptado. Pero ahora ya no tendría lugar ninguna refriega. No habría ninguna forma fácil de construir puentes.
El rostro de Bean dejó de traslucir su descontento, y el hombre se percató de ello.
-Tengo que decirte una cosa, Bean. No me importa lo que me hagas. Porque sólo hay un enemigo que cuenta. Los insectores. Y si puedes crecer para convertirte en el almirante que nos conceda, la victoria sobre los insectores y salvar la Tierra para la humanidad, entonces oblígame a comerme mis propios huevos. Empezando por el culo, y seguiré diciendo, gracias, señor. Los insectores son el enemigo. No Nerón. Ni Bean. Ni siquiera yo. Así que mantened las manitas apartadas los unos de los otros.
Sonrió de nuevo, sin humor.
-Además, la última vez que alguien trató de desquitarse de otro niño, acabó volando en la lanzadera con gravedad cero y se rompió el brazo. Es una de las leyes de la estrategia.
Hasta que sepáis que sois más duros que el enemigo, maniobrad, no luchéis. Considerad que ésa es vuestra primera lección en la Escuela de Batalla.
¿Primera lección? No era extra��o que emplearan a este tipo para atender a los niños en la lanzadera en vez de tenerlo como profesor. Si seguías ese sabio consejo, te quedarías paralizado contra un enemigo fuerte. A veces hay que pelear aunque seas débil. No esperar a saber si eres más fuerte o no. Te vuelves más fuerte por los medios que puedes, y entonces golpeas por sorpresa, te cuelas, das puñaladas por la espalda, engañas, haces trampa, juegas sucio, mientes, lo que haga falta para asegurarte la victoria.
Este tipo podía ser bastante duro, al ser el único adulto en una lanzadera llena de niños, pero si fuera un chaval de las calles de Rotterdam, «maniobraría» y se moriría de hambre en un mes. Si no lo mataban antes por hablar como si pensara que el pis era un perfume.
El hombre se volvió hacia la cabina de control. Bean lo llamó.
-¿Cómo se llama usted?
El hombre se dio la vuelta y lo atravesó con la mirada.
-¿Qué? ¿Preparando ya las órdenes para convertir mis pelotas en polvo, Bean? Bean no respondió. Tan sólo lo miró a los ojos.
-Soy el capitán Dimak. ¿Algo más que quieras saber? Bien podría averiguarlo ahora y no más tarde.
-¿Enseña usted en la Escuela de Batalla?
-Sí -respondió-. Bajar a recoger lanzaderas llenas de niños y niñas es la forma que tenemos de disfrutar de nuestros permisos en tierra. El hecho de que esté con vosotros en esta lanzadera significa que mis vacaciones se han terminado.
Los aviones de repostaje se separaron y se alzaron sobre ellos. No, era su nave la que descendía. Y la cola se hundía más que la nariz de la lanzadera.
Las ventanillas se cubrieron con unas planchas de metal. Pareció que caían cada vez más rápido, hasta que, con un rugido estremecedor, los cohetes se dispararon y la lanzadera empezó a elevarse otra vez, más alto, más rápido, más rápido, hasta que Bean sintió que iba a salir despedido por la parte trasera de su asiento. Daba la sensación de que nunca se detendría, de que nunca cambiaría su trayectoria.
Entonces... sobrevino el silencio.
El silencio, y luego una oleada de pánico. Caían de nuevo, pero esta vez no tenían la impresión de que se dirigían hacia abajo; sólo sentían náuseas y miedo.
Bean cerró los ojos. No sirvió de nada. Los volvió a abrir, trató de reorientarse. Ninguna dirección proporcionaba equilibrio. Pero en la calle había aprendido por sí mismo a no sucumbir a las náuseas: mucha de la comida que tenía que comer se había puesto ya mala, y no podía permitirse vomitarla. Así que se sirvió de su ya tantas veces usado método antináusea: inspiró profundamente, y se distrajo concentrándose en los dedos de los pies, que sacudió. Y, después de un período de tiempo sorprendentemente corto, se acostumbró a la gravedad cero. Mientras no considerara que ninguna dirección era abajo, se encontraba bien.
Los otros niños no tenían su truco, o quizás eran más susceptibles a la súbita e implacable pérdida de equilibrio. Ahora ya sabían por qué estaba prohibido comer antes del lanzamiento. Hubo un montón de arcadas, pero nada que vomitar, por lo que no hubo ningún desaguisado, ningún olor.
Dimak regresó a la cabina de la lanzadera, esta vez caminando por el techo. Muy
listo, pensó Bean. Comenzó a dar otra charla, esta vez sobre cómo deshacerse de los supuestos planetarios referidos a las direcciones y la gravedad. ¿Era posible que estos chicos fueran tan estúpidos que hubiera que decirles cosas tan obvias?
Bean aprovechó el tiempo que duró la charla para averiguar cuánta presión se precisaba para moverse dentro de su arnés flojo. Todos los demás eran más grandes, por lo que el arnés les encajaba bien e impedía sus movimientos. Sólo Bean tenía espacio para maniobrar un poco. Se benefició de ello tanto como le fue posible. Para cuando llegaran a la Escuela de Batalla, tendría que haber ganado algo de agilidad en gravedad cero al menos. Supuso que, en el espacio, su supervivencia podría depender algún día de saber cuánta fuerza haría falta para mover su cuerpo, y luego cuánta más haría falta para detenerse. Saberlo con su mente no era ni la mitad de importante que saberlo con su cuerpo. Analizar las cosas estaba bien, pero unos buenos reflejos te podían salvar la vida.