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8.82% Kerabán el Testarudo / Chapter 3: Capítulo III

Kapitel 3: Capítulo III

Capítulo III

EN EL QUE KERABÁN SE SORPRENDE VERDADERAMENTE AL ENCONTRARSE CON SU AMIGO VAN MITTEN

Kerabán, valiéndonos de una expresión moderna, era un «hombre de apariencias» tanto en lo físico como en lo moral; representaba cuarenta años; por su fisonomía, y cincuenta, lo menos, por su corpulencia; aunque, en realidad, no tenía más que cuarenta y cinco; su rostro, rodeado de una barba gris algo corta y abierta, respiraba inteligencia, reflejándose ésta sobre todo en sus ojos, cuya mirada, incisiva y penetrante, era tan sensible a las más fugitivas impresiones como pudiera serlo el platillo de una balanza de precisión, apreciando las diferencias de la décima parte de un adarme; nariz encorvada, aunque sin exageración; sus apretados labios dejaban ver al entreabrirse dos hileras de dientes, cuya blancura envidiaría el marfil; en su alta y espaciosa frente, y entre las dos cejas, negras como el azabache, se dibujaba una arruga vertical, verdadero signo de obcecación del que la sustentaba. Diremos, para concluir, que el aspecto general del personaje en cuestión era tan original, tan majestuoso, y, por decirlo así, tan personal y fuera de lo común, que bastaba verle una sola vez para no olvidarle jamás.

El traje de Kerabán era el mismo de los antiguos turcos, fieles a las rancias costumbres del tiempo de los jenízaros; ancho y ahuecado turbante, chaleco sin mangas, guarnecido de grandes botones facetados y de rica pasamanería de seda; un chal de lo mismo rodeaba su cintura y caía sobre su algo abultado vientre, y, finalmente, por debajo de su magnífico y bien plegado caftán, asomaban unos anchos pantalones, cuyos flotantes pliegues caían sobre los pabudj de tafilete que calzaban sus pies. Nada, pues, de modas europeas, lo cual, como es consiguiente, contrastaba con el modo de vestirse de los nuevos orientales de la nueva época. Después de todo, era una manera de rechazar las invasiones del industrialismo, una protesta en favor del color local que tiende a desaparecer; un reto, en fin, a las órdenes del sultán Mahmud, cuya omnipotencia ha decretado el traje nuevo de los osmanlíes.

Inútil es añadir que el criado de Kerabán, hombre de veinticinco años, llamado Nizib y cuya delgadez desesperaría a Bruno el holandés, llevaba asimismo el antiguo traje turco. Como en nada contrariaba a su amo, que era el más testarudo de los hombres, claro está que tampoco le hubiera contrariado en eso. Nizib era un fiel servidor, pero desprovisto en absoluto de ideas propias, pues repetía como un eco todas las frases finales del temido negociante y aseveraba anticipadamente todo cuanto éste decía; era el medio más seguro de ser siempre de la misma opinión que su amo y de evitarse uno de aquellos sofiones de los cuales Kerabán se mostraba siempre tan pródigo.

Ambos llegaron a la plaza de Top-Hané por una de las calles estrechas y tortuosas que descienden del arrabal de Pera. Siguiendo su costumbre, Kerabán hablaba en alta voz, sin cuidarse de si podían o no oírle.

—Que Alá nos proteja —dijo—, pero en tiempo de los jenízaros cada cual tenía derecho de ir a su antojo, cuando llegaba la noche. ¡No, jamás me someteré a estos nuevos reglamentos de policía, e iré por las calles sin la linterna en la mano, si así me acomoda, aunque tenga que caer en un barranco, o me muerda algún perro las pantorrillas!

—¡Las pantorrillas! —respondió Nizib.

—¡Y no me canses los oídos con tus estúpidas reconvenciones, o, por Mahoma, te juro que voy a estirar tus orejas de modo que puedan causar envidia a un asno!

—¡A un asno…! —repitió Nizib, quien, como el lector habrá observado, no se había permitido hacer la más ligera reconvención a su amo.

—Si el jefe de policía me multa —continuó el testarudo Kerabán—, pagaré la multa; y si quiere que vaya a la cárcel, iré; pero no cederé un ápice ni en esto ni en nada.

Nizib hizo un signo de asentimiento: en caso necesario, se hallaba decidido a ser encerrado en la cárcel con su amo.

—¡Ah!, señores turcos modernos —exclamó Kerabán al ver pasar algunos habitantes de Constantinopla, vestidos de gabán y cubierta su cabeza con el fez o gorro encamado—. ¡Ah! ¡Queréis hacemos perder nuestros

antiguos usos y costumbres! Pues bien, aun cuando debiera ser el último en protestar… Nizib, ¿has advertido a mi caidji que se encuentre con un caique al lado de la escalera de Top-Hané, a las siete en punto?

—¡A las siete en punto!

—¿Por qué no está todavía?

—¿Por qué no está todavía? —respondió Nizib.

—Quizás no serán las siete.

—No son las siete.

—¿Y tú qué sabes?

—Lo sé, porque vos lo decís, señor.

—¿Y si yo dijese que son las cinco?

—Serían las cinco.

—No se puede ser más estúpido.

—No, señor; no se puede ser más estúpido.

—¡Este muchacho —murmuró Kerabán— a fuerza de no contradecirme concluirá por contrariarme!

En este momento, Van Mitten y Bruno volvían a aparecer en la plaza, y el último decía a su amo con aire disgustado:

—¡Vámonos, señor, vámonos; partamos en el primer tren que salga…!

¿Esto es Constantinopla? ¿Ésta es la capital del Comendador de los creyentes…? ¡Imposible!

—¡Paciencia, Bruno, paciencia! —respondió Van Mitten.

Comenzaba a oscurecer; el sol, oculto tras las alturas de la antigua Estambul, dejaba ya a la plaza de Top-Hané en una especie de penumbra. Van Mitten no reconoció a Kerabán, que se cruzaba con él en el momento en que se dirigía hacia el muelle de Galata. Aconteció, pues, que, siguiendo inversa dirección, chocaron ambos, buscando al mismo tiempo

pasar a la derecha y luego a la izquierda. De lo contrario de sus movimientos resultó, por espacio de medio minuto, un balanceo algún tanto ridículo.

—¡Eh, señor mío! —dijo Kerabán, que no era, por cierto, hombre de ceder el paso—. ¿Creéis que no pasaré yo antes?

—Pero… —dijo Van Mitten, tratando de apartarse cortésmente, aunque sin conseguirlo.

—Pasaré yo antes —repitió Kerabán.

En este momento Van Mitten reconoció al que de tal modo les disputaba el paso, y exclamó:

—¡Si es mi amigo Kerabán!

—¡Cómo, sois vos, vos… Van Mitten…! —respondió el mercader en el colmo de la sorpresa—. ¡Vos…!, ¿aquí…?, ¿en Constantinopla…?

—Yo mismo.

—¿Desde cuándo?

—Desde esta mañana.

—¿Y no ha sido para mí vuestra primera visita?

—Al contrario —respondió el holandés—, me he dirigido, desde luego, a vuestro despacho; pero no os hallabais en él y me han dicho que os encontraría a las siete en esta plaza.

—¡Y han tenido razón, Van Mitten! —dijo Kerabán apretando de una manera casi violenta la mano de su corresponsal de Rotterdam—. ¡Ah, mi buen Van Mitten, nunca, nunca hubiera creído veros en Constantinopla…!

¿Por qué no me habéis escrito…?

—¡He abandonado Holanda con tanta precipitación…!

—Vamos, ya entiendo, ¿un viaje de negocios?

—¡No… un viaje… de recreo! No conocía Turquía ni Constantinopla, y he querido devolveros la visita que me hicisteis en Rotterdam.

—¡Eso está muy bien…! ¡Pero, callad! ¿No venís en compañía de la señora Van Mitten?

—En efecto… ¡No, no la he traído conmigo! —respondió el holandés, con cierta vacilación—. La señora Van Mitten no es muy amiga de viajar… pero, traigo a mi criado Bruno.

—¡Ah, es vuestro criado ese muchacho! —dijo Kerabán, designando a Bruno. Éste creyó de su deber hacer una inclinación al modo turco, y llevarse ambas manos a su sombrero, afectando las dos asas de un ánfora.

—Sí —contestó Van Mitten—; ese buen muchacho, que quería abandonarme y volver a…

—¡Volverse! —exclamó Kerabán—. ¡Volverse sin que yo le haya dado permiso para ello!

—Sí, amigo Kerabán; mi criado no encuentra muy alegre, que digamos, la capital del Imperio turco.

—¡Esto es un cementerio! —dijo Bruno—. No se encuentra gente en los almacenes ni coches por las calles… ¡Tan sólo algunas sombras que pasan por las calles y que os roban vuestra pipa!

—¡Ah, vamos, ya entiendo! —respondió Kerabán—. Debo advertiros, amigo Van Mitten, que nos hallamos en pleno Ramadán.

—¡Ya! —replicó Bruno—. ¡Entonces todo se explica…! Pero, ¿podéis decimos, si gustáis, qué es ese Ramadán?

—Cierto tiempo de ayuno y de abstinencia, durante el cual se prohíbe fumar, beber y comer entre la salida y la puesta del sol; pero dentro de media hora un cañonazo anunciará la terminación del día y entonces…

—¡Gracias a Dios que puedo saber lo que querían decir con su famoso cañonazo! —interrumpió Bruno.

—¡Entonces, cada cual se desquita alegremente, durante la noche, de todas las abstinencias del día!

—Así, pues —preguntó Bruno—, ¿desde esta mañana no habéis tomado

nada, porque es el Ramadán?

—Porque es el Ramadán —respondió Nizib.

—He ahí una costumbre que me haría adelgazar y que me haría perder a lo menos una libra de carne cada día —exclamó Bruno.

—¡Cada día! —repitió Nizib.

—El sol está próximo a ocultarse, Van Mitten —dijo Kerabán—. Cuando lo haga por completo, yo os juro que quedaréis maravillado al ver la transformación, casi mágica, que convierte a una ciudad muerta en otra ciudad alegre y bulliciosa. ¡Ah, señores turcos de nuevo cuño, a pesar de vuestras absurdas invenciones no habéis podido modificar ciertas antiguas costumbres! ¡El Corán puede mucho más que vuestras majaderías! ¡Que Mahoma os ahorque!

—Vamos —dijo Van Mitten—; veo, amigo Kerabán, que sois siempre fiel a las antiguas costumbres.

—¡Es más que fidelidad, Van Mitten; es obcecación! Pero, decidme, mi buen amigo, contáis con permanecer algunos días en Constantinopla, ¿no es verdad?

—Sí… y puede que…

—Entonces me pertenecéis; me apodero de vuestra persona y ya no me abandonaréis.

—¡Sea…, os pertenezco!

—Nizib —añadió Kerabán, señalando a Bruno—. Te encargo muy especialmente que modifiques sus ideas sobre nuestra maravillosa capital.

Nizib hizo un signo de asentimiento y arrastró a Bruno por entre la multitud que comenzaba a hacerse ya más compacta.

—¡Pero, ahora que me acuerdo! —exclamó Kerabán—. Llegáis muy a propósito, pues de hacerlo seis semanas más tarde, no me hubieseis encontrado en Constantinopla, pues estaría ya entonces camino de Odesa.

—¿De Odesa?

—Sí; pero ahora ya nada importa, porque si para entonces estáis todavía aquí, partiremos juntos; después de todo, no veo motivo alguno para que no me acompañéis, ¿no es verdad?

—Es que… yo os diré… —balbuceó Van Mitten.

—¡Nada, os digo que me acompañaréis!

—Yo contaba con reposar aquí de las fatigas de un viaje que ha sido hecho con alguna rapidez…

—¡Bien! Reposaréis aquí… Después acabaréis de descansar en Odesa durante tres buenas semanas.

—Pero, amigo Kerabán…

—¡Así ha de ser, Van Mitten! Y no creo abriguéis el propósito de contrariarme, ¿no es cierto? Ya sabéis que cuando tengo razón no cedo fácilmente.

—Sí, sí; ya sé —respondió Van Mitten.

—Por otra parte —añadió Kerabán—, vos no conocéis a mi sobrino Ahmet, y es necesario que hagáis conocimiento con él.

—Me habéis hablado, en efecto, de vuestro sobrino…

—Decid más bien mi hijo, puesto que yo no los he tenido. Ya sabéis, siempre ocupado en los negocios, no he podido nunca disponer de cinco minutos para casarme.

—¡Con un minuto basta —respondió gravemente Van Mitten—, y a veces sobra!

—Encontraremos, pues, a Ahmet en Odesa —replicó Kerabán—. Es un guapo muchacho… eso sí, detesta los negocios; es un poco poeta, algo artista, pero agradable en extremo; no se parece a su tío, y le obedece sin replicar… Vamos a Odesa con motivo de su casamiento.

—¿De su casamiento…?

—¡Sin duda! Ahmet se casa con una joven muy linda, llamada Amasia, hija

de mi banquero Selim, que es, como yo, un verdadero turco. ¡Tendremos magníficas fiestas, a las que asistiréis!

—Pero… yo hubiera preferido… —dijo Van Mitten, que deseaba hacer una última objeción.

—Nada, ya está convenido. No tendréis la pretensión de resistirme, ¿no es verdad?

—Aunque quisiera… —respondió Van Mitten.

—No podríais hacerlo.

En este instante, Scarpante y el capitán maltés, que se paseaban por el centro de la plaza, se aproximaron. Kerabán decía entonces a su compañero:

—Está decidido; a más tardar, dentro de seis semanas saldremos ambos en dirección a Odesa.

—¿Y cuándo tendrá lugar el casamiento? —preguntó Van Mitten.

—En seguida que lleguemos —respondió Kerabán. Yarhud dijo al oído de Scarpante:

—¡Seis semanas! ¡Tenemos tiempo para obrar!

—Sí; pero cuanto más pronto, mejor —respondió Scarpante—. No olvides, Yarhud, que antes de seis semanas el señor Saffar se hallará de regreso en Trebisonda.

Ambos continuaron su paseo con oído alerta y ojo avizor. Entre tanto Kerabán continuaba en conversación con Van Mitten, al cual le decía lo siguiente:

—Mi amigo Selim, siempre con prisas, y mi sobrino Ahmet, más impaciente todavía, querían terminar el casamiento inmediatamente. Tienen, en verdad, un motivo para ello, y es el de que la hija de Seüm debe casarse antes de cumplir los diecisiete años, si no quiere perder algo así como cien mil libras turcas que una vieja loca, tía suya, la ha legado con esa condición; pero la niña no cumple los diecisiete años hasta dentro

de seis semanas, por lo cual les he hecho entrar en razón diciéndoles;

«Tanto si os conviene, como si no, el casamiento no tendrá lugar antes de los últimos días del próximo mes».

—¿Y vuestro amigo Selim ha quedado convencido? —preguntó Van Mitten.

—Naturalmente.

—¿Y el joven Ahmet?

—Menos fácilmente, porque adora en extremo a la bella Amasia, y yo se lo apruebo; pero no ocupándose, como no se ocupa, de los negocios, tiene tiempo de sobra, ¿no es cierto…? Vos, amigo Van Mitten, debéis hallaros al corriente de todo eso; vos, que os habéis casado con la señora Van…

—Sí, amigo Kerabán —dijo el holandés—: pero hace tanto tiempo de eso… que apenas lo recuerdo.

—De todos modos, amigo Van Mitten, había olvidado que, si bien en Turquía se lleva muy a mal que se pregunte a un turco por la salud de cualquiera de las mujeres de su harén, no sucede lo mismo respecto a un extranjero… ¿Cómo se halla, pues, la señora Van Mitten…?

—¡Muy bien…, muy bien! —respondió el aludido, a quien la cortesía de su amigo no producía el menor efecto—. Sí… muy bien… siempre algo delicada… ya sabéis…, las mujeres…

—¡No, yo no sé nada! —respondió, riendo, Kerabán—. ¡Yo conocer las mujeres… nunca…! ¡Los negocios, y solamente los negocios! Eso sí; preguntadme por el tabaco de Macedonia para nuestros fumadores de cigarrillos; por el de Persia, para los aficionados a fumar en narguiles. Preguntadme después por mis corresponsales de Salónica, Erzurum, Latakia, Bafra, Trebisonda, y, por último, por mi amigo Van Mitten de Rotterdam… ¡Ah…!, Desde hace treinta años no he hecho otra cosa que expedir fardos de tabaco a todos los rincones del mundo.

—¡Sin contar con el que os habéis fumado! —dijo Van Mitten.

—En efecto… ¡puede asegurarse que he arrojado tanto humo por entre mis labios como el que pueda arrojar la mejor chimenea de una fábrica movida al vapor…! Después de todo, ¿conocéis algún otro placer que le iguale?

—No por cierto, amigo Kerabán.

—Hace cuarenta años que fumo, y soy desde entonces completamente fiel a mi chibuquí y a mi narguile; ése es todo mi harén, pues no hay, a buen seguro, una mujer que valga lo que vale una pipa de tombeki.

—Soy de vuestra opinión —respondió el holandés.

—Bueno —continuó Kerabán—; y ahora, ya que me pertenecéis, no os abandono; mi caique vendrá a buscarme para atravesar el Bósforo y conducirme a mi quinta de Scutari, donde comeremos.

—Es que yo…

—Os digo que vendréis, ¿o vais a hacer ahora cumplimientos conmigo?

—Nada de eso, amigo Kerabán; os pertenezco en cuerpo y alma, y acepto.

—Ya veréis —dijo Kerabán—, ya veréis cuán deliciosa y encantadora es la morada que me he hecho construir bajo los oscuros cipreses, en medio de la colina de Scutari, dando vistas al Bósforo y a todo el panorama de Constantinopla. ¡Ah, la verdadera Turquía se halla sobre esa costa asiática! El terreno que ahora pisamos puede llamarse europeo; pero aquel que desde aquí divisamos, es asiático, y no hay miedo de que nuestros modernos turcos implanten en él sus ideas progresistas, que parecerían ahogadas al tratar de atravesar el Bósforo… Pero basta de eso, y dispongámonos a partir, ya que es cosa convenida que comáis en mi compañía.

—¡Hacéis de mí cuanto queréis!

—Y es preciso que os resignéis a ello… Pero, ¿dónde está Nizib? ¡Eh, Nizib, Nizib!

Éste, que paseaba en compañía de Bruno, oyó la voz de su amo, y ambos acudieron al llamamiento.

—Ese «caidji» —preguntó Kerabán—, ¿no acaba nunca de llegar con su caique?

—¿Con su caique? —respondió Nizib.

—Concluiré por hacer que te propinen cien palos —exclamó Kerabán.

—Vamos… vamos —interrumpió Van Mitten.

—¡Cómo que vamos…! ¡Le haré dar ochocientos!

—¡Pero…, señor! —dijo Bruno.

—Mil le haré dar, si hay alguien que me contraríe.

—Señor —respondió Nizib—, veo desde aquí a vuestro caique, que acaba de doblar la punta del Serrallo; antes de diez minutos estará atracado junto a la escalera de Top-Tané.

Mientras Kerabán pateaba de impaciencia, asido del brazo de Van Mitten, Yarhud y Scarpante no cesaban de observarlo.


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