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50% Kerabán el Testarudo / Chapter 17: Capítulo I

Kapitel 17: Capítulo I

Capítulo I

EN EL QUE REAPARECE KERABÁN, FURIOSO POR HABER VIAJADO EN FERROCARRIL

El lector recordará, sin duda, que Van Mitten, desconsolado por no haber podido visitar las minas de la antigua Cólquida, había manifestado la intención de desquitarse explorando el mitológico Fasis, que, bajo el nombre menos eufórico de Rioni, llega a Poti, sobre el litoral del mar Negro.

Pero una vez más tuvo que abandonar tan halagüeña esperanza. No se trataba, en efecto, de lanzarse sobre las huellas de Jasón y de los argonautas, ni de recorrer los célebres hogares donde el audaz hijo de Esón fue a conquistar el toisón de oro. ¡No! Lo que importaba hacer sin pérdida de tiempo era abandonar a Poti, ponerse en seguimiento de Kerabán y alcanzarle en la frontera rusa.

Nueva decepción, pues, para Van Mitten. Acababan de tocar las cinco de la tarde y los viajeros contaban con volverse a poner en camino al día siguiente, 13 de setiembre, por la mañana. Por lo tanto, no pudo Van Mitten ver otra cosa en Poti, sino el jardín público, en el que se levantan las ruinas de una antigua fortaleza, y las casas de la población construidas sobre estacas. Cuenta Poti dentro de su recinto con unos seis a siete mil habitantes; sus calles son anchas, y en cada una de ellas existe un foso, del cual se escapa un incesante concierto de ranas; respecto al puerto, dominado por un faro de primer orden, se halla de ordinario bastante frecuentado.

Tan, sólo pudo consolarse Van Mitten de su corta permanencia en dicha población, reflexionando que, hallándose esta última situada en medio de los pantanos del Rioni y del Capacha, no podía hacer otra cosa mejor que huir de ella para no coger alguna fiebre palúdica (lo que, en efecto, es muy de temer en los alrededores malsanos de aquel litoral).

En tanto que el holandés se abandonaba a reflexiones de todo género, Ahmet buscaba algo con que remplazar la silla de posta, que, sin la

incalificable imprudencia de su amo, hubiera podido continuar largo tiempo prestando servicio. Pero otro vehículo de viaje en Poti, fuese nuevo o usado, resultaba casi imposible. Una peracladnaia, una araba rusas podrían hallarse todavía, contando, por supuesto, con la bolsa de Kerabán, y pagando por cualquiera de ellas el precio que pidiesen. Pero los mencionados vehículos no son otra cosa que carretas más o menos primitivas, que carecen en absoluto de comodidad y nada tienen de común con las berlinas de viaje.

Por muy vigorosos que sean los caballos que se les enganche, jamás podrán competir con la velocidad de una silla de posta; puede, por lo tanto, figurarse el lector cuantos retrasos tendrían que experimentar los viajeros antes de recorrer por completo el trayecto.

Conviene, sin embargo, hacer observar que Ahmet no tuvo la ocasión de vacilar en escoger esto o el otro carruaje. ¡Ni coches, ni carretas! Nada, absolutamente nada, había disponible por el momento; y comoquiera que era para ��l la mayor importancia reunirse con su tío en el más breve plazo, con objeto de que por su obcecación no les metiese de nuevo en un mal paso, decidió hacer a caballo el trayecto de veinte leguas que medían entre Poti y la frontera rusa. No es necesario decir que era buen jinete, y Nizib le había acompañado con frecuencia en sus paseos. Van Mitten, a quien consultó, conocía, aunque en principio, la equitación y salió garante, si no de la habilidad poco probable de Bruno, al menos de su obediencia para seguirle en aquellas condiciones.

Se decidió, por lo tanto, que la partida se efectuaría a la mañana siguiente, con objeto de llegar a la frontera rusa la noche misma de su salida.

Dispuestas de este modo las cosas, Ahmet escribió una extensa carta al banquero Selim, carta que, como es natural, comenzaba de esta manera:

«Querida Amasia…»; en ella le refería todas las peripecias acaecidas durante el viaje, el incidente que había tenido lugar en Poti, la causa por la cual se veía separado de su tío, y los medios con que contaba para encontrarle de nuevo. Añadía que dicha aventura en nada retardaría su regreso, pues contaba con hacer andar aprisa a hombres y bestias, calculando el término medio del tiempo y del trayecto que aún faltaba recorrer.

No olvidó tampoco recomendarle encarecidamente que se encontrase con su padre y Nedjeb en Scutari para la época fijada, o un poco antes, con

objeto de que no faltase a la cita.

Esta carta, en la que iban mezclados cariñosos cumplimientos hacia la joven, debía partir al siguiente día en el paquebote que hace el servicio regular entre Poti y Odesa. Así, pues, antes de cuarenta y ocho horas habría llegado a su destino, habría también sido abierta, leída una y mil veces, y quizá se hallaría al lado de aquel corazón cuyos latidos creía Ahmet escuchar perfectamente desde el otro lado del mar Negro. El hecho es que por entonces se hallaban los dos prometidos bastante lejos uno del otro; es decir, se encontraban en las dos extremidades del eje de una elipse, cuya curva seguía Ahmet, obligado por la obstinación de su tío.

Y mientras él escribía para tranquilizar, para consolar a Amasia, ¿qué hacía Van Mitten?

Van Mitten, después de haber comido en el hotel, se paseaba tranquilamente por las calles de Poti, bajo los árboles del Jardín Central, o por los largos muelles del puerto y sus andenes, cuya construcción era reciente. Pero iba solo; Bruno no le acompañaba aquella vez.

¿Y por qué Bruno no iba entonces detrás de su amo, haciéndole respetuosas pero justas observaciones sobre las condiciones del presente y los peligros del porvenir?

Bruno había concebido una idea. Si no había en Poti ni berlinas ni sillas de posta, encontraría una báscula. Porque para un holandés enflaquecido, la necesidad de pesarse, de comparar su peso actual con el primitivo, resultaba ineludible.

Bruno había abandonado el hotel, teniendo cuidado de llevarse, sin decir nada, la «Guía» de su amo, que debía darle en libras bátavas la equivalencia de los pesos rusos, cuyo valor no conocía.

En los muelles del puerto donde está situada la aduana, hay siempre algunas de esas grandes básculas, en cuyos platillos puede pesarse un hombre cómodamente.

Bruno no se alteró respecto a ese punto. Mediante algunos copecs vería realizados sus deseos. Se puso un respetable peso en uno de los platillos de la balanza, y Bruno, no sin alguna secreta inquietud, se subió en el otro.

Con gran sobresalto, observó que el platillo que soportaba el peso permanecía adherido al suelo. Bruno, esforzóse en adquirir más peso

—creyó que lo conseguiría llenándose de aire los pulmones—, sin lograr que la balanza se moviera.

—¡Diablo! —dijo—. He aquí lo que yo temía. Fueron sustituidas las pesas…

El platillo no se levantó ni una pulgada.

—¡Es posible! —exclamó Bruno, que sintió que toda su sangre le afluía al corazón.

En aquel momento su mirada se detuvo sobre una persona que le miraba con marcada benevolencia.

—¡Señor! —exclamó.

Era, en efecto, Van Mitten, al que el azar acababa de conducir por aquellos parajes, precisamente en el instante en que estaban pesando a su sirviente.

—¡Señor! —repitió Bruno—, ¿vos por aquí?

—Yo, en persona —respondió Van Mitten—. Veo con satisfacción que has venido a…

—¡A pesarme…, sí!

—¿Y qué resultado has obtenido?

—El resultado es que no sé si hay pesas bastante pequeñas para señalar mi peso actual.

Bruno dio esta respuesta con tan dolorosa expresión, que Van Mitten se sintió enternecido.

—¡Cómo! —dijo éste—, ¿desde que partimos, has adelgazado hasta tal punto, mi pobre Bruno?

—¡Lo vais a ver, señor!

En efecto, acababa de colocar en el platillo de la báscula una tercera pesa, muy inferior a las dos anteriores. Aquella vez Bruno consiguió levantarla lentamente, poniendo a los dos platillos en equilibrio sobre una misma línea horizontal.

—Por fin —dijo Bruno—; pero ¿qué peso es éste?

—Sí, ¿qué peso es? —respondió Van Mitten.

Hacía en cantidad justa, y en medidas rusas, cuatro libras, ni más ni menos.

En seguida Van Mitten cogió la «Guía» que le tendía Bruno, y buscó en el cuadro de equivalencias entre las diversas pesas y medidas de los países.

—Y bien, señor —preguntó Bruno, con una curiosidad mezclada con cierta angustia—, ¿cuánto vale la libra irisa?

—Cerca de dieciséis libras y media de Holanda —respondió Van Mitten, después de un breve cálculo mental.

—Hace exactamente sesenta y cinco libras y media.

Bruno lanzó un grito de desesperación, y arrojándose fuera del platillo, y, haciendo que el opuesto chocase bruscamente en el suelo, cayó sobre un banco, medio espantado.

—¡Sesenta y cinco libras y media! —repetía, como si hubiese perdido una novena parte de su vida.

En efecto, a su partida, Bruno pesaba ochenta libras. Ahora sólo pesaba sesenta y cinco y media. Por lo tanto, había adelgazado unas quince libras. Y esto en veintiséis días de un viaje que había sido relativamente fácil, sin verdaderas privaciones ni grandes fatigas. Y, sin embargo, si el mal había comenzado, ¿dónde se detendría? ¿Qué llegaría a ser de aquel vientre que Bruno había ido formado, empleando más de veinte años en redondearlo, gracias a la observación de una higiene bien comprendida?

¿Cuándo se separaría de aquel honroso puesto en el que se había mantenido, sobre todo entonces, que por falta de carruaje el viaje se iba a efectuar en diferentes condiciones, bajo peligros y fatigas, a través de desconocidas comarcas?

He aquí lo que se preguntó el angustiado servidor de Van Mitten. Entonces se formó en un espíritu una rápida visión de eventualidades terribles, entre las que aparecía Bruno, completamente desconocido, en forma de esqueleto.

Tomó su partido sin la menor vacilación. Se levantó, arrastró tras sí al holandés, que se encontraba sin fuerza para resistirle, y, deteniéndose en el momento de entrar en el hotel, le dijo:

—Amo mío, hay un límite para todo, incluso para la estupidez humana. Nosotros no iremos más lejos.

Van Mitten recibió esta declaración con su habitual calma, de la que nadie le podía sacar.

—¿Cómo, Bruno? —dijo—. ¿Es aquí, en este rincón del Cáucaso, donde tú me propones quedamos?

—¡No, señor, no! Os propongo sencillamente dejar al señor Kerabán, que vuelva cuando le convenga a Constantinopla, mientras nosotros nos vamos tranquilamente en uno de los paquebotes del Poti. El mar no os produce mareo, a mí tampoco, y así no corro el riesgo de adelgazar más, lo que me sucederá infaliblemente si continúo viajando en las mismas condiciones.

—Esa solución puede ser buena, bajo tu punto de vista —respondió Van Mitten—; pero bajo el mío no es así. Abandonar a mi amigo Kerabán cuando ya llevamos la tercera parte de nuestro trayecto, eso merece alguna reflexión.

—El señor Kerabán no es vuestro amigo —respondió Bruno—. Sois el amigo del señor Kerabán; he aquí todo. Por otra parte, no puede ser el mío, y no le sacrificaría lo que me queda de vigor, por la satisfacción de su terquedad y sus caprichos. Decís que hemos efectuado las tres cuartas partes del viaje; será verdad, pero me parece que el resto ofrece otras dificultades a través de un país medio salvaje.

»Estoy de acuerdo con que no os sobrevenga nada desagradable; pero, os repito, si os obstináis, tened cuidado… caeréis enfermo.

La insistencia de Bruno en profetizarle alguna grave complicación de

donde no saldría sano y salvo, no dejaba de incomodar a Van Mitten. Aquellos consejos de su fiel servidor le hacían reflexionar. En efecto, aquel viaje por la frontera rusa, a través de las regiones poco frecuentadas del bajalato de Trebisonda y de la Anatolia septentrional, fuera de la autoridad del Gobierno turco, merecía ser objeto de meditación. Así, dado su carácter afable, Van Mitten se sintió vencido, lo que no se escapó a la vista de Bruno. Éste redobló sus instancias. Hizo valer muchos argumentos, mostró su vestido holgado por la cintura, alrededor de un vientre que iba disminuyendo día tras día. Insinuante, persuasivo y aun elocuente, bajo el imperio de una convicción profunda condujo a su amo hasta el punto de participar de sus ideas, con la necesidad de separar su suerte de la de su amigo Kerabán.

Van Mitten reflexionaba. Escuchaba con atención, moviendo a menudo la cabeza. Cuando concluyó aquella grave conversación, no le retenía más que el temor de tener una discusión con su incorregible compañero de viaje.

—Pues bien —dijo Bruno, que para todo tenía respuesta—, las circunstancias son favorables. Puesto que el señor Kerabán no está aquí, no podrá oponerse a nuestra determinación; abandonemos a su sobrino Ahmet, ocupado en buscarle por la frontera.

Van Mitten movió la cabeza negativamente.

—A esto no hay más que un impedimento —dijo.

—¿Cuál? —preguntó Bruno.

—Que he abandonado Constantinopla con muy poco dinero, y ahora mi bolsa está vacía.

—¿No podéis, señor, hacer que manden una suma suficiente del Banco de

Constantinopla?

—No, Bruno, es imposible. El saldo de mi cuenta no alcanza…

—¿De manera que para obtener dinero para nuestra vuelta…? —preguntó

Bruno.

—Es necesario que me dirija a mi amigo Kerabán —respondió Van Mitten.

Esto no agradaba a Bruno. Si su amo veía de nuevo a Kerabán, si le indicaba parte de su proyecto, habría una discusión, y Van Mitten no sería el más fuerte. Pero ¿qué hacer? ¿Dirigirse directamente al joven Ahmet?

¡No!, sería inútil Ahmet no proporcionaría jamás a Van Mitten los medios de abandonar a su tío. Por lo tanto, en esto no había que pensar.

He aquí, pues, lo que finalmente quedó decidido entre el señor y el servidor, después de un largo debate. Dejarían Poti y en compañía de Ahmet irían a reunirse con el señor Kerabán en la frontera turco-rusa. Allí, Van Mitten, bajo pretexto de salud, en previsión de las fatigas venideras, declararía que le era imposible continuar su viaje. En aquellas condiciones, su amigo Kerabán no podría insistir, y no rehusaría darle el dinero necesario para volver por mar a Constantinopla.

«¡No importa! —pensó Bruno—; una conversación sobre este asunto entre mi amo y el señor Kerabán no deja de ser grave».

Los dos volvieron al hotel, donde les aguardaba Ahmet. No le dijeron nada de sus proyectos, que seguramente hubiera combatido. Comieron, y durmieron después. Van Mitten soñó que Kerabán le cortaba en menudos pedazos convirtiéndole en picadillo. Se despertaron muy temprano y hallaron a la puerta cuatro caballos dispuestos a «devorar el espacio».

Una de las cosas curiosas fue ver el semblante de Bruno cuando se dispuso a subir en su montura. Nuevas imprecaciones contra Kerabán. Pero no había otro medio de viajar. Bruno, por lo tanto, obedeció. Felizmente, su caballo era un viejo jaco, incapaz de incomodarse y fácil de manejar. Los caballos de Van Mitten y Nizib eran también de carácter dócil. Solamente Ahmet tenía un brioso animal; pero, como buen jinete, no debía tener otro recurso que moderar su viveza, a fin de no distanciarse de sus compañeros.

Abandonaron Poti a las cinco de la mañana. A las ocho tomaban el desayuno en el pueblo de Nikolaia, después de un recorrido de veinte verstas, y hacia las once, después de un trayecto de quince verstas, almorzaban en Kintrichi, y hacia las dos de la tarde, después de un nuevo trayecto de otras veinte verstas, Ahmet se detenía en Batum, en aquella parte del Ayaristán septentrional que pertenece al Imperio moscovita. Aquel puerto, que perteneció a Turquía, se hallaba situado en la embocadura del Choroj, que es el Bathys de los antiguos. Es verdaderamente lastimoso que Turquía lo haya perdido, porque aquel

puerto, vasto, provisto de un buen fondeadero, puede contener gran número de embarcaciones, y aún de navíos de gran tonelaje. En cuanto a la población, es sencillamente un importante centro de comercio maderero, atravesado por una calle principal. Pero la mano de Rusia se extiende desmesuradamente por las regiones transcaucásicas, y se ha apoderado de Batum, de la misma manera como se extenderá hasta los límites de Ayaristán.

Ahmet no estaba allí en su país, como hubiese estado años antes. Le fue necesario pasar por Gunieh, por la embocadura del Clioroj y a veinte verstas de Batum, y por el pueblo de Makrialos, para alcanzar la frontera, diez verstas más lejos.

En aquel sitio, a un lado del camino, un hombre aguardaba, custodiado por un destacamento de cosacos, en un estado de furor más fácil de comprender que de describir.

Era Kerabán.

Eran las seis de la tarde, y desde la medianoche de la víspera (instante preciso en que había sido puesto en libertad fuera del territorio ruso), Kerabán no cejaba en su cólera.

Una pobre cabaña, situada al lado del camino, miserablemente habitada, mal cubierta y peor provista de víveres, le había servido de abrigo y refugio.

Media versta antes de llegar, Ahmet y Van Mitten, al percibir, el uno a su tío y el otro a su amigo, habían espoleado a sus caballos, y echaron pie a tierra a algunos pasos de él.

Kerabán, andando de un lado a otro, gesticulando, hablando consigo mismo, o, mejor dicho, disputándose, puesto que nadie había por allí, no parecía haber percibido a sus compañeros.

—¡Tío! —exclamó Ahmet, tendiéndole sus brazos, mientras Nizib y Bruno cogían su caballo y el del holandés—; ¡tío!

—¡Amigo mío! —añadió Van Mitten.

Kerabán les cogió las manos a los dos, y mostrando a los cosacos que se paseaban más allá del camino, exclamó:

—¡En ferrocarril! ¡Esos miserables me han obligado a subir en el ferrocarril…! ¡A mí…! ¡A mí!

Evidentemente, haber utilizado aquel medio de locomoción, indigno de un verdadero turco, era lo que excitaba a Kerabán a la más violenta irritación.

—¡No, no podía consentirlo! Su encuentro con Saffar, su disputa con aquel insolente personaje, la rotura del carruaje, las dificultades que había encontrado para continuar su viaje, todo lo olvidaba ante aquella horrible enormidad: ¡haber viajado en tren! ¡Él, un antiguo creyente!

—Sí, es indigno —respondió Ahmet, que pensó que aquélla era la única manera de no contrariarle.

—Sí, indigno —añadió Van Mitten—; pero, después de todo, amigo

Kerabán, no os ha sucedido nada grave.

—¡Ah, tened cuidado con lo que habláis, señor Van Mitten! —exclamó

Kerabán—. ¿Nada grave, decís?

Una seña de Ahmet al holandés le indicó que iba por mal camino. Su antiguo amigo acababa de llamarle «señor Van Mitten», y continuaba interpelándole de esta manera:

—¿Me diréis lo que entendéis por esas incalificables palabras: «nada grave»?

—Amigo Kerabán, creo que no habéis sufrido ninguno de esos habituales accidentes ferroviarios: ni descarrilamiento, ni choques, ni colisiones…

—¡Señor Van Mitten, mejor hubiera sido haber descarrilado! —exclamó Kerabán—. ¡Sí, por Alá! Mejor hubiera sido haber descarrilado, perder brazos, piernas y cabeza, tenedlo entendido, que sobrevivir a semejante vergüenza.

—¡Creed, amigo Kerabán…! —repuso Van Mitten, que no sabía cómo excusarse de sus imprudentes palabras.

—No se trata de lo que yo pueda creer —respondió Kerabán, dirigiéndose al holandés—, mas sí de lo que creéis vos… Se trata de la manera como miráis lo que acaba de suceder a un hombre que desde hace treinta años se creía vuestro amigo.

Ahmet quiso cambiar una conversación cuyo mejor resultado hubiese empeorado la situación.

—Tío —dijo—, creo poder afirmar que no habéis comprendido bien al señor Van Mitten.

—¡Verdaderamente!

—O, mejor dicho, que el señor Van Mitten se ha expresado mal. Y que, como yo, conserva una profunda indignación por el tratamiento que esos malditos cosacos os han inferido.

Felizmente, esto lo dijo en turco, y los «malditos cosacos» no podían comprender nada.

—Pero, en suma, tío, es otro el que tiene la culpa de todo esto. Otro es el responsable de lo que ha sucedido. Y éste es el imprudente personaje que os impidió cruzar la línea férrea de Ponti. Éste es Saffar.

—¡Sí, es Saffar! —exclamó Kerabán, muy oportunamente puesto por su sobrino en aquella nueva pista.

—¡Mil veces sí, es Saffar! —añadió Van Mitten—. ¡Esto era lo que yo quería decir, amigo Kerabán!

—El infame Saffar —dijo Kerabán.

—El infame Saffar —respondió Van Mitten, intercalándose en el diapasón de su interlocutor.

Hubiera querido emplear un calificativo más enérgico todavía, pero no lo encontró.

—¡Si alguna vez le llegamos a encontrar…! —dijo Ahmet.

—¡Y no poder volver a Poti —exclamó Kerabán—, para hacerle pagar su insolencia, provocarle, arrancarle el alma del cuerpo, abandonarle a la mano del verdugo!

—Hacerle empalar… —Creyó conveniente añadir Van Mitten, que se enfurecía adrede para recuperar una amistad comprometida.

Aquella proposición tan turca, le valió un apretón de manos de su amigo

Kerabán.

—Tío —dijo entonces Ahmet—, sería inútil en este momento buscar a ese

Saffar.

—¿Y por qué, sobrino?

—Esta persona no está en Poti —repuso Ahmet—. Cuando llegamos, acababa de embarcarse en el paquebote que hace el servicio por el litoral de Asia Menor.

—¡El litoral del Asia Menor! —exclamó Kerabán—. Pero nuestro itinerario no sigue por ese litoral.

—En efecto, tío.

—Pues bien; si el infame Saffar —respondió Kerabán— se encuentra en mi camino, Valla-billah tielah. ¡Desgraciado de él!

Después de haber pronunciado aquel juramento a Alá, Kerabán no podía decir ya nada más terrible; y se calló. Pero ¿cómo viajarían, puesto que faltaba el carruaje a los viajeros? Siguiendo el camino a caballo, lo que no podía proponerse formalmente a Kerabán. Su corpulencia no se lo permitía. Si él hubiese sufrido a caballo, estamos seguros de que el caballo hubiera sufrido más. Se convino, por lo tanto, en que irían a Choppa, la aldea más próxima. No tenían que andar más que algunas verstas y Kerabán las andaría a pie, lo mismo que Bruno, que estaba de tal manera molido que no hubiera podido montar.

—¿Y esa petición de dinero de la que debéis hablarle? —dijo a su amo aparte.

—En Choppa —respondió Van Mitten.

Y en verdad que no veía sin alguna inquietud aproximarse el momento en que debía tratarse de aquella delicada cuestión.

Algunos instantes después los viajeros descendían por el camino, cuya pendiente costea las orillas del Ayaristán.

Por última vez Kerabán se volvió para mostrar los puños a los cosacos que le habían obligado a meterse, ¡él!, en un vagón del ferrocarril; y en una curva de la costa perdió de vista a la frontera del Imperio moscovita.


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