Junto a la ventana de su estudio, Alejandro inhalaba con suavidad del cigarro en sus labios, antes de exhalar lentamente para que el humo se disolviera en el aire. Miraba al papel en su escritorio. No le tomó demasiado esfuerzo ensamblar las piezas rotas. El contenido le causaba risa. Ya tenía ciertas dudas acerca de quién podría haber hecho algo semejante, llegar a ese extremo para alejarla de él, amenazándola y causándole dolor.
Hacía mucho tiempo que sus manos no se manchaban de sangre. Este era un momento oportuno, consideró, pues sus instintos asesinos salían a la superficie.
Al escuchar que llamaban a la puerta, ordenó: —Adelante, Martín.
El hombre abrió la puerta e hizo una reverencia.
—¿Podrías descubrir a quién pertenece esta caligrafía? —dijo, mirando el papel.
—Sí, Señor —respondió el mayordomo.
—Y trae a Caviar —ordenó antes de que Martín se marchara.