Ramón tiene que auditar la contabilidad de la empresa de su padre. Encuentra irregularidades y decide ocultarlas, pero el precio no lo pagará su padre, sino su madre.
1.
Desde que Ramón se fue a estudiar fuera de la provincia, hacía ya casi diez años, prácticamente no había vuelto a su hogar, tan solo alguna vez en Semana Santa o Navidad. Prefería pasar las vacaciones con los otros compañeros de carrera, la mayoría ricos, muchos millonarios, que le invitaban a disfrutar los días de asueto en grandes mansiones o en viajes idílicos que de ningún otro modo se podría permitir.
Ramón era uno de los pocos alumnos que había estudiado con beca en aquella elitista universidad y su condición social era muy distinta a la de sus acaudalados compañeros. Así y todo, pese a las diferencias sociales, hizo grandes amigos y encontró trabajo enseguida en una gran empresa de auditorías. Un trabajo que le permitía mantener un excelente nivel de vida, aunque implicaba viajes constantes. Por ello, al acabar la carrera renunció a volver a su ciudad. Se instaló en la capital como base y fue viajando temporalmente a todos dónde sus jefes le destinaban, para auditar las cuentas de las grandes empresas del país.
Después de empezar a trabajar, el último y fugaz retorno a casa, sucedió hacía ya un año, para la boda de su hermana. Fue un viaje relámpago.
Nunca fue muy afectuoso con su familia y tan solo le faltaba aquel distanciamiento tan acentuado y prolongado en el tiempo como para considerarlos un grupo algo extraño. Por eso cuando volvió a casa para aquella boda, fue amable, claro, pero disponía de la suficiente distancia emocional como para ver las cosas de un modo distinto.
De hecho, pudo contemplar a su madre, con 53 años recién cumplidos, pero que todavía se conservaba muy bien, con ese aspecto de jaca, presta para ser cabalgada que le descolocó ligeramente, en lugar de verla como lo que representaba, o debería representar para él, un coto vedado.
A su hermana, por el contrario, no le prestó demasiada atención. Era la reina de la fiesta, muy guapa también, pero nunca le había gustado su carácter y estaba seguro de que, si ya la había ido viendo muy ocasionalmente, a partir de ahora, que estaba casada y se mudaba a un super chalet de las afueras, difícilmente se la iba a volver a encontrar si no era otra celebración familiar de similares características a esa. No tenía intención de visitarla.
Y de su padre, poca cosa podríamos decir. Seguía siendo aquel tipo severo y desagradable que siempre había sido, aunque ahora, a medida que se hacía mayor, acababa de cumplir 63, era diez años mayor que su madre, las manías y su carácter agrio, borde y antipático se iban acentuando. Trabajaba en una gran empresa del ramo de la construcción y tenía grandes responsabilidades en la contabilidad. De ahí iban a surgir los problemas que desencadenaron los hechos que vamos a narrar. Bueno, problemas para él, porque para Ramón la situación vino como agua de mayo.
Había pasado ya un año desde aquella boda y las pocas noticias que había tenido Ramón de sus padres se limitaban a telegráficas llamadas o mensajes de whatsapp de su madre en las que le preguntaba cómo le iban las cosas y le contaba, invariablemente, que en casa todo iba igual: su padre cada vez más pesado y ella, saliendo con sus amigas al cine, al gimnasio y a hacer alguna que otra excursión. A fin de cuentas, tenían bastante dinero y ella todo el tiempo del mundo ya que, como ama de casa acomodada, contaba con una chica que venía unas horas diariamente para hacer las tareas de la casa.
Así que, cuando su jefe le llamó aquel lunes, para encargarle el nuevo servicio, se llevó una sorpresa, no sabría definir si agradable o no, cuando vio que su próximo trabajo como auditor iba a tener que realizarlo en la empresa en la que trabajaba su padre.
No perdió el tiempo, le comentó a su madre que tendría que ir unos días a trabajar en la ciudad y, Celeste, que así se llamaba, entre contenta y sorprendida, encargó a la chica de la limpieza que le preparase su antigua habitación que había convertido en una especie de gimnasio con una máquina elíptica y una bicicleta estática que hubo que retirar al sótano ipso facto.
El recibimiento, unos días después, fue todo lo frío que podría esperar Ramón, su madre le dio dos besos protocolarios en las mejillas y su padre un apretón de manos blandengue y húmedo que le desagradó bastante.
No mentiremos si decimos que la única intención de Ramón era hacer la auditoría, estar el mínimo tiempo en contacto con sus padres y, tras terminar su informe, volver a casa. Aunque tampoco sería mentira mencionar que, prestó especial atención, y no como hijo precisamente, al aspecto de su madre, que deambulaba por la casa vestida con unos leggins bastante ajustados de color negro, que no dejaban nada a la imaginación, con aquel culazo panadero que se gastaba, y una camiseta técnica de tirantes, blanca y ajustada, en la que sus tetas pugnaban por romper la tela, con los pezones perfectamente tiesos…
El día en que llegó Ramón, la mujer acababa de subir del gimnasio, instalado ahora en el sótano, y no le había dado tiempo a ducharse. Algo que también noto Ramón cuando la besó en las mejillas y aquel olorcillo a hembra madura sudadita le puso bastante cachondo, aunque al tratarse de su madre, ocultó inconscientemente esa sensación.
Los primeros días transcurrieron con monótona tranquilidad. Ramón desayunaba en casa y aprovechaba para ir al trabajo con su padre. A Celeste no le prestó demasiada atención, aunque, poco a poco, se fue sintiendo algo turbado por su aspecto de hembra deseable. Ella, por su parte, vio alterada su rutina habitual por la presencia de su hijo, aunque solo fuera por el hecho de estar atenta a que su habitación estuviera en buen estado y que se sintiera cómodo en casa.
Ramón, al cabo de los días fue mejorando la relación con su padre, fría al principio y un poco más cordial posteriormente.
Así transcurrían las cosas cuando, en la empresa, examinando los libros de contabilidad, precisamente los que eran responsabilidad de su padre, empezó a encontrar irregularidades cada vez mayores. Al principio pensó en hacer la vista gorda, hasta que se dio cuenta de que la cosa era seria.
Aquella noche, al volver a casa, se planteó hablar con franqueza con su padre para aclarar el tema. Quizá hubiera alguna explicación, aunque la cosa, la verdad, tenía mala pinta.
Pero, mientras trataba de explicarle a su padre lo que había encontrado en los libros contables, ocurrió algo que provocó un click en su cerebro, alterándolo todo. No tenemos clara cuál fue la causa.
Pero, tal vez aquel camisón casi transparente que su madre llevaba puesto antes de ir a la cama, a través del que se distinguían sus formas perfectamente con el contraluz de la lámpara del pasillo desde el que ella les dio las buenas noches, tuvo una función determinante en el desarrollo de los acontecimientos.
Para Ramón, aquella fugaz imagen de su madre, mejor dicho, el cuerpo perfectamente definido de su madre, apenas tapado por aquella fina tela blanca, a través de la que se veían unas pequeñas braguitas de encaje negras y un sujetador a juego que apenas podía contener sus domingas, le pusieron la polla en alerta máxima. Más aún, cuando la jamona se giró en el pasillo, justo antes de apagar la luz y pudo apreciar aquel culazo en el que las braguitas se perdían entre unas poderosas, rebosantes y atrayentes nalgas.
Estaba hablando con el viejo, con el portátil abierto mostrando el Excel con los números de la empresa, cuando se quedó paralizado por la visión y, cambió de planes en el acto.
Sí, le contaría a su padre el presunto desfalco, pero, antes de tomar medidas, trataría de solucionarlo si ambos (y con ambos se refería sobre todo a su adorable madre) eran lo suficientemente amables y permisivos con él.
La idea estaba ya incrustada en su mente, ahora solo hacía falta llevarla a la práctica. Y, si podía comenzar esa misma noche, sería perfecto, vaya que sí.
Así que, sin medias tintas e inflando el asunto como para darle miedo, procedió a explicarle a su padre el descuadre que había encontrado en la contabilidad. El pobre hombre se sintió pillado en falta y, rojo como un tomate, consciente de ser el responsable del fraude, confesó de pleno y se ofreció a inmolarse. Pero Ramón, en un alarde de generosidad, dejó que se cociera un rato en su salsa, sudando angustiado, para, posteriormente, dejar una rendija de esperanza abierta. A fin de cuentas, el responsable de revisar las cuentas era él, y si manifestaba que todo estaba bien y, posteriormente, poco a poco, se subsanaba el fraude, nadie se daría cuenta. Además, nadie iba a auditar al auditor, ¿no?
Su padre acogió la noticia con indisimulado alivio, como si acabara de salvar la vida. Ramón le dejó disfrutar del momento y le propuso ir arreglándolo todo en las dos semanas que le quedaban todavía de auditoría. O, por lo menos, intentar arreglarlo. El viejo, aliviado, después de haberse visto medio ahogado, con la soga al cuello, estaba exultante. Ramón, consideró que la presa estaba lista para caer en la trampa y tras un sonoro bostezo le dijo a su padre que estaba cansadísimo y que se iba a la cama. Pero, cuando estaba a punto de salir de la habitación, se volvió y le indicó al viejo:
—Una cosa, papá… Estaba pensando… Estoy súper cansado y mañana no tendré tiempo de ver a mamá para contarle esto que hemos hablado… Hazme un favor, si quieres, díselo tú ahora para que sepa de qué va el tema —el viejo le contempló algo escéptico. Seguramente no tenía intención de contarle nada a su mujer, pero, claro, tarde o temprano se iba a enterar, y más si se lo decía Ramón, de modo que calló y asintió.
—Claro, claro, yo se lo diré… Le diré que ha sido un error y eso.
—Bueno, lo que tú quieras. De todas formas, lo arreglaremos… —Ramón avanzó hacia el pasillo, pero volvió a detenerse y se giró. Se le había encendido la bombilla—. Oye, una cosa, ¿por qué no le dices a la mamá que venga a la habitación y me traiga un vasito de leche caliente? ¡Cómo cuando era niño! Es que no tengo ganas de cenar y estoy tannnn cansado…
Su padre, algo sorprendido por la propuesta, pero dispuesto a complacer en todo a su salvador, se limitó a responder:
—Claro, claro, Ramón, seguro que no le importa.
—Gracias, papá
Ramón con una sonrisa de oreja a oreja y la polla morcillona se dirigió a su cuarto, dispuesto a esperar el vasito de leche que le iba a traer su madre y preparado para devolverle el favor con leche de otro tipo.
2.
Raimundo entró en la habitación de su mujer que todavía no estaba dormida. Repasaba noticias tontas de internet con el móvil. Ella, al verlo tan serio, le preguntó, algo alarmada, qué ocurría. El pobre Raimundo, muerto de vergüenza lo contó todo: el desfalco y la oferta de Ramón de echarle un cable. Claro «que es lo menos que puede hacer un hijo por su padre», tal y cómo respondió Celeste, pero el pobre Raimundo tenía la mosca detrás de la oreja. La mirada de su hijo delataba que tenía intención, de un modo u otro, de cobrarse el favor. Aunque el pobre infeliz no sabía cómo.
—Habrá que tratar de tenerlo contento, que se sienta cómodo mientras está por aquí —insinuó Raimundo a su mujer que, perpleja por las revelaciones de su esposo, seguía sin dar crédito a aquella vertiente de estafador de su marido. Acababa de descubrir que parte de su excelente tren de vida, venía del dinero sucio que su marido distraía de la empresa y seguía en estado de shock. Al menos le quedaba el consuelo del apoyo sin fisuras que su hijo Ramón les había ofrecido. Por fortuna, Ramón se acababa de revelar como un firme bastión familiar.
«¡Menos mal!», pensó, «Al menos es un chico responsable», por eso, cuando Raimundo le dijo, así como de pasada y sin darle importancia, que Ramón le había pedido a ver si podía ir a llevarle un vaso de leche caliente, como cuando era niño, Celeste se levantó como un resorte dispuesta a cumplir los deseos de su hijo, ¡qué menos!
—¡Ah, Celeste, procura ser amable con él! Nos está haciendo un buen favor…
—Por supuesto, Raimundo —respondió la mujer al tiempo que salía del dormitorio recortando su perfil en el quicio de la puerta. Su marido, ajeno desde hacía mucho tiempo a sus encantos, era incapaz de apreciar aquel culazo jamonero que se transparentaba al trasluz del camisón. Algo que, en breve, Ramón iba a disfrutar en vivo y en directo.
Minutos después, tras llamar un par de veces a la puerta, Celeste entraba en la habitación de su hijo. Éste permanecía reclinado en el respaldo de la cama, leyendo una novelita vieja que había encontrado en su estantería. Estaba haciendo tiempo, demasiado excitado para concentrarse en nada. Al verla entrar se relamió inconscientemente.
Celeste, se sorprendió al verlo. Tenía un cuerpo bastante fibrado y musculoso. Muy distinto de la ajada decadencia de su padre. Un cuerpo que Celeste no había contemplado desde que era niño y que le llamó mucho la atención. Solo vestía un apretado eslip blanco en el que se marcaba un paquete considerable. La polla estaba semierecta desde hacía un rato. Esperando acontecimientos.
La mujer, en un arranque de timidez, trató de no mirar con demasiado descaro y, después de saludarlo, dejó el vaso en la mesilla e inició la retirada. Retirada que Ramón cortó en seco con un imperativo:
—No, no mamá, tranquila. No tengas tanta prisa, vamos a hablar un poco, anda.
Ramón, sin cortarse un pelo, miraba a su progenitora como el que mira un pastel antes de zampárselo, sin disimular en absoluto la gula que le embargaba. Celeste, que tampoco era tonta, empezaba a darse cuenta de lo comprometido de la situación y de que quizá no había sido tan buena idea acudir allí vestida con aquel camisón transparente que dejaba perfectamente a la vista una ajustada ropa interior que apenas podía contener aquellas tetazas y un culo en el que la braga rebelde no hacía más que meterse entre las nalgas. Pero una frase de su esposo resonaba en su cabeza y le hizo detenerse tímidamente y aproximarse temerosa a la cama, donde su sonriente hijo la miraba evaluándola sin tapujos: «procura ser amable con él. Nos está haciendo un gran favor».
De modo que con esa frase incrustada en su mente como coartada se acomodó, más seria y más tiesa que un palo, en le cabecero junto a su hijo que, tras pasar la mano por sus hombros, le dijo con una sonrisa de oreja a oreja:
—¿Qué, mamá, estás contenta de que esté unos días con vosotros?
—Cla… claro hijo…
La mano de Ramón, más voluminoso que su madre, se colocó sobre el hombro y, despacio, sin prisa, pero sin pausa, empezó a bajar hacia la teta, atravesando el fino escote del camisón. Celeste, temblorosa, dejaba hacer, con una mezcla de inquietud, excitación y miedo.
—Yo también, yo también… Sobre todo desde que te he visto hace un ratito. Te estoy empezando a mirar de otra manera.
—¿De… de otra manera? ¿Qué quieres decir, Ramón?
La mano, lentamente, pero con firmeza, sacó el pecho del sujetador y empezó a acariciar con suavidad el pezón de Celeste, que, inmediatamente, se puso tieso. La excitación empezaba a ser evidente… para ambos.
—Quiero decir que te veo cómo una mujer que todavía está de buen ver —más claro, imposible.
—Ya… Ramón, pero, soy tu… tu madre… Esto no puede pasar…
El capullo de la tranca de Ramón estaba empezando a asomar por la parte superior del slip, algo que no pasó desapercibido para Celeste, asombrada por su tamaño, por su vigor y por su energía. La mujer, a pesar de que empezaba a notar un creciente encharcamiento del coño, estaba paralizada y seguía sin poder hacer nada. Bloqueada. El tabú era demasiado fuerte. Hasta que Ramón, tras mojarse los dedos con la lengua, redobló el masaje en el pezón e insistió:
—¿Eres consciente de que os voy a hacer un gran favor? De que el viejo no irá a la cárcel y, si todo sale bien, incluso podréis seguir manteniendo este tren de vida...
—Sí, hijo, gracias —intentó por un momento zafarse del acoso, pero ahora no había manera, Ramón con la otra mano empezaba a atacar el coño por encima de las bragas—. De verdad te estamos muy agradecidos…
—¡Pues demuéstralo, joder! —dijo Ramón, al tiempo que, vigorosamente mostraba la polla en su máximo esplendor, tirando hacia abajo del eslip.
En aquel instante Ramón percibió cómo el cuerpo de su progenitora se estremecía y no exactamente de temor. Celeste, hipnotizada por aquella tranca, rígida, gruesa y venosa, no podía dejar de mirarla asombrada. El coño se le estaba haciendo agua, algo que no pasó desapercibido a su hijo que, viendo la presa tan cerca, decidió echar el resto:
—Venga, mamá, tócala, no te va a morder.
Celeste, todavía con un cierto temor, miró el rostro de Ramón que, chulesco y excitado, la observó con una cínica sonrisa al tiempo que le decía «Venga, va, que al final te va a gustar…»
La mujer, mordiéndose el labio tembloroso, se giró hacia el rabo. Acercó su manita despacio. Celeste se sorprendió del calor que desprendía la palpitante polla de su hijo, rígida cómo nunca había sentido otra. La de Raimundo, su marido, que había palpado de refilón para tratar de introducirla en el coño en alguno de los torpes polvos que pegaba el pobre hombre, era pequeña, blanda y con una textura gelatinosa que le desagradaba bastante. Dado que su experiencia sexual se limitaba a su marido, nunca había podido comparar y pensaba que aquello era lo normal. Sí, claro que había visto algún que otro vídeo porno por internet, pero interpretó aquellas acrobacias sexuales como algo más circense que real. «Cosas del cine», creía. Ahora estaba constatando que las pollas duras, tensas y vibrantes existían en realidad. En la realidad más cercana. De modo que, venciendo todos sus escrúpulos decidió tocar aquella tranca que, al notar la manita temblorosa de la jamona, pegó un respingo que la asustó levemente e hizo reír a Ramón.
—¿Has visto? Se alegra de verte…
Celeste respondió a su hijo con una mirada sumisa y una sonrisa tímida y asustada. Ramón, en su interior, se sentía como un rey, estaba venciendo la resistencia de su madre y decidió dar un paso más.
—Venga, mamá, ponte más cómoda, que así ladeada te dolerá la espalda…
—¿Có… cómo me pongo, hijo?
—Así, mira —Ramón le indicó a su madre que se arrodillara de lado en la cama, con la cara frente a la polla que ya estaba sujetando firmemente con la manita, como si tuviera miedo a perderla. De ese modo, Ramón podía controlar la cabeza de Celeste (para la segunda fase) con una mano y con la otra, empezar a meterle mano por el culo.
–Anda, mamá, mueve la manita despacio, pero apretando con firmeza, que no es un pescado muerto —Celeste empezó a pajear, con mucho respeto y cuidado el rabo de Ramón. Demasiado respeto para el gusto del chico que al poco rato exclamó—: ¡Aprieta más, joder! ¡Que no la vas a romper! ¡Piensa que esto no es la colita de papá…! ¡Es la polla de un hombre!
Los gritos autoritarios y esta última alusión al pobre cornudo que esperaba en la otra habitación tuvieron un efecto ambivalente en la mujer. Por un lado se sintió avergonzada y humillada por estar cultivando la cornamenta de su pobre esposo, por otro, sin saber la causa, se excitó terriblemente y eso hizo que aumentase la intensidad y la fuerza de la paja, con la consiguiente sonrisa de satisfacción de su hijo.
Éste, mientras tanto, había comenzado a masajear el orondo pandero de su madre. Primero palmeándolo sobre las bragas y después, tras arrancárselas con un par de violentos tirones (hay que ver que mala calidad la ropa de mercadillo… tendría que llevarse a su madre, a partir de ahora, su guarra, a comprar lencería de calidad…), empezó a amasar las nalgas con la mano, mientras la puerca, ensimismada con la tiesa barra de carne, seguía agitándola con movimientos irregulares y espasmódicos. Ramón se dio cuenta de todo lo que le faltaba todavía por enseñar a su progenitora. Iba a necesitar un buen curso de cerderismo…
Celeste asintió e hizo caso a su hijo cuando este le dijo: «¡Escupe, guarra, escupe y mójala bien!». Se tragó el insulto como en breve se iba a comer su polla si se lo pedía y más tras notar como le acariciaba ojete con suavidad con el pulgar, mientras con el resto de la mano le penetraba el peludo coñito y le sobaba el clítoris. Ventajas de tener una mano grande y una madre pequeña.
Celeste empezó a jadear al notar las caricias de su hijo en el coño y no tardó ni dos minutos en tener lo que luego identificaría como su primer orgasmo. Al mismo tiempo, movía las manos como una loca por la ensalivada barra de carne, hasta que su hijo, tras ver que se había corrido le movió violentamente la cabeza y le indicó:
—¡Venga, cochina, ahora a tragar! ¡Que te has ganado el postre!
Siendo objetivos, si nos ceñimos al aspecto técnico de la felación, el espectáculo de aquella jamona madura comiendo polla con tanta torpeza, arcadas, baboseos y desconocimiento de los cánones de una buena mamada, fue deplorable. Pero, en lo que al morbo y la excitación se refiere, la calificación no podría ser inferior a una Matrícula de Honor Cum Laude y eso es algo que al bueno de Ramón le pareció impagable.
Todo lo que pudiera hacer por camuflar el fraude económico de su padre era poco, si el precio a cobrar era poseer a aquel diamante en bruto en que, a sus ojos, se había convertido su madre.
La mujer se esforzaba al máximo por tragarse la polla hasta donde pudiese, pero las arcadas y su garganta no daban para más. Ramón, a pesar de su dureza aparente y de que le manejaba la cabeza como a un pelele sujetándola de los pelos, era bien consciente de que tampoco se trataba de asustarla, así que se limitaba a estimularla a base de cariñosos insultos y marcándole un ritmo que sabía que ella podría soportar, sacando la polla de la boca de vez en cuando para morrearla o dejar que la buena mujer se recuperase. A todo esto, no dejó de pajearla a pesar de haberse corrido ya una vez. Celeste, que chorreaba como una cerda, agradeció el gesto de su hijo y sin poder evitarlo se corrió dos veces más, hasta que logró culminar su primera mamada con éxito.
Ramón, por un momento, se planteó evitar a su madre el mal trago, nunca mejor dicho, de que se comiera la copiosa corrida que su polla lanzó a presión. Pero, viendo el entusiasmo de la puerca al notar que la leche empezaba a salir y que iba a terminar aquel teórico suplicio, dejó que continuase chupando mientras su polla escupía chorro tras chorro de espesa leche.
Celeste, al notar la eyaculación sintió una sensación extraña, entre el asco y la excitación, pero se diluyó enseguida, convertido en genuino entusiasmo, al notar la rigidez del rabo de su hijo durante la corrida y el gruñido gutural que soltó, prueba de un tremendo orgasmo.
En ese momento decidió mostrarse agradecida con él, por lo que iba a hacer ayudándoles en el fraude del cornudo y por haberle proporcionado tres orgasmos en apenas una hora. Así que, la mujer aguantó como una campeona y se tragó la dosis de leche enterita, para placer de su macho que, tras la mamada, la felicitó efusivamente y la dejó acurrucarse con la cabeza en su barriga y la vista puesta en la polla relajada y todavía algo rígida de su hijo. Celeste parecía feliz y entusiasmada con el mundo que acababa de descubrir.
Tras unos minutos de ensoñación, Ramón, bastante cansado tras tan intenso día, palmeo el culo de la jamona que se había quedado adormilada con la nariz junto al capullo de su hijo.
—¡Venga, mamá, andando para tu cuarto! Que llevas un montón de rato por aquí y el viejo estará preguntándose porque le pican tanto los bultos de la frente, ja, ja, ja…
La mujer se levantó perezosamente. Sonriendo con timidez, miró a su hijo y bajó de la cama, con las tetas fuera del sujetador, el camisón medio roto y las bragas destrozadas que recogió del suelo mostrando una perfecta panorámica del ojete y el coño a su hijo que se recreó en la imagen volviendo a excitarse. Aunque se contuvo. Tenía muchos días por delante.
Antes de salir de la habitación, Celeste se giró y con esa sonrisa de mujer recién follada que no podía borrar de su cara, dijo:
—Buenas noches, Ramón, que descanses…
—Descansa tú, que nos esperan unos días muy agitados, mamá. ¡Ah, una cosa más! Llévate la leche —señaló el vaso de leche, ya fría, que seguía intacto en la mesita de noche—. No creo que me la tome… Y tú tampoco, supongo, ya debes haber tenido bastante, ¿no?
—¡Síiii… ji, ji, ji! —respondió la mujer con una risita traviesa que no le pegaba nada, pero que a Ramón le pareció muy excitante, muy de putilla, que era en lo que quería convertir a su progenitora. Por lo menos durante los días que estuviera en la ciudad.
2.
Cuando Celeste entró en su dormitorio se sentía en el séptimo cielo, haciendo honor a su nombre. El pobre Raimundo, incapaz de dormir mientras su mujer estaba en la otra habitación, permanecía en vela, nervioso e inquieto a la espera de que su mujer le detallase la conversación con Ramón. Por suerte, la oscuridad le impidió apreciar el deplorable aspecto de su esposa. Porque, si bien era cierto que estaba en la gloria, la intensa y sorprendente sesión de sexo de la que había disfrutado con su hijo la había dejado con la ropa interior destrozada, el coño babeando y algún que otro chupetón en el cuello. Sin olvidar las enrojecida nalgas, después de las cariñosas palmaditas de su hijo, y sus hinchados labios tras estar mamando polla como una campeona.
En resumen, que estaba hecha unos zorros. De ahí su intención de meterse con cuidado y disimulo en la cama y tratar de descansar sin dar explicaciones a su pobre y cornudo esposo.
Pero éste, ignorante de los acontecimientos, le preguntó a bocajarro en cuanto se entró en la cama:
—Celeste, ¿qué te ha dicho Ramón?
—¡Eeeehh...! —respondió Celeste desganada, aparentando un sonoro bostezo— ¿No estás dormido, todavía...? ¡Es tardísimo...! Anda, duérmete ya y descansa, Raimundo... Mañana hablamos.
—No puedo... Estoy nervioso. ¿Qué te ha dicho...? Has estado mucho rato.
«¡Qué pesado es, joder!», pensó Celeste, que solo quería hacerse una pajilla rápida (todavía estaba cachonda) y dormir. Lo último que tenía ganas de hacer era hablar con su pobre y pusilánime esposo. «A fin de cuentas», se decía a sí misma tratando de justificarse, «si estoy así es por culpa suya. Por su mala cabeza».
—Sí he estado mucho rato porque el muchacho tenía ganas de hablar... —le contó Celeste finalmente, para ver si así la dejaba tranquila—. Me ha explicado que has metido la pata a base de bien. Que es una cagada gorda y que intentará arreglarlo. Pero no promete nada.
—Espero que lo pueda arreglar —a Raimundo le temblaba algo la voz. Estaba realmente acojonado. Seguramente se veía entre rejas o, como poco, arruinado y embargado, con una mando delante y otra atrás.
—Sí, cariño, seguro que sí. Seguro que lo arregla. Ahora, intenta dormir —. «¡Así me puedo empezar a frotar la pepitilla de una puta vez, cansino!», pensó.
—Vale, vale, lo intento a ver... Es que estoy muy nervioso y preocupado. Ahora hay que procurar que Ramón esté contento y se sienta a gusto. No hay que contrariarle y hay que hacerle caso hasta que se arregle este asunto.
«Si tú supieras», pensó Celeste antes de añadir:
—Claro, Raimundo, estate tranquilo. Procuraré que se sienta como en casa. Pienso hacer todo lo que pida.
—¡Gracias, Celeste! Ya verás como todo se soluciona... Yo también haré lo que me pida para arreglar el pufo. Mañana iremos juntos a la oficina a arreglar papeles...
—Claro que sí, Raimundo. ¡Hala, a dormir!
—Sí, sí, buenas noches —Raimundo hizo un amago de acercamiento para dar un beso a su esposa, pero esta le dio la espalda, en una categórica y radical versión de cobra. El beso del pobre infeliz se estampó contra la tela del tirante del camisón que cubría su hombro.
—Buenas noches, cariño —musitó un apocado Raimundo ante la indiferencia de su esposa.
«¡Sí, sí, mucho cariño y mucho rollo, pero duérmete ya, cabrón!». En cuanto el viejo empezó a respirar acompasado, Celeste bajo la manita, sin cerciorarse de si dormía o no realmente. Tras cinco minutos frotando su encharcado coño se corrió por cuarta vez aquella noche. Después, tras repasar sus labios con la lengua tratando de recuperar el sabor reseco de alguna gota de semen descarriada de la corrida previa de su hijo, se durmió con aquel dulce sabor en su boca.
El día siguiente Ramón, tras un sueño reparador, y Raimundo, que apenas durmió a trompicones, fueron juntos a la oficina bien temprano. Había mucha documentación que revisar, mucho papeleo pendiente de la escrutadora mirada de Ramón, muy metido en su papel de inspector de hacienda. De un inspector corrupto, siendo precisos, cuya intención era salvar el culo de un tipo que le había echado morro al asunto creyendo que podría eludir el peso de la ley. Craso error. Aunque quizá no tanto si tenemos en cuenta que esta vez la ley tenía un buen motivo para ayudarle a escaquearse: el cuerpo de su esposa. Aunque esto él lo ignoraba y atribuía la ayuda de su hijo a una mera cuestión de lealtad familiar.
Cuando salieron de casa, Celeste, madre y esposa, seguía durmiendo, recuperándose aún de la intensa sesión de sexo de la noche anterior. La jamona, en absoluto acostumbrada a disfrutar con esa intensidad, se había quedado como un trapo y no se levantó hasta las once.
Mientras echaba su meada matutina vio un WhatsApp de su hijo al consultar el móvil. Eran instrucciones muy concretas acerca de lo que tenía que hacer aquella mañana. Había dos direcciones para que la mujer escogiese un salón de estética para que le hicieran una depilación integral de coño y ojete. El tratamiento estaba pagado en ambos salones. La cita la había concertado Ramón por Internet la noche previa, después de la mamada.
Para más inri, su hijo le indicaba que la pasta corría a cuenta de lo que pensaba sangrarle al cornudo tras su revisión de las cuentas.
Asombrada, Celeste no pudo por menos que mandar un par de emoticonos alegres a su amante hijo e indicarle que acudiría al más próximo de casa que, además, tenía la cita a las doce, por lo que podría estar de vuelta a la hora de comer, cuando padre e hijo volvieran a casa.
Ramón también le adelanto a su madre los planes para aquella tarde. Pensaba atiborrar de trabajo al viejo, llevándose unos cuantos archivadores a casa para repasar, algo completamente innecesario pero que formaba parte de su plan. Mientras el viejo repasaba los papeles se la llevaría al centro comercial a comprarle ropa interior (y exterior) más adecuada para una guarra de sus características. No como las mierdas «andrajosas, mojigatas y catetas» que solía vestir, palabras textuales del muchacho.
Es innegable que aquella perspectiva hacia chorrear el coño de Celeste, por mucho que quisiera hacerse la digna.
Aquella tarde, Raimundo llegó a casa con un carrito de la compra repleto de archivadores, viejas facturas y un sin fin de papeleo que su hijo había ido recopilando del polvoriento archivo de la empresa con el único fin de tener al viejo entretenido mientras se trajinaba a su parienta.
Celeste, radiante, con sus partes íntimas recién depiladas, vio entrar a la pareja en el piso mientras acababa de preparar la mesa para comer. Primero Ramón, alto, fuerte, sonriente y con un aspecto chulesco y perdonavidas que abría la puerta de la casa para que el cabizbajo Raimundo, entrase arrastrando trabajosamente la titánica e irrealizable tarea que su hijo le había encomendado.
Mientras el viejo empujaba el pesado carrito a su pequeño escritorio, Ramón, a su espalda, aprovechando que el viejo colocaba los papeles en la mesa, se acercó a su madre para saludarla como se merecía, con un intenso y baboso beso mientras sus manos apretaban con fuerza el culazo tembloroso de la emocionada mujer, cuyo chocho empezó a babear al instante.
Después de comer, Raimundo, muy cansado, tras casi no haber dormido la noche anterior y por el estrés de la mañana en la oficina, se quedó frito en el sillón, frente a la televisión. Junto a él, pero algo más retrasados, compartían el sofá Celeste y su hijo.
Al poco rato, el viejo roncaba como una locomotora. Estaba reventado, demasiados nervios. Además, había que sumar la inestimable ayuda del vinillo peleón de la comida que, gracias a Celeste y Ramón, no había dejado de llenar su copa... Era lógico, fue colocarse en el sillón, pegar dos bostezo y empezar a roncar como un cerdo.
Celeste aguardó impaciente a que su marido sucumbiera al sueño, observándolo de reojo y trató de contener las embestidas de su hijo que, si de él dependiera, la tendría mirando a Cuenca incluso delante de la jeta del pobre infeliz de Raimundo.
En cuanto el viejo cayó en brazos de Morfeo, Celeste claudicó. La verdad es que que no le supuso ningún sacrificio permitir que la manazas de su hijo acabasen entre sus gruesos y mojados muslos.
Los dedos del joven apartaron con pericia las bragas king size de la jamona, unas bragas bastante clásicas y cómodas que como el resto de casi toda su anticuada ropa interior tenían sus días contados. Al tacto, Ramón comprobó la tibia y suave textura de su coño calentito y libre de aquella molesta pelambrera. Una cremita suavizante con una fragancia muy agradable, afrodisiaca, cómo le había dicho a Celeste la chavala del centro de estética tras extendérsela desde el pubis al ano, que se mezclaba con los efluvios que ya manaban a chorro del coño de la excitada mujer.
Ramón, que también le baboseaba la cara y le pasaba le lengua por su jeta, no fue inmune en absoluto a aquel aroma y le dijo, sin levantar mucho la voz para no alertar al cornudo.
—¡Qué bien hueles cabrona!
Celeste, no pudo reprimir una orgullosa sonrisa antes de responder susurrando
—Sí, sí, pero vamos dentro... A ver si se va a despertar tu padre.
—No, de eso nada. No hables muy alto y ya está. Me pone más cachondo tener cerca al cornudo. Además, se tendrá que ir acostumbrando...
Ramón manoseó a base de bien el coño materno, haciéndole una paja en toda regla, con el pulgar masajeando el clítoris, mientras los otros dedos follaban el húmedo chochete. Un buen estreno para el recién depilado chocho. El viejo debía estar bien cansado, porque al ruido incontenible de los gemidos de la puerca, se unía un chapoteo del encharcado coño, un inconfundible «¡chof, chof!», bastante escandaloso.
Celeste al final perdió el control y empezó a gemir como una puerca. No tardó nada en correrse lanzando unos grititos agudos y algo ridículos que, sorprendentemente, no hicieron mella en el pesado sueño de Raimundo.
Ramón, tras disfrutar de la cara de placer de su madre, la dejó recuperarse unos instantes antes de sacarse la polla, dura como un bastón, e indicar a su madre con un gesto cual iba a ser su tarea.
La guarra no se hizo de rogar. Se arrodilló de lado en el sofá y se introdujo la polla hasta la campanilla mientras Ramón masajeaba su culo con la sana intención de penetrar el ojete con el dedo. El joven, tras suspirar profundamente al notar en su polla el calorcillo de la boca de la puerca de su madre, volvió a apartar las bragas de la guarra («menudo engorro», pensó, «dónde esté un buen tanguita») para acceder a su puerta trasera.
—Esta tarde nos vamos de compras a por ropa interior en condiciones. Esta mierda de lencería que usas se va directa al contenedor. ¿De acuerdo, cerda?
—¡Mmmmmpfffff…! ¡Mmmssssí…! —respondió Celeste, a duras penas, con aquella gruesa tranca barrenándole la garganta. Después lanzó un gruñido al notar como Ramón pegaba un fuerte tirón, aburrido del incordio, rompiendo aquellas bragas. A continuación, tras mojar el índice en el coño materno lo metió de golpe en el culo.
Celeste se quedó paralizada un instante al notar aquel intruso en su puerta trasera, pero no tuvo opción, ni tiempo, ya que Ramón empezó a manejar su cabeza, arriba y abajo, como un péndulo, sin dejarla pensar.
Así y todo, la buena mujer, haciendo de tripas corazón, no tardó en acostumbrarse a aquel visitante que hurgaba en su ojete y empezó a disfrutar de un modo distinto y, en cierto sentido, agradable de aquella incursión en su retaguardia.
Ramón se dio cuenta en seguida de que su madre tenía madera de puerca. Prácticamente no había rechistado al notar el dedo en el culo y al instante recuperó el ritmo de la mamada mientras él se limitaba a recostarse sobre el sofá a disfrutar de aquel excelente trabajo. Parece mentira que fuera la segunda vez que chupaba una polla.
De vez en cuando Ramón sacaba el dedo y le frotaba el coño que, empapado, estaba cubriendo de babas el sofá.
Tan concentrados estaban con sus tareas que los dos tortolitos apenas si notaron que la respiración del viejo había vuelto a la normalidad. Raimundo, tal vez por los ruidos extraños a su espalda, se había despertado. Pero, en un alarde de cobardía, permaneció quieto, disimulando, incapaz de descubrir lo que estaba intuyendo que sucedía apenas a un par de metros. Tenía tanto miedo de enfrentarse a su hijo, como de descubrir a su pobre y humillada esposa sometida a los lascivos deseos del chico. En cierto sentido, si su abnegada esposa se veía sometida a aquella agresión era por su culpa. No se había cansado de repetirle que tenían que satisfacer los deseos de Ramón si querían salir bien parados del lío en el que se habían metido. Que tenía que hacerle caso y tenerlo contento. Jamás habría pensado Raimundo que tenerlo contento podría referirse a algo como lo que creía que estaba pasando en el sofá. De todas formas era demasiado miedoso como para afrontar esa realidad y siguió haciéndose el dormido mientras aquel drama se desarrollaba a sus espaldas.
Ramón, muy excitado con la situación, ajeno a nada que no fuesen las chupadas intensas y ensalivadas de su madre, seguía concentrado en su placer y no tardó en correrse a borbotones. Celeste, con sus manitas apoyadas en los muslos del joven, se dio cuenta un segundo antes de la eyaculación, cuando notó como sus muslos se ponían tensos y la respiración de Ramón se detenía. La mano con la que penetraba el culo apretó con fuerza, metiendo el dedo hasta el fondo y con la otra zarpa le apretó la cabeza hasta que los labios de la cerda tocaron su pubis, con la nariz aplastada. Celeste, consciente de la situación y dispuesta a dejar bien contento y satisfecho a aquel macho que sabía que le iba a proporcionar tardes de placer y gloria, se dejó hacer y trató de respirar por la nariz, reprimiendo las arcadas que inevitablemente la sacudían. Mientras, sus ojos lagrimeaban y la saliva corría de su boca hacía los cojones del chico. Enseguida se dio por satisfecha al notar la leche corriendo por su garganta.
Después vino una breve fase de relajación, con la polla todavía en la boca, hasta que Ramón, tirándole de los pelos con fuerza la separó de su botín. Le sujetó la cara frente a él y miró su rostro congestionado. Celeste, orgullosa de la cara de relajación y placer que veía en su hijo, ensayó una sonrisa a la que este respondió con un:
—Lo has hecho muy bien, mamá.
Después se acercó el dedo que había estado en su culo a la nariz, lo olió y lo llevó a la cara de su madre.
—¡Huele, cerda! —le dijo.
Celeste, sorprendida, acercó la nariz e hizo un amago de retirar la cara con asco, al notar el intenso olor a culo del dedo. Fue un breve instante, le bastó ver la mirada de reprobación de Ramón para cambiar el chip enseguida. No dudó en empezar a chupar el dedo. De hecho, no le pareció tan desagradable el sabor. Un sabor al que no tardaría en acostumbrarse y que, al final, le iba a encantar. Sobre todo si lo que chupaba no era un dedo, sino una buena polla después de la enculada.
Fue en ese momento, mientras estaba chupando el dedo, cuando se dieron cuenta de que Raimundo los estaba observando. Por fortuna, Ramón ya se había subido los pantalones y su madre, estaba acomodada en el sofá, de rodillas, pero con el vestido cubriendo su mojado coño y su caliente culo. No obstante, habría que hacer un gran ejercicio de incredulidad para encontrar normal aquel cuadro: la puerca jamona con el rostro sudoroso, enrojecido y congestionado, chupando el dedo de su hijo como si fuera una pequeña polla y éste sonriendo mientras introducía y sacaba el dedo de la boca de su madre. Era muy raro, desde luego. Y más aún si añadimos una bragas rotas tiradas en el suelo frente al sofá.
Pero, como ya hemos dicho, el pobre Raimundo estaba dispuesto a comulgar con ruedas de molino si eso suponía evitar la cárcel. De modo que, asumió la vergüenza y se limitó a murmurar.
—Vaya, me he quedado frito…
—Sí, papá, ya nos hemos dado cuenta —respondió un sarcástico Ramón que, sin cortarse ni un pelo, seguía dejando que su madre le chupase el dedo. Ella, por un momento, se había acomodado un poco mejor, para tapar sus muslo jamoneros, todavía algo descubiertos y, con el pie, había intentado ocultar las bragas rotas debajo del sofá, aunque el gesto, bastante obvio, no pasó desapercibido al pobre cornudo que siguió haciéndose el tonto.
Ramón, en lugar de normalizar la situación, le dijo a su madre al tiempo que volvía a plantarle el dedo delante de la cara:
—¡Joder, mamá, continúa!
Ella, obediente, pero algo asustada por el hecho de tener delante un espectador, encima su marido, volvió a chupar el dedo.
—Es que me he quitado un padrastro y me escuece el dedo y he pensado que me vendría bien un poco de saliva para curarlo —esa fue la breve y estúpida explicación con la que tuvo que conformarse el pobre viejo mientras se levantaba y se dirigía al lavabo incapaz de mirar a su mujer a los ojos. Ella también seguía con la mirada baja. El único que parecía encantado era Ramón.
Cuando Raimundo volvió, todo parecía más normal. Su mujer se había ido a cambiar de ropa para salir con Ramón a comprar y éste le había preparado la mesa del comedor con todo el material que habían traído de la oficina para que estuviera ocupado mientras salían.
El resto de la tarde Raimundo estuvo repasando facturas y archivos, cuadrando albaranes y esperando que apareciera su hijo y su mujer. Éstos, por su parte, recorrieron unas cuantas tiendas de ropa, de lencería y un par de sex shops tirando a discreción de la tarjeta de crédito del viejo. Se gastaron un pastizal en lo que iba a ser el nuevo atuendo de Celeste. Estaba claro que a Ramón no le iba a bastar con poner los cuernos a su padre. También tenía intención de que los gastos corriesen de su cuenta y hay que decir que Celeste, a pesar de que todavía tenía algún pequeño reparo que no tardaría en perder, parecía encantada con la situación.
3.
Aquella noche todo parecía normal. Cenaron como una familia relativamente feliz. Sentados a la mesa, mientras su madre servía los platos, Ramón le pidió a su padre un informe de las tareas que el viejo había llevado a cabo en su ausencia. Éste hizo un resumen del papeleo absurdo que había estado repasando toda la tarde. Mientras hablaba, Raimundo, miraba, sin dar crédito a sus ojos, como Celeste, vestida con unos ajustados leggins de deporte bajo los que no llevaba nada y que no dejaban un resquicio a la imaginación, servía la sopa, de pie junto a su hijo, mientras éste le pasaba la mano por el culo, con todo el descaro del mundo. La mujer, roja como un tomate, no hizo el mínimo amago de apartarse, para consternación del viejo que tampoco se atrevió a pronunciar una palabra y empezó a tartamudear mientras le contaba sus peripecias contables a su hijo. Ramón, bien consciente de la provocación decidió no cargar las tintas y, tras un par de sonoras palmadas en el pandero materno, dejó escapar a su presa que corrió a llevar la sopera a la cocina. Era un anticipo de lo que se avecinaba.
El resto de la velada transcurrió con normalidad. Se sentaron los tres a ver la televisión. Raimundo en su sillón y esta vez Celeste sola en el sofá mientras Ramón se apalancaba en el otro sillón y chateaba por el móvil con algún amigo. Celeste no pudo esconder un rictus de ligero fastidio cuando su hijo se acomodó en el sillón, en lugar de compartir sofá como por la tarde, pero éste hizo caso omiso a su madre cuando le pidió que se sentase con ella. Tenía otros planes.
A las once y media Ramón dio las buenas noches y se fue a la cama. Pero antes de salir, le indicó a su madre:
—Bueno, me voy a duchar y luego a la cama. Mamá, de aquí a un rato me puedes traer un vaso de leche calentita como ayer, ¿de acuerdo?
A Raimundo al escuchar la frase se le erizaron los cabellos. No así a su madre que, encantada, le dijo a su hijo con un tono que denotaba más entusiasmo del que cabría esperar:
—¡Claro, hijo, no te preocupes!
El matrimonio, silencioso y aburrido, tan sólo permaneció media hora más delante de la pantalla. Celeste, con el chocho en fase de precalentamiento y Raimundo, nuevamente alarmado por el acoso al que su hijo estaba sometiendo a su esposa. Por un momento, el viejo tuvo un arranque de dignidad y comentó:
—Celeste, si no quieres, no tienes por qué ir. Yo le puedo llevar la leche a Ramón…
Por un momento, Celeste estuvo a punto de soltar una estrepitosa y sonora carcajada, pero logró camuflarlo a tiempo con una tos. Después dio una respuesta más falsa que un euro de corcho para tranquilizar a su angustiado esposo:
—No, Raimundo, no te preocupes. A mí no me importa. Tan solo se trata de llevarle la leche y darle un poco de palique. No pasa nada. Además, ya te has dado cuenta de que tenemos que hacer lo que dice si no queremos que nos busque la ruina.
—Ya, ya… —respondió el cornudo poco convencido de sus palabras.
En la habitación del matrimonio, Raimundo se metió enseguida en la cama, mientras su mujer iba al baño con una bolsa con parte de la compra que habían realizado aquella tarde. La habitación estaba a oscuras, tan solo se filtraba algo de luz de la calle por la ventana más lo poco que se colaba por la rendija de debajo de la puerta del baño. No se veía bien, aunque al cabo de unos minutos la vista se acostumbraba a la oscuridad y algo se distinguía. Su mujer se entretuvo en el baño más tiempo del que esperaba Raimundo. El viejo escuchó el ruido de la ducha y después, la luz se apagó antes de que se abriera la puerta. Su mujer salió y Raimundo, acostumbrado a la oscuridad, pudo distinguir su figura y que llevaba una ropa interior que nunca le había visto. Un sujetador de encaje y un tanguita haciendo juego. Un tanga que apenas si le tapaba el coño. Raimundo pudo ver entonces que no había pelo en el pubis de su mujer, algo que le sorprendió. El sujetador, dejaba los pezones casi al aire y resaltaba sus enormes tetas. Vestía unos zapatos de tacón y llevaba medias y liguero. Sí, no pudo evitar pensarlo, su mujer parecía una puta. ¿Era eso lo que quería su hijo? ¿Convertir a su madre en su puta?
Raimundo no pudo ver el rostro de su mujer en la oscuridad. Si lo hubiera visto se habría dado cuenta de que no tenía el menor atisbo de contrariedad en la mirada y de que iba perfectamente maquillada. No parecía un corderito acudiendo al matadero, ni mucho menos…
Celeste se agachó un momento para dejar algo en un taburete que estaba junto a la puerta del baño. De ese modo, Raimundo pudo ver una perfecta panorámica del pandero de su esposa en el que la tira del tanga se encontraba incrustada sin llegar a tapar su marroncito y apetecible ojete. Aunque, por falta de luz, Raimundo no pudo verlo bien, el panorama de lo poco que vio de aquel culazo le dejó impactado. Jamás habría pensado que su mujer pudiera llegar a exhibirse con tan impúdicamente.
Entonces, justo antes de enfilar el camino hacia la puerta, Celeste se giró y pudo ver los ojos abiertos de su marido, como un lince acechando en la oscuridad. Bueno, un lince muerto de miedo.
—¿Todavía estás despierto, Raimundo? Creía que ya te habrías dormido… Me voy a llevarle la leche a Ramón. Ahora vuelvo. Duérmete y descansa, anda.
—Sí, sí… —respondió Raimundo como un niño pillado en falta.
Cerró los ojos enseguida para intentar dormir.
Celeste salió al pasillo caminando inestable con aquellos tacones de quince centímetros que Ramón le había obligado a llevar. Encendió la luz y por un momento se miró en el espejo del pasillo, un espejo de cuerpo entero. No pudo evitar sentirse orgullosa de su aspecto. Sí, parecía un putón. Además se había maquillado a base de bien en el baño. Aunque estaba mal que lo dijera ella misma, estaba como un tren. Se giró para ver su culo y se sorprendió del efecto del tanga, tan remetido entre las nalgas que daba la sensación de no llevar nada, de tener el culo al aire. Estaba segura de que a Ramón le iba a encantar su aspecto.
Esta vez no hizo el paripé de ir a buscar el vaso de leche a la cocina. Se fue directamente a la habitación de su hijo. Ya le proporcionaría él la leche, je, je.
Ramón estaba como el día anterior, recostado en la cama mirando vídeos porno en el móvil para irse entonando. Esta vez no se había puesto los calzoncillos y su polla permanecía en perfecto estado de revista, tiesa y esperando coño. Al abrirse la puerta y ver en el umbral a su madre no pudo por menos que exclamar un admirativo:
—¡Jooooooder…!
Su madre, enrojeció orgullosa, al tiempo que se llevaba los dedos a la boca reclamando silencio.
—¡Pssssss! ¡No chilles, que tu padre aún no se ha dormido!
—¡Que le den por el culo, al capullo! ¡Ven aquí, cabrona!
Celeste corrió hacia la cama dando pasitos cortos, como una geisha. Estaba claro que lo de los tacones no era para ella. Una vez en la cama se colocó a cuatro patas con la cara entre las piernas de su hijo, con las tetas colgando y la mirada golosa puesta en su apetitosa tranca.
Pero Ramón tenía planes diferentes, como parte del adiestramiento de la guarra levantó las piernas mostrando sus huevos y su ojete a la cara de la cerda.
—Ahora toca que aprendas a chupar huevos y comerme el culo. Así que, adelante, campeona.
Celeste le miró asombrada sin saber si hablaba en serio, pero la mirada de Ramón le dio a entender que era así. De modo que enterró su carita entre las piernas del chico y, sujetando la polla como el que agarra un bastón, empezó a chupar los depilados testículos de Ramón, alternándolos. Como intentaba escaquearse del ojete, al parecer le daba un poco de grima, tuvo que ser Ramón el que empujara su cabeza para que la jamona introdujera su lengua en el agujero anal de su hijo. Al principio lo hizo con pocas ganas y menos interés, pero pronto se dio cuenta de que no era tan asqueroso y que si quería el premio gordo (tener la polla de su hijo taladrándola) debería esforzarse por tenerlo contento.
Ramón valoró el esfuerzo de la cerda y, tras cinco minutos en la que le trabajó el ojete con más dedicación que acierto (ya iría aprendiendo), le levantó la cabeza de un fuerte tirón de pelos, le acercó la cara y le pegó un morreo fenomenal que sorprendió y encantó a la mujer.
Después, le arrancó las bragas y la puso a cabalgar en su rabo. Tenía el coño empapado y la polla entró de golpe y hasta el fondo. Celeste soltó un rugido. Aunque la polla entró a la primera, la mujer no estaba acostumbrada a aparatos de ese tamaño. Ya hemos comentado que la pilila de Raimundo era de juguete, así que recibir una polla de esas dimensiones había supuesto una sorpresa para ella. Una agradable sorpresa, superado el primer impacto.
Ramón la tuvo cabalgando un buen rato, hasta que la jamona se corrió. Él prefirió esperar, quería correrse con ella a cuatro patas, palmeando su culazo con una mano y metiendo el pulgar en el culo. Este iba a ser su objetivo prioritario los próximos días y tenía que irlo preparando.
Así que, después de dejar que se recuperase la jamona, la puso sobre la cama a cuatro patas, le quitó el sujetador para que las tetas colgasen rozando la cama y la empaló con firmeza. La empezó a follar violentamente, con rabia. La cama se balanceaba con cada embolada. Celeste notaba los golpes y apretaba los dientes, sobre todo al notar el pulgar en el culo. Los golpes en las enrojecidas nalgas resonaban en la habitación, haciendo más ruido que sus jadeos y los gruñidos rabiosos de Ramón, que sin duda estaba disfrutando como un enano. Fue entonces cuando a través de la rendija de la puerta, Celeste pudo ver una sombra parada en la oscuridad. Tenía claro quién podía ser. Seguramente Raimundo, por la tardanza o alertado por el ruido, se había levantado intrigado para confirmar lo que sospechaba. No hay nada más crudo que una imagen como aquella para demoler la confianza de un cornudo. Ver como se están follando a tu mujer a cuatro patas, a lo bruto y que ella no esté precisamente sufriendo, es una prueba más que fehaciente de que la cornamenta no va a hacer más que crecer. Pero Celeste, al verle no pudo evitar hacer un gesto extraño, como de vergüenza, antes de agachar la cabeza y empezar a lloriquear. Lloriqueaba de placer, aunque, dadas las circunstancias y la necesidad de agarrarse a un clavo ardiendo de Raimundo, éste interpretó ese llanto como de involuntaria sumisión a un macho alfa que la tenía dominada contra su voluntad. Así que, con esa remota esperanza, Raimundo volvió a la habitación cobardemente, dispuesto a esperar a su mujer y a consolarla por el sacrificio que estaba haciendo.
Ramón no se enteró de la inoportuna visita. Estaba demasiado concentrado en perforar a su puta madre como para estar atento a otros estímulos externos. Cuando Celeste vio alejarse a Raimundo, pudo concentrarse de nuevo en su propio placer y, aguantando precariamente el equilibrio con una mano, dejó caer la otra hacia el clítoris para obtener un nuevo orgasmo. Le había cogido el gusto al asunto.
No tardó mucho en correrse el chico. Al hacerlo, sacó el pulgar del culo y se lo colocó en la boca de su madre, al tiempo que se desplomaba sobre ella sin sacar la polla del coño, dejándola inmovilizada bajo él en la cama. Ella, sumisamente, con la mano debajo de cuerpo aplastado, remató la paja mientras chupaba el sabroso pulgar de su hijo. Se corrió convulsamente, provocando una sonrisa de Ramón que le mordisqueó el cuello y después le hizo un visible chupón.
—¿Qué, lo has pasado bien, putilla?
—Ssssí… Ramón, mucho… —respondió Celeste entre chupada y chupada del pulgar.
Entonces sí que les venció el agotamiento. Ramón se separó de ella y la dejó escapar, quedándose tal cual estaba, boca abajo, tumbado sobre la cama. Ella, se levantó rápidamente y recogió todo su nuevo conjunto de lencería que aparecía disperso por la habitación. No se vistió antes de salir. Pero, eso sí, se giró y, con una sonrisa de oreja a oreja, le dijo a su hijo:
—Buenas noches, hijo.
—Buenas noches, mamá.
Justo antes de salir, Celeste contempló el cuerpo de su hijo, tumbado sobre la cama y cruzó su mirada con él.
—¿Seguiremos mañana? —le preguntó.
—¡Claro, guarrilla…! Hala, a descansar —respondió Ramón entre risas.
Al entrar en la habitación de matrimonio, Celeste se encontró con que Raimundo todavía la esperaba despierto. El final del polvo y el reciente orgasmo le habían hecho olvidar la intempestiva visita del cornudo, de modo que tuvo que improvisar, deprisa y corriendo, una expresión de consternación y vergüenza que cuadrase con el sometimiento que supuestamente estaba viviendo.
—¿No te has dormido todavía, Raimundo?
—Nnno… todavía no —le temblaba la voz—. Lo he visto todo… —añadió el viejo.
—Raimundo, escúchame —Celeste se sentó en la cama tal y como estaba, en pelotas, con la ropa en su regazo y el coño todavía chorreando leche de su hijo—, sé cómo te sientes y lo que estás viviendo. Pero no podemos hacer nada. ¿Lo entiendes? Nos tiene pillados por los huevos, como os gusta decir a los tíos. Has cometido un error y la única manera que tenemos de librarnos, de superarlo es con su ayuda. Y ese es el precio que tenemos que pagas…
—Sí, pero… Verte así…
—No te preocupes tanto por mí. Para mí esto no significa nada. No es nada. No siento nada —es curioso, Celeste acababa de descubrir que mentir no le costaba nada en absoluto—. Tú limítate a ayudarle a arreglar el lío y después se irá y nos dejará tranquilos.
Aunque en el fondo, y eso no podía confesárselo a su esposo, lo último que quería Celeste era perder de vista a Ramón.
4.
Ramón había calculado en una semana el tiempo que necesitaba para arreglar el marrón que había dejado su padre. Así que, el resto de la semana siguió la tónica de los primeros días, solo que corregida y aumentada.
El pobre Raimundo, cada vez más apocado y deprimido, siempre al borde de las lágrimas, seguía rebuscando entre el papeleo que su hijo le iba endosando para tenerlo entretenido, mientras él se follaba a la guarra de su mujer.
La cosa fue degenerando, como no podía ser menos, y ambos fueron perdiendo la vergüenza y las precauciones. Raimundo mantuvo la fantasía de que todo lo que hacía su mujer era coaccionada por su hijo. No hay más ciego que el que no quiere ver.
Celeste ya se paseaba por casa como una auténtica guarra, con camisetas ajustadas, siempre empitonada y, la mayor parte de las veces, con pantaloncitos cortos que dejaban sus nalgas al aire o directamente con tanga, sin nada más abajo. Siempre preparada para un polvo rápido, un aquí te pillo, aquí te mato, que tanto le gustaban a Ramón.
Ya no había disimulos de ningún tipo. Por las mañanas, en la cocina, mientras Raimundo se tomaba el café con leche y galletas de cada mañana, frente a él estaba Ramón, tomando un cuenco de cereales con yogur, mientras arrodillada bajo la mesa, su abnegada madre, se zampaba su ración de leche matutina. Tras la corrida de su hijo, Celeste salía trabajosamente de debajo de la mesa, con el esperma todavía goteando por la comisura de la boca, y miraba a su esposo con cara de circunstancias, mientras levantaba la mano con algo de pelusa que había recogido del suelo y murmuraba absurdamente:
—Parece mentira, por mucho que una limpie, siempre queda borra de esta por los rincones…
Raimundo agachaba la cara y miraba el café, mientras su cínico hijo palmeaba el culo de su madre y le indicaba:
—Menos mal que estás en todo, ¿eh, mamá?
Ella sonreía tontamente y se iba meneando el culo hacia el cuarto de baño, casi siempre a tocarse el coño, siempre ardiendo, desde que empezó este frenesí lujurioso en el que estaba envuelta.
Ramón no tardó mucho, apenas un par de días, en reventar el ojete a la puerca de su madre. Ella tenía algo de temor por el asunto, pero las ganas de ser desvirgada y de sentir la palpitante polla de su hijo horadando su culo, lo superaban con creces. De modo que, fue ella la que, a media semana ofreció el culo a su hijo. Se lo había ido preparando, con un par de plugs que habían comprado el primer día en una de las sex shops que visitaron.
Celeste quiso aprovechar una mañana en la que Ramón dejó a su padre en la oficina, con la tediosa faena de ordenar unos archivadores e ir buscando unas facturas imposibles. Imposibles porque ya las había cogido él, claro. Así que Ramón, tras mandar el trabajo a Raimundo, cogió el coche tras recibir un enigmático mensaje de su madre y llegó en un plis plas a casa de sus padres. Allí, al entrar en el dormitorio familiar, encontró a su madre a cuatro patas con un plug incrustado en el ojete, un bote de lubricante anal en la mesita y la dos manos abriendo las nalgas.
No hacía falta más. La invitación estaba clarísima. Así que, tras sacar el plug del culo de la puerca, dárselo para que lo usase como chupete, la ensartó con la polla tiesa como un palo de tal modo que la cerda pegó un berrido que sólo se amortiguó por el tapón anal que llevaba en la boca.
En contra de lo que esperaba, la sensación de la polla en el culo dejó a Celeste sin aliento por momentos. No fue el placer instantáneo que había creído. La notaba mucho más gruesa de lo que pensaba. Y más después de haber entrado así, de golpe. Pero, viendo el entusiasmo de su hijo, con su cara reflejada en el espejo del cabecero de la cama, la mujer lo dio todo por bien empleado y se dejó follar feliz y contenta.
Después de correrse, como no podía ser menos, Ramón le hizo limpiar el rabo con la boca, antes de volver para el trabajo. Allí, satisfecho y con los huevos bien drenados, examinó el avance de las inútiles tareas de su padre, le abroncó por su ineficacia y se largo a tomar un bien ganado aperitivo.
A partir de ese momento, las enculadas se convirtieron en el plato fuerte del menú. Al principio, por las noches, en aquella nueva normalidad familiar que se había establecido, Celeste salía de la cama de matrimonio nada más acostarse, dejando abandonado al pobre Raimundo. Ya no ponía la excusa de la leche caliente ni gilipolleces similares. Como mucho, entonaba un «ahora vuelvo» o «no tardo mucho» y salía camino de la habitación de su hijo. Las primeras noches volvía. Siempre chorreando leche, por el coño o, últimamente, por el culo. Pero, después dejó de volver. Al final, ni tan siquiera se iba a dormir con Raimundo. Simplemente, cuando Ramón se iba a la cama después de haber estado magreándose con todo el descaro del mundo en el sofá, lo seguía por el pasillo meneando su poderoso pandero y dejaba atrás al pobre cornudo, triste y apaleado, mirando la tele.
5.
La situación se fue prolongando casi quince días. Quince días en los que Ramón convirtió a su madre en la perfecta esclava sexual y a su padre en un cornudo de campeonato.
Pero todo termina. Al final, en su empresa le reclamaron con insistencia los resultados de la auditoría y tuvo que entregar el informe. Un informe que ya tenía preparado desde hacía tiempo y en el que, aparentemente, todo estaba correcto, salvo errores contables menores. Tampoco es conveniente que algo sea perfecto porque entonces lo revisan con lupa.
Consiguió un compromiso de su padre para ir reponiendo el dinero en un año. Dado que la zona de aquella empresa le correspondía, Ramón se encargaría de llevar a cabo la auditoría del año siguiente y, una vez repuesta la pasta, podría dar carpetazo al desfalco sin que nadie se hubiera dado cuenta. Al menos, ese era el plan.
Su padre se debatía entre el odio y el agradecimiento. Pero, estaba claro que sólo podía mostrar una cara amable. Era consciente de que si decía lo que realmente pensaba del comportamiento de su hijo, éste podía volverse atrás.
Ramón no era tonto, sabía lo que el viejo pensaba, pero tenía la sartén por el mango y disfrutaba humillándolo. Así que preparó un buen fin de fiesta antes de mandar el papeleo a la central. Después de eso, ya no habría marcha atrás. Una vez entregado el informe su padre quedaría exonerado. El asunto del chantaje habría terminado.
De modo que, el día que iba a mandar el informe citó al viejo en su oficina, donde le esperaba para hacer oficial el evento, por así decirlo. Pero para dar un poco de salsa al asunto, también había invitado a su madre. Ya se sabe, la familia que solventa los marrones unida, permanece unida, ¿no?
Su madre, que ya sabía a lo que iba, había llegado algo antes, obedeciendo las precisas instrucciones de su hijo.
Cuando su padre entró en el despacho, puntual como siempre, se encontró a su hijo en el butacón que había junto a los archivos. Tenía a su madre sujeta en una llave Nelson, con la polla incrustada en el ojete, entrando y saliendo a toda velocidad, y berrendo como una cerda. La guarra sudaba y chillaba de tal modo que, con aquella paredes de pladur, se debía estar enterando toda la planta. Tenía un aspecto grotesco, con las medias medio rotas, las tetazas bailoteando y los ojos en blanco, como en trance. Ramón, por su parte, sudaba como un cerdo por el esfuerzo de sujetar casi en peso a su madre, sacudiéndola como si fuera una muñeca. Tenía los dientes apretados y un gesto de rabiosa concentración.
Pero a ambos les daba igual su pinta. Ramón no pensaba volver, y la dignidad de Celeste se había vendido por una ración de polla.
Raimundo se quedó boquiabierto y trató de no mirar hacia el sofá, pero Ramón no le dejó:
—¡No gires la cabeza, cabrón! —gritó—. ¡Mira a la cerda de tu mujer! ¡Mira cómo disfruta!
Entre jadeos, Celeste, incómodamente sujeta, levantó la mirada, fijó sus pupilas vibrantes en su marido e hizo una mueca que parecía un amago de sonrisa, antes de volver a dejar caer la cabeza y seguir concentrada en el placer de la verga taladrándole el enrojecido ojete.
Raimundo, agachaba la cabeza lloroso, sin saber que hacer, hasta que Ramón le indicó:
—Venga, vamos a acabar la fiesta… Acércate al portátil. La pantalla está desbloqueada. Mira el correo que está en pantalla y dale a enviar.
Raimundo se acercó a la mesa e hizo lo que le pedía su hijo.
—¡Ya está, gilipollas! —dijo Ramón entre risas—. Ya hemos solucionado tu cagada…
Después, Ramón, alzó a su madre, sacando la polla del culo, la colocó entre sus piernas y le metió la polla en la boca ante la atónita mirada de Raimundo, que pudo ver, una vez más como su esposa, sumisamente, empezaba a mamar la polla a buen ritmo, sin que pareciese que Ramón la obligaba en absoluto. Ahora, el viejo tenía un perfecto primer plano del abierto y enrojecido ojete de su mujer, todavía dilatado por la reciente follada. Raimundo pudo comprobar como a Celeste no parecía darle ningún asco chupar aquella polla recién salida del culo.
Despacio, el pobre cornudo se fue dirigiendo hacia la puerta. Por un momento, pensó en arrancar a su mujer de las zarpas de su dominador, pero, dado el entusiasmo de ella, prefirió esperar a que llegase a casa para plantearle que había llegado el momento de volver a los viejos tiempos de matrimonio feliz. El realismo se impuso y se dio cuenta de que si actuaba en este instante, quizá se llevase un chasco y la situación se convirtiese en irreversible.
Por eso se perdió la tremenda corrida de Ramón que dejó la jeta de su madre cubierta de leche, y la conversación que siguió en la que, una suplicante Celeste le preguntó:
—Hijo, sé que ahora tienes que irte, pero ¿irás volviendo, no? —tenía miedo de que volvieran a pasar años sin verse. Sobre todo después de haber recuperado las relaciones familiares… Familiares y algo más, claro.
—Por supuesto, mamá —mientras hablaba, iba restregando la leche por toda la cara, como si se tratara de crema facial—, a partir de ahora vendré un fin de semana al mes. Me encanta que me mimes y que traigas vasitos de leche a la cama… Je, je, je…
Aquella noche Raimundo trató de normalizar la relación con su mujer, pero se encontró con una hostilidad que todavía duraría un par de días. No pudo acusarla de nada, porque todos sus intentos se volvían sobre él como un bumerang. «Me has obligado a follarme a mi propio hijo por tu mala cabeza», «se la he tenido que chupar por haber hecho un fraude», «he entregado mi culo por tu desfalco…»
Raimundo dejó pasar el tiempo y, poco a poco, las cosas fueron volviendo a la normalidad. Más o menos, claro. Su mujer seguía vistiendo con aquella ropa de furcia, aunque ya no tenía quien se la follase, y se había instalado en la habitación de Ramón. No quiso volver a la habitación de matrimonio.
Aun así, Raimundo lo daba todo por bien empleado, sabiendo que su hijo había desaparecido de sus vidas y creía, firmemente, que poco a poco, su mujer volvería a ser la de antes.
Tres semanas después, un viernes por la tarde, se oyó el timbre y, al ir a abrir, Raimundo se encontró en la puerta a su hijo que, tras un «¡Hola, papá!», lo apartó con fuerza para encajar el saltó que pegó celeste desde dos metros. Allí, en el recibidor, sujetando a su madre en el aire, con las piernas de la guarra cruzadas en su cintura, se fundió en un morreo mientras sujetaba sus nalgas, ante la mirada desconcertada de Raimundo que, agachando la cabeza, volvió a su sillón.
FIN