—Está bien, niña —dijo ella—. Está bien.
Jazmín lloró hasta que las lágrimas se secaron en sus ojos.
Entonces Jazmín finalmente soltó a la Reina, reacia, una vez que se dio cuenta de lo que había hecho.
Se apartó y miró el suelo, con la mirada triste.
—Perdóname, su majestad —dijo Jazmín—. He perdido las formas.
La Reina sonrió y extendió la mano para limpiar una lágrima que Jazmín había olvidado y luego colocó suavemente su mano en su hermoso rostro enmarcado.
—No te disculpes. No tienes por qué hacerlo —dijo la Reina suavemente.
Jazmín logró mirar a la Reina y vio que su abrigo había sido manchado con lágrimas y algunas de sus moretones de su cuello.
Ya no era un abrigo de piel blanco puro sino que ahora estaba manchado de rojo.
—Debo disculparme por ello. He ensuciado tu abrigo —dijo Jazmín.
Se iba a meter en problemas por este simple acto.
—¿Qué? ¿Esta vieja cosa? —se rió la Reina—. No es nada. Simplemente es un abrigo y nada más.
Luego se volvió hacia Jazmín.