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8% Fundacion / Chapter 2: Primera parte Los psicohistoriadores

Kapitel 2: Primera parte Los psicohistoriadores

P. No hemos venido a escuchar sermones, doctor Seldon. Supongamos que ha dejado clara su postura. Permítame sugerirle que sus catastrofistas predicciones podrían estar dirigidas a socavar la confianza de la ciudadanía en el gobierno imperial con intereses particulares.

R. No se da el caso.

P. Permítame sugerir asimismo que lo que usted se propone es afirmar que el periodo de tiempo previo a la supuesta caída de Trantor estará plagado de toda clase de revueltas.

R. Eso es correcto.

P. Y que, mediante su mera predicción, usted espera desencadenar ese hecho, y conseguir así un ejército de cien mil personas a su disposición.

R. En primer lugar, eso es falso. Y aunque no lo fuera, la investigación demostrará que apenas diez mil de esas personas son varones en edad de combatir, ninguno de ellos con formación militar.

P. ¿Actúa usted en representación de otra parte?

R. No estoy a sueldo de nadie, letrado.

P. ¿No lo mueve ningún interés? ¿Sirve a la ciencia?

R. Así es.

P. En tal caso, explíquenos cómo. ¿Se puede cambiar el futuro, señor Seldon?

R. Evidentemente. Este tribunal podría volar por los aires dentro de unas horas, o no. Si lo hiciera, es indudable que el futuro cambiaría en algunos pequeños detalles.

P. No responda con evasivas, señor Seldon. La historia común de toda la especie humana, ¿se puede cambiar?

R. Sí.

P. ¿Con facilidad?

R. No. Con gran dificultad.

P. ¿Por qué?

R. La tendencia psicohistórica de un planeta repleto de personas contiene una inercia enorme. Para alterar su rumbo habría que enfrentarla a algo que poseyera una inercia parecida. Debería haber otras tantas personas implicadas o, si el número de participantes fuera relativamente pequeño, habría que darle al cambio un ingente margen de tiempo. ¿Lo entiende?

P. Me parece que sí. Trantor se salvará del desastre si el número de personas suficiente decide actuar para evitarlo.

R. Correcto.

P. ¿Cien mil personas, por ejemplo?

R. No, señor. Serían demasiado pocas.

P. ¿Está seguro?

R. Piense que Trantor tiene cuarenta mil millones de habitantes. Y tenga en cuenta además que la tendencia detonante de la catástrofe no es exclusiva de Trantor, sino que pertenece al Imperio en general, y el Imperio contiene cerca de un trillón de seres humanos.

P. Ya veo. Entonces, sería posible que cien mil personas modificaran la tendencia si ellas y sus descendientes se esforzaran durante quinientos años.

R. Me temo que no. Quinientos años es muy poco tiempo.

P. ¡Ah! En tal caso, doctor Seldon, podemos extraer la siguiente conclusión de sus declaraciones: ha reunido a cien mil personas dentro de los confines de su proyecto, pero éstas son insuficientes para cambiar la historia de Trantor en los próximos quinientos años. En otras palabras: hagan lo que hagan, no conseguirán evitar la devastación de Trantor.

R. Me temo que está en lo cierto.

P. Y, por otro lado, sus cien mil colaboradores no albergan ninguna intención criminal.

R. Correcto.

P. (despacio y con satisfacción) En ese caso, doctor Seldon… Preste mucha atención, pues esperamos que nos proporcione una respuesta meditada. ¿Cuál es la finalidad de sus cien mil colaboradores?

La voz del abogado se había vuelto estridente. Había hecho saltar la trampa; había arrinconado a Seldon; le había arrebatado astutamente la posibilidad de enunciar una respuesta satisfactoria.

El creciente murmullo de conversación que suscitaron sus palabras se propagó por las filas de asistentes hasta invadir el estrado de los comisionados, que se arracimaban cubiertos de escarlata y oro. Únicamente el comisionado general se mantenía impasible.

Hari Seldon, impertérrito, esperó a que se evaporara el clamor.

R. Minimizar los efectos de la devastación.

P. ¿Y cómo se propone conseguirlo, exactamente?

R. La explicación es muy sencilla. La inminente destrucción de Trantor no es un hecho aislado dentro del esquema del desarrollo de la humanidad. Supondrá el clímax de un intrincado drama que comenzó hace siglos y que no deja de precipitarse. Lo que se avecina, caballeros, es el declive y caída del Imperio Galáctico.

El murmullo dio paso ahora a un rugido apagado. El abogado, obstinado, estaba gritando: «¡Osa afirmar públicamente que…!», pero hubo de guardar silencio cuando las voces de «¡Traición!» del público pusieron de manifiesto que se había llegado a un veredicto sin necesidad de descargar ningún mazazo.

Lentamente, el comisionado general levantó el martillo y lo dejó caer. El sonido fue el de un gong melodioso. La algarabía cesó a la vez que las reverberaciones. El abogado respiró hondo.

P. (con gesto teatral) Doctor Seldon, ¿se da cuenta de que habla usted de un Imperio que ha cumplido los doce mil años de edad pese a todas las dificultades de tantas generaciones y que goza de las simpatías y el cariño de casi un trillón de almas?

R. Estoy al corriente tanto de la situación actual del Imperio como de su pasado histórico. Con el debido respeto, dudo que cualquiera de los presentes en la sala sepa más que yo sobre este tema.

P. ¿Y aun así se empeña en predecir su ruina?

R. Son las matemáticas las que la predicen, yo me reservo mis juicios morales. Personalmente, estas perspectivas de futuro me afligen. Aunque se aceptara el supuesto de que el Imperio es algo perjudicial… palabras que no hago mías… su caída provocaría un estado de anarquía aún peor. Es ese estado de anarquía lo que se propone evitar mi proyecto. No obstante, caballeros, la caída del Imperio es algo de proporciones gigantescas, difícil de combatir. Viene dictada por la proliferación de la burocracia, la restricción de la iniciativa, el estancamiento de la casta, la demonización de la curiosidad y mil factores más. Como decía antes, es un movimiento que lleva siglos en marcha, imparable debido a su enormidad.

P. ¿No es evidente que el Imperio goza de mejor salud que nunca?

R. Estamos rodeados de aparentes ejemplos de ello. Cualquiera pensaría que podría durar eternamente. Sin embargo, letrado, la ilusoria robustez de un árbol podrido no se muestra como lo que es hasta el momento mismo en que el rayo lo parte en dos. Ese rayo silba entre las ramas del Imperio mientras hablamos. Escuche con los oídos de la psicohistoria y lo percibirá.

P. (titubeante) Doctor Seldon, no hemos venido a…

R. (con firmeza) El Imperio caerá, y todas sus virtudes con él. Los conocimientos acumulados se marchitarán y el orden impuesto desaparecerá. Las guerras interestelares no tendrán fin, el comercio interplanetario se tambaleará, la población disminuirá, los distintos mundos perderán el contacto con el núcleo de la Galaxia… Y esa situación se prolongará.

P. (un hilo de voz en medio del apabullante silencio) ¿Eternamente?

R. La psicohistoria, capaz de predecir la caída, nos ayuda también a analizar la edad oscura que se avecina. El Imperio, caballeros, como acabamos de recordar, se remonta hasta doce mil años en el pasado. La edad oscura que nos espera durará no doce sino treinta mil años. Surgirá un Segundo Imperio, pero entre él y nuestra civilización mediarán mil generaciones de apesadumbrados seres humanos. Eso es lo que debemos combatir.

P. (intentando sobreponerse) Se contradice usted. Antes ha dicho que no podía evitar la devastación de Trantor. Por consiguiente, es lógico asumir que la caída… esa supuesta caída del Imperio…

R. No es mi intención afirmar que podamos evitar la caída, pero todavía no es demasiado tarde para acortar el interregno que la sucederá. Caballeros, si mi equipo gozara de libertad para actuar ahora, sería posible limitar la duración de la anarquía a un solo milenio. Nos encontramos en un momento crucial de la historia. Debemos desviar ligeramente, tan sólo un poquito, el imparable aluvión de acontecimientos que desencadenará la catástrofe. Por poco que sea, quizá baste para borrar veintinueve mil años de sufrimiento del porvenir de la humanidad.

P. ¿Cómo se propone conseguir algo así?

R. Salvando los conocimientos de nuestra especie. La suma del conocimiento humano es superior a la de una persona sola, a la de un millar. Con la destrucción de nuestra estructura social, la ciencia se fragmentara en un millón de trozos. Cada individuo dominará una diminuta fracción de todo cuanto podría saber. Por sí solos, se sentirán impotentes e inútiles. Esas porciones de conocimiento, insignificantes, no se transmitirán de generación en generación, sino que se perderán en el olvido. Pero si elaboramos ahora un compendio gigantesco de todo el saber, no se perderá jamás. Las generaciones venideras lo expandirán, sin necesidad de redescubrirlo por sí solas. Un milenio valdrá por treinta mil años.

P. Todo esto…

R. Mi proyecto entero, mis treinta mil hombres con sus mujeres e hijos, están consagrados a la elaboración de una «enciclopedia galáctica». No les dará tiempo a completarla mientras vivan. Ni siquiera llegarán a verla empezada en condiciones. Pero cuando se produzca la caída de Trantor, estará terminada y habrá ejemplares de ella en las todas las bibliotecas importantes de la Galaxia.

La maza del comisionado general se elevó y descendió con fuerza. Hari Seldon bajó del estrado y, en silencio, fue a ocupar su asiento junto a Gaal.

—¿Qué le ha parecido el espectáculo? —preguntó con una sonrisa.

—Ha sido la estrella absoluta. ¿Qué va a pasar ahora?

—Cancelarán el juicio e intentarán llegar a un acuerdo conmigo en privado.

—¿Cómo lo sabe?

—Le seré sincero —respondió Seldon—. No lo sé. Todo depende del comisionado general. Hace años que estudio e intento analizar sus mecanismos, pero ya conoce los riesgos de introducir particularidades individuales en las ecuaciones psicohistóricas. Sin embargo, no pierdo la esperanza.

7

Avakim se acercó, saludó a Gaal con la cabeza y se agachó para susurrar algo al oído de Seldon. Los guardias los separaron cuando se anunció a voces el aplazamiento. Condujeron a Gaal al exterior.

La sesión de la jornada siguiente fue distinta por completo. Hari Seldon y Gaal Dornick se reunieron a solas con la Comisión. Sentados juntos a la misma mesa, apenas mediaba separación entre los cinco jueces y los dos acusados. Llegaron a ofrecerles incluso el contenido de una caja de plástico repleta de puros cuya apariencia recordaba al agua en constante movimiento. Aunque la vista sucumbía a la ilusión de movilidad, el tacto revelaba la solidez y sequedad del material.

Seldon aceptó uno; Gaal rehusó la oferta.

—Mi abogado no está presente —observó el primero.

—Esto ya no es ningún juicio, doctor Seldon —repuso uno de los comisionados—. Hemos venido para discutir la seguridad del estado.

—Hablaré yo —intervino Linge Chen, y los demás comisionados se reclinaron en sus asientos, dispuestos a escucharle. Alrededor de Chen se formó un pozo de silencio que aguardaba a llenarse con sus siguientes palabras.

Gaal contuvo el aliento. Chen, de porte recio y enjuto, mayor en apariencia de lo que en realidad era, desempeñaba a efectos prácticos las funciones de emperador de toda la Galaxia. El niño que ostentaba ese titulo no era más que un simple icono creado por el propio Chen, y ni siquiera el primero.

Doctor Seldon —comenzó Chen—, sus acciones perturban la paz de los dominios del emperador. Ninguno de los miles de billones de personas repartidas entre las estrellas de la Galaxia seguirá estando con vida dentro de un siglo. Así pues, ¿por qué tendría que preocuparnos lo que suceda dentro de quinientos años?

—Es posible que yo no siga con vida dentro de un lustro —dijo Seldon—, pero eso no impide que constituya una de mis mayores preocupaciones. Llámelo idealismo. Llámelo identificación por mi parte con esa mística generalización a la que aplicamos el término de «hombre».

—Ahora no me apetece ponerme a desentrañar misticismos. ¿Le importaría explicarme por qué no puedo librarme de usted y de un incómodo e innecesario futuro de quinientos años que no veré jamás ordenando que lo ejecuten esta misma noche?

—Hace una semana —replicó tranquilamente Seldon—, esa decisión quizá le hubiera permitido retener una probabilidad entre diez de llegar a finales de año con vida. Hoy, esa probabilidad es de apenas una entre diez mil.

Los reunidos se revolvieron en sus asientos, incómodos, y empezaron a cuchichear. Gaal sintió cómo se le erizaba el vello sobre la nuca. Chen entornó ligeramente los párpados.

—¿Y eso?

—La caída de Trantor es un proceso imposible de detener, pero eso no significa que no se pueda precipitar. La noticia de mi juicio abortado llegará a todos los rincones de la Galaxia. La frustración de mis planes para paliar la catástrofe convencerá a la gente de que la aguarda el menos prometedor de todos los futuros posibles. Las vidas de nuestros antepasados ya han empezado a provocarnos envidia. Asistiremos a la proliferación de revueltas políticas y estancamientos comerciales. Entre los habitantes de la Galaxia se extenderá la idea de que lo único que importa es aquello que puedan obtener por sus propios medios. Las personas ambiciosas intentarán aprovechar la menor oportunidad y los hombres sin escrúpulos no se quedarán de brazos cruzados. Sus acciones acelerarán el declive de los planetas. Máteme y Trantor sucumbirá dentro de cincuenta años en vez de quinientos, y usted, en menos de uno.

—Cuentos para asustar a los niños —dijo Chen—. Sin embargo, su muerte no es la única solución que nos satisfaría.

Levantó la mano esbelta de los papeles en los que reposaba, hasta dejar tan sólo dos dedos ligeramente apoyados en la primera hoja.

—Dígame, ¿su única actividad sería la preparar esa dichosa enciclopedia?

—En efecto.

—¿Y es preciso que lo haga en Trantor?

—Trantor, señor, cuenta con la Biblioteca Imperial y con los recursos académicos de la universidad.

—No obstante, si su ubicación fuera otra… por ejemplo, un planeta donde el frenesí y las distracciones propias de las metrópolis no interfirieran con su académico empeño, donde sus hombres pudieran entregarse por completo y en exclusiva a su labor… ¿no tendría sus ventajas?

—Discretas, tal vez.

—Pues ese planeta ya ha sido elegido. Podrá usted continuar su trabajo, doctor, a placer, rodeado de sus cien mil personas. Toda la Galaxia sabrá que están esforzándose por impedir la caída. Anunciaremos incluso que van a evitarla. —Chen sonrió—. Puesto que hay tantas cosas en las que no creo, me cuesta poco ser escéptico también con respecto a la caída, por lo que estoy plenamente convencido de que estaré diciéndole la verdad a la gente. Mientras tanto, doctor, no cause problemas en Trantor y la paz del emperador no se verá alterada.

»La alternativa pasa por la muerte de usted y de tantos de sus seguidores como sea preciso. Desestimo las amenazas que ha expuesto con anterioridad. La oportunidad de escoger entre la muerte y el exilio tiene una validez que se prolongará desde ahora hasta dentro de cinco minutos.

—¿Cuál es el mundo elegido, señor? —preguntó Seldon.

—Creo que se llama Terminus —respondió Chen. Con las yemas de los dedos, despreocupadamente, dio la vuelta a los papeles que había encima de la mesa hasta dejarlos mirando a Seldon—. Está despoblado pero es perfectamente habitable, y se puede amoldar a las necesidades de un colectivo de estudiosos. Se encuentra algo retirado…

—Se encuentra al filo de la Galaxia, señor —lo interrumpió Seldon.

—Algo retirado, como decía. Idóneo para la concentración. Venga, le quedan dos minutos.

—Preparar semejante viaje requerirá tiempo. Hay veinte mil familias implicadas.

—Dispondrán de tiempo.

Seldon se quedó pensativo mientras se agotaba el último minuto. Al cabo, anunció:

—Acepto el exilio.

Cuando Gaal escuchó aquellas palabras, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Si bien escapar de la muerte le producía un alivio inconmensurable, no podía evitar que su alegría se viera empañada por el pesar que le producía el haber sido testigo de la derrota de Seldon.

8

Guardaron silencio durante largo rato mientras el taxi silbaba por cientos de kilómetros de túneles sinuosos con rumbo a la universidad. Gaal fue el primero en salir de su estupor.

—¿Es cierto lo que le dijo al comisionado? ¿Realmente se aceleraría la caída si lo ejecutaran?

—Por lo que a mis hallazgos psicohistóricos respecta —contestó Seldon—, no miento nunca. Tampoco hubiera servido de nada en este caso. Chen sabía que estaba siendo franco. Como político astuto que es, la misma naturaleza de su labor le exige poseer una perspicacia innata para asimilar las verdades de la psicohistoria.

—Entonces, necesitaban que usted aceptara el exilio —reflexionó Gaal, pero Seldon no respondió.

Cuando irrumpieron en los jardines de la universidad, los músculos de Gaal decidieron actuar por su cuenta; o no actuar, mejor dicho. Hubo que sacarlo prácticamente a rastras del taxi.

Un halo cegador envolvía el campus entero. Gaal ya casi se había olvidado de la existencia del sol. Sin embargo, no se encontraban al aire libre. Los edificios estaban cubiertos por una monstruosa cúpula de cristal que no era realmente tal. El material polarizado permitía a Gaal contemplar directamente el astro que resplandecía sobre sus cabezas. La luz atenuada se reflejaba en las construcciones metálicas hasta donde alcanzaba la vista.

El frío gris acerado que era característico del resto de Trantor estaba ausente en las estructuras plateadas de la universidad, cuyo lustre metálico exhibía tintes prácticamente marfileños.

—Soldados, al parecer —observó Seldon.

—¿Cómo? —Gaal bajó la mirada al prosaico nivel del suelo y divisó un centinela a lo lejos.

Cuando se detuvieron ante él, un capitán se materializó procedente de un portal cercano.

—¿Doctor Seldon? —preguntó con voz suave.

—Sí.

—Estábamos esperándolo. A partir de este momento, sus hombres y usted deberán acatar la ley marcial. Se me ha pedido que le informe de que disponen de seis meses para ultimar los preparativos antes de viajar a Terminus.

—¡Seis meses! —empezó a protestar Gaal, pero Seldon lo acalló aplicando una leve presión con los dedos sobre su codo.

—Ésas son mis órdenes —insistió el capitán.

Cuando se alejó, Gaal se volvió hacia Seldon.

—¿Pero qué podemos hacer en seis meses? Esto no es más que una forma más lenta de asesinamos.

—Calma. Calma. Vayamos a mi despacho. Éste no era espacioso pero sí a prueba de escuchas, y por medios prácticamente indetectables. Los indiscretos haces espía apuntados sobre él no captaban ni un sospechoso silencio ni una aún más sospechosa estática, sino una conversación construida al azar a partir de un ingente catálogo de frases inocuas entonadas con distintas voces e inflexiones.

—Veamos —dijo Seldon, sabiéndose a salvo—, seis meses serán más que suficientes.

—No veo cómo.

—Muchacho, en un plan como el nuestro, las acciones de los demás se doblegan ante nuestras necesidades. ¿No le había dicho ya que el temperamento de Chen se ha estudiado con más detenimiento que el de cualquier otro personaje histórico? El juicio comenzó exactamente cuando el momento y las circunstancias eran más propicios para que terminara como nosotros queríamos.

—¿Pero lo organizaron…?

—¿… para que nos exiliaran a Terminus? ¿Por qué no? —Una sección de la pared se deslizó a un lado detrás de Seldon cuando éste apoyó los dedos en un punto determinado de la mesa. Nadie más podría imitarlo, puesto que el escáner montado en el mueble sólo se activaba con sus huellas dactilares—. Ahí dentro encontrará varios microfilms. Coja el que está marcado con la letra T.

Gaal así lo hizo y se quedó esperando mientras Seldon introducía el carrete en el proyector y le entregaba unas gafas. El joven se las ajustó y vio cómo la película se desenrollaba ante sus ojos.

—Pero, entonces… —musitó.

—¿Por qué se sorprende?

—¿Lleva dos años preparándose para partir?

—Dos y medio. No estábamos seguros de que el destino elegido fuera Terminus, naturalmente, pero esperábamos que así fuese y actuamos en consonancia con esa posibilidad.

—¿Pero por qué, doctor Seldon? Si el exilio estaba organizado, ¿por qué? ¿No se podrían controlar los acontecimientos más fácilmente desde aquí, en Trantor?

—Bueno, los motivos son variados. Trabajando en Terminus, gozaremos del beneplácito del Imperio sin que éste tema que suponemos un peligro para su integridad.

—Pero usted mismo ha suscitado esos temores para provocar el exilio. Sigo sin entenderlo.

—Es posible que veinte mil familias no quisieran trasladarse a los confines de la Galaxia por voluntad propia.

—¿Pero por qué tendrían que viajar hasta allí? —Gaal hizo una pausa—. ¿No puedo saberlo?

—Todavía no —respondió Seldon—. Por ahora, confórmese con saber que Terminus será la base de un refugio científico. Y digamos que se establecerá otro en la otra punta de la Galaxia —sonrió—, en el Extremo de las Estrellas. En cuanto al resto, mi fin está cerca, y usted verá más que yo… No, no. Ahórreme su consternación y sus buenos deseos. Los médicos me han dicho que no duraré más de uno o dos años. Sin embargo, he cumplido en vida con mi cometido y, dadas las circunstancias, recibiré con gusto a la muerte.

—¿Y después, señor?

—Bueno, tendré sucesores… Quizá usted mismo sea uno de ellos. Ellos darán los últimos toques a mi plan e instigarán la revuelta de Anacreonte de la forma adecuada en el momento oportuno. A partir de ahí, los acontecimientos se desarrollarán por sí solos.

—No lo entiendo.

—Ya lo entenderá. —La serenidad y la fatiga se instalaron al unísono en el arrugado semblante de Seldon—. La mayoría partirá hacia Terminus, pero algunos se quedarán aquí. Será fácil organizarlo. En cuanto a mí —concluyó con un susurro que Gaal hubo de esforzarse por escuchar—, he terminado.


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