Se dirigió hacia la sala del trono. Miró con interés los restos de las luchas. Era impresionante, pero a decir verdad, gran parte de todos los destrozos y los restos de cuerpos fueron por culpa de las luchas internas luego de la derrota del rey demonio. Naeru se encogió de hombros mientras continuaba con su camino. Los esclavos y siervos que lo miraban notaban los intrincados tatuajes que tenía alrededor de los ojos y en la cara, que lo marcaban como un brujo de su majestad. Era suficiente para que se apartaran de su camino mientras barrían con la cabeza gacha. Naeru era tan humano como varios de ellos, pero su talento para la magia le hizo merecedor de ser ascendido a brujo, una posición de prestigio. Con una sonrisa de suficiencia, pasó junto a un esclavo que barría una pila de ceniza. Naeru pateó distraídamente la pila, carraspeó y dijo:
—Oye, te ha faltado ahí.
El criado no contestó. Solo se limitó a comenzar de nuevo a barrer.
Así llegó hasta la gran puerta doble que daba a la sala del trono. Al traspasar el umbral, vio reunidos a todos los leales al príncipe Mefist, o el rey demonio Mefist, mejor dicho. Naeru bien pudo contar cerca de 450 efectivos, entre demonios de todas las formas y tamaños. Algunos vagamente humanoides, otros parecían sacados de una pesadilla. Como él, había otros brujos con los mismos tatuajes en el rostro. Naeru llegó hasta el pie del trono. Este estaba sobre una plataforma elevada de ébano pulido. Sentado en el trono, cubierto por un perpetuo manto de sombras, los ojos del rey demonio Mefist brillaban como estrellas muertas al posarse sobre él. Naeru dedicó una profunda reverencia.
—Mi señor, he regresado y traigo las noticias que me ha pedido.
—Habla —la voz melodiosa de su rey rompió el silencio—. Cuéntame, ¿qué novedades puedes darme de mis hermanos?
Naeru tragó saliva. Se irguió, mientras distraídamente quitaba un poco de ceniza del dobladillo del puño de su negra túnica.
—Hemos confirmado que los otros hijos legítimos han abandonado la fortaleza y se han dispersado —Naeru hizo una mueca. Ahora venían las malas noticias—. No hemos sido capaces de determinar su rumbo, pero sabemos que no se han llevado tantos soldados —carraspeó; era hora de dar una buena noticia para suavizar el golpe—. Seguramente los efectivos que tenemos nosotros son más numerosos, incluso si los otros seis unen fuerzas.
Desde las sombras, los brillantes ojos se cerraron como rendijas.
—Bien —dijo finalmente—, supongo que no se puede todo —Naeru respiró aliviado—. Aun así —continuó Mefist y Naeru se puso tenso de nuevo—. No me has dicho el estado de los hijos ilegítimos.
Naeru hizo una mueca, luego se arrepintió y trató de disimularlo llevando su puño a la boca y fingiendo un ataque de tos.
—Sí, cof, cof, sobre eso —pensó con cuidado sus siguientes palabras, luego prosiguió—. Ya han sido encontrados. Sus restos ya están colgados de las almenas. Algunos de sus hermanos se han tomado las molestias de hacer gran parte de nuestro trabajo sucio.
—¿Gran parte? —preguntó Mefist, y Naeru no pasó por alto que la temperatura de la sala pareció bajar de golpe. Naeru dudaba que fuera solo un truco de su mente.
—Sí, mi señor. Me temo que al parecer hay algunos que no hemos encontrado. Parece que algunos han desaparecido. No tenemos ni rastro de sus cuerpos. Varias de las concubinas han desaparecido también, así que todo indica que uno de sus hermanos los ha tomado como trofeo o que de algún modo han escapado.
—Dime los nombres de los que no has encontrado.
Naeru asintió y, de entre sus ropas, sacó un rollo de pergamino amarillento. Lo extendió y empezó a leerlo.
—Raba, Tea, Sildar... —Naeru continuó con otro par de nombres y luego con los nombres de las concubinas desaparecidas. Y cuando sus ojos llegaron al último nombre, el que él dejó deliberadamente al final aunque estaba a la cabeza de la lista—. Y Zhaitan. Lo lamento, mi señor, pero temo que su aprendiz también ha desaparecido.
Zhaitan era el mayor entre todos los hijos bastardos y era bastante humano para su propio bien. Por tanto, era la mayor amenaza si se le ocurría tratar de usurpar el trono o al menos unirse a otro de sus hermanos. Naeru levantó la vista hacia el oscuro trono de ébano. Su señor lo miró en silencio. Naeru sintió la garganta seca y las palmas de las manos le comenzaron a sudar.
—Ya veo —dijo finalmente; Naeru se quedó tieso—. Supongo que no importará de momento. Esperaremos a que mi pequeño medio hermano aparezca eventualmente —Naeru se relajó—, pero —y volvió a aguantar la respiración—, tú estarás encargado de averiguar dónde está.
Naeru soltó el aire. Se inclinó.
—Sí, mi señor, así se hará. No le decepcionaré.
—No esperaría menos de ti.
Naeru sabía lo que eso significaba realmente:
"Como aún me eres útil, te daré una oportunidad más, ay de ti si me defraudas otra vez".
—Dime si hay algo más que debas informarme.
Naeru agradeció que al menos pudiera cambiar el tema. Se irguió con una sonrisa de dientes podridos adornando su tatuado rostro.
—Oh, sí. Hemos conseguido un prisionero que pensamos que sería un excelente obsequio para celebrar su ascensión al trono —Naeru dejó una ligera pausa; estaba seguro de que eso podría llamar la atención de su señor lo suficiente como para que se distrajera un momento—. Está esperándole en las mazmorras para que disponga de él.
Naeru no lo vio, pero estaba seguro de que más allá del perpetuo manto de sombras, el rey Mefist estaba sonriendo.
Todo debía de ser muy complicado. Sigfrid supuso que luego de que el rey demonio fuera derrocado no tendría más problemas, al menos no tan pronto. Luego de su pequeña celebración en el Rey Loco, se quedaron en la taberna para descansar una noche y luego irse de regreso a Sixto a primera hora en la mañana. Lo que no esperaba era que un mensajero llegara junto al amanecer. Sigfrid, que esa noche no había conseguido conciliar el sueño, lo recibió fuera de la taberna. La carta, aunque no fue gran cosa, fue lo suficiente para retrasar sus planes.
"Se ha avistado a un demonio en las proximidades de la muralla. Todo indica que es inteligente. Puede que necesitemos de su ayuda, Sir Sigfrid.
Atentamente: Capitán Fergus".
Un solo demonio era, por lo regular, poca cosa. Pudiera ser que se trate de algún explorador, de algún desertor renegado o incluso de alguna bestia demoníaca que se fue muy al sur. Aun así, Sigfrid dio la orden de que se quedaran un poco más. No quería correr riesgos. Ya para el mediodía, estuvo a punto de decirles a sus compañeros que podían empezar a empacar de nuevo, cuando otro mensajero irrumpió por la puerta de la taberna. El hombre venía bañado en sudor y apenas respirando. Según había dicho, tenía que entregar el mensaje tan pronto como fuera posible. Eso ciertamente desconcertó a Sigfrid, pero el contenido de la carta le desconcertó todavía más.
"El demonio se ha dejado capturar. Solicita, de ser posible, una audiencia con ustedes".
Sigfrid leyó la carta por enésima vez, su ceño levemente fruncido. Se paseaba por la estancia de la taberna distraídamente, sin quitar la mirada del amarillento rollo de pergamino. A su lado, Ilda lo miraba desconcertada.
—Entonces, ¿vamos o no al muro? —dijo Ilda, que pisoteaba con impaciencia
—Eso es lo que aún no sé —dijo Sigfrid—. La carta es del capitán, estoy seguro. Nadie más que él puede tener una letra tan horrible, pero que un demonio se deje capturar y que pida audiencia con nosotros...
Sigfrid meneó la cabeza.
—Me suena a trampa —dijo Aurel, mientras se inclinaba sobre el hombro de Sigfrid para leer.
—A mí también —dijo Maya, que estaba sentada sobre un tonel de vino con una brillante moneda bailando entre sus dedos—. Apuesto a que si vamos, estará esperándonos una docena de cuchillos por donde miremos.
Rober asintió mientras tensaba su arco.
—No sería muy sensato ir —dijo mientras su pantera, Vagira, se sentaba a su lado—. Y precisamente por eso es que debemos ir.
El silencio cayó como un mazazo. Sigfrid lo miró incrédulo, como si le hubiera crecido una segunda cabeza. Aurel e Ilda se giraron tan rápido que casi les crujieron las cervicales, y Maya dejó caer su moneda sin darse cuenta.
—¿Qué? —finalmente fue Sigfrid quien rompió el silencio.
Rober se encogió de hombros, apoyó su arco sobre su hombro y, con la mano libre, acarició a Vagira tras las orejas.
—Es simple —dijo—, digamos que es una trampa. Digamos que de algún modo ese demonio se las arregló para apoderarse del muro, o de parte de este. Si es ese el caso, entonces debemos ir y tratar de evitar que lo que sea que esté pasando se ponga peor. Quién sabe, puede que alguno de los aspirantes a próximo rey demonio esté preparando una incursión.
—Tiene sentido —dijo Aurel a regañadientes, mientras se atusaba la barba—. Pero eso no explica que nos quiera ahí´. ¿No tendría más sentido que esperara que nos alejemos para así apoderarse del muro en paz?
—¿a quién le importa? —Soltó Ilda—, solo vamos y cortemos cabezas de demonios.
Le dio unos golpecitos al pomo de su espada ancha en su cintura. Sigfrid no pasó por alto el brillo en su rostro. Deberas que anciaba una batalla.
—Puede que quiera vengarse —dijo Sigfrid, no muy convencido de sus propias palabras—. Los demonios suelen ser volubles. Quizá ni siquiera tenga un plan y solo quiera sangre.
Maya bajó de un salto de lo alto del tonel, recogió su moneda y le dio una sonrisa zorruna a sus compañeros.
—Bueno, creo que solo hay un modo de averiguarlo —dijo, mientras ponía su moneda sobre su pulgar—. Solo lo sabremos si vamos en persona. Cosa que bien podría ser un suicidio. Pero si no vamos, podría ser que estemos arriesgando mucho por nada —dijo ella y sus ojos comenzaron a brillar de diversión. Sigfrid resopló; ya sabía lo que venía.
—Maya, este no es momento para una apuesta.
—Siempre es buen momento para una apuesta, grandote —la sonrisa de la chica pareció agrandarse aún más—. Es simple, vamos y no pasa nada o vamos y tratan de matarnos —caminó hacia ellos—. O por otro lado, no vamos y no pasa nada... o puede que sí pase algo muy malo si no vamos —su rostro se ensombreció por un instante—. Así que mejor dejémoslo a la suerte. Cara, vamos. Cruz, regresamos a Sixto y que los chicos de la muralla tengan mejor suerte para la próxima.
Maya lanzó la moneda al aire, y con gracia felina la atrapó en un movimiento. La puso sobre su puño derecho con la mano izquierda puesta por encima. Sigfrid puso los ojos en blanco.
"¡Ella se está jugando el destino de un reino entero o mínimo de un destacamento del muro con una moneda!". Sigfrid resopló. Se llevó la mano al rostro.
—Solo dinos qué salió.
Maya solo se rió. Levantó la mano y sobre sus nudillos estaba una moneda dorada. Salió cara. Sigfrid suspiró. Por algún motivo, Ilda echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Al muro será —dijo Sigfrid, encojiéndose de hombros.
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