El día después de que toda la ciudad supiera sobre su boda, haciendo que cesaran todos los chismorreos. Zamiel envió carruajes y sirvientes con oro y telas costosas a su hogar. Ahora la gente comenzó a murmurar sobre la suerte que tenía en su lugar.
—No tenías que enviar todo esto —le dijo.
—Quería hacerlo —él dijo.
Ella sonrió a él, esta vez mirándolo a los ojos. No había forma de evitar mirarse ahora que iban a casarse. Ella parecía feliz y él también, excepto por una cosa que le preocupaba. Él era un djinn, y ella no lo sabía. Ella merecía saberlo, pero él tenía miedo de perderla.
—Gamila, ¿me amarías sin importar qué? —él preguntó.
—Mientras no me hagas daño, te amaré por la eternidad —dijo ella.
—Necesito decirte algo —empezó él—. Lo que sea que te diga, quiero que sepas que eso no cambia quién soy o cómo me siento acerca de ti.
Ella asintió. —Puedes decirme cualquier cosa.
—Soy un djinn —dijo él.