La oscuridad yacía en la totalidad del terreno pastoso como una sombra maldita, una opresora ausencia de luz que envolvía todo a su paso. La luna, rehén de las nubes nocturnas, se veía incapaz de romper su cautiverio y derramar su resplandor plateado sobre la desolada escena.
No había pasado ni un día desde su partida del palacio, y por increíble que pareciera, ya extrañaba su hogar, sentía necesaria la compañía de su señor, estar bajo su protectora e imponente sombra era un bálsamo para su corazón intranquilo, pero estaba determinado a cumplir con la encomienda, solo así se sentiría digno de regresar.
Sus párpados pétreos guardaban una mirada perdida en los secretos del bosque, que al ser contaminado por las bailarinas llamas de la hoguera pensó vislumbrar sombras detrás de los gruesos troncos, que su mente lógica negó de inmediato. A su lado, la esclava que había designado como acompañante cabeceaba, haciendo un gran esfuerzo por mantenerse despierta, aun cuando la noche no había pasado a convertirse en madrugada.
Trunan, su guardián, se mantenía alejado de él por unos cuantos pasos. De pie como estatua, y vigilante como un halcón. Su mano no abandonaba la empuñadura de la espada, al igual que sus instintos lo hacían con el terreno arbolado, los cuales le advertían que había algo desconocido acechándolos.
—¿Puedo hablar con usted?
Astra se volvió hacia la voz familiar, sus ojos se clavaron en el rostro calmo de Brabos, que sin duda se esforzaba por mantenerlo.
—Siéntese a mi lado. —Ofreció un lugar en la roca plana, pero fue inmediatamente rechazado.
—Agradezco el ofrecimiento, pero mi espalda ya no es la de mi juventud, necesito algo en qué recargarme.
Uno de los soldados se aproximó a él, y sin miramientos dejó descansar en el suelo una silla de madera, asiento que fue ocupado rápidamente por el hombre gordo.
—Mi cuello no ha descansado bien —dijo al volver la mirada a las llamas de la hoguera—, pero puedo escucharlo.
Brabos comprendió el trasfondo de la acción, y en principio su orgullo no quiso dejar pasar el insulto, pero la sabiduría de los años le hizo replantear su acción inmediata. Carraspeó, aclarando su voz.
—El cuidador de los árboles está preocupado —dijo, buscando un interés común con el cual empezar la conversación—, me comentó antes de partir que ha escuchado ruidos extraños.
—El peligro siempre ha dominado los bosques de Tanyer.
Brabos asintió.
—Tiene razón, señor Ministro. Habitamos un lugar que no parece querer tenernos como residentes.
—Tal vez tengas razón, pero mi pueblo ha habitado estos bosques desde hace mucho tiempo.
—¿Y cuál es su pueblo, señor Ministro?
Astra se volvió para mirarlo, disgustado consigo mismo por hablar de más, si bien no tenía prohibido comentar sobre su origen, o las cosas que su soberano hacía, sentía que Brabos no era un hombre de confianza, y podría ocupar esa información para dañarlos en el futuro, por lo que prefería mantener la boca cerrada.
—¿Querías platicar sobre el bosque? —Regresó su atención a las llamas.
—Por supuesto que no. —Negó con una sonrisa en su rostro, guardando para sí sus pensamientos sobre sonsacar más información del joven ministro, que no parecía tan bien versado en lo que él creía dominar con maestría—. Mi interés principal es conocer más a mi señor, deseo saber cómo puedo ayudarlo mejor. Y creo que usted es la opción idónea para hacerlo.
La sonrisa apareció de inmediato en el semblante del joven, no había cosa más alegre para él que conversar sobre su señor —además de pasar las noches con las féminas—, pero rápidamente recuperó la solemnidad, no iba a caer en una treta tan obvia.
—El señor Orion es todo lo que un hombre, por más destacable que sea nunca podrá ser.
Brabos asintió, sin ocultar la sonrisa gentil.
—Es algo que se nota desde el primer instante que se está en su presencia —dijo, ganándose el asentimiento del joven—. La mujer que cuida sus aposentos debe estar alegre por el hombre que tiene.
—Mi señor no tiene mujer.
—Hablaba de usted —repuso antes que pudiera notar que le había arrebatado nueva información.
—Es la misma respuesta conmigo.
—Oh —Falsificó su sorpresa, pues su alegría quería desbordarse en su rostro—, pues rezó a los Sagrados que su mujer sea tan destacable como usted. —Se levantó, sin dejarle hablar por su repentino y falso bostezo—. Cómo dije, ya no soy alguien joven que pueda trasnochar. Que la Luz Divina le conceda un sueño tranquilo.
—Lo mismo para usted —dijo sin realmente sentirlo.
El soldado que antiguamente colocó la silla se acercó para llevarla de vuelta al lugar de donde la había extraído.
Brabos abrió la entrada de la tienda provisional que sus hombres habían levantado, para inmediatamente ingresar. Había una hermosa dama sentada junto a un objeto luminoso que proveía una tranquila llama, pero que alumbraba de forma óptima el pequeño recinto. Dejó de peinarse al notar el ingreso de su padre, y con una sonrisa lo recibió.
—¿Ha aceptado?
—Paciencia, querida hija. Pues con estos tipos de hombres se necesita una estrategia de desgaste. Correr directo solo arruinará cualquier oportunidad que puedas tener. Pero en este plan, tú serás la pieza más importante. Así que desde mañana comienza a aplicar las enseñanzas de tu madre.
—Sí, padre —asintió con firmeza, incapaz de contener la astuta sonrisa en su rostro.
∆∆∆
Con los rayos solares tejiendo su manto dorado sobre los cielos, la comitiva avanzó sin obstáculos, llegando en la tarde del mismo día al territorio controlado por Brabos Horson, la vaher Cenut. El lugar se asemejaba a la vahir de Orion, salvó por la fortaleza, que aquí fue sustituida por una gran casa de roca y madera, una construcción digna del hermano del anterior Barlok.
Los niños quedaron impresionados por los veintiún jinetes, que con sus finas armaduras de cuero negro reforzado hacían gala de la riqueza de su señor, destacando uno sobre todos, el alto e imponente Trunan, de barba negra trenzada y mirada fiera como si de una bestia se tratara. Su mirada se posó poco menos de unos segundos en los cuerpos de los infantes, pero fue suficiente para arrebatarles el aliento y hacerles conocer el miedo, un sentimiento que llevó al llanto.
Astra abrió los ojos al sentir el paro del carruaje. Exhaló, deshaciéndose del aliento sobrante, la sonrisa que había acompañado su semblante se apagó, siendo sustituida por la absoluta seriedad.
Belian, que se había mantenido observando al joven Ministro notó el cambio en su expresión, y aunque interesada, no hizo por preguntar. Su propia expresión había recuperado la feminidad pura que las damas de su estatus poseían, en su mayoría actuaciones sublimes, pero, ¿qué no lo era?
La puerta se abrió.
Brabos Horson se dirigió al joven con una sonrisa.
—Bienvenido a mi... la vaher Cenut.