Cuatro meses después
Profesionalmente, a Cally le iba muy bien. El jefe del equipo de restauración de la Galerie de Ville la había contratado y sólo por sus méritos. El trabajo era
estimulante y prolífico; la semana anterior, habían enseñado un Rossetti que el
equipo y ella habían restaurado y la crítica había sido muy positiva. Los otros
restauradores eran profesionales y simpáticos, y el estudio contaba con todos los sistemas de restauración más modernos.
Vivía en un pequeño pero agradable apartamento cerca de la Torre Eiffel, se lo había alquilado a una encantadora mujer mayor de nombre Marie Ange que impartía clases de francés. El dinero de la restauración de los Rénard lo había depositado en un banco y ahora su situación económica era holgada.
Sí, todo le iba bien, pensó Cally, el asunto con el príncipe de Montéz había
quedado atrás. A excepción de un pequeño detalle: se encontraba en la ciudad más romántica del mundo y tenía el corazón destrozado. Y, además, estaba embarazada.
Cally se acarició el vientre mientras contemplaba por el ventanal del establecimiento las hileras de paraguas y los caballetes de la Place du Tertre, y rememoró el día que partió de la isla...
En el aeropuerto de Montéz, tan pronto como Boyet la dejó sola, había entrado corriendo en la farmacia con el fin de hacerse la prueba del embarazo antes de tomar el avión. Se había hecho la prueba tres veces porque las dos primeras le habían dado positivo y estaba convencida de que no lo había hecho
bien. Por fin, no le quedó más remedio que reconocer la evidencia.
Al principio, le habían dado ganas de tomar un taxi, volver al palacio y darle la noticia a Leon, pero en el fondo sabía que él la despreciaría si lo hacía. La
habría acusado de haberse quedado embarazada a propósito con el fin de obligarle a casarse con ella y habría puesto cara de horror, lo mismo que cuando ella le pasó el mensaje de Toria.
En vez de volver a Inglaterra, quizá la opción más lógica dada la situación, la posibilidad de un trabajo en la Galerie de Ville le ofrecía la oportunidad de demostrarse a sí misma que el motivo por el que se había sentido tan bien en la isla
había sido por enfrentarse a un reto profesional, a un cambio de ambiente. Vivir en París tenía que ofrecerle experiencias similares a las de Montéz, o mejores aún.
Además, en el futuro, se sentiría orgullosa de haber alcanzado el sueño de trabajar como restauradora en una de las galerías de más prestigio del mundo.
Todo eso lo había pensado en el aeropuerto, después de saber que estaba
embarazada y antes de tomar el avión a París. Pero no había tenido en cuenta una variable de suma importancia... Leon Montallier no estaba en París.
Y ahora, aunque le costaba admitirlo mientras atacaba la deliciosa crep que el camarero acababa de colocarle delante, ésa era la razón por la que se había sentido casi feliz en Montéz. Por extraordinaria que fuera la ciudad de París, la verdad era que todo lo que siempre había creído que quería no era lo que realmente quería.
Ni siquiera el trabajo de restauración, que se suponía que tenía que gustarle, le servía para otra cosa que no fuera poner a prueba su habilidad profesional y matar el tiempo. Desde el punto de vista creativo, lo único que deseaba hacer era pintar algo propio; sin embargo, cada vez que se sentaba delante de un lienzo en blanco, se encontraba incapaz de pintar. Quizá se debiera al vacío que sentía en su corazón.
Lo más probable era que fuera lo mejor, pensó apesadumbrada. Cierto que
el paisaje que había pintado en el palacio le había parecido bien en el momento, pero ahora estaba segura de que, si volvía a verlo, le parecería horrible. Debería haberlo tirado al mar antes de marcharse, pensó avergonzada al ocurrírsele la idea de que, sin duda, Leon se había cruzado con él. Posiblemente Leon lo hubiera tirado al mar.
Y no podía haberse equivocado más al suponer que la herida que él le había infligido se cerraría algún día. Era irracional, irremediable, pero la verdad era que estaba enamorada de Leon y no tenía sentido seguir negándolo. En París sólo había logrado que sus sentimientos por él se intensificaran, en vez de olvidarle. Unos sentimientos que había esperado que el tiempo disipara, pero que obstinadamente seguían obsesionándola.
Sólo una cosa había cambiado. La semana anterior, cuando escuchaba la radio para practicar su francés, había oído el nombre de Toria. Al prestar atención, se había enterado de que Toria estaba celebrando el nacimiento de su hijo, un precioso niño mestizo, con su compañero sentimental, un futbolista profesional con quien vivía ahora en Milán.
A pesar de ser un alivio, hacía que se echara en cara su comportamiento aquel día. Por los motivos que fuera, quizá sólo por causarle problemas al hombre que había puesto obstáculos a sus ansias de fama, era Toria quien había mentido y
Leon quien había dicho la verdad...
Excepto en lo que se refería a esas mañanas en la universidad, se dijo Cally a
sí misma obstinándose en pensar mal de él. Sin embargo, echarle eso en cara le parecía miserable. No era un delito, cosa que sí lo era no decirle a un hombre que
iba a ser padre. Por supuesto, llevaba pensando en ello desde ese día. En el momento en que oyó la noticia por radio, consideró la posibilidad de llamarle por teléfono o tomar un avión a Montéz, pero se echó atrás temiendo la respuesta de Leon.
Descubrir que Leon no era el padre del niño de Toria sólo cambiaba la situación desde la perspectiva de ella, pensó mientras el camarero retiraba el plato de la mesa. Quizá ahora se fiara de él, pero eso no significaba que Leon quisiera tener un hijo. En cuyo caso, ¿por qué se iba a sentir responsable de su hijo y de ella cuando el embarazo se había debido a una equivocación suya?
Además, si Leon hubiera querido formar parte de su vida de alguna manera habría ido a buscarla a
París, pero no lo había hecho.
–¿Me permites que me siente a tu mesa?
Cally se quedó perpleja al oír una voz increíblemente similar a la de Leon y, al levantar la cabeza...
–¡Leon! –exclamó Cally sin dar crédito a sus ojos–. ¿Qué haces aquí?
Cally se alegró de estar sentada, la mesa cubría la evidencia de su embarazo.
–Uno de tus compañeros de trabajo de la galería me ha dicho que lo más seguro es que estuvieras aquí.
–¿Quién? –preguntó Cally, rezando porque se tratara de Michel y no de Céline.
Sin duda, Céline le habría comentado que ella iba allí todos los días desde
que le dio antojo por las creps de espinacas y queso gorgonzola.
–Un hombre, pero no me ha dicho su nombre.
–Michel –Cally sonrió y lanzó un suspiro de alivio, sin advertir la mueca de
desagrado de Leon–. En fin, eso da igual. Dime, ¿qué haces en París?
Cally recordó lo que había estado pensando hacía unos momentos, antes de que Leon apareciera como por arte de magia. «Si quisiera formar parte de tu vida,
habría venido a buscarte...».
¿Era eso? Le miró a la cara, pero su expresión no delataba sus pensamientos.
–¿Por qué crees que estoy en París, chérie?
Durante unos segundos, Cally tuvo miedo de que Leon lo supiera. Pero no,
no podía ser.
–¿Has venido por motivos de negocios? –sugirió ella.
Leon lanzó una queda carcajada y corrió un dedo por la carta.
–En parte. ¿Qué vas a tomar?
En parte. ¿Qué demonios había querido decir?
–Nada, gracias –respondió ella.
–En ese caso, podemos irnos. Deja que te acompañe a la galería.
–Bueno, pensándolo bien... –Cally se acordó de la protección que le ofrecía
la mesa–. Creo que voy a tomar algo; si no, luego me va a entrar hambre.
Leon apretó los dientes mientras ella fingía leer la carta del menú, a pesar de
haberla visto pedir un enorme almuerzo apenas veinte minutos antes y que se había comido con enorme gusto y rapidez. Pero él sabía por qué, lo sabía desde
que Boyet le enseñó un artículo de un periódico tres días atrás, un artículo sobre la galería y el nuevo Rossetti que acababa de ser restaurado por un equipo de restauradores. Un artículo con fotografías.
Al principio, había montado en cólera. Cally estaba en cinta y sabía que era
él quien la había dejado embarazada. Sin embargo, Cally se lo había ocultado... ¡Y eso después de haberle acusado de ser deshonesto y de ocultar la verdad! Pero, a pesar de la furia por que ella no se lo hubiera dicho, era consciente de que Cally no había ido a la prensa ni había acudido a él.
Y eso le sorprendía. Sí, se había convencido de que Cally no era la clase de mujer que vendía su historia a cambio de quince minutos de fama; sin embargo, había creído que volvería a la isla
a obligarle a casarse con ella.
Más aún, había estado convencido de que Cally
volvería sólo por acostarse con él, entregándose al deseo que la consumía; igual que el deseo que él sentía por Cally le había estado consumiendo día tras día desde su separación. Sin embargo, con infinita frustración por su parte, no había ocurrido.
En ese caso, ¿por qué Cally no había acudido a él a pesar de tener la excusa
perfecta? En el momento de plantearse esa pregunta y darse cuenta de que
desconocía la respuesta, pensó que, si lograba calmar su ira, Cally podría ser la
solución perfecta al desagradable problema que le acuciaba desde lo de Toria.
Además, solucionaría el problema de la dolencia en la entrepierna, que se había
acrecentado desde que la había visto con esas nuevas y voluminosas curvas que
ella, tontamente, se había propuesto a ocultar a toda costa. ¿Acaso le creía tan estúpido como para no notarlo?
–Creo que voy a tomar un friand de almendras –dijo Cally con la esperanza
de que fuera el plato más pequeño del menú–. ¿Y tú?
–No sé. ¿Qué tal unas explicaciones?
–¿Qué?
Cally evitó la mirada de Leon, pero sintió sus ojos clavados en ella.
–Unas explicaciones –repitió Leon–. Como, por ejemplo, por qué no me has
dicho que llevas a mi hijo en tu vientre.
El pánico se apoderó de ella.
–¿Cómo... cómo te has enterado?
–No como me merezco.
Avergonzada, Cally asintió.
–Sí, debería habértelo dicho.
–¿Por qué no lo hiciste?
Ella sacudió la cabeza y jugueteó con la carta, incapaz de mirarle a los ojos.
–Porque sabía que tú no querías tener un hijo y fue culpa mía quedarme
embarazada.
Leon frunció el ceño, sin saber a lo que ella se refería pero seguro de que no
le iba a gustar lo que venía después.
–La primera vez, cuando dije que no necesitaba protección, pensé que
estábamos hablando en sentido figurado. No me di cuenta hasta después de que tú te lo habías tomado como si te hubiera dicho que estaba tomando anticonceptivos.
Leon se mordió la lengua a pesar de la cólera que sentía. Si Cally hubiera ido a Montéz con esa excusa, él jamás la habría creído; por el contrario, habría
supuesto que se había tratado de una estratagema para cazarle. Pero Cally no
había hecho eso. A pesar de tener la disculpa perfecta para dejar su trabajo, no la
había utilizado. Lo que le hizo pensar que era posible que aquello funcionara.
–Fue un malentendido, eso es todo –respondió Leon.
Cally alzó el rostro con expresión de incredulidad.
Comprensión? ¿Por parte de Leon Montallier?
–Sí, lo fue.
–Y, sin embargo, decidiste acarrear con las consecuencias.
–Así es. Que haya sido algo inesperado no significa que no quiera ser madre.
–¿Y no se te pasó por la cabeza que, de saber que iba a ser padre, quizá yo también querría serlo?
Cally advirtió el modo como los rasgos de Leon se suavizaban. Perpleja, sus
ojos se agrandaron.
–Yo... supongo que esperaba que tu reacción fuera la misma que cuando te dije que Toria estaba embarazada –dijo ella avergonzada–. Pero ahora ya sé que eso no tenía nada que ver contigo.
Leon, muy serio, asintió.
–Y... ¿has cambiado de opinión? –preguntó ella en un susurro.
Leon respiró hondo antes de contestar.
–Tienes razón, Cally, no quería tener un hijo. Y no porque no me gusten los
niños, sino porque creo que un hijo debe ser criado por un padre y una madre,
casados. Y como no quería casarme, no quería tener hijos. Pero la vida no es tan
sencilla.
Leon sacudió la cabeza y despidió al camarero, que se había acercado a la mesa. Entonces, continuó:
–Ahora, tú llevas a mi hijo en tu vientre. Pero incluso antes de saberlo, durante los cuatro últimos meses, te he echado de menos como no creía que fuera posible echar de menos a nadie. Y no sólo en la cama, sino como compañera.
Cally, atónita, se lo quedó mirando.
–Cally, quiero casarme contigo. Tan pronto como sea posible.
Cally se pellizcó la pierna para comprobar que no estaba soñando. Leon
Montallier, el príncipe Leon Montallier, el hombre que le había dicho que la
institución del matrimonio le resultaba insoportable, ¿le había pedido que se casara
con él?
–¿No te parece que casarnos es una opción algo precipitada? –respondió ella vacilante, mirando por el ventanal del café a los caricaturistas y al pequeño grupo de peatones que les observaban, temerosa de que, si le miraba a los ojos, Leon iba a darse cuenta de que quitarle esa idea de la cabeza era lo último que quería en el mundo.
–No –replicó Leon con voz suave pero firme–. Y creo que a ti tampoco te lo
parece.
Cally se dio cuenta de que Leon no necesitaba mirarla a los ojos para saber
lo que estaba pensando.
–Quizá tengas razón –admitió Cally–. Pero no quiero que, en el futuro y al mirar atrás, ninguno de los dos se arrepienta de haber dado ese paso.
–Nadie sabe lo que el futuro va a deparar –dijo Leon con la seriedad de un hombre consciente de las arbitrariedades del destino–. Pero no es posible que nos
arrepintamos de intentar criar juntos a nuestro hijo, ¿no te parece?
En eso tenía razón, pensó Cally. ¿Cómo iba ella a arrepentirse de criar a su
hijo junto con él en Montéz cuando la alternativa era criarlo sola en Cambridge?
Además, su hijo sería el heredero, o heredera, al trono. ¿Cómo podría criarse
en otra parte que no fuera en la isla, preparándose para el futuro?
–Aparte de criar a nuestro hijo, me gustaría seguir trabajando, Leon.
–Por supuesto –respondió él sin el tono sarcástico del pasado–. Si quieres, podrías trabajar como freelance en el estudio.
Cally casi no daba crédito a lo que estaba oyendo. Leon no le había pedido que dejara el trabajo que tanto le gustaba, ni había supuesto que querría dejarlo. Sí,
había mucha incertidumbre, muchas cosas que superar, pero si los dos se esforzaban...
–Sí, podría hacerlo –Cally asintió tímidamente.
–¿Me estás dando a entender que no te opones a la idea de casarte conmigo,
chérie?
–Sí, Leon, eso es.
–Estupendo –Leon se inclinó hacia delante por encima de la mesa y le susurró al oído–, porque ya he reservado la iglesia para dentro de una semana a partir de hoy.
–¿Una semana?
Leon asintió. Era arrogante. También romántico. Y la felicidad que la invadió disipó su exasperación con él. En ese momento, Cally se puso en pie y se acercó a Leon para abrazarle.
Pero antes de poder pegar el cuerpo al de él y de juntar las manos en su nuca, Leon
le puso una mano en el codo, deteniéndola.
–¿Qué pasa?
Cally siguió la mirada de él, que se había depositado en su vientre.
–Es sólo que... ¿Me dejas tocar?
–Naturalmente –Cally sonrió y lanzó un suspiro de alivio. Después, agarró las manos de Leon y se las llevó al vientre–. Siento no habértelo dicho, Leon.
Leon tensó la mandíbula, pero se obligó acontrolarse.
–Escucha, dentro de tres días me toca hacerme un escáner en el hospital, ¿por qué no me acompañas?
Leon asintió con una convicción que indicaba que no se lo perdería por nada
del mundo.
–Y después a Montéz.